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Segunda parte: El Mulo » El final de la búsqueda

Magnifico dio media vuelta y, en un momento, liberó a los demás.

Toran se puso en pie y agarró por el cuello al terrateniente.

—Usted vendrá con nosotros. Lo necesitaremos para llegar a nuestra nave.

Dos horas después, en la cocina de la nave, Bayta sirvió un enorme pastel, y Magnífico celebró el retorno al espacio atacándolo con total desprecio de la buena educación.

—¿Está bueno, Magnifico?

—¡Hm-m-m-m!

—Magnífico…

—¿Sí, mi señora?

—¿Qué fue lo que tocaste?

El bufón se retorció.

—Yo… prefiero no decirlo. Lo aprendí una vez, y el visi-sonor produce un profundo efecto sobre el sistema nervioso.

Ciertamente fue una cosa mala y no apta para su dulce inocencia, mi señora.

—¡Oh!, vamos, vamos, Magnífico. No soy tan inocente. No me halagues así. ¿Vi yo algo parecido a lo que vieron ellos?

—Espero que no. Yo lo toqué sólo para ellos. Si usted lo vio, fue sólo por los bordes y desde lejos.

—Y fue suficiente. ¿Sabes que derribaste al príncipe?

Magnifico habló con voz sombría mientras masticaba un trozo de pastel.

—Lo he matado, mi señora.

—¿Qué? —exclamó Bayta, esforzándose por tragar.

—Estaba muerto cuando dejé de tocar; de otro modo, hubiese continuado tocando. No me preocupaba Commason. Su mayor amenaza era la muerte o la tortura. Pero, mi señora, ese príncipe la miraba con malas intenciones, y… —Se interrumpió en un acceso de indignación y timidez.

Bayta sintió que la asaltaban ideas muy extrañas, y las desechó con severidad.

—Magnífico, tienes un alma galante.

—¡Oh, mi señora! —Acercó su roja nariz al pastel, pero no comió.

Ebling Mis miraba fijamente por la portilla. Trantor estaba cerca; su brillo metálico era tremendamente intenso. Toran se encontraba al lado de Mis, y murmuró con amargura:

—Hemos venido para nada, Ebling. El hombre del Mulo nos precede.

Ebling Mis se frotó la frente con una mano que parecía haber perdido su antigua redondez. Su voz era un murmullo ininteligible.

Toran estaba furioso.

—Digo que esta gente sabe que la Fundación ha caído. Digo que…

—¿Cómo? —Mis le miró, perplejo. Entonces puso la mano con suavidad sobre la muñeca de Toran, habiendo olvidado completamente la conversación previa—. Toran, yo… He estado contemplando Trantor. Tengo una sensación muy singular… desde que llegamos a NeoTrantor. Es como un ímpetu arrollador que me empuja y crece dentro de mí. Toran, puedo hacerlo, sé que puedo hacerlo. Las cosas están adquiriendo claridad en mi mente… Nunca han sido tan claras.

Toran le miró fijamente… y se encogió de hombros. No comprendía el significado de aquellas palabras. Preguntó:

—¿Mis?

—¿Qué?

—¿No vio usted una nave aterrizando en NeoTrantor cuando nos marchamos?

Mis reflexionó un instante.

—No.

—Yo, sí. Tal vez fue imaginación, pero podría haber sido aquella nave filiana.

—¿La que llevaba al capitán Han Pritcher?

—El espacio sabe a quién llevaba. Según Magnífico, era el capitán… Nos ha seguido hasta aquí, Mis.

Ebling Mis no dijo nada.

Toran exclamó con inquietud:

—¿Le ocurre algo? ¿No se siente bien?

Los ojos de Mis eran pensativos, luminosos y extraños. No contestó.

23 Las ruinas de Trantor

La localización de un objetivo en el gran mundo de Trantor presenta un problema único en la Galaxia. No hay continentes ni océanos que identificar desde mil kilómetros de distancia; no hay ríos, lagos ni islas que puedan verse a través de las nubes.

El mundo cubierto de metal era —había sido— una ciudad colosal, y únicamente el viejo palacio imperial podía ser identificado fácilmente por un extranjero desde el espacio exterior. La Bayta describió círculos sobre el mundo, casi a la misma altura que lo acostumbraba a hacer un coche aéreo, en su repetida y afanosa búsqueda.

Desde las regiones polares, donde la capa de hielo que cubría las torres de metal era una sombría evidencia del deterioro o abandono de la maquinaria acondicionadora del clima, se dirigieron hacia el sur. Ocasionalmente podían experimentar con las correlaciones —o presuntas correlaciones— entre lo que veían y lo que mostraba el mapa incompleto obtenido en NeoTrantor.

Pero fue inconfundible cuando lo encontraron. La grieta en la capa de metal del planeta tenía setenta kilómetros. El insólito follaje se extendía sobre cientos de kilómetros cuadrados, en cuyo centro se ocultaba la delicada gracia de las antiguas residencias imperiales.

La Bayta revoloteó y se orientó de forma gradual. Sólo las enormes supercalzadas podían guiarlos. Largas y rectas flechas en el mapa; lisas y resplandecientes cintas en la superficie que había debajo de ellos.

Llegaron por cálculo aproximado a lo que en el mapa figuraba como el área de la universidad, y la nave descendió sobre lo que un día debió ser un bullicioso cosmódromo.

Fue cuando se sumergieron en el océano de metal que la aparente belleza vista desde el aire se transformó en las tétricas ruinas que quedaron tras el Gran Saqueo. Las torres estaban truncadas, los lisos muros tenían grandes agujeros, y vieron por un instante un área de tierra desnuda, oscura y arada, que debía tener varios centenares de hectáreas.

