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Capítulo 2

—¿Ves, tía Lisa? —dijo Dodo, entusiasmada—. Messerschmitt seguirá construyendo el M-20 pese a todo. Aquí dice que han mejorado de forma notable la unidad de control.

Elisabeth Winkler estaba sentada en el sofá con la pequeña Charlotte en el regazo mientras le daba una papilla de sémola. La niña abría la boca con avidez y con cada cucharada movía encantada sus bracitos regordetes. Marie ya había advertido varias veces a su cuñada de que no debería darle tanto de comer, Charlotte siempre tenía hambre. Sobre todo le gustaban los postres, y a Lisa se le rompía el corazón al negarle la comida a su única hija. Seguro que esa redondez de bebé desaparecería con el tiempo, o eso esperaba.

—¿Me has oído, tía Lisa? —insistió Dodo—. El M-20 es un avión de pasajeros que se construye aquí, en Augsburgo, en los talleres aeronáuticos bávaros. Y puede trasladar a diez pasajeros. Es fantástico, ¿no te parece?

—¿No sufrió un accidente aéreo en algún momento? —preguntó Lisa, dispersa. Debía vigilar que Charlotte, que llevaba unos días queriendo comer sola, no le quitara la cuchara de la mano.

—Sí, en el vuelo inaugural de hace dos años. Se rompió la unidad de mando —añadió Dodo—. Pero eso no volverá a pasar, por eso Lufthansa quiere comprar tres aviones. Imagínate, pronto se podrá volar como pasajero. Cuando sea piloto, os llevaré a todos a América, tía Lisa.

Mientras hablaba, estuvo a punto de recortar un artículo del Augsburger Neuesten Nachrichten. Era para el cuaderno donde pegaba todo lo relacionado con la aviación.

—Espera, Dodo —dijo Lisa—. Sebastian aún no ha leído la prensa, podrás recortarlo esta tarde.

Su sobrina dejó caer las tijeras y suspiró.

—El tío Sebastian seguro que no tiene nada en contra.

—Depende de lo que haya en el dorso.

Dodo pasó la página con cara de pocos amigos.

—Son las esquelas, no creo que le interesen.

—Bueno, por mí recorta la fotografía.

Lisa apuró el resto de papilla del plato, se la dio a la criatura y luego le limpió la boca con el babero. Después la puso de pie y la pequeña Charlotte se tambaleó por el salón. Con su vestidito blanco de volantes parecía un ángel de rizos dorados metido en carnes.

Dodo había cumplido catorce años en febrero, era alta para su edad, pero en su cuerpo esbelto aún no se adivinaban formas femeninas, y siempre procuraba remarcar que para ella era una alegría. Llevaba el cabello rubio y ondulado con un corte a lo bob que le quedaba fenomenal y encajaba a la perfección con su carácter decidido.

Acababa de recortar la fotografía del periódico cuando Hanna entró en el salón.

—Dodo, tienes que ir a ver a su abuela, por favor. Le gustaría dar un pequeño paseo por el parque y necesita que la acompañen.

Dodo torció el gesto. Los paseos con la abuela no era una de sus ocupaciones favoritas, se aburría porque había que caminar con una lentitud horrible y con ella no se podía hablar de aviones. Al contrario, si Dodo empezaba a hacerlo, tenía que escuchar que una chica joven debería interesarse por los vestidos bonitos y la buena conducta en sociedad.

—¿Por qué no va Leo con ella al parque?

—Tu hermano tiene que practicar con el piano. La señora Obramova quiere que toque dentro de poco en un concierto en el conservatorio.

—Leo siempre tiene una excusa —gruñó Dodo, que cogió con resignación el apreciado recorte de prensa y le dio a Hanna las tijeras para que las guardara en el cajón del escritorio.

—Ah, sí. —Hanna se volvió hacia Elisabeth Winkler—. Disculpe, señora, por poco se me olvida. La señora Grünling la espera abajo, en el vestíbulo.

—¡Por el amor de Dios, Hanna! —exclamó Lisa en tono de reproche—. ¿Por qué no me lo has dicho antes? Acompáñala hasta aquí y avisa en la cocina. Pide té y galletas. El té que no sea demasiado fuerte, si no a Serafina le dan palpitaciones.

Hanna recogió a toda prisa el plato y la cuchara de la niña, guardó las tijeras y salió de la sala. De pronto a Dodo también le entraron las prisas, no le apetecía encontrarse con la señora Grünling. Aún tenía un recuerdo muy triste de la antigua institutriz Serafina von Dobern.

