¡Oh, cómo odiaba a los Melzer! Esos cerdos soberbios creían que podían decidir sobre sus vidas. ¡No tenían derecho! No le importaba si iba a la cárcel o la colgaban por mantener relaciones con un ruso. Era su vida. Su amor. ¡Su muerte!
Hanna se pasó todo el camino de vuelta llorando de desesperación e impotencia mientras empujaba la maldita carretilla por la nieve recién caída, como si fuera un enemigo rebelde. A causa de las lágrimas, no vio que Gerda se acercaba.
—¡Hanna! ¿Qué te han hecho? —le dijo Gerda, la ayudante de cocina en casa del director Wiesler.
—Nada —contestó con obstinación—. Es el frío, siempre me hace llorar.
—Ah… Y qué lástima lo del señor Bräuer. Ha caído, ¿verdad?
Hanna se sorbió los mocos y se limpió la cara con el dorso de la mano, un gesto que no sirvió de mucho porque le chorreaba la nariz.
—¿El señor Bräuer? Sí, está muerto.
Solo tenía recuerdos vagos de Alfons Bräuer. Era amable y generoso, siempre dejaba varias monedas grandes en los platos de los empleados. No era un hombre guapo, estaba un poco relleno y llevaba gafas. Tal vez muriera por eso, seguro que era una desventaja para un soldado no tener buena vista.
—Sí, hay esquelas a diario. Mi pobre señora ha perdido tres hijos, cayeron al principio de la guerra. Estaban decididos a salvar al emperador y la patria, se metieron en la lluvia de balas…
Hanna se frotó las manos frías con la esperanza de que Gerda siguiera caminando de una vez, pero no paraba de hablar. En el hospital de la señora del coronel Von Sontheim también había muchos muertos, el día anterior se había llevado por delante a dos pobres muchachos, y a tres más no les bajaba la fiebre, estaban en las últimas.
Por un momento, Hanna vio la terrible imagen de Grigorij con fiebre, pálido, con el pelo negro pegado a la frente, el pecho hinchándose y hundiéndose en intervalos rápidos. Pero no, nadie había dicho que estuviera enfermo. Simplemente no había ido a la fábrica. Hanna había esperado durante un rato por si le habían asignado una tarea que no podía interrumpir. Sin embargo, por las miradas maliciosas de las dos trabajadoras y la compasión en los rostros de sus compañeros comprendió que su esperanza era vana.
—¿Estás buscando a tu amante, Hanna la de los nabos?
Conocía a esa trabajadora, una víbora flaca con el cabello grasiento y una nariz larga y ganchuda de bruja. Hacía tiempo que le tenía envidia, y ahora celebraba su triunfo.
—Ya no viene. Lo han echado porque tenía piojos. No se lavaba, el tipo.
Eso era una mentira infame. Grigorij aprovechaba siempre que podía para lavarse bien, algo que con el frío que hacía en el campo de prisioneros seguro que no era agradable. Lo hacía por ella, para no desprender mal olor. Hasta se lavaba el pelo.
—¡Y tú qué sabes! —le espetó.
La mujer se limitó a soltar una carcajada, y luego comentó que podía considerarse afortunada de que el asunto no hubiera acabado peor. Y todo gracias a la señora Melzer, que se había ocupado de que el ruso se fuera.
¡Oh, cómo odiaba ahora Hanna a Marie Melzer! Ella disfrutaba con su marido en el baño pero envidiaba la felicidad de la ayudante de cocina. Hanna sabía lo del baño porque Auguste había descrito con detalle cómo se lo encontró la mañana anterior.
—¡Tengo que marcharme! —le dijo a Gerda, y empujó la carretilla con tal ímpetu que la tapa de la olla se tambaleó.
¿Dónde podía estar? No había querido preguntárselo a las dos trabajadoras porque aún se habrían recreado más en su desesperación. Los vigilantes se encogían de hombros; ella estaba segura de que sabían dónde estaba, pero guardaban silencio. Probablemente los Melzer les habían prohibido revelar el paradero de Grigorij. Soltó un profundo suspiro, se ajustó el pañuelo en la cabeza y miró hacia la fábrica de papel Hayndl. ¿Le habrían encontrado trabajo allí? ¿O en MAN, donde las chimeneas echaban humo? Le entró el hormigueo en los pies de ir a buscarlo. Decirle que lo quería, que cuando terminara la guerra se iría con él a Petrogrado. Aunque no volvieran a verse cuando todo acabara, ella encontraría el camino. Grigorij Shukov, así se llamaba. Sabiendo su nombre, no sería difícil localizarlo en Petrogrado.