Lee Senter esperó a que la nave se posara cautelosamente Era una nave extraña, que no procedía de NeoTrantor; en su interior exhaló un suspiro. Las naves extranjeras y los tratos confusos con hombres del espacio exterior podían significar el fin de los cortos días de paz, un retorno a los viejos y grandiosos tiempos de batallas y muerte. Senter era el jefe del grupo; los libros antiguos estaban a su cargo y había leído sobre los tiempos en que fueron editados. No quería que volvieran.

Tal vez transcurrieron diez minutos hasta que la extraña nave quedó posada en la llanura, y durante ese tiempo le asaltaron recuerdos de aquellos lejanos días. Vio primero la inmensa granja de su infancia, que perduraba en su memoria como un lugar donde trabajaba mucha gente. Luego vio la emigración de las familias jóvenes hacia nuevas tierras. Entonces él contaba diez años; era hijo único, y estaba perplejo y asustado.

Después, los edificios nuevos; las grandes planchas metálicas que tuvieron que ser retiradas y partidas; la tierra que quedó al descubierto tuvo que ser trabajada, abonada y reforzada; las viejas construcciones fueron derribadas y algunas transformadas en viviendas.

Hubo que sembrar y recoger la cosecha; establecer relaciones pacíficas con las granjas vecinas… Hubo crecimiento y expansión bajo la tranquila eficiencia del autogobierno.

Llegó una nueva generación de niños fuertes nacidos en aquellas tierras. Y, por fin, el gran día en que fue elegido jefe del grupo; y por primera vez desde que cumpliera dieciocho años no se afeitó y contempló cómo aparecía el primer vello de su barba de jefe.

Y ahora aquella intrusión podía poner fin al breve idilio del aislamiento…

La nave aterrizó. Vio en silencio cómo se abría el portillo. Salieron cuatro personas, cautelosas y vigilantes. Había tres hombres, diferentes, extraños; uno viejo, uno joven, otro flaco y narigudo. Y una mujer que caminaba junto a ellos como su igual. Se tocó la negra y poblaba barba mientras salía a su encuentro.

Hizo el gesto universal de paz, adelantando ambas manos, con las duras y encallecidas palmas hacia arriba.

El joven se acercó dos pasos e imitó su gesto.

—Vengo en son de paz.

El acento era extraño, pero las palabras fueron comprensibles y amables. Replicó con voz profunda:

—Que así sea. Sed bien venidos a la hospitalidad del grupo. ¿Tenéis hambre? Comeréis. ¿Tenéis sed? Beberéis.

Lentamente llegó la respuesta:

—Agradecemos tu bondad y daremos un buen informe de tu grupo cuando volvamos a nuestro mundo.

Una respuesta extraña, pero buena. Tras él, los hombres del grupo sonreían, y las mujeres aparecieron frente a los huecos de los edificios circundantes.

En su propia morada, sacó de su escondite la caja de cristal cerrada con llave y ofreció a cada uno de sus huéspedes los largos y gruesos cigarros reservados para las grandes ocasiones. Delante de la mujer, vaciló. Se había sentado entre los hombres. Era evidente que los extranjeros permitían, incluso esperaban, aquella desfachatez. Rígidamente, le ofreció la caja.

Ella aceptó uno con una sonrisa, y aspiró el humo aromático con toda la fruición que era de esperar. Lee Senter reprimió una escandalizada emoción.

La conversación, forzada, que precedió a la comida, versó cortésmente sobre la agricultura de Trantor.

Fue el viejo quien preguntó:

—¿Y las instalaciones hidropónicas? Seguramente, en un mundo como Trantor, podrían ser la solución.

Senter meneó la cabeza con lentitud. Se sentía inseguro. Sus conocimientos sólo se referían a los libros que había leído.

—¿Está hablando de un cultivo artificial con productos químicos? No, no sirve en Trantor. Estas instalaciones requieren un mundo industrial, por ejemplo, una gran industria química. Y en la guerra o el desastre, cuando la industria se paraliza, la gente se muere de hambre. Además, no todos los alimentos pueden cultivarse artificialmente. Algunos pierden su poder nutritivo. El suelo es barato, aún mejor, y siempre es más seguro.

—¿Y su cosecha de alimentos es suficiente?

—Suficiente, sí; tal vez sea monótona. Tenemos gallinas ponedoras y animales que nos dan leche; pero nuestro suministro de carne depende de nuestro comercio exterior.

—¿Comercio? —El joven pareció repentinamente interesado—. Así que ustedes comercian. ¿Pero qué exportan?

—Metal —fue la tajante respuesta—. Mire a su alrededor. Tenemos una cantidad inagotable, y ya fabricada. Vienen con naves desde NeoTrantor, derriban el área indicada, con lo cual aumenta nuestro suelo cultivable, y nos dejan a cambio carne, fruta enlatada, concentrados de alimentos, maquinaria agrícola, etcétera. Se llevan el metal y las dos partes salimos ganando.

Comieron pan y queso, y un estofado de verduras que era realmente delicioso. Mientras comían el postre de fruta escarchada, el único elemento importado del menú, los extranjeros fueron, por primera vez, algo más que meros huéspedes. El joven mostró un mapa de Trantor.

Lee Senter lo estudió con calma. Escuchó y replicó gravemente:

—Los terrenos de la Universidad son un área estática. Nosotros los granjeros no cultivamos en ella. Incluso preferimos no pisarla. Es una de las escasas reliquias del pasado que deseamos conservar intacta.

—Nosotros buscamos la ciencia. No tocaríamos nada. Nuestra nave sería nuestro rehén —propuso el viejo, ansiosa y febrilmente.

—Entonces, les llevaré hasta allí —dijo Senter.

Aquella noche los extranjeros durmieron, y mientras tanto Lee Senter envió un mensaje a NeoTrantor.