—Entonces que lo pases muy bien tomando el té, tía Lisa —dijo ya en la puerta—. ¡Cuidado que no te muerda!

—¡Serás mala! —dijo Lisa riéndose, y se levantó del sofá para coger a su niña, que estaba toqueteando con los dedos pegajosos la cómoda Biedermeier. Le dio uno de los animales de peluche que había esparcidos por todo el salón y Charlotte, que al principio refunfuñó, acabó abrazando al osito de peluche blanco.

Lisa observó emocionada a su pequeña y sintió un profundo agradecimiento hacia la vida porque, tras un largo camino equivocado, ahora disfrutaba de una existencia plena. Sebastian era un marido y padre cariñoso que le había dado tres hijos sanos, y todos vivían protegidos en el seno de la gran familia de la villa de las telas. Sí, Lisa incluso era el centro de la familia, ahora que Marie se pasaba todo el día en su salón de modas, y mamá, que se iba haciendo mayor, estaba encantada con que Lisa se hiciera cargo de la organización de la casa. En la villa la necesitaban y la querían, y ella transmitía ese amor a todas las personas que lo necesitaban.

Entre ellas estaba su amiga Serafina, de soltera Von Sontheim y viuda del comandante Von Dobern. Tras la muerte de su marido, Serafina pasó por una época difícil, ella y su madre se quedaron prácticamente sin recursos, y Serafina se había visto obligada a buscarse la vida como institutriz.

Su estricto concepto prusiano de la educación aún generaba un mal recuerdo en los gemelos de Marie, Dodo y Leo, y también rompió la amistad con Lisa, que, lejos de aceptar instrucciones de su amiga de la juventud, forzó su despido como institutriz. A raíz de eso perdieron el contacto durante unos años.

De hecho, Lisa ya no contaba con volver a ver a Serafina en la villa de las telas, pero ahora era distinto. La antigua institutriz había aceptado un puesto de ama de llaves en casa del abogado Grünling, y al poco tiempo se convirtió en la señora Grünling. El matrimonio no tenía hijos, pero, según parecía, no era en absoluto infeliz. Grünling había dejado atrás sus años turbulentos y se sometía de buen grado al control de Serafina, le parecía muy bien que ella le organizara la vida y lo hubiera devuelto con mano firme a la senda de la virtud. Como señora Grünling, pretendía recuperar su antigua posición social, de ahí que hubiera retomado el contacto con su vieja amiga Lisa. Por supuesto, Serafina pensaba sobre todo en el vínculo con la respetada familia Melzer, que desempeñaba un papel importante en la sociedad de Augsburgo. Y como Lisa estaba contenta con su vida y no era rencorosa, después de que ambas se explicaran, había invitado a Serafina en dos ocasiones a tomar el té. Sin embargo, había rechazado devolverle la visita.

—¡Mi querida Lisa! —exclamó Serafina con aire teatral cuando le abrieron la puerta—. ¡Estás fantástica! Y ese precioso angelito que tienes en brazos. Dios mío, parece que la haya pintado el mismísimo Rafael. ¡Tan rosada y regordeta, como su mamá!

En anteriores ocasiones Serafina ya había colado pequeñas pullas en sus exaltados cumplidos, pero Lisa se había propuesto pasarlas por alto. Solo hacía dos meses que no le daba el pecho a Charlotte y las formas de su cuerpo aún podían considerarse turgentes, pero durante los meses siguientes se desharía de algunos kilos sobrantes, se lo había propuesto en firme. Así que se armó de paciencia y dejó que su amiga la abrazara, aunque la pequeña Charlotte se puso a llorar en cuanto Serafina le acarició la mejilla con los dedos fríos.

—Qué bien que vengas de visita, Serafina. Perdona, últimamente la pequeña Charlotte se muestra un poco tímida con los desconocidos. Siéntate, por favor, quita el perro de peluche de la butaca y déjalo en el sofá. Ay, también está el mordedor rojo, me preguntaba dónde estaba.

Serafina esbozó una sonrisa indulgente, lanzó el peluche y el mordedor al sofá y pasó la mano por el tapizado antes de acomodarse. Desde que era la señora Grünling llevaba ropa cara y moderna y había engordado un poco, lo que le sentaba muy bien. Nada que ver con la institutriz flaca y vestida de gris: ahora tenía maneras de dama adinerada que dejaban entrever su origen noble.

