Gimo mientras un dolor ardiente me atraviesa las costillas, casi seguro de que al menos algunas están rotas por el impacto. Jadeando en busca de aire, parpadeo entre la bruma de confusión, tratando de dar sentido al caos que me rodea.
Derek está desplomado sobre el volante, un grotesco hilo de sangre rezuma de su línea capilar. En el asiento trasero, Jeremy yace arrugado en un desorden perturbador, ensangrentado, inmóvil y alarmantemente quieto.
Por un segundo histérico, reflexiono que precisamente para esto existen los cinturones de seguridad. Deberías haber llevado puesto un cinturón, Jeremy.
Aprieto los dientes contra una ola de dolor mientras me arrastro hacia el asiento del pasajero.
Mis manos temblorosas forcejean con la manija de la puerta, pero la puerta sigue tercamente atascada. Mirando a través del parabrisas roto, me doy cuenta de que este lado del coche ha colisionado con un árbol. Unos pocos centímetros de tronco son todo lo que bloquea que mi puerta se abra.
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