24 El converso

La escasa vida de Trantor se extinguió cuando se introdujeron entre los espaciados edificios del campus de la Universidad. Reinaba un silencio solemne y solitario. Los extranjeros de la Fundación no sabían nada de los agitados días y noches del sangriento Saqueo, que había dejado intacta la Universidad. No sabían nada de la época posterior al colapso del poder imperial, cuando los estudiantes, con armas prestadas y un valor inusitado, formaron un ejército de voluntarios para proteger el santuario de la ciencia de la Galaxia. No sabían nada de la lucha de los Siete Días y del armisticio que protegió a la Universidad cuando incluso en el palacio imperial resonaban las botas de Gilmer y sus soldados durante el breve intervalo de su dominación.

Los de la Fundación, al acercarse por primera vez, comprendieron solamente que, en un mundo de transición entre lo viejo y podrido y lo esforzadamente nuevo, esta área era una tranquila y delicada pieza de museo de antigua grandeza.

En cierto sentido, eran intrusos. El vacío grande y solemne rechazaba su presencia. La atmósfera académica parecía vivir aún y temblar airadamente ante su intrusión. La biblioteca era un edificio de pequeñas dimensiones que en su parte subterránea alcanzaba una enorme extensión de silencio y ensueño. Ebling Mis se detuvo ante los elaborados murales de la sala de recepción.

Murmuró (allí era preciso hablar en susurros):

—Creo que hemos dejado atrás la sala de los catálogos. Voy a ver si la encuentro. —Tenía la frente enrojecida y su mano temblaba—. No debo ser molestado, Toran. ¿Me bajarás la comida allí?

—Lo que usted diga. Haremos cuánto sea necesario para ayudarle. ¿Quiere que trabajemos con usted?

—No. Debo estar solo…

—¿Cree que conseguirá lo que quiere?

Ebling Mis replicó con tranquila certidumbre:

—¡Estoy seguro de ello!

Toran y Bayta estuvieron más cerca de «montar una casa» de la forma normal que en cualquier otro momento del tiempo que llevaban casados. Era una especie extraña de «montar una casa». Vivían rodeados de grandeza con una sencillez inapropiada. Su alimento procedía en gran parte de la granja de Lee Senter, y lo pagaban con los pequeños utensilios atómicos de que disponía la nave de cualquier comerciante.

Magnífico aprendió a utilizar los proyectores de la sala de lectura y pasaba las horas leyendo novelas de aventuras y romances de amor, absorto hasta el punto de olvidarse de comer y dormir, como Ebling Mis.

En cuanto a Ebling, estaba completamente aislado. Había insistido en que le instalaran una hamaca en la sala de Psicología. Su rostro adelgazó y empalideció. Su voz fue perdiendo su fuerza acostumbrada, y olvidó sus maldiciones preferidas. Había momentos en que parecía luchar para reconocer a Toran o a Bayta.

Era más él mismo cuando estaba con Magnífico, que le llevaba las comidas y a menudo se sentaba a contemplarlo durante horas con una extraña y fascinada atención, mientras el anciano psicólogo transcribía larguísimas ecuaciones, buscaba referencias en interminables libros audiovisuales, y se paseaba de un lado a otro entregado a un salvaje esfuerzo mental cuyo objetivo sólo él conocía.

Toran tropezó con Bayta en la habitación oscura, y exclamó.

—¡Bayta!

Ella le miró con expresión de culpabilidad.

—¿Qué? ¿Me buscabas, Torie?

—Claro que te buscaba. ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Estás actuando de un modo extraño desde que llegamos a Trantor. ¿Qué te pasa?

—¡Oh, Torie, calla! —contestó con gesto de cansancio.

—¡Oh, Torie, calla! —repitió él en son de burla. Y luego, con repentina suavidad—: ¿No quieres decirme qué te pasa, Bay? Algo te preocupa.

—¡No! No me preocupa nada, Torie. Si continúas acusándome, me volverás loca. Sólo estoy… pensando.

—¿Pensando en qué?

—En nada. Bueno, en el Mulo, en Haven, en la Fundación, en todo un poco. En Ebling Mis y si encontrará algo sobre la Segunda Fundación; y si representará una ayuda el hecho de que lo encuentre… y un millón de otras cosas. ¿Satisfecho? —Su voz tenía un timbre de agitación.

—Si sólo estás pensando, ¿te importaría dejar de hacerlo? No es agradable y no mejora la situación.

Bayta se puso en pie y sonrió débilmente.

—Muy bien, soy feliz. Mira, sonrío y estoy alegre.

La voz de Magnífico gritó con ansiedad en el umbral:

—¡Mi señora…!

—¿Qué ocurre? Pasa…

La voz de Bayta se ahogó de repente cuando en el umbral apareció el robusto y severo…

—¡Pritcher! —exclamó Toran.

Bayta tartamudeó:

—¡Capitán! ¿Cómo nos ha encontrado?

Han Pritcher entro en la habitación. Su voz era clara y tranquila, y totalmente desprovista de emoción.

—Ahora ostento el rango de coronel… a las órdenes del Mulo.

—¡A las órdenes del… Mulo! —repitió Toran. Los tres se quedaron inmóviles.

Magnifico le miró fijamente y se escondió detrás de Toran. Nadie reparó en él.

Bayta dijo, juntando fuertemente sus manos temblorosas:

—¿Va a arrestarnos? ¿De verdad se ha pasado a ellos?

El coronel contestó rápidamente:

—No he venido a arrestarlos. Mis instrucciones no hacen mención a ninguno de ustedes. En este caso, soy libre de hacer lo que quiera, y, si me lo permiten, me gustaría evocar nuestra vieja amistad.

