Axel
Desperté contento con el recuerdo de Ángela y el apasionado beso de despedida que nos dimos, frotando mis ojos y estirando mi cuerpo plácidamente. Quería volver a encontrarme con ella esa mañana y tener la oportunidad de desayunar juntos, pero tenía una reunión importante con el señor Rodríguez respecto a las ferias de arte en el asilo.
Eché un vistazo a mi celular y alarmado, me di cuenta de que eran las diez con quince de la mañana.
Me había quedado dormido e iba con varios minutos de retraso.
Es cierto que no tenía un compromiso laboral con el asilo, pero me caracterizaba por ser responsable y cumplidor con el señor Rodríguez.
Por eso me levanté de un sobresalto y fui al baño para ducharme y cepillar mis dientes. Al salir, me vestí con lo primero que vi en mi armario y fui a la cocina creyendo que podía prepararme unos huevos revueltos con pan tostado y un café.
Sin embargo, preferí optar por una barra de granola y comerla de camino al asilo mientras pensaba en una excusa que justificase mi tardanza, pues el señor Rodríguez no toleraba la irresponsabilidad.
Antes de salir del departamento, encontré un sobre en el piso de la sala de estar, con mi nombre como destinatario y escrito con una bella caligrafía. Lo dejé en el mostrador junto a la puerta y salí en una rápida carrera hacia el ascensor, mientras insistía en comunicarme con el señor Rodríguez, que por alguna razón no contestaba.
Cuando salí del edificio, detuve un taxi sin importarme lo cerca que me quedaba el asilo. Llegué en menos de tres minutos, evitando transpirar en la carrera que hubiese dado si no optase por un medio de transporte rápido.
Dentro de las instalaciones del asilo, a diferencia de lo que eran los días normales, me encontré con un ambiente solitario y silencioso, con un aire de abandono que solo se veía en las etapas de luto. Desde que empecé a trabajar en el complejo, había enfrentado dos muertes, y me daba la impresión de que enfrentaría la tercera.
Ya haciéndome la idea de enfrentar una muerte, me dirigí al salón donde se llevaban a cabo los actos fúnebres del asilo, identificado este con un listón púrpura, aunque misteriosamente sin el nombre ni la foto de la persona fallecida. Temí por alguien en específico y a quien hacía meses notaba cansada y sin ánimos de salir a los jardines.
Sí, la señora Oropeza había decaído a causa de unos problemas respiratorios, pero no se trataba de ella.
Así que entré al salón y me encontré con una gran cantidad de personas, lo cual era poco usual cuando perdíamos a un abuelito. Había bastantes dolientes para tratarse de alguien internado en un complejo donde la mayoría eran abandonados por sus familiares.
Entonces, noté que la señora Aura lloraba sobre un féretro, abierto este a la mitad, para que se nos permitiese ver por última vez al fallecido. Se le notaba desconsolada y abatida, por lo que me acerqué con la intención de apoyarla.
Cuando me vio, la señora Aura me recibió con un abrazo que me impidió echar un vistazo a la persona que había fallecido. Su llanto fue difícil de consolar, y por alguna razón, me impedía que me acercase al ataúd.
Supe que su intención era evitarme el impacto que me causó ver al señor Rodríguez dentro de esa caja, con sus ojos cerrados como si estuviese durmiendo y ese semblante gruñón que lo caracterizaba; me quedé sin aire por unos segundos.
—¿Por qué nadie me dijo nada? —pregunté impactado.
La señora Aura no me respondió al instante, siguió llorando ante la pérdida de una persona que la salvó de la miseria.
—¿Por qué? —insistí—, ¿por qué no me dijeron nada?
Mi voz se quebró y ya no pude formular preguntas. Se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas brotaron en mis ojos.
—No sabíamos cómo hacerlo, cariño, lo siento... Esto ha sido tan repentino —respondió la señora Aura finalmente.
Al notar la dificultad que tenía para hablar y encontrarme con la calma, la señora Aura me llevó a tomar asiento y luego fue a buscarme un vaso con agua. No encontré las palabras para expresar el dolor y la frustración que sentía.
Hacía una semana que veía al señor Rodríguez agitado y alicaído, por eso le aconsejaba tomar un descanso y que visitase un médico, pero este alegaba que su agotamiento y deplorable estado físico se debían a los esfuerzos que, según él, llevaba a cabo todos los días.
