—Su Alteza, yo también le deseo, pero está usted embriagado. Por favor, escúcheme —dijo Oriana, acunando su abatido rostro con sus delicadas manos y mostrando una actitud resuelta.
En este momento, la honestidad de Oriana reflejaba sus propias emociones, pero ella se mantenía firme, protegiéndose contra la tentación de rendirse a la pasión. Como mujer, no podía permitirse perderse en este momento embriagador. Sin embargo, mantenía una tranquila confianza en que, incluso en su estado ebrio, él escucharía sus palabras.
—Yo también te deseo —confesó, sirviendo esto como un bálsamo para el herido orgullo del hombre embriagado y aliviar el aguijón del rechazo. Cerró los ojos, sus frentes se tocaban, sus narices rozaban ligeramente, envueltos en el abrazo de su seductor aroma.
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