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—Ay, odio viajar en tranvía —se lamentó Elisabeth al bajar con Tilly en Königsplatz—. Ese olor a alquitrán y suciedad, y las estrecheces. Y el estribo está demasiado alto, como para romperte una pierna…

Tilly se agarró de su brazo y comentó que el viaje en tranvía era un lujo comparado con su huida por la ciudad baja y los prados encharcados de hacía unas semanas.

—¡No me lo recuerdes!

Giraron a la derecha por Annastrasse y se detuvieron una y otra vez delante de los escaparates, aunque la oferta era escasa. La situación todavía era muy distinta a la de antes de la guerra. Entonces las tiendas rebosaban de artículos de todo tipo, los escaparates del centro de la ciudad estaban iluminados por las noches, por no hablar de los restaurantes, los pequeños teatros, las funciones de ópera y los conciertos de verano en el parque…

Contemplaron melancólicas el único objeto expuesto en un negocio de fontanería: un retrete blanco de líneas elegantes. Estaba cubierto de una fina capa de polvo porque aún no había encontrado dueño. No era de extrañar, ya que los precios subían día tras día y nadie sabía adónde conduciría aquello.

—Y eso que ahora se puede comprar casi de todo —dijo Tilly, indignada—. Pero, claro, no todo el mundo puede permitírselo. Pero, si tienes dinero, en el mercado encuentras todo lo que desees.

Avanzaron un poco más y se calmaron al ver los altos árboles con su hermoso follaje primaveral. ¿Acaso no era motivo de alegría que la guerra hubiera terminado? Al igual que la naturaleza, el país y sus habitantes también se recuperarían y florecerían de nuevo.

—Sebastian no quería que sucediera esto —dijo Lisa sin poder evitarlo—. Quería justicia. Que nadie pasara hambre y que nadie viviera en la abundancia. Por eso ahora está en la cárcel. Como si hubiera cometido un crimen. Y eso que fueron los otros los que asaltaron nuestra querida Augsburgo con soldados y cañones.

Tilly le apretó el brazo y le pidió que se tranquilizara. Por desgracia, este mundo no siempre era justo, pero ahora la situación era estable y las tropas se habían retirado.

—Pronto lo dejarán libre, Lisa.

Elisabeth suspiró. Había intentado repetidas veces visitar a Sebastian Winkler en la prisión, pero no fue posible. Le había llevado comida, ropa y calzado, pero ni siquiera sabía si lo había recibido. Incluso le había enviado al abogado Grünling, pero después este le dijo que el señor Winkler era un fanático y que no podía hacer nada por él.

—Y aunque lo liberen —prosiguió Lisa con amargura—, ¿cómo se ganará la vida? Ahora el orfanato lo dirige Maria Jordan.

Tilly no lo sabía.

—¿La señorita Jordan es la directora del orfanato? Eso sí que es un ascenso inesperado para una antigua doncella.

—Un desacierto absoluto, querrás decir —refunfuñó Lisa—. Para eso podrían haber conservado a la arpía de la señora Pappert. Ay, Tilly, Sebastian era como un padre para los niños, los protegía, los educaba con cariño…

Tilly estaba empezando a hartarse de los lamentos de Lisa.

—Pero ¿qué te pasa? No deberías preocuparte tanto por el señor Winkler. En todas partes buscan profesores, seguro que encontrará trabajo en algún sitio.

Lisa guardó silencio. Tilly tenía toda la razón, faltaban hombres en muchas profesiones. Habían caído en la guerra o habían vuelto lisiados, en Maximilianstrasse había muchos mendigando un par de peniques. Sebastian había perdido un pie pero podía trabajar, había tenido suerte. Sin embargo, no conseguiría un puesto de profesor en Augsburgo. Y su propio divorcio aún no era oficial. Klaus von Hagemann había pasado los últimos días de la guerra en un hospital de campaña de Prusia Oriental, y desde entonces no había recibido noticias suyas.

«Tal vez lleve tiempo muerto. En ese caso te ahorrarías el divorcio», le había dicho Kitty encogiéndose de hombros. Kitty, su hermana pequeña. Cuánto había cambiado en los últimos cuatro años. De una mocosa malcriada había pasado a ser una esposa y madre cariñosa. Tras la muerte de Alfons, cuando todos creían que sucumbiría a la tristeza, salió de la crisálida como una colorida mariposa transformada en… artista. Elisabeth no sabía muy bien si debía admirarla o enfadarse por ello. En cualquier caso, Kitty se había mantenido fiel a sí misma. Sobre todo en sus crueles opiniones.