Después de recuperar la calma, la señora Aura me indicó que en un rincón del salón, un tanto alejados del resto de los dolientes, estaban los familiares del señor Rodríguez, lamentando el infortunado y repentino suceso. Me acerqué a ellos para dar el pésame, presentarme y agradecer por las oportunidades que me había dado su familiar en el asilo.
—Por fin conozco al famoso Axel —dijo su esposa, una señora robusta y de apariencia amable, aunque bastante abatida.
—Así es, lamento mucho su pérdida, misma que también asumo como mía, porque el señor Rodríguez fue un segundo padre para mí —musité a duras penas, conteniendo las ganas de llorar.
—Gracias por tus bellas palabras, querido… Leonardo me hablaba muy bien de ti, te tenía en alta estima.
—Eso me reconforta un poco.
Sin que yo se lo preguntase, la señora Rodríguez reveló que su esposo sufrió un paro cardíaco durante el recital de su hija en un evento musical del colegio en el que estudiaba. Aquello lo contó como si estuviese prevenida del suceso fatal, y en cierto modo la entendí, pues había visto el estado deplorable de su salud en días anteriores.
Minutos después, me senté lejos del féretro y de los familiares del señor Rodríguez, a solas y haciendo el intento de asimilar la muerte de una de las pocas personas que me ayudó en el peor momento de mi vida. Estaba divagando en mis pensamientos, con la mirada fija en el suelo y aceptando el suceso como una realidad.
De repente, un elegante hombre de mediana edad puso su mano en mi hombro.
—Tú debes ser Axel Lamar —dijo.
—Así es —musité.
—Hijo, he de manifestar, en nombre de la Fiscalía de Ciudad Esperanza, que lamentamos el deceso de Leonardo…
—Yo también lo lamento —dije al interrumpirlo—, pero sus familiares están allá —señalé hacia la señora Rodríguez y sus hijos.
—Sé que no eres su familiar, pero Leonardo siempre nos hablaba de tu caso… Él era un fiel e importante adepto de nuestro partido —reveló.
—Perdone, pero, ¿quién es usted? —pregunté.
—Mi nombre es Bernabé Sanz, el nuevo Fiscal del Estado —respondió.
—Es un honor conocerlo, señor —musité.
—Mucho gusto… ¿Sabes? Tenemos conocimiento de la manipulación de datos que llevó a cabo Francisco Mendoza antes de huir a Suiza. Sabemos que influyó en la falsificación de muchos antecedentes penales —dijo de repente.
Yo lo miré un tanto receloso, aunque no repliqué a sus palabras.
—Como te dije, Leonardo nos habló siempre de tu caso. No eres el único, por eso hemos propuesto un proyecto de ley en la asamblea que nos permitirá manipular y eliminar la existencia de todos esos antecedentes mediante un proceso de renovación estrictamente monitoreado por un periodo de dos años —comentó.
—Señor Sanz, aprecio mucho que me informe de esta gran iniciativa, pero la verdad es que no me siento de ánimos. No es el mejor momento para hablar de ello —musité.
—Lo siento mucho —dijo con voz comprensiva—. De igual manera, ten mi información de contacto para que me llames cuando necesites asesoramiento, yo mismo me haré cargo de tu caso.
—Gracias, señor, aprecio su consideración.
Aun después de muerto, la mano del señor Rodríguez seguía velando por mi bienestar. Era evidente que esa oportunidad era una posibilidad gracias a él, por eso rompí a llorar.
El señor Sanz me dio un par de palmadas en la espalda y me consoló con unas palabras alentadoras antes de marcharse y unirse a un grupo de señores elegantes como él.
Después de pasar toda la mañana y parte de la tarde en el funeral del señor Rodríguez, regresé a mi departamento con una sensación de vacío en mi pecho que no experimentaba desde que Miranda me dejó.
Estuve recostado en el sofá durante un largo rato hasta que anocheció. No tenía hambre ni sueño, y tampoco tomé en cuenta que Verónica no estuvo presente en el acto fúnebre. Tal era mi tristeza que no tuve mente para esos detalles.
Al momento de configurar la alarma de mi reloj, recordé el sobre que encontré en la sala de estar esa mañana. Así que fui en busca del mismo y descubrí que su contenido era una carta.
Con tan solo leer la primera línea, supe que se trataba de Ángela.
Carta para el artista más guapo de la ciudad.
Honestamente, el de ayer fue el mejor cumpleaños de mi vida. Todo estuvo inmejorable, desde la sorpresa hasta nuestro beso de despedida. Realmente me sorprende saber que haya un hombre como tú, tan bueno, amable y atento, incluso que estés soltero me resulta difícil de creer. ¿Lo estás, verdad? Olvida mi pregunta, estoy bromeando.