¿Y si lo habían metido en la cárcel? Tal vez los Melzer lo habían denunciado y ahora esperaba su final. El tiro en la nuca. La horca. Pero entonces también la habrían condenado a ella. No, no quería ni pensar que Grigorij fuera a morir. Pasado mañana, cuando volvieran al trabajo, preguntaría a sus compañeros. No sabían una palabra de alemán, pero la entenderían.
Recorrió el trayecto hasta la villa empujando la carretilla a buen paso, enfadada por la cantidad de nieve que había caído durante la noche. Esa mañana ya había tenido que limpiar a paladas la zona de entrada de la villa; seguramente ahora le encargarían liberar el camino de la parte trasera de ese esplendor blanco. Mientras no hubiera ningún sirviente ni jardinero disponible, todas las tareas pesadas recaían en las ayudantes de cocina. Auguste estuvo retozando en la nieve con los niños, los deslizó en trineo y luego hizo muñecos de nieve. La villa se había convertido en una guardería, no solo los críos de Auguste pululaban por ahí, también los gemelos caminaban ya con sus piernecitas rechonchas, y la pequeña Henriette, a la que siempre llamaban Henni, iba más rápido gateando que ellos andando. No, era injusto, le gustaban los niños, pero en ese momento no tenía ganas de oír gritos de alegría.
En la cocina, Else y la señora Brunnenmayer estaban charlando sobre la situación en el hospital, al parecer una enfermera mantenía un romance con un oficial. Hanna levantó la olla vacía de la carretilla y la llevó al fregadero para limpiarla a fondo con agua caliente, luego volvió a dejarla en su sitio. Como las dos mujeres no se fijaban en ella, subió por la escalera de servicio con el máximo sigilo hasta la tercera planta, donde se encontraban los cuartos de los empleados.
Aunque solo fuera media hora, quería evadirse en su cama, meter la cabeza bajo la almohada y taparse con la manta. Quedarse en esa cueva oscura donde nadie la encontraría, estar sola. Y luego llorar, sin más. Desahogar con llanto la pena, la añoranza y la impotencia, la desesperación, hasta que no le quedara agua en el cuerpo. Luego se sentiría mejor.
Sin embargo, cuando abrió con cuidado la puerta de la habitación se quedó perpleja al ver a Maria Jordan.
—¿Qué hace usted en mi cuarto?
La señorita Jordan se sobresaltó con la repentina entrada de Hanna, pero se recompuso enseguida.
—¿Tu cuarto? —preguntó con un gesto de sorpresa, como hacía la señorita Schmalzler cuando algo no le gustaba—. He vivido veinte años en este cuarto, querida. Si nos ponemos así, es más mío que tuyo.
Hanna ya no entendía nada en el mundo. En efecto, al principio había tenido que compartir ese dormitorio con Maria Jordan, pero luego esta se fue a trabajar a casa de los Von Hagemann, y Hanna se quedó con la habitación para ella sola.
—No… no se le ha perdido nada aquí —respondió enojada—. Ya no trabaja en la villa.
Maria Jordan abrió con parsimonia el cierre de su bolsa de viaje azul claro y separó las perchas. Sacó un montón de camisones largos recién almidonados y los dejó encima de la segunda cama, que nadie usaba. Siguieron una bolsa de tela con pañuelos de bolsillo, tres pares de medias de seda, unas calzas largas con encaje planchado…
—No tiene derecho a instalarse aquí —refunfuñó Hanna, y agarró los camisones para volver a meterlos en la bolsa de viaje.
—¡Trabajo aquí, así que vivo aquí! —insistió Maria Jordan, que agarró también sus camisones.
—¡Eso es mentira! Solo viene tres veces por semana a coser. El resto del tiempo está en casa de la señora Von Hagemann.
—La señora Von Hagemann ahora vive en la villa.
—¡Pero tiene un piso en Bismarckstrasse!
—¡Pero no vive allí!
—¡Pero usted sí! —gritó Hanna, furiosa—. Allí tiene un dormitorio.
Maria Jordan le arrebató los camisones con un fuerte tirón y Hanna se quedó con un botón en las manos.
—No te subleves —dijo Maria Jordan con un gesto burlón—. ¿Por qué te molesta que pase la noche aquí? ¿Acaso pensabas recibir a tu amante ruso?
Hanna se quedó helada del susto. ¿Cómo sabía esa víbora lo de Grigorij?
—Desde el cuarto de costura se oye todo lo que se dice en el pasillo, pequeña —comentó la señorita Jordan con una sonrisa maliciosa al tiempo que abría el segundo cajón de la cómoda—. Pero yo no soy de las que van contándolo todo por ahí. No diré nada de tu amor, Hanna la de los nabos, y tú no le dirás a nadie que duermo aquí.