—Este salón es un paraíso para los niños —continuó—. ¿Es que la pequeña Hanna nunca ordena?

—En realidad Hanna no se ocupa de mí, Fina. Pertenece al servicio de mi cuñada. Ahora mismo la niñera está con los niños en el parque.

A Lisa le molestaba tener que dar explicaciones a Serafina del desorden en su salón. Por suerte, Hanna entró con el té y se dispuso a poner la mesa.

—Siento que haya tenido que esperar, señora Grünling —dijo con mala conciencia, y se ganó una sonrisa displicente.

—Por lo menos he tenido ocasión de observar los maravillosos cuadros del vestíbulo, querida Lisa —repuso la señora Grünling—. ¡La madre de tu cuñada era una artista extraordinaria! Sin duda, no es para todos los públicos. Paul ha sido muy valiente al colgar esos cuadros en la entrada.

—Marie está muy orgullosa de su madre —defendió Lisa a su cuñada, aunque en el fondo de su corazón algunas de esas obras de arte le parecían muy excéntricas. Incluso Marie había puesto en manos del museo de la ciudad, como préstamo a largo plazo, aquellas que no quería exponer a la mirada de los niños, y otras que eran más tolerables colgaban en zonas menos llamativas como el despacho o el dormitorio de Marie y Paul. En todo caso, Alicia no admitía en el comedor ni un solo cuadro de esos, por lo que Paul se había llevado tres a la fábrica, donde decoraban su despacho.

Hanna sirvió el té, dejó un plato con galletas sobre la mesa y se llevó a la pequeña Charlotte.

—Qué vida más apacible llevas —comentó Serafina, y se puso leche y azúcar en el té—. Tan retirada con tus encantadores niños. En realidad esperaba encontrarte en el círculo de bellas artes. Hubo una inauguración que seguro que te habría interesado.

—Ya sabes que salgo poco —contestó Lisa—. La vida social ahora me resulta extraña, no me gustan esas conversaciones sin sentido, ese saltar de una persona a la siguiente, todo ese teatro superficial que se representa. Hay cosas en la vida más importantes.

—Claro, querida —coincidió Serafina—. Tienes un marido maravilloso que aborrece la vida social y prefiere ocuparse de su familia. Además, hasta encuentra tiempo para interceder por los desfavorecidos que no tienen trabajo. Tu Sebastian es un idealista. Esperemos que su compromiso con el Partido Comunista no le cause problemas en algún momento.

—Seguro que no, Serafina —replicó Lisa, que se inclinó hacia delante para acercarle el plato de galletas—. Sebastian es muy consciente de la responsabilidad que tiene con su familia.

—Estoy convencida —se apresuró a decir Serafina, aunque el semblante revelaba que mentía—. Imagínate: ayer me contó mi querido Albert que había visto a tu marido en una de esas horribles concentraciones de la unión de combatientes rojos. Caminaba junto a los uniformados con una pancarta.

Se detuvo un momento para beber un sorbo de té y elogió el sabor. Lisa casi no la escuchaba. La idea de que Sebastian hubiera participado en uno de esos peligrosos desfiles fue como una puñalada. Dios mío, ¡pero si le había prometido que nunca haría algo así!

—Eso es del todo imposible, Serafina —dijo a duras penas.

—Yo le dije lo mismo a Albert, que tenía que ser una equivocación —exclamó Serafina—. Es fácil confundirse porque, por la ropa y la manera de comportarse, Sebastian apenas se diferencia de los trabajadores. Es una persona de principios sólidos y eso tiene un valor incalculable, querida.

No, Serafina no había cambiado nada, conseguía meter el dedo en la llaga y se regodeaba en ello. La decisión de Sebastian de renunciar al puesto de contable y entrar en la tejeduría como empleado provocó en su momento grandes desavenencias con Paul. Al fin y al cabo, antes era profesor y bibliotecario. A esas alturas, en la ciudad todo el mundo hablaba de que el cuñado del director de la fábrica se vestía como un obrero. Además, Sebastian nunca aparecía en reuniones sociales, era miembro del Partido Comunista y pertenecía al comité de empresa de la fábrica, donde no hacía más que plantear nuevas exigencias para mejorar la vida de los trabajadores. Para Paul era un fastidio constante, y Alicia aseguró, afligida, que eso era lo que pasaba por casarse con alguien de una posición social más baja. Solo Marie opinaba que no se podía obligar a una persona como Sebastian a llevar una vida con la que no estaba conforme, sería un fracaso. Lisa compartía su opinión. Quería a su marido y lo defendía como una leona contra todos los que lo criticaban.

