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Capítulo XI

Un largo período de incertidumbre acompañó a Zeowyn, pues en su mente no había constancia alguna de que aquel misterioso poder hubiera salido a la luz, y solo recordaba haber caído inconsciente en dos ocasiones. Tras las explicaciones pertinentes de Elemor, concretamente sobre qué hacía la mano del guerrero sobre ella de forma aparentemente lasciva, la elfa pareció aceptar su versión de los hechos.

Elemor la ayudó a incorporarse cuidadosamente, pues aunque ya podía hacer uso de sus facultades físicas, el deterioro causado por aquella habilidad seguía presente. Una vez de pie, ambos observaron con calma el cielo anaranjado que empezaba a marcar el final del día. Casi sin percatarse, habían pasado la mayor parte del día en aquella victoriosa aventura.

Tras unos instantes de contemplación, Zeowyn decidió romper el soberano silencio:

—Gracias —dijo con el semblante apuntando al suelo.

—¿Qué me agradeces? —replicó curioso Elemor.

—Si continúo con vida es gracias a ti —respondió tímidamente la elfa.

—No hay necesidad de agradecerme, pues recae sobre mi la responsabilidad de tu seguridad. No hubieras corrido ningún riesgo si no hubiera permitido que me acompañaras —zanjó.

Zeowyn dirigió esta vez una mirada directa a Elemor, y añadió lo siguiente:

—No te martirices inútilmente —hizo una pausa y agarró con suavidad la mano izquierda del guerrero—, jamás hubiera imaginado que algún día saldría de Descenso Rocoso, y menos aún que viviría una experiencia semejante. Así que, sí, gracias.

Elemor sostuvo torpemente la mano de Zeowyn. La ausencia de afecto durante toda su existencia provocó que prácticamente carezca de sentimientos, y la tensión se hizo notable en el ambiente. Pese a ello, a la elfa no solo no le importó, sino que se mantuvo aferrándose a su mano hasta que Elemor, ligeramente ruborizado, decidió cesar el acto de apego.

—Es hora de irse. Pronto caerá la noche, y será mejor no permanecer aquí mucho más tiempo.

Zeowyn asintió mientras mostraba una radiante sonrisa que competía con los últimos rayos de la puesta de sol, y sin más dilación, ambos partieron en su viaje de regreso.

El camino de vuelta se hizo largo. Ninguno de los dos volvió a entablar conversación, y al pasar el efecto de la adrenalina en el cuerpo de los aventureros, el cansancio se hizo aún más presente. La luz de las estrellas guiaba su camino de vuelta. Entre ellas podían observarse tres de las 8 grandes lunas que orbitan el mundo de Heureor, cada una de diferente color y forma, haciéndolas fácilmente identificables. Ambos las contemplaban en silencio sin detener el paso. Una de ellas, del color del grafito, captó mayormente la atención del paladín. Curiosamente, sentía cierta atracción hacia ella. Como si de alguna manera existiera un vínculo inexplicable que les uniera. La sensación le causó cierto repeluzno. Sin darle mayor importancia, siguió caminando con su compañera en un solitario camino únicamente sonorizado por los aullidos de los lobos y el ulular de las aves de presa nocturnas.

Por fin llegaron a la aldea. Aún no había amanecido, así que la decisión de ambos fue la de volver a sus dependencias y esperar al nuevo día para comunicar las nuevas.

El sonido de un gallo despertó a Elemor pocas horas después de haber regresado de su andanza. Con dos o tres escasas horas de sueño, el paladín había repuesto considerablemente sus energías y se hallaba listo para partir de nuevo, esta vez hacia Qartal, pues la misión que le encomendó su Rey aún continuaba en pie. Salió de su habitación, no sin antes llevarse consigo la espada oxidada que le obsequiaron para el viaje, pues supuso que era mejor que pelear con las manos desnudas. Enseguida se dirigió hacia las dependencias de Walder, mientras saludaba a los curiosos vecinos que le dirigían alegres y reconfortantes miradas, además de algún grito de agradecimiento desde la distancia. Elemor se cuestionó si de alguna manera se habían hecho conocedores de la noticia, pero su pregunta obtuvo respuesta al entrar en el ayuntamiento.