El rostro de Toran expresaba una furia reprimida.

—¿Cómo nos ha encontrado? ¿De modo que estaba en la nave filiana? ¿Nos siguió?

La impasibilidad del rostro de Pritcher esbozó un leve desconcierto.

—Estaba en la nave filiana. Pero les encontré… bueno, por casualidad.

—Es una casualidad matemáticamente imposible.

—No. Es sólo improbable, así que deben creerme. En cualquier caso, ustedes admitieron ante los filianos (por supuesto, la nación de Filia no existe en realidad) que se dirigían al sector de Trantor, y como el Mulo ya tiene contactos en NeoTrantor, era fácil detenerlos allí. Por desgracia, ustedes se marcharon antes de mi llegada, un poco antes. Tuve tiempo de ordenar a las granjas de Trantor que me advirtieran de su presencia aquí. Así lo hicieron, y por eso he venido. ¿Puedo sentarme? Vengo como amigo, créanme.

Tomó asiento. Toran bajó la cabeza. Con una entumecida falta de emoción, Bayta preparó el té. Toran alzó bruscamente la vista.

—Bien, ¿a qué está esperando, coronel? ¿En qué consiste su amistad? Si no es un arresto, ¿qué es? ¿Acaso piensa custodiarnos? Llame a sus hombres y dé las órdenes oportunas.

Pacientemente, Pritcher meneó la cabeza.

—No, Toran. He venido por propia voluntad a hablar con ustedes, a persuadirlos de la inutilidad de lo que están haciendo. Si fracaso, me iré. Eso es todo.

—¿Eso es todo? Pues bien, vomite su propaganda, pronuncie su discurso y váyase. Yo no quiero té, Bayta.

Pritcher aceptó una taza con una grave frase de agradecimiento. Mientras bebía a sorbos miró a Toran con fuerza serena. Entonces dijo:

—El Mulo es un mutante. No puede ser vencido por la naturaleza de su mutación…

—¿Por qué? ¿Cuál es su mutación? —preguntó Toran con sarcasmo—. Supongo que ahora puede decírnoslo, ¿no?

—Sí, se lo diré. El hecho de que ustedes lo sepan no le perjudicará. Verán, es capaz de dirigir el equilibrio emocional de los seres humanos. Parece un pequeño truco, pero es totalmente efectivo.

Bayta interrumpió:

—¿El equilibrio emocional? —Frunció el ceño—. ¿Quiere explicamos eso? No lo entiendo del todo.

—Quiero decir que es fácil para él inspirar, por ejemplo, en un general, la emoción de completa lealtad al Mulo y de completa fe en la victoria del Mulo. Sus generales están controlados emocionalmente. No pueden traicionarlo, no pueden flaquear… y el control es permanente. Sus enemigos más inteligentes se convierten en sus más fieles subordinados. El caudillo de Kalgan le entregó su planeta y se convirtió en virrey de la Fundación.

—Y usted —añadió amargamente Bayta— traiciona su causa y se convierte en el enviado del Mulo en Trantor. ¡Comprendo!

—No he terminado. La facultad del Mulo funciona a la inversa todavía con mayor efectividad. ¡El desespero es una emoción! En el momento crucial, hombres clave de la Fundación, hombres clave de Haven, se desesperaron. Sus mundos cayeron sin apenas luchar.

—¿Quiere usted decir —preguntó tensamente Bayta— que la sensación que me invadió en la Bóveda del Tiempo fue provocada por el Mulo, que controlaba mi estado emocional?

—Sí, y el mío, y el de todos. ¿Qué pasó en Haven cerca del fin?

Bayta miró hacia otra parte.

El coronel Pritcher continuó con vehemencia:

—Del mismo modo que actúa sobre los mundos, actúa sobre los individuos. ¿Podría usted luchar contra una fuerza capaz de hacer que se rinda voluntariamente en un momento determinado? ¿Capaz de convertirlo en un fiel servidor cuando se le antoja?

Toran preguntó con lentitud:

—¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto?

—¿Puede explicar la caída de la Fundación y de Haven de alguna otra manera? ¿Puede explicar… mi conversión? ¡Reflexione, hombre! ¿Qué hemos conseguido usted o yo, o toda la Galaxia en todo este tiempo, contra el Mulo? ¿Hemos hecho algo, aunque sea poca cosa?

Toran aceptó el reto.

—¡Por la Galaxia que puedo explicarlo! —Y gritó con repentina y fiera satisfacción—: Su maravilloso Mulo tiene contactos con NeoTrantor que, según usted, debieran habernos detenido, ¿verdad? Esos contactos ya no existen. Nosotros matamos al príncipe heredero y convertimos al otro en un idiota inútil. El Mulo no nos detuvo allí ni pudo hacer nada contra nosotros.

—No, no, de ninguna manera. Ésos no eran nuestros hombres. El príncipe heredero era una mediocridad, y borracho por añadidura. El otro hombre, Commason, es totalmente estúpido. Tenía poder en su mundo, pero eso no le impidió ser vicioso, malévolo y por completo incompetente. No teníamos nada que ver con ellos. En cierto sentido eran marionetas…

—Pero fueron ellos quienes nos detuvieron, o lo intentaron.

—Se equivoca de nuevo. Commason tenía un esclavo personal, un hombre llamado Inchney. La idea de su detención fue suya. Es viejo, pero servirá para nuestros propósitos momentáneos. Ustedes no habrían podido matarlo.

Bayta se encaró con el coronel. No había tocado su taza de té.

—Pero, según usted mismo ha confesado, sus emociones están controladas. Tiene fe en el Mulo, una fe antinatural y enfermiza en el Mulo. ¿Qué valor tienen sus opiniones? Ha perdido toda su capacidad de pensar objetivamente.