—Nuestro mundo sería mejor si todos tuviéramos en cuenta los ideales de hermandad y altruismo. Como proclamó Nuestro Señor Jesucristo en el Sermón de la Montaña. En ese sentido, la idea del comunismo es un concepto profundamente cristiano.

Así le había explicado Sebastian una vez la relación entre el cristianismo y el comunismo, y ella lo memorizó bien para soltárselo a quienes le criticaban cuando tuviera ocasión. Al fin y al cabo, nadie podía decir nada en contra del Sermón de la Montaña. Por desgracia no logró más que una sonrisa de desprecio de su interlocutora, esto hizo que se enfureciera aún más con Serafina y la empujó a adoptar viejas costumbres menos amables. En caso de necesidad, Lisa también sabía repartir.

—Mi querida Serafina, quién habría imaginado en su momento que volveríamos a encontrarnos las dos como felices esposas para tomar el té —comentó con falsa alegría—. Hace poco, Paul dijo que el abogado Grünling se ha convertido en una persona completamente distinta desde que se casó contigo.

Saltaba a la vista que Serafina estaba encantada por el elogio; a fin de cuentas, se había esforzado mucho en lograr esa transformación. Se rumoreaba que al principio Grünling no se mostraba nada contento con su ama de llaves, incluso había coqueteado con la idea de separarse de esa arpía. Pero por lo visto Serafina supo convencer a su patrón de sus cualidades, sobre todo en el plano erótico, sobre lo que también corrían rumores.

—Qué bonitas palabras de tu hermano, Lisa. En el fondo de su corazón, Albert es una persona bondadosa y cariñosa. Solo necesitaba alguien de confianza a su lado que hiciera prosperar sus buenas intenciones.

Con un gesto afectado, cogió una de las galletas de frutos secos y se la metió en la boca. Lisa le dedicó una sonrisa y lanzó la flecha.

—Lo que Paul comentó es que Albert se ha vuelto un poco demasiado manso para hacerse cargo de la asesoría jurídica que lleva los asuntos de la fábrica. Ya sabes que un abogado debe representar con vehemencia la postura de su cliente.

Oyó un leve crujido, Serafina había mordido la galleta y algo pasó porque se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, Fina! —exclamó Lisa, asustada—. ¿No te habrás hecho daño? Las avellanas están un poco duras al salir del horno.

Serafina no contestó. Masticó un poco, sacó un pañuelo del monedero y se dio la vuelta para que Lisa no viera lo que hacía. Parecía que escupía la galleta.

—Dura como una piedra —masculló, y se limpió la boca—. ¡Es increíble que el personal ponga algo así sobre la mesa!

—¡Lo siento muchísimo, Fina!

Lisa estaba asustada de verdad por el incidente, pero su empatía era limitada. Le sirvió té a Serafina, prometió hablar seriamente con la cocinera y pidió a la invitada que no echase a perder una tarde tan bonita.

—¿Quieres usar el baño? Aún no está terminado, pero hay un gran espejo y un lavamanos de mármol.

Serafina la interrumpió para rechazar su oferta.

—Lo siento, pero tengo que irme —anunció sin vocalizar—. Aún tengo que hacer algunas visitas y no quisiera distraerte más de tus obligaciones domésticas.

—Por supuesto. —Lisa asintió con hipocresía y no hizo amago de retener a Serafina—. Ya nos volveremos a ver en otro momento —dijo con frialdad.

—Seguro, querida… Y Paul solo bromeaba respecto a Albert, ¿verdad?

—Ah, no, lo decía muy en serio.

No era del todo cierto, porque Paul hizo el comentario medio en serio, medio en broma, pero Lisa no estaba dispuesta a transigir pese al pequeño incidente con la galleta. Serafina había alimentado sus miedos con demasiado ímpetu. Ahora su amiga estaba pálida, se despidió a media voz y se dirigió a la puerta de la sala.

—¡Hanna! ¡La señora Grünling se va!

En vez de Hanna apareció Gertie, que hizo una educada reverencia ante la invitada y se dirigió con ella al edificio principal, donde bajaron la escalera hasta el vestíbulo y la ayudó a ponerse el abrigo. Acto seguido, volvió a aparecer en el salón de los Winkler para recoger la vajilla del té.

