Miranda
He confirmado por experiencia propia que todo lo que sube tiene que bajar, o mejor dicho, lo que fácil llega, fácil se va. Esto es en referencia al dinero que gané con mi obra, aunque no fue lo que realmente nos afectó, sino ese inesperado adiós para el que no estábamos preparadas.
Literalmente lo perdimos todo el día en que falleció papá.
Fue inesperado e impactante, pues ver caer fulminado a alguien que se caracterizaba por ser sereno y gozaba de buena salud, no es algo para lo que estás preparado.
Mi padre sufrió un infarto fulminante, aun cuando no tenía problemas cardiacos ni en su familia había antecedentes de estos.
Mamá quedó en shock al mirarlo tendido en el suelo, mientras que yo gritaba y le pedía con desespero que llamase a emergencia. Intenté reanimarlo con la esperanza de que sucediese un milagro, pero minutos después, tan pronto llagaron los paramédicos y llevaron a cabo su proceso médico, confirmaron su muerte.
♦♦♦
Todo comenzó cuando David, en sus reportes financieros mensuales, encontró una fuga de capital que nos alarmó a todos. Jamás en la vida mis padres experimentaron semejante situación, pero a pesar de la preocupación, fuimos sensatos y mantuvimos la calma.
La desesperación duró apenas tres días, ya que contábamos con el dinero que me generó La última sonata, así que nos estabilizamos y volvimos a nuestras rutinas diarias.
Sin embargo, a David le extrañó que un problema como ese pasase en el supermercado. En sus años laborando para papá, jamás había enfrentado una situación similar, así que empezó a realizar seguimientos a los estados de cuentas y se percató de unos retiros diarios de dinero.
La primera impresión que tuvimos fue que alguien había accedido a las cuentas del supermercado y empezó a sustraer dinero, pues ni mis padres, ni David, y mucho menos yo, teníamos necesidad de recurrir a semejante acción. Así que empezamos a realizar seguimiento a la actividad de todas las computadoras que estaban conectadas al servidor principal, pero no hallamos nada extraño.
Cada día era más la preocupación, porque por muy buenas que eran las ventas diarias, ya que el supermercado tenía los mejores precios de Puerto Cristal, al hacer David su reporte financiero, seguía notando la fuga de capital.
«¿Será que hackearon el servidor y nos robaron las contraseñas de las cuentas?» Me pregunté, pero no se trataba de eso tampoco.
Las sospechas empezaron a reducirse entre nuestro personal de confianza, y ninguno de ellos podía ser, pues tenían años trabajando para papá, sabíamos que no eran capaces de semejante locura.
Mis padres se vieron en la obligación de ir al banco para presentar el problema, pero en la entidad bancaria, alegaron que los retiros de capital solo los podían llevar a cabo quienes teníamos acceso a la cuenta del supermercado.
Fue frustrante encontrarnos en esa situación sin saber cómo llegar a una solución; al ritmo en que íbamos, en cuestión de meses, podíamos declararnos en bancarrota.
Para colmo, los proveedores empezaron a quejarse por la tardanza de los pagos de nuestras facturas, y por ende, dejaron de surtirnos con los productos de mejor calidad y mayor consumo.
Así nos enfrentamos a una crisis en la que nuestros anaqueles se vaciaron y la clientela disminuyó.
Fue entonces cuando me vi en la penosa necesidad de llamar a Axel, aunque no con el motivo de pedirle dinero, sino un consejo que me ayudase a enfrentar aquel problema. Al comentarle nuestro problema financiero, este se extrañó, ya que conocía la reputación de papá.
Por eso me aconsejó que hablase seriamente con él y que no me preocupase, que todo iba a estar bien; me asombró su optimismo.
Tres días después, recibí una transferencia bancaria por parte de Axel con un monto de dinero que nos permitía un pequeño respiro, aunque no lo suficiente para solventar la crisis en la que nos hallábamos. De igual manera, volví a llamarlo y de corazón le di las gracias, aun cuando ni yo me convencí con mi fingida tranquilidad.
De ahí en adelante, en el transcurso de una semana, sucedieron demasiadas cosas.
Ya había hablado con papá, tal cual me lo aconsejó Axel, pero este no me dijo nada que me permitiese llegar a una conclusión respecto a la crisis. Sin embargo, noté que se puso nervioso cuando le hice preguntas capciosas y le advertí que si no actuábamos a tiempo, que aún lo estábamos, lo perderíamos todo.
—Ana, no te preocupes, sé lo mal que estamos, pero tengo alternativas en caso de que corramos el riesgo de perder el supermercado —alegó papá.
—¿Cómo puedes pedirme que no me preocupe? Es una crisis real la que estamos enfrentando, y ni siquiera con el dinero que te di, pudimos solventar las deudas. ¡Fueron casi diez mil dólares! En cualquier momento, estarás en verdaderos aprietos cuando no puedas pagarles a tus empleados —reclamé.
—¿Crees que no estoy consciente de eso? —preguntó—. Ana, en serio, no te preocupes, ya tengo posibles soluciones a nuestros problemas.
