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Tercera parte (19)

19

Mientras Elliot alejaba el coche de la casa en llamas, su innato sentido del peligro se mostró tan aguzado como en sus mejores días en el Ejército. Se encontraba en la fina línea que separaba la alerta animal del frenesí nervioso.

Miró por el espejo retrovisor y vio una furgoneta negra que se apartaba del bordillo, a una manzana de distancia de ellos.

-Nos siguen -explicó.

Tina había permanecido mirando hacia su casa. Ahora volvió por completo y miró por la ventanilla trasera del coche deportivo.

-Apuesto lo que sea a que el que manipuló la calefacción de mi casa se encuentra en esa camioneta -comentó Tina.

-No lo dudes lo más mínimo.

-¡Me gustaría poner las manos encima de ese hijo de puta! -exclamó ella con vehemencia-. Le arrancaría los ojos a ese bastardo.

La furia de Tina sorprendió y complació a Elliot. Estupefacta ante aquella inesperada violencia, ante la pérdida de su casa, y por su cercano roce con la muerte, Tina había parecido encontrarse en trance; ahora salió de él. Elliot quedó impresionado y alentado por su fuerza moral.

-Ponte el cinturón de seguridad -pidió él-. Vamos a movernos más bien rápidos.

La mujer se volvió para abrochárselo.

-¿Intentarás perderles de vista?

-No sólo voy a intentarlo.

La calle se encontraba en un barrio residencial, y la velocidad límite era de 40 kilómetros por hora. Elliot apretó el acelerador y el bajo y esbelto «Mercedes» dos plazas saltó hacia delante.

A sus espaldas, la furgoneta quedó atrás con rapidez, hasta que se encontró a manzana y media de distancia, pero, al fin, dejó de alejarse cuando ellos también aceleraron.

-No pueden atraparnos -explicó Elliot-. Por lo tanto, lo mejor que pueden hacer es intentar no perder demasiado terreno.

A lo largo de la calle, la gente empezaba a salir de sus casas para ver qué había sido aquella explosión. Las cabezas se volvieron cuando el «Mercedes» pasó a todo gas.

Elliot giró dos manzanas más lejos y tuvo que reducir a más de cien kilómetros por hora. Los neumáticos chirriaron y el coche se desplazó un poco de lado, pero la soberbia suspensión y la sensible dirección mantuvieron firme al «Mercedes» sobre sus cuatro ruedas al tomar la curva.

-¿Crees de veras que dispararán contra nosotros? -preguntó Tina.

-No lo sé. Querían simular que habías muerto en una explosión accidental de gas. Y creo que habían planeado un falso suicidio para mí. Pero ahora que saben que no ha sido así, sentirán pánico. Pueden empezar a disparar contra nosotros de forma abierta. Tienen que hacer algo. No lo sé. Lo único que sé es que no permitirán que escapemos.

-Pero quién...

-Te contaré lo que sé, pero más tarde.

-¿Y qué tienen que ver con Danny?

-Más tarde -respondió él, impaciente.

-Todo esto es una locura.

-¿Y me lo dices a mí?

Dobló otra esquina y luego otra, en un intento de despistar lo suficiente a los hombres de la furgoneta como para que tuvieran que encontrarse ante el dilema de muchas calles por las que seguir, y que aquella persecución se hiciese confusa. Demasiado tarde, divisó la señal de la cuarta esquina -CALLE SIN SALIDA-, pero ya habían iniciado la curva y se encaminaban por el estrecho callejón, en el que no había más que una hilera de modestas casas de estuco a un lado y otro.

-¡Maldita sea!

-Será mejor retroceder -dijo ella.

-Y nos los encontraremos de frente.

-Tienes la pistola.

-Serán varios e irán armados.

En la quinta casa a la derecha, la puerta del garaje se encontraba abierta, y dentro no se veía coche alguno.

-Tenemos que salir del callejón y quitarnos de la vista -exclamó Elliot.