—Dios mío —exclamó sacudiendo la cabeza—. ¡Pobre señora Grünling! Ha perdido un diente. Tiene un hueco arriba a la derecha.

—Qué desagradable —comentó Lisa con gesto inocente—. Pero bueno, de todos modos los dientes son postizos, seguro que el dentista podrá arreglárselo. Y dile a la señora Brunnenmayer que las galletas le han quedado un poco duras.

—Con mucho gusto, señora.

Lisa se levantó para acercarse a la ventana y buscar con la mirada a Rosa y los niños. ¿Qué hacían tanto rato en el parque? Era un día soleado, la primavera se notaba en el aire y en los prados brotaban islas de azafrán silvestre de color violeta y narcisos amarillos. Con todo, aún hacía frío, y una capa blanquecina que había quedado de la helada de la noche cubría la tierra bajo los arbustos de enebro.

Cuando abrió las hojas de la ventana le llegaron a los oídos gritos de emoción. ¡Dios mío! Era Sebastian que jugaba a la pelota abajo con los niños. ¿Qué hacían ahí? ¡Ojalá su madre no lo viera! Según ella, el fútbol era cosa de trabajadores y el pueblo llano. Jugaban con ellos el jardinero Christian y Fritz Bliefert, de cuatro años, el benjamín de Auguste. Cómo correteaban por todas partes. Los niños ya tenían los pantalones tiesos por la suciedad porque no paraban de caerse. Incluso la ropa de Sebastian tenía un aspecto lamentable, lo que no le impedía quitarle la pelota a Christian. ¡Hombres! Eran todos como niños grandes.

Descubrió aliviada que Rosa sujetaba en brazos a Hanno, que pataleaba, y no lo dejaba en el suelo. Le daba un miedo horrible que quisiera estar en medio de semejante jaleo.

—¡Rosa! —gritó—. Sube a Hanno. Y también a los demás.

Sebastian, que la había oído, alzó la vista hacia ella y la saludó con alegría. Luego dio unas palmadas y dio por terminado el partido. Lisa cerró la ventana. En apenas una hora tendrían que cenar juntos, lavados y con ropa limpia: a su madre no le gustaba esperar. Hanna se ocupó de la caldera para el baño y Gertie, de la ropa.

Cuando sonó el gong en el edificio principal, Sebastian se puso a toda prisa la chaqueta de estar por casa gris que Lisa le había comprado. Era un acuerdo al que acababan de llegar ante la mirada crítica de Alicia, ya que el yerno se había negado en redondo a presentarse en las comidas vestido de traje, como era habitual en la villa de las telas. Ya le parecía bastante mal que al principio de su matrimonio Lisa le pusiera los trajes de su padre, con los que se sentía fatal. Entonces le dijo que no estaba dispuesto a renegar de sus orígenes ni de sus convicciones, o no podría mirarse en el espejo con la conciencia tranquila.

Mientras Rosa y Hanna iban con los niños, Lisa se dirigió a su marido con una pregunta que la carcomía por dentro.

—Dime, cariño, ¿podría ser que ayer participaras en uno de esos desfiles de tu partido con una pancarta en la mano?

Sebastian no sabía mentir. Enseguida adoptó una expresión culpable.

—Fue un favor de amigo —le aseguró, cohibido—. Pasaba por allí cuando ellos avanzaban; un conocido se quejó de un dolor horrible en el brazo y me pidió que llevara un momento su pancarta. Como comprenderás, no quise decirle que no.

—¿Y qué decía en la pancarta?

Se encogió de hombros y sonrió, vacilante.

—Creo que decía: «Todo el poder para el pueblo trabajador». Pero te lo juro, Lisa, unas calles más allá se la devolví.

—Oh, Sebastian —dijo ella en tono de reproche—. Te pedí que nunca participaras en esos desfiles. Ya sabes el miedo que paso por ti.

Él la abrazó con cuidado y le dio un beso en la frente.

—Tienes que entenderlo, cariño. Pronto saldrá elegido un nuevo Parlamento. Tenemos que exhibir presencia y fuerza. Los demás también lo hacen.

—No, Sebastian —replicó ella con energía—. No quiero de ninguna manera que tú…

El gong de la cena sonó a media frase y su marido aprovechó la ocasión para cogerla de la mano y llevarla hacia el edificio principal.

—Vamos, rápido. No podemos hacerlos esperar

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