—Es que no entiendo, papá… ¿Cómo vinimos a caer tan bajo? ¿Sabías de esto cuando me compraste el auto? —repliqué desesperada.
—Sí, hace mucho que lo sé… Y así como tú, yo tampoco lo entiendo. He ido con las autoridades reportando un robo e incluso un ataque cibernético, pero sin pruebas, es difícil que nos ayuden.
—¿Y por qué, si sabías de esto, me compraste un auto tan costoso?
—No sabía que la situación iba a empeorar… Ana, insisto en que no te preocupes, por favor, ya bastante tengo que soportar con tu mamá.
—¡Pues no es para menos! —exclamé molesta, y salí de su oficina.
Al día siguiente, luego de comentarle a mamá que papá decía tener una solución, la cual no mencionaba, acordamos tenderle una trampa, pues su comportamiento ya no era común.
De la noche a la mañana, se empezó a mostrar distante y receloso cuando hablaba con nosotras. Evadía nuestras preguntas e incluso me levantó la voz tras insistir en que quedaríamos en bancarrota.
—¡Bueno, ya basta, Ana Miranda! —exclamó—, te dije que de esta situación saldremos airosos.
Mamá y yo cruzamos miradas; fue la señal para tenderle la trampa a papá.
—En primer lugar, papá, te pido por favor que no me vuelvas a alzar la voz, ya no soy una niña… Segundo, creo haber encontrado al culpable de nuestro problema —dije.
—¿Ah, sí? —preguntó receloso.
—Sí, hace unos días, entré a la oficina de David y este se sobresaltó al notar mi presencia… Yo me acerqué amistosamente e incluso bromeé con él al decirle que ocultaba una novia. Sin embargo, cuando miré la pantalla de su computadora, noté que tenía abierta la cuenta bancaria del supermercado.
—David tiene acceso a la cuenta del supermercado —replicó papá.
—Sí, pero, ¿por qué habría de alarmarse cuando entré? —inquirí.
—Es cierto, mi amor —intervino mamá—, ¿por qué habría de reaccionar así?
—No lo sé, tal vez no le guste que entren de repente a su oficina —respondió papá.
—¿Por qué te esmeras en defenderlo? —repliqué para presionarlo.
—Porque David es incapaz de algo así —respondió molesto.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —lo increpó mamá.
—Porque conozco a David —aseguró.
—Yo también lo conozco, papá —repliqué—, y no por eso voy a confiar ciegamente en él.
—¡Bueno, ya basta! —exclamó—. David no fue quien tomó el dinero, maldita sea, fui yo.
Mamá y yo nos quedamos boquiabiertas, aunque teníamos previsto que llegaríamos a ese punto.
Papá estaba rojo de la cólera y de inmediato nos pidió que abandonásemos su oficina, pero no lo hicimos. En vez de eso, seguimos a su lado y nos mostramos compresivas para decirle que entenderíamos su error.
—Mi amor —musitó mamá—, en todos nuestros años de matrimonio, jamás has cometido un error grave. Es cierto que has caído en pequeñeces, pero nunca me has disgustado, ¿crees que por esto te íbamos a juzgar mal?
Papá rompió a llorar y se mostró arrepentido de sus acciones, y tan pronto se calmó, nos reveló que todo el dinero lo había perdido al confiarse de los consejos de un colega inversionista, quien le sugirió incursionar en la bolsa de valores.
Dijo que tan pronto incursionó en la bolsa de valores, se percató tarde de que las acciones en las que invirtió eran ficticias. Por ende, fue víctima de una estafa que lo dejó entre la espada y la pared. Papá disponía del dinero con el que debía pagar varias facturas a proveedores, hasta que fui su salvación con mi aporte.
Uno piensa que basta tropezar con una piedra para no volver a toparse de nuevo con esta, pero en el caso de papá, no fue así, ya que cometió el mismo error dos veces, aunque en la segunda ocasión, fue progresivo, por eso se veían retiros diarios de capital.
Papá nos prometió que, a pesar de los errores que cometió, tenía una solución, que esa misma semana iba a solventar nuestros problemas.
Lo dijo con tanto optimismo y seguridad que, en ese caso, fuimos mamá y yo quienes cometimos un error; el error de confiar en sus planes.
La tarde del 27 de septiembre, a pocos minutos para las siete, papá llegó a casa hecho un mar de furia, rojo como un tomate y respirando de manera acelerada. Nos preocupó verlo así, y justo cuando le íbamos a pedir que tomase asiento, se desplomó.
Corrí hacia él desesperada para chequear su pulso, pero no sentí nada, así que intenté reanimarlo mientras le gritaba a mamá, que nos miraba en estado de shock.
Mamá estuvo petrificada hasta que tomó su celular y llamó a emergencia.
Varios minutos después llegó una ambulancia. Los paramédicos entraron sin siquiera tocar a la puerta, apresurados por intentar reanimarlo, pero ya era tarde, el infarto fue fulminante.
Fue entonces cuando mamá empezó a llorar. Incluso se echó sobre el cuerpo de papá para gritarle que volviese, que no podía dejarnos solas.
