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Capítulo VII

Las miradas de los habitantes de Descenso Rocoso invadían con curiosidad el rostro perplejo del paladín, cosa que no pasó desapercibida, pues la recién llegada joven se volvió a dirigir a él para calmar sus pensamientos:

—No te preocupes, no corres ningún peligro aquí.

Ciertamente, el tono empleado y la musicalidad de sus palabras provocaron una inesperada tranquilidad en Elemor, lo que le llevó a bajar ligeramente la guardia y dirigirse al pequeño hombre que aún le sostenía la afable sonrisa.

—Desconozco cómo he llegado aquí y quiénes sois —dijo el paladín mientras analizaba seriamente a sus anfitriones—. Siendo franco, nunca había oído hablar de este lugar, y confiad en mí cuando os digo que he recorrido tierras tan inhóspitas que atemorizarían al más valiente de los hombres.

El enano volvió a dar una calada a su pipa, esta vez considerablemente más larga que la anterior, y acto seguido expulsó varias bocanadas de humo con formas de aro en dirección a la ventana.

—No es de extrañar que nuestro hogar no te resulte familiar, pues pocos conocen este lugar —respondió Walder con notable pesar—. Los que aquí nos hayamos somos repudiados. Saltan a la vista la variedad de razas, edades y estados físicos de los presentes. Cada uno de nosotros tiene su historia, con cierta tragedia, desde luego, hasta acabar exiliados aquí, en Descenso Rocoso. Sin embargo —hizo una pausa mientras volvía a mostrar una amplia sonrisa—, puedo asegurarte que ninguno somos malas personas, en lo más mínimo. Así qué... ¿por qué no empiezas por decirnos tu nombre?

El guerrero permanecía impasible ante la inquebrantable mirada de los vecinos, pero lo cierto era, que sabía que el enano tenía razón. Saltaba a la vista que aquellas personas no suponían ningún peligro. Eran, en su mayoría, lo que hace escasos segundos Walder acababa de describir, gente con visibles defectos físicos, ancianos y personas no aptas para el combate. Tras una detenida reflexión, se decidió a presentarse:

—Me llamo Elemor, guardián de Volaram.

Walder dio un par de pasos, se giró y se dejó caer en el borde de una pequeña mesita de noche que se hallaba en el lateral derecho de la improvisada cama.

—Bien Elemor, y —el alcalde hizo una pequeña pausa mientras miraba por encima de las gafas a su invitado—, ¿cómo acaba un paladín prácticamente desnudo, en mitad de un yermo en llamas?

Al oír sus palabras, el guerrero arqueó una ceja con incredulidad. Acto seguido, un escalofrío recorrió su cuerpo. Sentía frío. Bajó la cabeza y observó cómo su cuerpo yacía casi desnudo en aquel catre, únicamente ataviado con un calzón blanco. Con la incertidumbre de su misteriosa llegada a Descenso Rocoso, había pasado totalmente por alto que no tenía su armadura ni sus ropajes interiores consigo.

—¡Pero qué diantres! —exclamó Elemor aturdido por la sorpresa— ¿Dónde demonios está mi armadura?

Sus anfitriones, por otro lado, comenzaron a soltar carcajadas sin ningún tipo de reparo.

—Pensamos que podrías ser tú el que nos contestara a esa pregunta —añadió Walter entre risas.

Elemor miró desconcertado al público que le rodeaba, e intentó en vano recordar dónde podría haber acabado su preciada armadura. Tras darse cuenta de que estaba prácticamente desnudo, una sensación de frío que había estado presente en todo momento, pero que había pasado desapercibida hasta ahora, empezó a azotar la piel del guerrero.

—No creas que no pensamos en darte algo de ropa —respondió el alcalde—, pero has estado algo más de dos días empapado en un sudor inhumano, así que pensamos que estarías mejor así.

El paladín agachó la cabeza y contempló cómo efectivamente sus brazos y pecho lucían por toda su superficie pesadas gotas de sudor que resbalaban con el más leve movimiento.

—Gracias por la ayuda, pero debo irme —sentenció.

Walder arqueó una ceja y se volvió a dirigir a él:

—No creo que sea una buena idea amigo, apenas has despertado hace unos minutos, ni siquiera serás capaz de andar hacia donde quiera que te dirijas.

El orgullo del paladín cegó su mente y le impidió tomar en cuenta aquellas palabras, pues un par de segundos después este ya se encontraba en el intento de incorporarse y partir. Sin embargo, Walder tenía razón, y pronto se demostró. Tras bajar del lecho y dar un par de pasos, su cuerpo se desmoronó y cayó al suelo de rodillas. Se encontraba demasiado débil. La adrenalina posterior al despertar del trance había concluido y sus piernas no podían mantenerlo en pie. Pronto comprendió que el alcalde estaba en lo cierto, y muy a su pesar hizo caso de las recomendaciones que le dio posteriormente, y así fue como Elemor prolongó su estancia en Descenso Rocoso.