Atravesó la abierta puerta del garaje con tanta destreza como si fuese el suyo. Luego, apagó el motor, salió del coche y se encaminó a la enorme puerta. No se bajaba. Forcejeó un momento con ella y entonces se percató de que estaba equipada con un sistema de cierre automático.

Detrás de él, Tina exclamó.

-Ven aquí.

Elliot volvió y miró a la mujer.

Tina había salido del coche y localizado el botón del control en la pared del garaje.

La puerta se cerró, con lo que les escondió de cualquiera que se encontrase en la calle.

Elliot se acercó a Tina.

-Nos libramos de poco.

'Tina le agarró una mano entre las suyas y se la apretó. Las de la mujer estaban frías, pero el apretón resultó firme.

Tina continuó:

-Confiemos en que la gente que vive en esta casa no vuelva mientras nos escondemos en su garaje.

-No nos quedaremos mucho rato. Sólo debemos hacerlo hasta que los hombres de la furgoneta decidan irse del barrio. Dejarán de buscarnos si no nos localizan en los siguientes cinco minutos.

-Muy bien. Y, entonces, ¿quién diablos son?

-Verás, en primer lugar, localicé a Harold Kennebeck, el juez que te mencioné ayer. Él...

Sin advertencia previa, la puerta que conectaba el garaje con la casa se abrió, con un ruido sordo de goznes sin engrasar. Tanto Elliot como Tina pegaron un salto.

Un hombre imponente, de fornido pecho, con unos pantalones arrugados y una camiseta encendió la luz del garaje y les miró con curiosidad. Tenía unos brazos rollizos, y la circunferencia de cualquiera de ellos tenía casi la misma anchura que un muslo de Elliot. Y no existía ninguna camisa de confección que pudiese abotonarse con facilidad en torno de aquel cuello grueso y musculoso. Parecía encontrarse en buena forma, aunque su estómago abultase algo por encima del cinturón de sus pantalones.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó en una voz suave y amable, que no corría parejas con su aspecto.

Elliot tuvo la extraña sensación de que el hombre alargaría la mano hacia el interruptor que Tina había oprimido hacía un momento, y que la puerta del garaje se alzaría en el mismo instante en que la furgoneta negra rodase a escasa velocidad por la calle.

En busca de tiempo, respondió:

-Oh, hola. Me llamo Elliot y ésta es Tina.

-Tom -respondió el hércules-. Tom Polumby.

Tom Polumby no parecía preocupado por la presencia de ellos en el garaje; sólo se le veía perplejo. Un hombre de su tamaño, probablemente, no se asustaba con frecuencia de nadie.

-Bonito coche -exclamó Tom, con una inconfundible traza de reverencia en la voz.

Miró con envidia el «450-SL».

Elliot estuvo a punto de estallar a carcajadas. ¡Bonito coche! Entraban en el garaje de aquel hombre, aparcaban en él, cerraban su puerta, y todo lo que se le ocurría decir era: ¡Bonito coche!

-Un cacharro muy bonito -comentó Tom, señalando el coche, relamiéndose los labios mientras estudiaba el «450-SL».

Al parecer, a Tom no se le había ocurrido nunca que los ladrones, los asesinos psicópatas y otros tipos de los bajos fondos pudieran permitirse el comprar un «Mercedes-Benz», de tener dinero para ello. Evidentemente, para él, cualquiera que condujese un «Mercedes» pertenecía a la gente más agradable del mundo.

Elliot se preguntó cómo hubiera reaccionado el bueno de Tom de haber irrumpido en su garaje en un «Pinto».

Tom apartó la mirada del coche.

-¿Y qué hacen aquí? -les preguntó, aunque sin beligerancia en su voz.

-Nos esperaban -replicó Elliot.

-Eh... Yo no les esperaba.

-Estamos aquí... por el barco -continuó Elliot, sin saber siquiera adonde le conduciría aquella explicación, en su deseo de decir lo que fuere para impedir que Tom subiera la puerta del garaje y les echase de allí.

Tom parpadeó.

-¿Qué barco?

-El de siete metros...

-No tengo ningún siete metros...

-Provisto de motores «Evinruder».

-Aquí no hay nada parecido.