—Ya hemos llegado, Lisa. Mira, ya hay tres, no, cuatro automóviles. Parece que sí vendrá gente a la exposición de Kitty…

Lisa aguzó la vista y reconoció a Humbert; ayudaba a una dama a bajar del coche. ¿Era mamá? No, era la señora Von Sontheim, la madre de Serafina. Elisabeth se animó. Qué alegría volver a ver a su amiga. La pobre había perdido a su padre y a uno de sus hermanos.

—Ahí está el incansable Klippi —bromeó Tilly—. Qué tipo tan encantador. Ha traído en coche a tus padres y a Marie.

Se encontraron en la entrada del gran edificio de Karlstrasse y se saludaron efusivamente. Qué primavera tan maravillosa, ¿verdad? Las lilas estaban en plena floración. Eso solo podía ser un buen augurio.

—¿Han visto los cerezos de los prados? —preguntó Von Klippstein, y le ofreció el brazo a Tilly para acompañarla al primer piso, donde residía el director Wiesler—. Parecen estar cubiertos de espuma blanca.

—Sí —dijo ella sonriendo—. Si las abejas se esmeran, recogeremos una buena cantidad de cerezas y podremos hacer tartas.

—Qué agradable encontrar a una dama con un sentido práctico tan desarrollado.

—En absoluto —dijo ella riéndose—. Lo de hornear las tartas se lo dejo a otros.

Arriba los recibió la esposa del director Wiesler, de negro y engalanada con perlas. A Tilly le pareció demasiado exaltada, saludó a todos los invitados uno a uno y expresó lo inmensamente feliz que la hacía el tener amigos tan simpáticos e interesados por el arte. Dos criados —uno de ellos era Humbert— ofrecían vino espumoso sobre bandejas de plata, y Von Klippstein no descansó hasta que Tilly se bebió al menos media copa.

—Por una artista hay que brindar con auténtico vino espumoso, querida señorita Bräuer. Y su cuñada es una artista de verdad. ¡Debo decir que estoy gratamente sorprendido!

Tilly conocía la mayoría de los cuadros de Kitty, pero tuvo que reconocer que enmarcados y distribuidos por las paredes impresionaban aún más. Sobre todo, las siluetas de la ciudad bajo la bóveda de un extenso cielo. Sí, se le daba bien pintar cielos. Oscuros nubarrones iracundos, delicadas nubes esponjosas bajo una bruma azul celeste, velos grises deshilachados por la tormenta, el profundo e intenso azul oscuro del firmamento…

—¡Tilly, cariño! ¡Qué alegría que hayas venido! ¿Has traído a tu madre? ¿No? Qué pena. Tiene que salir de casa de una vez… Dios mío, Tilly, ya he vendido tres cuadros. Y eso que ni siquiera hemos empezado. Ese joven de ahí, el del grano en la nariz y las gafas metálicas, es del periódico…

Kitty estaba más guapa y más vivaracha que nunca. Su pelo corto se agitaba cuando giraba la cabeza, de vez en cuando se lo apartaba con un gesto arrebatador y se lo colocaba detrás de la oreja, donde no aguantaba más de un segundo. Y la falda estrecha que llevaba, Dios mío, solo le cubría un palmo por debajo de las rodillas. Carísimas medias de seda y unos zapatos blancos cautivadores.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó, y salió corriendo—. Señor Kochendorf, cuánto tiempo sin vernos. ¿Su señora esposa? Encantada de conocerla. ¿Sabe que antes lo llamábamos Hermanhambre? Qué niños tan estúpidos éramos…

Tilly recorrió las estancias con la copa medio llena en la mano y contempló los cuadros de Kitty con atención. Eran muchos, los Wiesler habían retirado todas sus pinturas para poder exponer aquella marea de obras. Qué diferentes eran entre sí. Las espantosas cabezas de peces —¿o eran reptiles monstruosos?— estaban dibujadas al detalle con pincel fino. También había cangrejos, ratas, y en uno de los cuadros se amontonaban unas arañas repugnantes. Tilly sintió un escalofrío. ¿Quién compraría una pintura así? Solo se imaginaba colgando eso en el comedor en caso de recibir invitados indeseados. En una fase posterior, Kitty había pintado aquellos maravillosos paisajes inundados de sol. Había sido el verano anterior, cuando iba de aquí para allá con el caballete por todo el parque.

—Mis queridos invitados y amigos —se oyó decir a la señora Wiesler en el salón.