Impertérrita, sacó la ropa interior de Hanna del cajón para colocar sus cosas. Hanna la miraba con rabia por la impotencia. ¡Vaya día! Este año tendría un mal final, eso sin duda.
Abajo, en la cocina, la señora Brunnenmayer había empezado con los preparativos del menú de San Silvestre. Al principio los señores iban a celebrarlo en casa de los Bräuer, pero tras la noticia de la muerte de Alfons decidieron quedarse en la villa y «saludar el nuevo año con mucha tranquilidad». Hanna observó con envidia cómo la cocinera sacaba tres carpas grises y gordas, les cortaba la cabeza, la cola y las aletas para hacer sopa, y cogía de la estantería un montón de botes con especias que solo se podían conseguir bajo mano por mucho dinero.
—Ve a buscar una cesta de zanahorias al sótano. Cinco cebollas grandes. Una olla de patatas. Y luego trae madera.
La señora Brunnenmayer se pasó toda la tarde atareada y refunfuñando por cada detalle. Hanna sabía que se ponía insoportable siempre que preparaba un gran menú, solo había que cerrar la boca o todo iría a peor. Abrir latas de verduras, cortar cebollas, lavar zanahorias, pelar patatas… En el sótano de la villa había un motón de provisiones, la joven señora se había encargado de eso. Más tarde Auguste se unió a ellas con los niños y ayudó con la ensalada de pescado para los pacientes, que contenía más nabo y remolacha que arenque. Hanna debía poner la guarnición de huevo duro en las grandes fuentes y espolvorear perejil seco por encima.
La sopa de pescado desprendía un olor delicioso a hojas de laurel, pimienta dulce, granos de pimienta y ajo. Else, que estaba preparando el comedor y luego se encargaría de servir junto con Auguste, también bajó a la cocina. Al principio Hanna se llevó una decepción, pues le encantaba servir, pero ahora se alegraba de haberse librado de esa tarea. No paraba de pensar en Grigorij, se preguntaba dónde podría estar, si estaría bien, si pensaba en ella. Pero sobre todo le daba vueltas a cómo encontrarlo.
Cuando empezó la fiesta arriba, Auguste comentó que la joven señora Bräuer no parecía lamentar demasiado la pérdida de su marido. Estaba bien alegre, bebía vino blanco y llevaba la voz cantante.
—Si mi Gustav hubiera caído, no estaría tan contenta —comentó despectiva.
Para entonces también había llegado el viejo Bliefert, que no quería quedarse solo en la casa del jardinero en San Silvestre. Solo señaló que no se podía juzgar a la joven señora Bräuer por las apariencias.
—Claro, abuelo —se burló de él Auguste—. Tú le tienes mucho cariño a la guapa Kitty. La pobre viuda heredará junto con su cuñada la fortuna de los Bräuer. A mí me parece una persona fría y sin corazón.
—¡Y a ti te sale la envidia por todos los poros de la piel! —la reprendió la cocinera.
Pese a todo, fue una velada divertida. Cuando por fin apareció el ama de llaves, sirvieron la cena, que consistía en los restos de la mesa de los señores y un estofado para el que habían dado todas sus raciones de carne. Hanna comió con apetito, ni siquiera su corazón atormentado cambiaba eso. Le habría gustado separar algo para Grigorij, pero con todos ahí sentados era imposible. Tampoco sobraría nada, de eso podía estar segura.
Tras la cena, cuando Hanna dejó la vajilla en el fregadero y la jarra grande con el ponche hizo su ronda, Maria Jordan intentó convencer a la señorita Schmalzler de que le permitiera echar las cartas, aunque solo fuera esa noche. Sin embargo, nadie tenía ganas y la propuesta quedó en nada. En cambio, la señorita Schmalzler le soltó un sermón a Maria Jordan y le preguntó si había hablado ya con la joven señora Melzer. Cuando ella le contestó con rodeos que era su propósito para el año que empezaba, Schmalzler negó con la cabeza, enfadada.
—No me gusta nada esta situación, señorita Jordan. Se junta con el personal de la villa en la cocina, pero usted pertenece a los empleados de los Von Hagemann. ¿Ha hablado por lo menos con la señora Melzer?
No, eso también lo había evitado hasta entonces. Se justificó diciendo que Elisabeth von Hagemann vivía en la villa y la necesitaba como doncella.
—Entonces ¿debo suponer que usted pasa la noche en Bismarckstrasse?