—Está usted en un error. —El coronel negó lentamente con la cabeza—. Sólo las emociones me han sido dictadas. Mi razón es la misma de siempre. Puede ser influida en cierta dirección por mis emociones dirigidas, pero no es forzada. Y hay algunas cosas que puedo ver más claramente ahora que estoy libre de mi anterior tendencia emocional. Puedo ver que el programa del Mulo es inteligente y práctico. Desde que he sido… convertido, he seguido su carrera desde su comienzo, hace siete años. Con su poder mental mutante empezó venciendo a un caudillo y a su banda. Después conquistó un planeta. Con eso, y su poder, extendió su influencia hasta que pudo vencer al caudillo de Kalgan. Cada uno de sus pasos siguió al anterior de manera lógica. Con Kalgan en el bolsillo, tuvo en sus manos una flota de primera clase, y con eso, y su poder, pudo atacar a la Fundación.

»La Fundación es la clave. Es el área de mayor concentración industrial de la Galaxia, y ahora que las técnicas atómicas de la Fundación están en sus manos, es el verdadero dueño de la Galaxia.

Con esas técnicas, y su poder, puede obligar a los restos del Imperio a reconocer su dominio, y eventualmente, cuando muera el viejo emperador, que está loco y no vivirá mucho tiempo, a coronarlo emperador. Entonces lo será de nombre y no sólo de hecho. Con eso, y su poder, ¿dónde está el mundo de la Galaxia que pueda hacerle frente?

»En estos últimos siete años ha establecido un nuevo Imperio. En otras palabras: en siete años habrá realizado lo que toda la psicohistoria de Seldon no podría haber hecho en menos de setecientos. La Galaxia disfrutará por fin de paz y de orden. Y ustedes no podrían detenerlo, como no podrían detener con sus hombros el curso de un planeta.

Un largo silencio siguió al discurso de Pritcher. El resto de su té se había enfriado. Vació su taza, la volvió a llenar y bebió lentamente. Toran se mordía la uña del pulgar. El rostro de Bayta era frío, distante y lívido.

Entonces Bayta dijo con voz débil:

—No estamos convencidos. Si el Mulo desea que vivamos, que venga aquí y nos influya él mismo. Usted luchó contra él hasta el último momento de su conversión, ¿no es verdad?

—En efecto —afirmó solemnemente Pritcher.

—Entonces concédanos el mismo privilegio.

El coronel Pritcher se levantó. Con tono decidido e irrevocable, dijo:

—En este caso, me voy. Como he dicho antes, mi actual misión no les concierne en modo alguno. Por consiguiente, no creo que sea necesario informar de su presencia aquí. No se trata de un gran favor. Si el Mulo desea detenerlos, sin duda dispone de otros hombres para hacer el trabajo, y ellos les detendrán. Pero, aunque no sirva de nada, yo no contribuiré a menos que reciba una orden.

—Gracias —musitó Bayta.

—¿Y Magnífico? ¿Dónde está? Sal de ahí, Magnifico, no te haré ningún daño…

—¿Qué hay de él? —preguntó Bayta con repentina animación.

—Nada. Mis instrucciones tampoco le mencionan. He oído decir que le buscan, pero el Mulo le encontrará cuando le convenga. Yo no diré nada. ¿Quieren estrechar mi mano?

Bayta negó con la cabeza. Toran le miró con furioso desprecio.

El coronel bajó casi imperceptiblemente los hombros. Se fue hacia la puerta, y allí se volvió y dijo:

—Una última cosa. No crean que desconozco el motivo de su terquedad. Se sabe que están buscando la Segunda Fundación. El Mulo tomará sus medidas a su debido tiempo. Nada puede ayudarles… Pero yo les conocí en otros tiempos y tal vez haya algo en mi conciencia que me ha impulsado a hacer esto; en cualquier caso, he tratado de ayudarles y evitarles el peligro final antes de que fuera demasiado tarde. Adiós.

Se cuadró rígidamente… y se fue.

Bayta se volvió hacia Toran y murmuró:

—Incluso están enterados de lo de la Segunda Fundación.

En la escondida biblioteca, Ebling Mis, ajeno a todo, se acurrucaba bajo un rayo de luz en la penumbra de la enorme sala, y mascullaba triunfalmente para sí.

25 La muerte de un psicólogo

A partir de entonces, a Ebling Mis sólo le quedaban dos semanas de vida.

Y en aquellas dos semanas, Bayta estuvo con él tres veces. La primera fue la noche que siguió a la visita del coronel Pritcher. La segunda fue a la semana siguiente, y la tercera también una semana después —el último día—, el día en que Mis murió.

La primera vez, cuando se hubo ido el coronel Pritcher, Toran y Bayta, anonadados, pasaron una hora meditando, dando vueltas a los mismos problemas. Bayta dijo:

—Torie, hemos de decírselo a Ebling.

Toran repuso con voz átona:

—¿Crees que puede ayudarnos?

—Nosotros sólo somos dos. Compartiremos la carga con él. Tal vez se le ocurra algo.

—Ha cambiado —observó Toran—. Ha perdido peso. Está un poco desorientado, como ausente. —Movió los dedos en el aire, metafóricamente—. A veces pienso que no puede servirnos de mucho, y otras creo que nada puede servirnos.

—¡No digas eso! —gritó Bayta—. ¡Torie, no digas eso! Cuando te oigo me da la impresión de que el Mulo nos está captando. Digámoselo a Ebling, Torie, ¡ahora mismo!

Ebling Mis levantó la vista de los libros que tenía sobre el largo escritorio y les miró, parpadeando, mientras se acercaban. Sus cabellos estaban desgreñados, y sus labios emitían sonidos ininteligibles.

—¿Eh? —preguntó—. ¿Alguien me busca?