Tilly no la veía, pero su voz penetraba sin esfuerzo hasta el último rincón de la vivienda. A diferencia de su esposo, un erudito parco en palabras, director del instituto de secundaria Anna, a la señora Wiesler le gustaba hablar en público. Y aprovechó la oportunidad para pronunciar un discurso de elogio hacia la joven artista, a la que había cedido tan generosamente sus estancias.

—… un talento único. Mis queridos amigos, pueden estar seguros: el nombre de Katharina Bräuer pronto será conocido en todo el imperio…

Tilly sonrió divertida. El entusiasmo había hecho olvidar a la señora Wiesler que ahora vivía en una república. El emperador se había exiliado a Holanda, se decía que estaba talando árboles.

—… en esa pequeña buhardilla de Montmartre donde todo empezó. Sí, en París, cuando aún reinaba la paz y el arte ocupaba las calles de la ciudad…

—Increíble —susurró Lisa, que se había colocado junto a Tilly con Serafina—. La artista de Montmartre. ¡Esta mujer vendería arena en el desierto!

Serafina von Sontheim saludó a Tilly con bastante frialdad y luego arrastró a Lisa a la siguiente sala, donde se encontraban algunos de sus conocidos. Tilly vio que susurraban entre ellos pero enmudecieron en cuanto vieron a Lisa.

Seguía doliéndole ser el blanco de toda aquella gente que había perdido su dinero en la quiebra del banco Bräuer. Por eso su madre apenas salía de casa, rechazaba incluso las amables invitaciones de los Melzer. Era injusto. Ni ella ni su madre estaban al tanto de la situación del banco. Y su padre había muerto. ¿Eso también querían reprochárselo?

—… esos grandiosos paisajes bañados por la dorada y cálida luz del sol, una vibrante sinfonía a la esperanza y a la belleza desbordante. Admiren la enérgica pincelada…

La palabrería pomposa de la señora Wiesler le alteró los nervios, así que se situó junto a la puerta para poder salir al pasillo si se sentía indispuesta. Allí la interceptó Ernst von Klippstein, que justo quería entrar en la habitación.

—¿No estará pensando en marcharse ya? —le preguntó en voz baja—. Sería una pena. Tenía ganas de llevarla en mi coche. La señora Melzer nos ha invitado a todos a cenar.

Seguramente Marie le había encomendado esa tarea, siempre se preocupaba por todos. Tilly se lo agradecía. Era agradable saber que tenía amigos que permanecían a su lado.

—No, no, solo quería apartarme un poco —lo tranquilizó—. No me gusta estar en el centro, estoy más a gusto cerca de la puerta.

Él se quedó junto a ella, bebió un sorbo de su copa y le dijo que le pasaba lo mismo. A él tampoco le gustaba lucirse en público, prefería retirarse y dejar el protagonismo a otros.

A Tilly le costó un poco entender lo que decía porque la voz de la señora Wiesler seguía llenando la habitación. Al mismo tiempo, le sorprendía que Klippi le dedicara tanta atención esa tarde, ya que todos sabían que bebía los vientos por Marie. ¿Le habría parado ella los pies y por eso necesitaba una sustituta a corto plazo? La idea la divirtió. Pobre chico, ¿cómo podía haberse dejado llevar por una pasión tan estéril?

—… creo que fue la señora Von Hagemann la que me habló de su vocación, querida Tilly.

—De mi… ¿vocación?

Él sonrió abochornado, tal vez preocupado por si había cometido una indiscreción.

—De su interés por la medicina. Incluso mencionó que quería ser médico.

Ah, a eso se refería. Había que ver las cosas que Lisa iba contando por ahí. Y ella que pensaba que se había guardado ese sueño para sí misma.

—Bueno, por desgracia no es muy realista. Primero tendría que cursar el bachillerato y después ir a la universidad.

—¿Y qué se lo impide? —preguntó ingenuo.

Estaba a punto se señalar que para una formación de ese tipo eran necesarios unos recursos económicos que lamentablemente ahora escaseaban en el hogar de los Bräuer. Pero se quedó muda al ver a un invitado de última hora que entraba en ese momento.

¿De qué conocía a ese hombre? Su atuendo era muy poco apropiado para la ocasión, en lugar de un traje de tarde llevaba una chaqueta gris desgastada y unos pantalones marrones que parecían irle grandes. ¿Sería un artista? Sus rizos negros revueltos y la barba corta parecían indicarlo. Se acercó a las puertas del salón donde la señora Wiesler estaba pronunciando las últimas frases de su discurso. Se detuvo allí, se estiró un poco para mirar por encima de las cabezas de los invitados que tenía delante, y cogió una copa de vino espumoso de una bandeja que alguien había dejado junto a la puerta.