-Debe de estar en un error -insistió Elliot.

-Me imagino que no han ido a parar al sitio adecuado -replicó Tom, al tiempo que acababa de cruzar el umbral y entraba en el garaje, alargando la mano hacia el botón que levantaría la puerta.

-Mr. Polumby -dijo Tina- aguarde. En realidad, debe de haber algún error. Pero éste es el lugar exacto.

La mano de Tom se detuvo cerca del interruptor.

Tina continuó:

-Simplemente, usted no es el hombre que se suponía que debíamos visitar, eso es todo. Tal vez se olvidara de hablarle acerca del barco. Eso ha tenido que ser.

Elliot miró a Tina, asombrado.

-¿A qué tipo se supone que tenían que ver? -inquirió Tom, frunciendo el ceño.

-Sol Fitzpatrick -respondió Tina.

-Aquí no hay nadie que se llame así.

-Pero si ésta es la dirección que nos dio -prosiguió Tina-. Nos contó que la puerta del garaje estaría abierta y que podríamos entrar directamente.

Elliot deseó abrazarla en ese momento.

-Sí. Sol nos contó que debíamos entrar y dejar libre la calle, para que tuviera sitio donde poner el barco cuando llegase aquí con él.

Tom se rascó la cabeza y se estiró una oreja.

-¿Fitzpatrick?

-Sí.

-Nunca he oído hablar de él -contestó Tom-. Y, además, ¿para qué iba a traer aquí un barco?

-Estábamos a punto de comprárselo -explicó Tina.

Tom meneó la cabeza.

-No, rae refiero a por qué aquí...

-Pues -le atajó Elliot-, según le entendimos, ésta es su casa.

-Pero eso no es cierto -contestó Tom-. Yo vivo aquí. Yo y mi mujer y nuestra hijita. En este momento están fuera, y aquí nunca ha vivido nadie llamado Fitzpatrick.

-Entonces, ¿por qué nos dijo que ésta era su dirección? -preguntó Tina, perpleja.

-Señora -siguió Tom-. No tengo la menor idea. A menos que... ¿Ya le han pagado la barca?

-Pues...

-¿Tal vez sólo una paga y señal? -quiso saber Tom.

-Le dimos en depósito un par de cientos de dólares -intervino Elliot-. Era un depósito a cuenta. Sólo para ver el barco y hacernos una idea al respecto.

Sonriente, Tom repuso:

-Creo que ese depósito no les será devuelto como parte del precio, tal y como ustedes pretendían.

Tina, fingiendo sorpresa, dijo:

-¿Se refiere a que ese Mr. Fitzpatrick puede habernos engañado?

Resultó obvio que a Tom le complacía la idea de que las personas que podían permitirse un «Mercedes» no fueran, a fin de cuentas, tan listos.

-Si le han entregado un depósito, y les dio esta dirección, y legi dijo que vivía aquí, en ese caso yo afirmaría que es seguro, y no sólo probable, que Sol Fitzpatrick ni siquiera posee, en primer lugar, un barco.

-Maldita sea... -exclamó Elliot.

-¿Qué nos han timado? -preguntó Tina, pretendiendo que aquello le producía una gran impresión.

Sonriendo ahora ampliamente, Tom prosiguió:

-Pueden considerarlo de esa manera, si les parece. O pueden considerarlo como una importante lección que ese tal Fitzpatrick les ha dado.

-Timados... -repitió Tina, moviendo la cabeza.

-Tan seguro como que el sol volverá a salir mañana -porfió Tom.

Tina se volvió hacia Elliot.

-¿Qué piensas?

Él miró hacia la puerta del garaje y luego el reloj. Al fin, manifestó:

-Creo que lo más seguro será irnos.

-¿Lo más seguro? -se extraño Tom.

Tina echó a andar, pasó junto a Tom Polumby y oprimió el botón que alzaba la puerta del garaje. Sonrió a su sorprendido anfitrión y se acercó a la portezuela del asiento del pasajero del coche, mientras Elliot abría la del lado del conductor.

Polumby miró de Elliot a Tina, y de nuevo a Elliot, intrigado.

