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Capítulo XIII

Tras concluir la comida, Elemor se dispuso a montar guardia e instó a Zeowyn a descansar bajo el frondoso nogal en el que se reunían.

Entre las verdes hojas de su copa se dejaban entrever infinidad de puntos luminosos que hacían compañía en la lóbrega noche a aquellas lunas que divisaron por el camino. Su majestuosidad embriagaba la visión.

Pensamientos de carácter soñador invadieron la mente de Zeowyn mientras su vista continuaba deleitándose con los astros del firmamento. La protección y confianza que le transmitía Elemor la reconfortaban enormemente, sin embargo, la inquietud de su desconocido poder era perpetua, y proseguía inmutable azotando su mente desde la desconfianza que albergaba en ella. No pudo conciliar el sueño, por lo que prosiguió observando el cielo.

—¿Reconoces las lunas? —la voz de Elemor rompió con el silencio del ambiente.

—Solo conozco lo que mi vista alcanza a comprender —respondió Zeowyn.

Elemor dirigió la mirada al cielo, y elevando su dedo índice hacia el campo de estrellas, señaló una voluminosa esfera de color anaranjado, con notables relieves montañosos que ensombrecían parte de su espacio.

—Aquella de ahí, de color naranja, es Mur. Dicen que su naturaleza es tan impetuosa, que por su giro alrededor de Heureor es la responsable de los terremotos y erupciones volcánicas.

Las facciones de Zeowyn expresaban sorpresa. Desconocía que su acompañante tuviera conocimientos del firmamento.

—¿Y esa otra, la morada? —preguntó señalando ella misma el astro próximo.

—Su nombre es Defestia. Su imponencia y sublime apariencia ciertamente nublan los sentidos. Son muchos los que cuentan historias sobre personas que acababan con sus vidas perdidos por un incomprensible y ciego apego al brillo morado de esta luna.

—Cuentos para asustar a los niños —añadió Zeowyn indiferente.

Los ojos de Elemor se tornaron solemnes posteriormente al comentario, como si vivencias pasadas hicieran acto de presencia en su cabeza.

Zeowyn pareció percatarse y preguntó rápidamente para volver a centrar el tema.

—¿Qué hay sobre esa otra?

Ambas miradas se posaron sobre la tercera de las lunas. Una esfera de tamaño considerablemente inferior a las dos anteriores. De color marrón parduzco, presentaba formas cúbicas sobre su corteza, difícilmente reconocibles a simple vista, pero perceptibles con la necesaria atención.

—Esa última es Ord.

—¿Ord? ¿Como el Dios del conocimiento? —cuestionó incrédula.

—En efecto. Veo que a ese sí lo conoces —respondió Elemor.

—¿Qué quieres decir?

—Las lunas son las moradas de sus Dioses. Todas son, o fueron antaño, habitadas por sus Dioses Lunares homónimos.

—Entonces según lo que cuentas, Mur y Defestia también son Dioses.

—Dioses Lunares, correcto.

—¿Cómo puede ser entonces que nunca haya oído hablar de ellos, o tan siquiera saber de su existencia? —replicó perpleja Zeowyn.

—Son Dioses olvidados, cultos muertos —hizo una pausa para pensar en cómo continuar su respuesta—. A grandes rasgos, podríamos decir que no todos los Dioses son benevolentes y misericordiosos. Algunos, como bien sabrás —dijo señalando con la mirada a la luna marrón—, son totalmente ajenos a nosotros.

Zeowyn asintió, pues supo que Elemor no se equivocaba. Ord era conocido por su ansia insaciable de conocimiento, la eterna búsqueda del saber absoluto, aplicando para ello el más estricto individualismo. Su título fue el de Dios Íngrimo; coleccionista compulsivo de libros, historias y recuerdos. No se conoce más sobre esta divinidad, pues su prácticamente inexistente contacto con la civilización ha provocado que su ser se reduzca a relatos y leyendas interpretadas por los juglares a cambio de unos cuantos doreis.