Bayta se arrodilló.

—¿Le hemos despertado? ¿Quiere que nos vayamos?

—¿Irse? ¿Quién es? ¿Bayta? ¡No, no, quédate! ¿No hay sillas? Las he visto en alguna parte… —Y señaló vagamente con un dedo.

Toran acercó dos sillas. Bayta se sentó y tomó entre las suyas las manos fláccidas del psicólogo.

—¿Podemos hablar con usted, doctor? —Raramente usaba el título.

—¿Ocurre algo malo? —Las mejillas de Mis recuperaron algo de color—. ¿Ocurre algo malo?

Bayta contestó:

—Ha venido el capitán Pritcher. Déjame hablar a mí, Torie. ¿Recuerda al capitán Pritcher, doctor?

—Sí… si… —Se pellizcó los labios y los soltó—. Es un hombre alto. Un demócrata.

—Sí, es él. Ha descubierto la mutación del Mulo. Ha estado aquí, doctor, y nos lo ha contado.

—Pero esto no es nada nuevo. Yo ya conozco la mutación del Mulo. —Y añadió con genuino asombro—: ¿No os lo he dicho? ¿He olvidado decíroslo?

—¿Decirnos qué? —intervino Toran con rapidez.

—La mutación del Mulo, naturalmente. Interfiere en las emociones. ¡El control emocional! ¿No os lo he dicho? ¿Por qué me habré olvidado? —Se mordió el labio inferior, absorto.

Entonces, lentamente, la vida volvió a su voz y abrió mucho los párpados, como si su cerebro embotado hubiese encontrado su cauce normal. Habló como en sueños, mirando a un punto inexistente entre sus dos interlocutores:

—En realidad, es muy sencillo; no requiere un conocimiento especializado. Por supuesto, en las matemáticas de la psicohistoria se resuelve muy pronto con una ecuación de tercer grado, sin necesitar más complicaciones. Pero dejemos eso. Puede exponerse con palabras corrientes, de modo general, y hacerse comprensible, lo cual no suele ocurrir con los fenómenos psicohistóricos.

»Preguntaos a vosotros mismos: ¿qué puede desbaratar el cuidadoso esquema histórico de Hari Seldon? —Les miró con una leve e inquisitiva ansiedad—. ¿Cuáles fueron los supuestos originales de Seldon? Primero, que no habría ningún cambio fundamental en la sociedad humana durante los próximos mil años.

»Por ejemplo, suponed que hubiera un cambio importante en la tecnología de la Galaxia, como el hallazgo de un nuevo principio para la utilización de la energía o el perfeccionamiento del estudio de la neurobiología electrónica. Los cambios sociales harían anticuadas las ecuaciones originales de Seldon. Pero eso no ha ocurrido, ¿verdad?

»O suponed que se inventara, fuera de la Fundación, una nueva arma capaz de contrarrestar todas las armas de la Fundación. Eso podría causar una considerable desviación, aunque con menor certeza. Pero tampoco ha ocurrido. El depresor de campo atómico ideado por el Mulo ha sido un arma torpe que hemos podido neutralizar. Y es la única novedad que ha presentado.

»¡Pero había un segundo supuesto, más sutil! Seldon supuso que la reacción humana a los estímulos permanecería constante. Si admitimos que el primer supuesto fue correcto, ¡entonces debe haber fallado el segundo! Algún factor debe estar retorciendo y desfigurando la respuesta emocional de los seres humanos, o Seldon no habría fracasado y la Fundación no habría caído. ¿Y qué factor podía ser, sino el Mulo?

»¿Tengo razón? ¿Hay alguna laguna en mi razonamiento?

La mano regordeta de Bayta le dio unas palmadas.

—Ninguna laguna, Ebling.

Mis estaba satisfecho como un niño.

—De esto se deducen otras cosas con la misma facilidad. Os digo que a veces me pregunto qué estará pasando en mi interior. Creo que recuerdo el tiempo en que tantas cosas eran un misterio para mí… y ahora todo está muy claro. No existen problemas. Me enfrento a algo que podría serlo, y de alguna forma veo y comprendo en mi interior. Y parece que mis intuiciones y mis teorías me son dictadas. Hay un ímpetu dentro de mí… me empuja siempre más allá… no permite que me detenga… y no siento deseos de comer o dormir… sólo de continuar… continuar…

Su voz era un murmullo, su mano ajada y de venas azules se posó temblorosamente en su sien. En sus ojos había un frenesí que se encendía y apagaba. Añadió con más calma:

—¿Así que nunca os he hablado de los poderes mutantes del Mulo? Pero… ¿no acabáis de decirme que los conocéis?

—Nos lo dijo el capitán Pritcher, Ebling —repuso Bayta—. ¿No le recuerda?

—¿Él os lo dijo? —En su tono se advertía cierto resentimiento—. ¿Pero cómo lo ha averiguado?

—Ha sido influenciado por el Mulo. Ahora es coronel y uno de los hombres del mutante. Vino a aconsejarnos que nos rindiésemos al Mulo, y nos contó lo que usted acaba de decirnos.

—Entonces, ¿el Mulo sabe que estamos aquí? He de apresurarme… ¿Dónde está Magnifico? ¿No está con vosotros?

—Se ha ido a dormir —contestó Toran con impaciencia—. Es más de medianoche, ¿lo sabía usted?

—¿De veras? ¿Dormía yo cuando habéis entrado?

—Creo que sí —dijo Bayta con decisión—, y no le permitiremos que vuelva al trabajo. Se irá a dormir. Vamos, Torie, ayúdame. Y usted deje de empujarme, Ebling, o le meteré primero bajo la ducha. Quítale los zapatos, Torie, y mañana ven a buscarlo y llévatelo a respirar aire puro antes de que se pudra. ¡Fíjese, Ebling, está usted criando telarañas! ¿Tiene hambre?