—Por supuesto, señorita Schmalzler.
«Qué bien se le da mentir», pensó Hanna. Debería coger todos sus trastos y tirarlos por la ventana, se lo merecía. Pero entonces ella les contaría a todos lo de Grigorij.
—Yo en su lugar no esperaría mucho a tener esa conversación —le aconsejó Eleonore Schmalzler—. Ahora el joven señor está de permiso, y seguro que la joven señora Melzer está muy feliz.
—Es verdad, señorita Jordan —coincidió la cocinera—. Debe aprovechar ese buen humor.
Else comentó que no creía que la joven señora Melzer le guardara rencor a Maria Jordan, y esta le lanzó una mirada de odio. Hanna había comprendido hacía tiempo que era Maria Jordan, esa vieja bruja, la que no sabía perdonar.
—¡Ya basta! —resolvió Eleonore Schmalzler—. Juguemos a algo bonito. ¿Qué os parece al anillo?
Sacó un anillo de oro con un cordel largo anudado en los extremos. Una se colocaba en el medio, las demás tenían que pasarse el cordel moviendo las manos de un lado a otro con el máximo disimulo, mientras cantaban «Camina, camina, anillito…».
Cuando la canción terminaba, se paraban y la que estaba en el medio tenía que averiguar quién tenía el anillo. A Hanna le parecía un juego absurdo, pero como a la señorita Schmalzler le encantaba, jugaron un rato. Luego el viejo jardinero propuso jugar a adivinar el futuro a partir de plomo derretido, y el ama de llaves tuvo un dilema porque esa vieja costumbre era pagana y la Iglesia no la veía con buenos ojos.
—Hay que cuidar las viejas tradiciones —insistió Bliefert.
Al final, Eleonore Schmalzler accedió.
Casi se les pasó el cambio de año. Cuando los señores llamaron a Auguste para que llevara el champán frío fueron conscientes de que solo quedaban unos minutos.
Todos se prepararon. Según las costumbres de la casa, poco después de medianoche los empleados subían a reunirse con los señores. Eran invitados a una copita de champán y el señor de la casa daba un breve discurso, luego recibían el regalo de Año Nuevo, normalmente una pequeña suma de dinero.
Aquel día, en cambio, todo fue distinto.
Un grupo de jóvenes celebraban una carrera de trineos y lanzaron varias salvas cerca de la villa. No era nada extraordinario, en Augsburgo también se veían fuegos artificiales, como si quisieran anunciar: «Haremos como si no pasara nada, ¡sobre todo ahora!».
—¡Señorita Schmalzler! ¡Ayuda! Ah, aquí está…
La enfermera de noche del hospital había abierto la puerta de la cocina, estaba pálida y tenía el rostro desencajado.
—¿Qué ocurre, Thilde?
No necesitó más explicaciones, pues los gritos llegaban hasta la cocina.
—Se han vuelto locos. Se están pegando. En las mesas, en las camas…
Con el ruido de las salvas, algunos pacientes sufrían alucinaciones y pensaban que estaban de nuevo en el frente. Un joven soldado se arrancó las vendas, otro tenía convulsiones y gritaba a voz en cuello: «¡Al ataque! ¡Adelante! Vamos, gandules. ¡Adelante!». Un soldado recién operado estaba especialmente mal, pues saltó de la cama y acto seguido se desplomó, inconsciente. La señorita Schmalzler llamó a Else, Hanna y la cocinera, y el viejo Bliefert también procuraba ayudar. Finalmente consiguieron con mucha persuasión calmar a los hombres.
—¡Malditos petardos! —maldijo la cocinera—. Como si en el campo de batalla no hubiera suficientes tiros.
Como algo excepcional, los empleados subieron en grupitos a recibir sus regalos, pues decidieron turnarse en el hospital por si se producían más altercados. Hanna se quedó una hora entera en la sala de los enfermos, sentada en una silla delante de las puertas de la galería y, aunque le habían dado una manta de lana, se estaba helando de frío. Peor era el miedo a que uno de esos pobres heridos se pusiera a llorar de nuevo y a dar tumbos como un loco. Sin embargo, reinaba la calma, en parte porque la señorita Schmalzler había tenido la idea de dar a los hombres una copita de aguardiente. Por motivos médicos, por supuesto.