-¿Seguro? -preguntó de nuevo.

Fue Elliot el que habló:

-Tengo esperanza de que así sea, Tom. Muchísimas gracias por su ayuda.

Luego subió al coche y lo sacó del garaje marcha atrás.

Cualquier clase de diversión por la forma en que habían hecho frente a Polumby, se evaporó al instante al salir poco a poco de aquel santuario. Estaba sentado rígido, detrás del volante, con los dientes apretados, escuchando los latidos de su corazón, mientras se preguntaba si una bala atravesaría el parabrisas y le destrozaría el rostro.

No estaba acostumbrado a ese tipo de tensión. En lo físico, era duro, recio; pero, mental y emocionalmente, era, tal vez, más suave de lo que había sido en la flor de su edad. En definitiva, bajo de forma a ese respecto. Había pasado mucho tiempo desde la guerra, desde los años en el Servicio de Inteligencia militar, desde aquellas horribles noches de miedo en Saigón y en otras ciudades repartidas, en torno del Sudeste asiático. Entonces poseía la resistencia de la juventud, y se hallaba cargado de menos respeto hacia la muerte de como le ocurría en ese momento. En aquellos días había sido fácil representar el papel de cazador. Le causaba placer perseguir a la presa humana; incluso había un ápice de alegría en ser perseguido, puesto que eso le daba la oportunidad de probarse a sí mismo que burlaba al cazador respecto de su pista. Las cosas habían cambiado mucho. Era blando. ¡Un maldito blando! Un abogado de éxito y muy civilizado, que gozaba de la buena vida. Nunca había esperado jugar otra vez a aquel juego. Pero una vez más, y de manera increíble, estaba siendo cazado, y se preguntaba cuánto tiempo lo resistiría.

Tina miró a un lado y otro de la calle, mientras Elliot ponía el coche en la dirección correcta.

-No hay ninguna furgoneta negra -comentó ella.

-Hasta ahora...

A varias manzanas de distancia, una fea columna de humo se alzaba en aquel cielo entre dos luces, serpenteando; noche-negra, los límites superiores de la misma, tintados en torno de los rebordes por los últimos rayos rosados del sol poniente. Naturalmente, el humo procedía de la casa de Tina. O más bien, para ser más exactos, el humo se alzaba de lo poco que quedaba de su casa.

Elliot conducía de una calle residencial a otra, de forma inexorable por delante del humo, adentrándose cada vez más en las calles principales. Elliot temía encontrarse la furgoneta negra en cada uno de los' cruces.

Tina no era menos pesimista acerca de su esperanza de poder huir, en lo cual se parecía a Elliot. Cada vez que él la miraba, Tina seguía agazapada hacia delante, avistando cada nueva calle en que entraban, o vuelta a medias en su asiento, mirando por la ventanilla trasera. Su rostro aparecía tenso y se mordía constantemente el labio superior.

Sin embargo, al llegar a Charleston Boulevar -vía Maryland Park-way, Sahara Avenue, y Las Vegas Boulevard-, ambos comenzaron a relajarse. Ahora se encontraban ya muy lejos del barrio de Tina. Sin tener en cuenta quién les vigilaba, sin considerar lo grande que pudiese ser la organización que estaba contra ellos, la ciudad era lo bastante grande como para albergar peligro para ellos en cada rincón o escondrijo. Con casi 350.000 residentes durante todo el año, con doce millones de turistas anuales, y con aquel vasto desierto en que se extendía. Las Vegas ofrecía millares de rincones oscuros y tranquilos en los que dos personas que huyeran podían detenerse a recuperar el aliento y sopesar qué debían hacer a continuación.

Por lo menos, aquello era lo que Elliot deseaba creer.

-¿Dónde vamos? -preguntó Tina, cuando él giró hacia el oeste por Charleston Boulevard.

-Seguiremos así durante unos pocos kilómetros, y hablaremos. Tenemos un montón de cosas que discutir. Y muchos planes que elaborar.

-¿Y qué hemos de planear?

-La forma de seguir vivos.

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