Tras la conclusión de la reunión, los maestros de gremios y el Capitán de la Guardia se pusieron de pie, sus sillas raspando el suelo con un eco que marcaba el inicio de la acción. Salieron de la sala y descendieron las escaleras, llegando a un espacio resguardado bajo un tejado que les protegía de la lluvia que comenzaba a intensificarse.
El Capitán de la Guardia, con una postura que reflejaba su responsabilidad ante la crisis, tomó la palabra con respeto y seriedad. "Como ha indicado la señora Urraca," dijo, "nuestra primera tarea es asegurar que todos los ciudadanos fuera de las murallas encuentren refugio en la catedral. Además, enviaré a algunos de nuestros guardias para que actúen como mensajeros y alerten a los ganaderos cercanos; deben estar preparados para lo que pueda venir."
Dirigiéndose al alcalde, extendió su mano más allá del abrigo del tejado, dejando que las gotas de lluvia cayeran sobre su palma abierta. "Tendrás que enviar mensajeros a las ciudades vecinas," continuó, su voz apenas audible sobre el sonido de la lluvia, "para que al menos puedan tomar las precauciones necesarias." Retiró su mano, sacudiendo las gotas de agua, y se giró hacia el resto del grupo.
"Los que tengáis tareas asignadas por la señora Urraca que puedan llevarse a cabo de inmediato, como la verificación de materiales, proceded sin demora," instruyó con claridad. "Y aquellos que aún no tienen una acción directa que realizar, os pido que comencéis a fabricar antorchas. Las reservas que tenemos probablemente no sean suficientes; necesitamos asegurarnos de que, por cada cinco personas, al menos una tenga una antorcha en mano. Por lo tanto, estimo que necesitaremos entre 600 y 800 antorchas, como mínimo."
Con un asentimiento firme a sus compañeros, el Capitán de la Guardia se despidió con una mirada que transmitía tanto la urgencia de la situación como la confianza en su equipo. Se alejó del abrigo del tejado y caminó con pasos resueltos bajo la lluvia que ahora caía con fuerza, dirigiéndose hacia su oficina en el cuartel general de la guardia de la ciudad, el lugar desde donde coordinaría las operaciones para proteger a la población ante la tormenta que se avecinaba.
Al entrar al cuartel, el Capitán se sacudió el agua de su capa antes de colgarla en un perchero cercano. La tranquilidad del interior era un marcado contraste con el caos de la tormenta afuera. Subió las escaleras rápidamente y se encontró con el Vicecapitán, su confiable segundo al mando, que acababa de terminar su turno.
"Lo siento, sé que acabas de terminar, pero una tormenta fuerte se aproxima y con ella, el peligro de inundaciones," dijo el Capitán, su voz llevando la urgencia de la situación. "Necesito que reúnas a todos los guardias disponibles y los lleves a la puerta de la ciudad. No hay tiempo que perder; te espero allí en diez minutos."
El Vicecapitán, comprendiendo la gravedad del asunto, asintió con firmeza. "Entendido, Capitán. Los tendré listos y en marcha en menos de diez minutos," afirmó, y sin más, se dio la vuelta para comenzar la movilización.
El Capitán bajó las escaleras y se dirigió hacia la entrada de la ciudad. Al llegar al puesto de control, se acercó al guardia de turno, un hombre que se mantenía alerta a pesar del clima adverso.
"Escucha bien," le dijo al guardia con seriedad, "en diez minutos, la guardia saldrá para recoger a todos los que estén fuera de las murallas. Asegúrate de que las puertas estén listas para abrirse en cuanto lleguemos. No podemos permitirnos dejar a nadie afuera en esta lluvia; una fiebre sería lo menos grave que podrían contraer."
El guardia asintió, consciente de la importancia de actuar con rapidez y eficiencia en momentos críticos como este. El Capitán, satisfecho con la respuesta, se colocó bajo el alero del cuartel, observando la tormenta mientras esperaba a que sus hombres se reunieran para la tarea vital que tenían por delante.
Mientras tanto, Urraca salió del ayuntamiento y se dirigió hacia donde estaba estacionado su carruaje, resguardado bajo un techo lateral del edificio que lo protegía de la lluvia que comenzaba a caer con más fuerza. Se acercó con paso firme, su atuendo reflejando la importancia de su cargo. El cochero, que había estado esperando pacientemente, saludó con una reverencia y abrió la puerta del carruaje para que ella pudiera subir.
Una vez acomodada en el interior, el cochero tomó su lugar y guió al carruaje fuera del refugio, dirigiéndose hacia la catedral. La ciudad aún no estaba inundada, pero las calles empezaban a mostrar el brillo de los charcos formados por la lluvia persistente. Los ciudadanos se apresuraban a buscar refugio, sus ropas ya empapadas por el aguacero que no daba tregua.
El viaje fue corto, y pronto llegaron a la majestuosa catedral, cuyas altas torres se recortaban contra el cielo encapotado. El cochero detuvo el carruaje frente a la gran puerta de entrada y rápidamente bajó para abrirle a Urraca, quien descendió con dignidad, su mirada fija en la tarea que tenía por delante.
La puerta de la catedral estaba cerrada, como era de esperar a esas horas y en esas circunstancias. Urraca se acercó y golpeó con decisión, el sonido de sus golpes resonando a través de la piedra y el vidrio. Tras unos momentos que parecieron eternos, la puerta se abrió y apareció un sacristán, sorprendido al principio, pero rápidamente compuso su expresión al reconocer a la visitante.
"Señora Urraca, ¿en qué puedo servirle?" preguntó el sacristán, haciendo una reverencia.
"Necesito hablar de inmediato con el arzobispo," respondió Urraca con urgencia. "Es un asunto de seguridad para los ciudadanos ante la tormenta que se avecina."
"Por supuesto, acompáñeme. El arzobispo se encuentra en sus aposentos," dijo el sacristán, invitándola a entrar.
Antes de seguirlo, Urraca se volvió hacia el cochero, que aún estaba junto al carruaje. "Por favor, asegúrese de que el carruaje esté bien resguardado de la lluvia," le pidió.
El sacristán asintió y se giró hacia el interior de la catedral. "¡Esteban! Ven aquí," llamó a un joven monaguillo que pasaba por el corredor. "Lleva este carruaje a las caballerizas y asegúrate de que quede bajo techo."
Esteban asintió con diligencia y se apresuró a cumplir la tarea, mientras el cochero le seguía para ayudar. Urraca, satisfecha de que su carruaje quedaría protegido, acompañó al sacristán por los pasillos de la catedral, cuyos ecos llenaban el aire con un sentido de solemnidad. Pronto se encontraron ante la puerta de la habitación del arzobispo, donde Urraca se preparó para abogar por la seguridad de su gente.