—Qué tipo más extravagante —dijo Von Klippstein en voz baja—. Al final resultará que solo ha subido para comer y beber gratis.

Justo entonces una figura delgada se acercó a toda velocidad y arrastró a Von Klippstein hacia el pasillo, y como Tilly estaba muy cerca de él, se la llevó consigo también.

—Se lo suplico, Klippi —susurró Kitty muy alterada—. Debe salir de aquí de inmediato. Acérquese a él y dígaselo. De inmediato. Como lo vea papá…, o incluso mamá…

Von Klippstein no entendió de quién hablaba hasta que ella señaló al desconocido con el dedo.

—Pero ¿por qué? ¿Quién es? No puedo echar a un hombre al que no conozco de nada, querida Kitty. Y menos aún de una casa ajena.

—¡Por favor, Klippi! Me moriré aquí mismo si no lo hace. Caeré redonda sobre esta alfombra persa.

Le temblaba el cuerpo de tal modo que parecía estar a punto de sufrir un ataque de nervios. Y entonces Tilly lo entendió todo.

—Venga conmigo —dijo en voz baja, y cogió del brazo a Von Klippstein para llevárselo a un aparte.

—Pero qué… qué pasa…

—Es Gérard Duchamps. ¿Entiende? El francés con el que Kitty huyó hace años.

Él la miró fijamente, y después se volvió hacia el hombre que iba vestido como un mendigo y que ahora estaba apoyado en la puerta bebiendo vino espumoso.

—Lo más probable es que cayera prisionero de los alemanes y esté de camino a Francia.

—¡Dios mío! —exclamó Von Klippstein, y carraspeó—. Qué situación tan incómoda. Pero, de acuerdo, no quiero disgustar a la dama.

Se irguió, con un leve asentimiento le dio a entender a la desesperada Kitty que cumpliría con sus deseos y cruzó el pasillo. Tilly y Kitty siguieron los acontecimientos conteniendo la respiración.

Fue muy poco espectacular. Von Klippstein abordó a Duchamps, y este se volvió hacia él con gesto interrogante. Entonces Von Klippstein se inclinó un poco, seguramente para presentarse. Duchamps también pronunció su nombre, y a continuación escuchó con calma lo que le decía su interlocutor.

—¿De qué están hablando? —gimió Kitty—. ¿Por qué no se va? Ay, mis nervios. Klippi es demasiado amable. Debería echarle con cajas destempladas. ¡Ya!

—Chisss, Kitty. Es mucho más inteligente no causar revuelo, ¿no crees?

—¿Cómo ha podido hacerme esto? —musitó con voz llorosa—. Precisamente hoy, en mi gran día. Aparece como un espíritu maligno. Una sombra del pasado. Lo ha hecho a propósito. Solo para molestarme.

Había movimiento en el salón. El público aplaudía efusivamente a la oradora y todos alzaron las copas para brindar por la joven pintora.

—¿Señorita Bräuer? ¿Dónde se ha metido? ¿Dónde está la artista?

Tilly cogió a Kitty del brazo y la llevó dentro. En cuanto Kitty vio tantas miradas clavadas en ella, su rostro dibujó una sonrisa radiante.

—¡Aquí! —exclamó alegre, y levantó el dedo como si estuviera en el colegio—. Aquí. Presente. Feliz y orgullosa. Preparada para todas las burlas. Ay, os quiero a todos.

Tilly presenció divertida su entrada triunfal en el salón, donde la señora Wiesler la estrechó contra su pecho maternal, derramó lágrimas de emoción y propuso un brindis en su honor.

—Por nuestra joven artista, descendiente de una familia de Augsburgo e hija de mi querida amiga Alicia.

Cuando Tilly regresó al pasillo, Gérard Duchamps se había ido. Ernst von Klippstein permanecía junto a la entrada con gesto angustiado y pareció alegrarse de que Tilly hubiera vuelto.

—Pobre hombre —dijo—. Me ha dado pena echarlo. Estaba usted en lo cierto, ha estado cautivo y lo han liberado hace poco.

—Pero ¿qué hacía aquí?

Él se encogió de hombros. Seguramente había visto el nombre de Kitty en el cartel.

—Es evidente que aún siente algo por ella. Figúrese, Tilly: me ha preguntado si es cierto que su marido ha caído en combate.

—Vaya —murmuró Tilly—. ¿Y qué le ha dicho?

Von Klippstein no respondió a su pregunta. En lugar de eso, le ofreció el brazo para entrar juntos en el salón.

—¿Qué ha sido de su espumoso, Tilly? Debemos brindar por la artista.

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