—Es por ello que, algunos que antaño fueron crueles e infames con sus iguales, terminaron erradicados, y con ellos se hundió su gloria e historia. No es de extrañar entonces que nunca hayas oído de tales, pues solo las criaturas más antiguas de este mundo, y los afortunados seres con acceso a las arcas del saber, cuentan con la información necesaria para conocer o recordar los trágicos sucesos del mundo de antaño —continuaba Elemor.

Zeowyn dedicó entonces una cándida mirada de ensueño a las majestuosas lunas. Según pasaba más tiempo con el paladín, más consciente era del vacío de conocimiento que sufría, y de los engaños, a sabiendas de ello o no, que le habían sido impuestos como verdad a lo largo de su vida. Entonces, la duda se apoderó de ella y se atrevió a preguntar.

—¿Alguna vez has visto algún Dios? —cuestionó tímidamente.

—No.

—¿Cómo tienes la certeza entonces de su existencia? —el eco de la incredulidad y la desconfianza resonaba en sus palabras—. ¿De verdad hay seres tan poderosos como narran los cuentos e historias? Si es así, ¿por qué nunca los hemos presenciado?

Elemor, detectando el temor en sus dudas, decidió responder con la mayor serenidad y precisión posible.

—No es de necios dudar de lo que la vista no puede alcanzar. No obstante, tú y yo poseemos pruebas lo suficientemente sólidas como para no debatir su existencia. El Aor, que se halla en todo lo que vive y lo que no, es un claro distintivo de ello. Al igual que tú que posees una gran cantidad te diferencias de la gente corriente, existen entidades cuyo poder supera con creces lo conocido, seres que poseen el poder para crear y destruir, para modificar y deformar, dar y arrebatar.

Zeowyn dedicó una última mirada cargada de angustia al firmamento. Seguía ignorando la verdad de lo que le rodeaba, pero, tras un largo día, cedió al cansancio y permitió que los sueños deambularan por su mente.

Nada ocurrió aquella noche. Elemor permaneció en vela en su totalidad, pues en ese momento, su acompañante había adoptado un rol sumamente importante en su vida. Sabía que era especial. No supo en qué sentido, pero algo más que magia albergaba en ella. Aquel poder extraordinario no era más que una pequeña muestra de lo que Zeowyn tenía que ofrecer, y él la protegería con su vida hasta que decidiera sacarlo a la luz.

La luz del alba iluminó con suavidad la pálida frente de la elfa haciendo que despertara. Había dormido plácidamente aquella noche, pues encontraba junto a Elemor un lugar seguro. Ciertamente, le inquietaba otorgar tanta confianza a una persona a la que acababa de conocer, prácticamente no sabía nada de él. Sin embargo, sabía que el mal no moraba en él, lo sentía, y así dejó que su instinto la guiara a lo largo del viaje.

—Parece que alguien ha dormido muy bien.

La voz de Elemor sonó en su cabeza con una proximidad inesperada, y mientras procesaba sus palabras, dedicó una mirada soñolienta a la figura corpulenta que tenía sentada justo a su lado, y en cuyos hombros había apoyado la cabeza inconscientemente durante su estado de sueño. Zeowyn se incorporó rápidamente y preguntó confundida:

—¿Por qué lo dices?

Sus miradas se encontraron entonces cargadas con la inocencia de dos infantes que no cargan con preocupaciones ni desdicha.

—Tu rostro te delata —respondió Elemor con una sonrisa picaresca.

Zeowyn, sin entender a qué se refería, palpó sus facciones y comprobó que estaban húmedas. En efecto, había dormido plácidamente aquella noche, sin embargo el hecho de mostrar ese aspecto tan privado a su acompañante la llenó de pudor, y provocó por consiguiente que su rostro enrojeciera como un tomate.

Las carcajadas del paladín sonorizaron el ambiente, y entonces, la expresión de Zeowyn, mutó de la vergüenza a la sorpresa.

—Es la primera vez que te oigo reír.

Elemor se sintió vulnerable ante la situación.

—No es algo que ocurra a menudo —respondió, volviendo a su serenidad habitual, aunque aún en su cara quedaba un resquicio de alborozo.