Ebling Mis meneó la cabeza y les miró desde su catre con expresión confundida.

—Quiero que mañana me enviéis a Magnífico —susurró.

Bayta le tapó hasta el cuello con la sábana.

—Seré yo quien venga mañana, con su ropa limpia. Le haré tomar un buen baño y salir a visitar la granja y sentir el calor del sol.

—No lo haré —dijo Mis débilmente—. ¿Me oyes? Estoy demasiado ocupado.

Sus escasos cabellos yacían sobre la almohada como un fleco plateado en torno a su cabeza. Su voz murmuró en tono confidencial:

—Queréis encontrar la Segunda Fundación, ¿no?

Toran se volvió con rapidez y se puso en cuclillas junto al catre.

—¿Qué sabe de la Segunda Fundación, Ebling?

El psicólogo sacó un brazo de debajo de la sábana, y sus dedos cansados agarraron a Toran por la manga.

—Las Fundaciones fueron establecidas en una gran convención de psicología presidida por Hari Seldon, Toran. He localizado las actas de aquella convención. Veinticinco gruesos rollos de película. Ya he dado un repaso a varios sumarios.

—¿Y qué?

—Pues que es muy fácil encontrar en ellos el lugar de la Primera Fundación, si se sabe algo de psicohistoria. Se alude a ella con frecuencia, si se comprenden las ecuaciones. Pero, Toran, nadie menciona a la Segunda Fundación. No existe referencia de ella en ninguna parte.

Toran enarcó las cejas.

—Entonces, ¿no existe?

—¡Claro que existe! —gritó airadamente Mis—. ¿Quién ha dicho lo contrario? Pero no se habla de ella. Su importancia, y todo lo concerniente a ella, está oculto, velado. ¿No lo comprendes? Es la más importante de las dos. Es la esencial, ¡la que cuenta! Y yo tengo las actas de la convención de Seldon. El Mulo aún no ha vencido…

Bayta, sin hacer ruido, apagó las luces.

—A dormir.

Sin hablar, Toran y Bayta se dirigieron a sus propios aposentos.

Al día siguiente, Ebling Mis se bañó y se vistió, vio el sol de Trantor y sintió su viento por última vez. Al final del día se sumergió de nuevo en las gigantescas salas de la biblioteca, y nunca más volvió a salir.

Durante la semana que siguió, la vida continuó su curso. El sol de NeoTrantor era una estrella quieta y brillante en el firmamento nocturno de Trantor. La granja estaba ocupada con la siembra de primavera. Los terrenos de la Universidad estaban silenciosos. La Galaxia parecía vacía. Era como si el Mulo no hubiera existido nunca.

Bayta pensaba todo esto mientras contemplaba a Toran que encendía cuidadosamente su cigarro y miraba las partes de cielo azul visibles entre las altas torres metálicas que les rodeaban.

—Es un hermoso día —dijo Toran.

—En efecto. ¿Tienes todo lo que necesitamos en la lista, Torie?

—Sí. Mantequilla, una docena de huevos, judías verdes… Todo está aquí, Bay. Lo traeré sin falta.

—Bien. Y asegúrate de que las verduras son de la última cosecha, y no reliquias de museo. A propósito, ¿has visto a Magnífico en alguna parte?

—No, desde el desayuno. Seguramente estará abajo con Ebling, mirando un librofilm.

—Muy bien. No pierdas el tiempo, porque necesito los huevos para la comida.

Toran se fue con una sonrisa y saludando con la mano.

Bayta dio media vuelta cuando Toran se perdió de vista entre el revoltijo de metal. Vaciló ante la puerta de la cocina, retrocedió lentamente, y se deslizó por entre las columnas que conducían al ascensor por el que se bajaba a la biblioteca.

Allí estaba Ebling Mis, con la cabeza inclinada sobre los oculares del proyector, y el cuerpo encorvado e inmóvil. Junto a él se hallaba Magnífico, acurrucado en una silla, con los ojos vigilantes; era como un montón de miembros desarticulados, con una nariz que acentuaba la delgadez de su rostro. Bayta dijo suavemente:

—Magnífico…

Magnífico se puso en pie de un salto. Su voz era un ansioso murmullo:

—¡Mi señora!

—Magnífico —dijo Bayta—, Toran se ha ido a la granja y estará un rato fuera. ¿Serías tan amable de correr tras él con un mensaje que voy a escribir?

—Gustosamente, mi señora. Mis pequeños servicios son suyos sin reserva, por si pueden serle de alguna utilidad.

Se quedó sola con Ebling Mis, que no se había movido. Firmemente, colocó una mano en su hombro.

—Ebling…

El psicólogo se sobresaltó y exhaló un grito:

—¿Qué…? —Arrugó los ojos—. ¿Eres tú, Bayta? ¿Dónde está Magnífico?

—Lo he mandado fuera. Quería estar sola con usted durante un rato. —Pronunciaba las palabras con exagerada claridad—. Quiero hablar con usted, Ebling.

El psicólogo hizo ademán de volver a su proyector, pero la mano de Bayta se mantuvo firme sobre su hombro. Sintió claramente el hueso bajo la manga. La carne parecía haberse fundido desde su llegada a Trantor. Tenía el rostro delgado, amarillento, y llevaba una barba de varios días. Los hombros estaban visiblemente encorvados, incluso sentado.

—Magnífico no le molesta, ¿verdad, Ebling? —preguntó Bayta—. No se mueve de aquí ni de noche ni de día.

—¡No, no, no! En absoluto. Ni siquiera advierto su presencia. Guarda silencio y nunca me distrae. A veces me lleva y me trae los rollos de película; parece saber lo que necesito sin que se lo pida. Déjale seguir aquí.