Pasé un cumpleaños maravilloso, muchas gracias, Axel… Y sobre lo del ascensor, quizás fui imprudente, aunque no me arrepiento de eso. La verdad es que me gustó mucho y me hubiese encantado que la situación pasase a mayores.
Espero verte esta noche en mi departamento.
Atentamente. Ángela.
En ese preciso instante, me levanté de la cama y me vestí con ropa cómoda para bajar al departamento de Ángela.
Necesitaba el cariño y la comprensión de esa mujer.
Y claro que no podía dejar de aprovechar una invitación que nos permitiría finiquitar lo que empezó en el ascensor.
El consuelo de Ángela, antes de hacer el amor, sin duda alguna, alivió ese vacío y la tristeza que me acompañó durante gran parte del día.
♦♦♦
Con el paso de los meses, Ángela y yo formalizamos nuestra relación, aunque no pasamos a vivir juntos, pues ella apreciaba mucho su independencia como yo la mía.
Por las mañanas, solíamos desayunar en su departamento y muy pocas veces en el Espacio de canela. Luego, la acompañaba a la universidad y le avisaba que la esperaría en el Parque del Centro, donde paseábamos y conversábamos hasta establecernos bajo el árbol de las hojas caídas.
También nos acostumbramos a turnar nuestras noches, ya que en ocasiones ella dormía en mi departamento y a veces yo en el suyo. Siempre acordábamos ver películas, pero lo menos que hacíamos era priorizar el televisor, debido a que nuestra relación se tornaba sexualmente placentera.
Además, me vi en la situación de dejar de asistir al asilo, por muy doloroso que fue alejarme de los abuelitos, pues el nuevo encargado del complejo estableció un conjunto de normativas con las que no estaba de acuerdo y no me sentía cómodo.
Verónica también tomó la misma decisión, aunque nos poníamos de acuerdo para visitar a la señora Aura los fines de semana y a todos esos abuelitos que nos tuvieron cariño.
La señora Aura fue la única que pudo conservar su empleo y estancia en el asilo, esto como único gesto comprensivo del nuevo encargado, quien conocía al señor Rodríguez y su amistad con ella.
Fue esta acción la única cosa buena que hizo, pues era muy severo con su trabajo. Incluso desagradó a los abuelitos, ya que este se valía de su autoridad para quitarles horas de receso, alegando que no debían esforzarse mucho y permanecer lo más tranquilos posible.
Durante la mañana de un lunes, estaba sentado en el parque leyendo el periódico, en busca de alguna noticia adicional con relación al escándalo de Emiliano Saavedra y Miranda; jamás imaginé que fuese él su pareja.
La prensa especulaba demasiado respecto al reconocido cantante, pero era poco lo que se decía de Miranda, a quien intenté llamar en varias ocasiones con la intención de demostrarle mi apoyo moral.
Tras ojear la sección de política en el periódico, encontré una foto del alcalde de Ciudad Esperanza junto al fiscal Sanz.
El titular de la noticia hacía referencia a la lucha contra la corrupción que dejó el anterior gobierno. Recordé entonces que el señor Sanz me había dado su información de contacto, por lo que no dudé a la hora de comunicarme con él y pedirle asesoramiento respecto a mi situación con el falso antecedente penal.
El señor Sanz me atendió con amabilidad durante nuestra llamada telefónica, y me citó al día siguiente en su oficina, ubicada en la Fiscalía de Ciudad Esperanza. Incluso se tomó como único atrevimiento que lo invitase a un café para conversar sobre el señor Rodríguez, a quien le tenía mucho aprecio y quería recordar con alguien que también lo conocía.
Al día siguiente, me presenté en la oficina del señor Sanz, donde me recibió con una agradable cordialidad y un trato que me hizo sentir importante.
Estuvimos conversando durante unos minutos antes de proceder con la solución a mi caso. Me comentó que la situación de los antecedentes falsos, en lo que iba de año, se había reducido a poco más de doscientos casos.
—Imagino lo complicado que ha sido para ustedes solventar este problema —comenté.
—Este es el menor de nuestros problemas —dijo—. El reto está en atrapar a los criminales que antes tenían cargos importantes dentro de las instituciones públicas. Esos que se enriquecieron a base de corrupción, extorsión y estafa.
—Todo por la plata —dije con cierto desprecio.