Así pues, dio por terminada la conversación, y procedió a incorporarse al tiempo que ofrecía una mano a la elfa para hacer lo propio.

—Nos espera un día largo, reanudemos ya la marcha —dijo mientras comenzaba a caminar.

Andaron durante horas, parando solo el tiempo estrictamente necesario para recuperar fuerzas y continuar. A pesar de su delicado aspecto, Zeowyn fue capaz de seguir el ritmo a Elemor como una igual, y aunque el dolor de pies que la acompañaba la delataba en ocasiones, tras dos días de camino sin incidentes consiguieron llegar a las puertas de Qartal.

Una imponente fortaleza de piedra surgía delante de ellos, dotada de un gran número de guardias con relucientes armaduras plateadas apostados en sus murallas, notablemente más grandes que las de Volaram. Una colosal puerta doble de madera de koeb, de un característico color negruzco, les cerraba el paso. Frente a ella se hallaban dos guardias. Uno de ellos se encontraba revisando la documentación de un comerciante que se proponía entrar a la ciudad, conduciendo un carro repleto, probablemente de bienes de lujo, pues de la lona que cubría la mercancía sobresalían coloridos tapices y telas de apariencia costosa. Mientras tanto, Elemor y Zeowyn esperaban pacientemente su turno. El paladín nunca había visitado los interiores de Qartal, la ciudad más importante de la región de Isgram. Era el lugar más frecuentado de aquella parte del mundo, y no es de extrañar, pues su emplazamiento, próximo al río Eufris, junto con sus reputados bancos, hacían de Qartal un destino habitual para nobles, viajeros y comerciantes de todas partes de la región y más allá de ella.

Finalmente el guardia dio permiso al comerciante para continuar, y llegó el turno de los dos viajeros. Aquél mismo guardia, se giró hacia ellos, y observándolos desde las rendijas de su yelmo, se dirigió a ellos.

—Propicios días. ¿Qué asuntos os traen a Qartal?

—Mi nombre es Elemor, paladín de Volaram, y me dirijo hacia ustedes como mensajero oficial del Rey.

El guardia miró impasible a los dos viajeros, observando cada mínimo detalle de sus cuerpos.

—No pareces un paladín, ¿dónde están tu armadura y tu arma? —dijo mientras dirigía la mirada a sus roídos ropajes.

—Tuve dificultades en el camino, sin embargo, ya estoy aquí, y las nuevas que traigo requieren que el gobernante de Qartal me preste audiencia.

Sus palabras no parecieron convencer al guardia, que junto con su compañero bloqueó la puerta para impedirles el paso.

—Lo siento viajero, pero a no ser que tengas manera alguna de demostrar lo que dices, me temo que no podremos permitirte entrar a la ciudad.

Elemor se remangó la manga derecha de su harapienta camisa y dejó a la vista del guardia su fornido antebrazo. Tras un segundo de concentración, una marca dorada comenzó a vislumbrarse en él. Se trataba de una estrella de cuatro puntas, adornada con un ojo en su interior, y coronada en su parte superior por una media luna. Además, en la parte exterior del dibujo, se hallaban cuatro rombos que ocupan el espacio libre junto a sus laterales. La marca de la Orden sagrada.

El guardia la reconoció al momento, y rápidamente dio un paso atrás y liberó el camino hacia la puerta.

—Mis más sinceras disculpas, señor —respondió con temor. Muchos son los que intentan adentrarse en la ciudad con identidades falsas para causar estragos, debemos pues dudar de todos.

—No seré yo quien condene a un hombre por hacer su trabajo —sentenció Elemor con un tono suave.

Zeowyn observaba curiosa el peculiar tatuaje. Había aparecido de la nada. Sentía que el paladín tenía muchos misterios sin revelar, y no se equivocaba.

—No queremos entreteneros más, señor —añadió tímidamente el guardia. Sean bienvenidos a Qartal, el rey estará encantado de recibiros. Dos de nuestros mejores hombres os acompañarán para guiaros hacia las dependencias del gobernante.

Acto seguido, dio un silbido y aparecieron los dos guardias nombrados, y sin más dilación, entraron a la ciudad.

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