Los curiosos habitantes de la aldea abandonaron la habitación por orden de Walder y dejaron que el guerrero descansara toda la noche. No durmió esa vez. Incluso cuando la llama de la vela que iluminaba a la estancia se consumió y arrasó con una ola de oscuridad la habitación, la mente del paladín no daba tregua al descanso e intentaba, con amargura, recordar todos los detalles sobre el encuentro con aquella criatura.

Temprano, a la mañana siguiente, cuando la luz del alba apenas empezaba a dejar verse, unos tímidos nudillos golpearon la puerta.

—Adelante —dijo.

Una figura femenina se adentró en la habitación.

—¿Has dormido bien? —preguntó la elfa.

Elemor no respondió a la pregunta y se limitó a observarla en silencio. Ella no encajaba en absoluto con el perfil de un segregado.

—¿Es que tengo algo en la cara? —añadió—. Supongo que eres de pocas palabras —concluyó con un leve murmuro.

Había algo que se le escapaba, algo que se escondía detrás de aquel rostro inocente y que se ocultaba ante los ojos del paladín. Podía sentirlo. Ya lo hizo cuando entró en la habitación la noche anterior, solo que estaba demasiado conmocionado como para darse cuenta en aquel momento.

Tras un incómodo silencio se dirigió a ella con sequedad:

—¿Qué haces tú aquí?

—Me envía Walder, quería que comprobara si estabas bien o si necesitabas algo —respondió con congojo la chica.

—No, en este sitio quiero decir. No pareces la clase de persona a la que envían a una aldea de marginados y apestados.

La elfa dudó por un momento y luego ofreció una respuesta al paladín:

—Estoy enferma.

—¿Qué clase de enfermedad tienes? —respondió Elemor, captando enseguida que no se trataba de la verdad, no en su totalidad al menos.

Al pronunciar esas palabras, la chica dio media vuelta y salió por donde entró. Su melena castaña ondeando al son de su movimiento fue lo último que Elemor divisó antes de que la puerta se cerrara y quedara solo de nuevo.

Unas horas más tarde, se decidió a salir de la habitación. Los rayos del sol cegaron su vista durante un instante. Poco a poco comenzó a vislumbrar los pintorescos edificios que formaban la aldea. Eran construcciones puramente improvisadas con materiales sacados de aquí y allá. Pequeñas casas humildes de madera y adobe. Un poco más alejadas de la población se podían ver las siluetas de un par de molinos de viento de gran altura. Unos campos de trigo delimitaban el pequeño núcleo urbano, mientras que por varios caminos de barro se dejaban apreciar los diversos pobladores de aquel apartado lugar en la realización de sus rutinas diarias.

Elemor comenzó a andar sin rumbo por aquellas calles al tiempo que saludaba a sus viandantes. Tras uno o dos minutos de travesía, se cruzó con el alcalde. Se encontraba entretenido entablando una conversación con otro ciudadano mientras sostenía un pergamino abierto en la mano izquierda. Mientras se acercaba, el enano se percató y tras pausar su conversación se dirigió al paladín.

—Elemor, mi querido amigo, me alegra ver que ya puedes mantenerte en pie.

El guerrero asintió con la cabeza.

—Gracias, aunque aún siento mis fuerzas muy mermadas. Haré caso a tu consejo y pasaré un tiempo aquí hasta que sea capaz de emprender rumbo a mi destino de nuevo.

—Me complace oír eso —respondió Walder—. No pretendo resultar entrometido, pero, ¿podría saberse dónde debes ir con tanto apremio?

—No creo que este sea lugar adecuado para tratar un tema de tal relevancia —contestó Elemor con recelo—, sin embargo, creo que te debo una explicación como agradecimiento por vuestros cuidados y atenciones.

—Tranquilo, no te sientas en la obligación de debernos nada, y quédate el tiempo que consideres oportuno. No somos poseedores de grandes fortunas, mas no nos importa compartir lo que tenemos con quien lo necesite.

Elemor le dedicó una mirada de admiración. Aquella gente, marginados y enfermos en su mayoría, dieron a cambio sus escasos recursos para salvar su vida. Un enorme gesto que sin duda quedaría grabado por siempre en la mente del paladín, pues sin ellos posiblemente hubiera perecido en los restos de lo que una vez fue un campamento orco. Tras una breve reflexión, añadió:

—Gracias, lo tendré en cuenta. Mientras tanto, espero poder ayudaros en lo que me sea posible durante mi recuperación, es lo menos que...

Sus palabras se vieron interrumpidas de manera abrupta por un estruendo de origen desconocido. Todos los presentes giraron de manera inmediata sus cabezas hacia el sonido, para contemplar con pesar cómo una enorme roca había destruido la mitad de una de las casas de adobe del poblado. Se podía observar la aflicción en las caras de los ciudadanos, pero sin embargo Elemor percibió que ninguna expresión demarcaba sorpresa salvo la suya propia.

—¿Pero qué...? —exclamó.

Walder miró con pesadumbre los cimientos medio desechos de la casa afectada y respondió:

—Cierto, en realidad hay algo en lo que podrías ayudarnos.

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