—Muy bien, pero… Ebling, ¿no le inspira extrañeza? ¿Me oye, Ebling? ¿No le inspira extrañeza? —Empujó una silla junto a él y le miró fijamente, como si quisiera leer la respuesta en sus ojos.

Ebling Mis meneó la cabeza.

—No. ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que tanto el coronel Pritcher como usted dicen que el Mulo puede condicionar las emociones de los seres humanos. ¿Pero está usted seguro de ello? ¿No es el propio Magnífico una negación de su teoría?

El silencio se prolongó.

Bayta reprimió un fuerte deseo de zarandear al psicólogo.

—¿Qué le ocurre, Ebling? Magnífico era el bufón del Mulo. ¿Por qué no fue condicionado para el amor y la fe? ¿Por qué precisamente él, entre todos los que rodean al Mulo, le odia tanto?

—Pero… ¡sí que fue condicionado! ¡Claro, Bay! —Pareció ir ganando certeza a medida que hablaba—. ¿Supones que el Mulo trata a su bufón del mismo modo que trata a sus generales? De los últimos necesita fe y lealtad, pero del bufón sólo requiere temor. ¿No has observado nunca que el continuo estado de pánico de Magnífico es patológico en su naturaleza? ¿Encuentras natural que un ser humano esté tan asustado continuamente? El temor hasta ese grado se convierte en cómico. Es probable que el Mulo lo encontrase cómico, y útil además, porque dificultó la ayuda que podríamos haber obtenido antes de Magnífico.

Bayta preguntó:

—¿Quiere decir que la información de Magnífico acerca del Mulo era falsa?

—Era desconcertante. Estaba influida por el miedo patológico. El Mulo no es el gigante físico que Magnífico piensa. Es más probable que sea un hombre corriente, aparte de sus poderes mentales. Pero le divertía posar como un superhombre ante el pobre Magnífico… —El psicólogo se encogió de hombros—. En cualquier caso, la información de Magnífico ya no tiene importancia.

—Entonces, ¿qué es lo importante?

Pero Mis se desasió y volvió a su proyector.

—¿Qué es lo importante? —repitió ella—. ¿La Segunda Fundación? Los ojos del psicólogo se clavaron en Bayta.

—¿Te he dicho algo acerca de eso? No recuerdo haber dicho nada. Aún no estoy preparado. ¿Qué te he dicho?

—Nada —repuso intensamente Bayta—. ¡Oh, por la Galaxia! Usted no me ha dicho nada, pero desearía que lo hiciera porque estoy mortalmente cansada. ¿Cuándo acabará esto?

Ebling Mis la miró de soslayo, vagamente arrepentido.

—Vamos, vamos… Querida, no he querido ofenderte. A veces olvido… quiénes son mis amigos. A veces tengo la impresión de que no debo hablar de todo esto. Es preciso guardar el secreto… pero del Mulo, no de ti, querida. —Le dio unas palmadas en el hombro, con gentil amabilidad.

Ella preguntó:

—¿Qué me dice de la Segunda Fundación?

La voz de Mis se convirtió automáticamente en un susurro, fino y sibilante:

—¿Conoces la meticulosidad con que Seldon cubrió sus huellas? Las actas de la convención de Seldon me hubieran servido de muy poco hace un mes, antes de que llegara esta extraña inspiración. Incluso ahora me parece… muy confuso. Los documentos de la convención son a menudo oscuros, sin aparente ilación. Más de una vez me he preguntado si los propios miembros de la convención conocían todo lo que había en la mente de Seldon. A veces creo que usó la convención como una gigantesca tapadera, y erigió él solo la estructura…

—¿De las Fundaciones? —urgió Bayta.

—¡De la Segunda Fundación! Nuestra Fundación fue sencilla. Pero la Segunda Fundación era sólo un nombre. Se mencionó, pero su elaboración, si se produjo, quedó profundamente enterrada bajo las matemáticas. Hay todavía muchas cosas que ni siquiera he empezado a comprender, pero en estos últimos siete días me he formado una vaga imagen reuniendo los detalles. La Primera Fundación fue un mundo de científicos físicos. Representaba una concentración de la ciencia moribunda de la Galaxia bajo las condiciones necesarias para su resurgimiento. No se incluyeron psicólogos. Fue un fallo muy peculiar, pero que debió de tener sus motivos. La explicación corriente es que la psicohistoria de Seldon funcionaba mejor cuando las unidades de trabajo, los seres humanos, ignoraban lo que iba a ocurrir y podían por tanto reaccionar naturalmente ante todas las situaciones. ¿Me sigues, querida…?

—Sí, doctor.

—Entonces, escucha con atención. La Segunda Fundación era un mundo de científicos mentales. Era la imagen reflejada de nuestro mundo. La psicología, y no la física, predominaba. —Y triunfalmente—: ¿Lo comprendes?

—No.

—Pues reflexiona, Bayta, usa el cerebro. Hari Seldon sabía que su psicohistoria sólo podía predecir probabilidades, no certezas. Había siempre un margen de error, y, a medida que pasa el tiempo, este margen aumenta en progresión geométrica. Es natural que Seldon se previniera contra esto. Nuestra Fundación era científicamente vigorosa. Podía conquistar ejércitos y armas. Podía oponer la fuerza. ¿Pero qué hay del ataque mental de un mutante como el Mulo?

—¡Esto sería resuelto por los psicólogos de la Segunda Fundación! —exclamó Bayta, sintiendo la excitación que crecía en su interior.

—¡Claro, claro! ¡Exacto!

—Pero hasta ahora no han hecho nada.

—¿Cómo sabes que no han hecho nada?

Bayta reflexionó.

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