En el momento en que Jelia salió del pasadizo, quedó momentáneamente aturdida.
No por miedo, sino por pura asombro.
El final del pasadizo se abría abruptamente en una vasta caverna, que recordaba al entrar en un magnífico salón.
Al final del pasadizo, todos los rastros de humanidad habían sido borrados a la fuerza, dejando atrás solo la silenciosa belleza de la naturaleza.
Innumerables cristales cónicos se estiraban desde el techo de la cueva, su propia tenue luminiscencia proporcionando la única fuente de luz dentro de la caverna.
Las brillantes y semi-transparentes estalactitas colgaban del techo, su oscura luz refractando y dispersándose a través de la niebla para emitir un resplandor azul profundo, similar al de un cielo nocturno despejado.
En las puntas de las estalactitas, gotas de agua se acumulaban antes de brillar intensamente en la oscuridad, reflejando las estrellas parpadeantes de arriba.
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