—Exacto, y ojo, con esto no te digo que dentro de nuestro gobierno no vayamos a enfrentar a adeptos corruptos, pero te aseguro que, como el anterior, no será… Estamos proponiendo nuevos proyectos de ley en la Asamblea Nacional para que se castigue con mayor severidad la corrupción y el abuso de poder —aseguró.
En ese momento, la secretaria del señor Sanz entró a su oficina con un montón de carpetas, mismas que archivó antes de decirle a su jefe que lo solicitaban en una importante reunión con el Fiscal General.
—Bueno, procedamos con tu caso, Axel —dijo el señor Sanz.
Este me hizo una serie de preguntas referentes a la demanda de Mendoza y luego pidió mis datos personales. Estuvo tecleando en su computador mientras seguíamos conversando respecto al proyecto político del nuevo gobierno, y al cabo de treinta minutos, aseguró que el trabajo estaba hecho.
—¿Así de rápido? —pregunté asombrado.
—Así de rápido —confirmó—, aunque en unos ocho días te debe llegar un formulario que debes llenar y traer a la fiscalía. Con ello, se iniciará un proceso legal que, en el transcurso de un mes, permitirá que se te retiren los cargos.
—¡Vaya! —exclamé—, y disculpe el abuso, pero, ¿podríamos repetir el proceso con una persona que sufrió el mismo caso?
—Si el caso es similar, claro, con gusto.
—¿Puedo facilitar sus datos para proceder de inmediato?
—No es el deber ser, pero aún tengo tiempo.
El señor Sanz repitió el mismo proceso de preguntas. Solo que en esa ocasión hice referencia al caso de Miranda y facilité sus datos personales. Al finalizar, me aseguró que en ocho días también le llegaría un correo electrónico a ella para que formase una demanda.
—¡Muchas gracias, señor! —exclamé emocionado.
—De nada, muchacho, pero recuerda que me debes un café, aunque será para otro día. Tengo que asistir a esa reunión.
Nos despedimos con un apretón de manos y le pedí que me llamase cuando tuviese tiempo libre. Entonces, salí de la fiscalía y me dirigí al Espacio de canela, donde busqué entre mis contactos el nombre de la señora Ferrer para que me facilitase el número telefónico de Miranda.
La señora Ferrer se mostró recelosa al escuchar mi voz, pero al menos tuvo la amabilidad de facilitarme el nuevo número telefónico de su hija cuando alegué que era para decirle algo importante.
Minutos después, contacté a una Miranda emocionada que me habló con un tono de voz que me calmó un poco, pues pensé que me tendría rencor luego de nuestra última llamada.
—No te imaginas cuántas veces quise llamarte, pero estuve centrada en mis proyectos… ¿Puedes creer que tengo una academia de arte? —preguntó emocionada.
—Pues claro que lo creo… Tú eres una mujer valiente y luchadora, capaz de lo que te propongas —respondí.
—No ha sido fácil, pero cuando uno se propone las cosas y lucha por ello, las posibilidades son grandes —afirmó.
—Estoy de acuerdo contigo… Pero bueno, te llamé con un propósito en específico, te tengo una gran noticia.
—¿De qué se trata? —inquirió.
—Tiene que ver con nuestros antecedentes penales, pues resulta que conocí al nuevo fiscal del Estado, quien se tomó la molestia de ayudarnos con nuestro problema. Así que, en ocho días, te llegará un correo electrónico con un formulario que debes llenar para que lleven a cabo un proceso legal que, en el transcurso de un mes, permitirá que retiren los cargos en tu contra.
—¿Lo dices en serio? —preguntó asombrada.
—No te llamaría si no fuese para decirte esto.
—¿Solo para eso me llamaste? —preguntó, y de repente su voz se tornó triste.
—Es una gran noticia, Miranda, tenía que hacértelo saber —respondí.
—Axel —hizo otra breve pausa—, ¿todavía me amas?
Odiaba esa pregunta, porque me incitaba a mentirle a una mujer que seguía amando a pesar de todo.
—No, Miranda —musité con todo el dolor de mi alma—, pero sigo teniendo cariño por ti, y siempre serás una valiosa amiga.
Miranda colgó la llamada y no volví a saber más de ella durante un buen periodo de tiempo.
Aunque me dolió mentirle, tuve que hacerlo para no estropear mi felicidad con Ángela, la mujer que me enseñaba a amar sin miedo nuevamente y con quien estaba construyendo una bella relación.