Hacia las dos, Else relevó a Hanna y se quedó dormida en la silla en cuanto se sentó. Hanna tenía que lavar los platos, y eran más de las tres cuando por fin subió a su cuarto. Entonces comprobó que Maria Jordan ya se había acostado, y se había apropiado de la cama nueva de plumas. Hanna estaba demasiado cansada para enfadarse, ni siquiera los fuertes ronquidos de la antigua doncella la molestaron. Medio vestida, se metió en la cama y se acurrucó, helada, pues en aquel cuarto no había calefacción. Cerró los ojos y vio el rostro de Grigorij, pero se durmió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de darle las buenas noches ni desearle una feliz entrada de año. Cayó como una piedra en un mundo oscuro sin sueños, liberada de todas las preocupaciones y alegrías.
—¡Hanna! ¡Despierta! ¡Rápido!
Oyó aquellas palabras vagas casi convencida de que se trataba de un sueño. No podía ser la señorita Schmalzler la que llamaba a la puerta de su cuarto.
—¡Hanna! ¿Estás despierta? Vístete, tienes que ir a buscar al médico. No contesta al teléfono…
Parpadeó en la penumbra de la habitación. Era de noche o como mucho primera hora de la mañana. Alguien había entreabierto la puerta, se veía un haz de luz.
—Dile que ya te levantas, idiota —masculló Maria Jordan desde la cama de al lado—. Rápido, antes de que entre.
Hanna estaba confusa, solo entendía que la habían despertado en plena noche. ¿Qué pasaba? ¿Que fuera a buscar al médico? ¿Caminar por la nieve con ese frío?
—Ahora… ahora voy.
—¡Abrígate! —ordenó Eleonore Schmalzler, que miró dentro del cuarto por la rendija de la puerta—. Botas y gorro. ¡Tienes que ir a buscar al doctor Greiner!
—Enseguida estoy, señorita Schmalzler.
Se volvió a cerrar la puerta y Hanna encendió la lámpara de gas para vestirse. En la cama de al lado el rostro pálido de Maria Jordan volvió a emerger de debajo de la colcha. ¡Lástima que la señorita Schmalzler no la hubiera visto! Así ella sería inocente de que se descubriera el engaño.
—Ir en busca del médico a estas horas… —susurró la señorita Jordan—. Ha ocurrido una desgracia. Finalmente el viejo señor Melzer nos ha dejado.
Hanna no contestó. Furiosa, se puso el vestido, el abrigo y se envolvió con el pañuelo. Tenía un agujero en la bota izquierda, pero nadie le preguntaba por eso. ¿Por qué tenía que ser precisamente ella la que caminara en la oscuridad? ¿Por qué no Else o Auguste? Ay, si Humbert estuviera aún en la villa le habría tocado a él.
—Ve con cuidado de que nadie te mate en mitad de la noche —le advirtió la señorita Jordan, tan empática, y se dio la vuelta para seguir durmiendo.
Hanna deseó que tuviera pesadillas y bajó a trompicones la escalera de servicio. En la cocina no había nadie, en los fogones había una jarra con un resto tibio de té de menta. Se sirvió un poco en una taza y se lo bebió para por lo menos tener mejor sabor de boca.
—¡Ahí estás!
La señorita Schmalzler llevaba un camisón blanco, se había puesto una manta de cuadros sobre los hombros y en la cabeza llevaba una anticuada cofia de encaje. Hanna observó que tenía el rostro arrugado, su nariz parecía más larga y estrecha que antes.
—El doctor Greiner vive en Annastrasse, número treinta y tres. ¿Sabes adónde tienes que ir? Llévate la linterna, aún está oscuro. ¡Y date prisa!
—¿Qué pasa?
—La señora Bräuer se ha puesto enferma de repente. No tiene buena pinta.
«Otra vez uno de sus cambios de humor», pensó Hanna, desconfiada. «Apuesto a que cuando vuelva con el médico ya estará curada».
Se ciñó más el pañuelo y salió al patio por la entrada del servicio. La recibió un viento helado, mezclado con afilados cristales de nieve. La iluminación eléctrica estaba encendida, así que vio la glorieta nevada y detrás un tramo del camino que atravesaba el parque hasta la calle. Los árboles parecían espíritus extraños con sus vestidos de nieve y los brazos nudosos levantados por encima de la cabeza, como si fueran a atraparla.
—¡Hanna!
Se dio la vuelta, sobresaltada. El joven señor Melzer estaba en la entrada principal, llevaba capa de piel y abrigo.
—Sí, señor… ya voy de camino.
—Quédate aquí —dijo—. Iré yo mismo.
Bajo la luz de las farolas, Hanna vio que estaba muy preocupado. Aun así, le sonrió un instante antes de salir a toda prisa.
Cuando regresó a la cocina, la señora Brunnenmayer estaba encendiendo el fuego.
—Ha tenido un aborto natural —dijo—. Se está desangrando, pobre chica.