Mamá sacó el celular de papá del bolsillo de su pantalón y me lo entregó. Seguía llorando por lo repentino que fue todo, y por poco se desmayó cuando levantaron el cuerpo; se la tuvieron que llevar a ella también.
Yo, mientras tanto, intentando asimilar lo que había sucedido, me quedé en la sala de estar mirando por la ventana.
La ambulancia se alejaba ante la vista de los curiosos que estaban frente a la casa.
Entonces, pensé que todo era una pesadilla, pero tras pellizcar mi brazo tres veces, al punto de romper un poco mi piel, acepté los hechos como una maldita realidad y pagué mi creciente furia con algunos adornos.
Me fui corriendo a mi habitación y tomé mi celular para llamar al único que podía comprenderme, y al escuchar su voz impactada, alegando que le costaba creer lo que le estaba revelando, guardó silencio y se limitó a escucharme.
Que Axel dejase desahogar mi dolor y mi furia me sentó bien, y al final, me aconsejó que averiguase la causa por la cual papá estaba enojado al llegar a casa.
Su consejo hubiese sido una estupidez, pero él tenía una corazonada, pues ya desde el día en que le conté sobre nuestros problemas económicos, sospechó que algo andaba mal.
Al principio no supe qué hacer, no era una detective ni nada por el estilo, así que empecé revisando la laptop de papá y su historial de navegación web. Debo reconocer que me sentí mal por violar su privacidad, pero ya no estaba con nosotros y, si quería descubrir las causas de su fallecimiento, debía tomar ciertas medidas.
Encontré montones de enlaces que me direccionaban al sitio web de inversión bursátil en los que incursionó, aunque al dedicarle unos minutos más a la búsqueda en su historial, di con un enlace que llamó mi atención.
Se trataba de un direccionamiento a una conversación en la mensajería de su cuenta de Facebook, en la que papá dedicaba más que su tiempo a una mujer llamada Fabiola Lares.
Este detalle se repetía cada tres días con un patrón en común. El chat solía empezar a las nueve de la noche y terminaba a las diez, muy pocas veces a las once.
Mi corazón latió con rapidez ante este detalle, y aun con la idea de querer ignorar esas conversaciones, leí y descubrí la razón por la cual papá cometió semejantes errores en los últimos meses de su vida.
Aquel hombre que consideré casi perfecto por ser el mejor papá del mundo y un excelente esposo, tenía más de un año manteniendo contacto con esa mujer, cuyas conversaciones empezaron de manera casual, fueron subiendo de tono al punto de compartirse fotos íntimas y finalmente concretar un encuentro sexual.
Todo fue una trampa de esa zorra, que después del encuentro empezó a amenazarlo con revelarnos la verdad a mamá y a mí si no le transfería una exorbitante cantidad de dinero. Así fue como encontré una de las causas por las que papá recurrió a otros medios que le permitiesen multiplicar lo que ya generaba el supermercado.
La situación no paró ahí, pues para ponerle la cereza al pastel, recibí una llamada telefónica en el celular de papá por parte del primo Irving, hijo de mi tío Ramiro, el hermano mayor de papá. Este empezó a reclamar que no tenía la culpa de sus decisiones, que nunca lo incitó a realizar apuestas.
—Primo, es Miranda, ¿de qué estás hablando? —pregunté confundida.
—Ah, hola, prima, buenas noches, ¿cómo estás? Disculpa, es que hace una hora el tío Román me llamó para insultarme. Parece que apostó a tres caballos de los que me pidió información días atrás en el hipódromo y estos perdieron en sus respectivas carreras —respondió.
El primo Irving era cuidador de caballos de carreras en el Hipódromo Internacional de Puerto Cristal, y gracias a sus palabras, recordé la vez en que enfrentamos a papá y nos habló de su solución a nuestros problemas económicos.
Mi padre cayó al punto más bajo de sí mismo, recurriendo a las apuestas.
—Esto sí que es una desgracia, primo —dije conteniendo las ganas de llorar.
—¿Cómo dices? —inquirió.
—Primo…, mi papá…, acaba de fallecer… Se desplomó luego de sufrir un infarto fulminante —respondí con la voz quebrada.
El primo Irving se quedó en silencio, hasta que de repente escuché un fuerte golpe, como si aventase su celular contra la pared. Luego, se escucharon unos gritos similares a un llanto; aunque sonaba entrecortado, no supe si lloraba o intentaba comunicarse conmigo.
Tuve que colgar porque fue imposible hablar con él, pero a pesar de ello, pude descubrir el motivo por el cual papá llegó molesto a casa, al punto de sufrir un infarto.
Ahora, la cuestión era la situación a la que mamá y yo nos teníamos que enfrentar, y fue uno de los pocos reproches que tuve contra papá después de su muerte.
En silencio lo odié por las decisiones que tomó y por su infidelidad a mamá, y luego me arrepentí por no haber actuado a tiempo para ayudarlo. Papá no se merecía semejante final, ni siquiera tuvo la oportunidad de redimirse con nosotras y ganarse nuestro perdón, se fue dejando mucho camino por recorrer en esta vida.