La oscuridad envolvía a Louise como un manto denso, mientras las garras invisibles del miedo se cerraban sobre su garganta. Las palabras de Dorian Vespera resonaban en su mente, un eco cargado de promesas veladas y un poder que parecía provenir de los mismos abismos de la noche. Cada vez que parpadeaba, los ojos rubí del vampiro se clavaban en él, destilando una fuerza que hacía temblar sus rodillas.
El mundo se desdibujó alrededor de Louise, la claridad de los árboles y el suelo cubierto de hojas marchitas se desvaneció mientras Dorian lo arrastraba con una facilidad alarmante. Intentó resistirse, forcejeando contra el agarre que lo mantenía atrapado, pero sus músculos no respondían como deberían. Una oleada de náuseas lo atravesó, como si la mera presencia del vampiro debilitara la esencia de su ser.
—Déjame... —murmuró, su voz apenas un hilo, ahogado por la presión en su pecho—. No sé quién crees que soy, pero...
—Silencio —cortó Dorian con una frialdad que le heló la sangre—. Lo sabes tan bien como yo, omega. No pierdas tiempo fingiendo. Tu naturaleza es tan clara para mí como el brillo de la luna. Y ahora que te he encontrado, no te dejaré ir.
Louise sintió que el peso de esas palabras caía sobre él como una losa. ¿Omega? ¿Cómo podía saberlo? Su madre había sido cuidadosa hasta el último aliento, ocultándolo, protegiéndolo del mundo exterior. Había sido su secreto más guardado, su condena oculta. Sin embargo, Dorian había visto a través de todo, como si sus ojos fueran capaces de desnudar el alma misma. Louise luchó por entender, pero su mente se nublaba entre el miedo y el agotamiento. Todo lo que quería era retroceder, escapar del contacto gélido de Dorian, pero el vampiro era implacable.
—Por favor... —suplicó, las palabras escapando antes de poder contenerlas. Pero en el rostro de Dorian, no había compasión.
El rey vampiro lo observó con una mezcla de curiosidad y algo más oscuro, un brillo predador en su mirada que hacía que cada fibra de su ser se tensara. Louise sabía que para los vampiros, los omegas eran leyendas, relatos perdidos en la noche de los tiempos. Seres con la capacidad de dar vida a linajes puros, una capacidad que había sido exterminada por la ambición de su propia especie. Nunca había pensado que su existencia pudiera ser algo más que un peso sobre sus hombros. Pero ante Dorian, su ser parecía transformarse en un objeto de valor incalculable.
—¿Por qué...? —empezó a decir, pero Dorian lo interrumpió con una risa baja, casi un murmullo.
—¿Por qué he cruzado continentes y alzado guerras para encontrarte? ¿Por qué no te devoro aquí mismo? —sus palabras eran suaves, pero cargadas de un tono peligroso—. Eres una llave. Una que lleva hacía un futuro donde mi linaje será el que domine por encima de todos. Pero no es necesario que entiendas eso ahora. Pronto lo harás.
Louise tragó saliva, sintiendo que un terror primitivo lo desgarraba desde dentro. Las promesas de Dorian eran como veneno, envolviendo su mente y su cuerpo en un estado de sumisión que odiaba. Nunca había querido ser una pieza en el juego de nadie, y menos aún de un monstruo como él.