Walder se hallaba de pie junto a su mesa, pero no se encontraba solo. Zeowyn estaba sentada en una silla en la esquina de la habitación, aguardando a Elemor con una sonrisa de oreja a oreja. Al parecer, la elfa se adelantó y comunicó la noticia antes que él. Eso explicaba que, naturalmente, todo el pueblo lo supiera ya.

El amigable hombrecillo se acercó para estrechar la mano del paladín con frenesí, al tiempo que agradecía una y otra vez su esfuerzo por salvar Descenso Rocoso.

—Faltan palabras para agradecerte lo que has hecho por nosotros, amigo mío —dijo Walder.

—Es lo menos que podía hacer. Sin vuestro cobijo, las cosas podrían haber acabado mucho peor para mi. Además —Elemor hizo una pausa—, Zeowyn es quien debe atribuirse el mérito.

—¿A qué te refieres? —dijo el enano sin comprender a qué se refería.

—Digamos que, es una excelente compañera de viaje.

Elemor cortó cortésmente la conversación, pues consideró que no era adecuado desvelar el incidente de Zeowyn con aquel misterioso poder, al menos no en ese momento. Walder, al percatarse del rehuso de Elemor de dar explicaciones, dejó la cosa estar y volvió a dirigirse a él.

—Entonces, ¿hacia dónde partes ahora?

—Qartal me aguarda. Debo entregar un mensaje personalmente y cuento con varios días de retraso.

—No haré que te demores más pues. Te deseo buena ventura para tu nueva empresa, y recuerda que puedes contar con nosotros siempre que lo necesites, Descenso Rocoso está en deuda contigo amigo mío.

Ambos se estrecharon las manos con ímpetu, y pronto Elemor salió de la sala. No tuvo tiempo a dar más que una decena de pasos cuando sintió una presencia en su espalda. Sin embargo, no detuvo el paso, ni siquiera miró hacia atrás para ver de quién se trataba, pues lo sabía bien.

—Vamos, no tenemos tiempo que perder —clamó el guerrero.

Zeowyn, que trataba de seguirlo a escondidas, quedó sorprendida.

—¿No vas a tratar de convencerme de que no te siga?

—No.

—¿Por qué? —preguntó atónita.

Elemor frenó entonces su marcha y se giró hacia la elfa.

—Eres alguien especial. Descenso Rocoso no es sitio para alguien con tus capacidades.

Zeowyn también paró de andar. Sus mejillas ruborizadas.

—¿Qué quieres decir con especial?

—Es difícil de explicar.

—Inténtalo —le retó Zeowyn.

—A grandes rasgos, podría decirse que en tu cuerpo hay una acumulación importante de lo que se conoce como Aor.

—¿Aor? —preguntó confundida—. ¿Qué es eso?

—No soy la persona más apropiada para responderte a esa pregunta. Pero para que lo entiendas, eres capaz de usar magia, aunque de manera involuntaria, por el momento.

Sus ojos abiertos como platos. La información que le transmitía el paladín carecía de sentido. No existía algo conocido como magia, no era más que pasto de cuentos y leyendas de antaño.

—¿Bromeas?

El rostro de Elemor serio y reflexivo.

—Hay muchas particularidades de este mundo desconocidas para la gente de a pie Zeowyn. Al igual que yo, desde el momento de tu nacimiento fuiste bendecida con un gran poder Aor. Sin embargo, el hecho de que seas incapaz de controlarlo, a pesar de que no se manifestara hasta ayer, sumado a lo que pudiste hacer con aquellos monstruos de piedra, me lleva a pensar que tienes una cantidad desorbitada de Aor circulando por tus venas.

Zeowyn no supo qué responder. Permaneció cabizbaja durante unos segundos hasta que Elemor se acercó a ella y puso firmemente una de sus grandes manos en su hombro izquierdo.

—Entiendo que la noticia cause estragos en tu mente, pero el tiempo apremia —dijo mirándola, compasivo—. Resolveré tus consultas por el camino, si es que soy conocedor de las respuestas.

El modo más seguro de llegar a Qartal, es pasando por Normundur, situado al este de Descenso Rocoso, aproximadamente a un par de días de distancia a pie. Su principal particularidad, es que se encuentra habitada por enanos y humanos a partes iguales. Todo ello por una gran migración en masa dada tiempo ha, donde los enanos de las ciudades vecinas se vieron obligados a abandonar sus hogares debido a una invasión orca y refugiarse bajo los muros de Normundur y su ciudad vecina Lû Pitic. Afortunadamente, consiguió firmarse una tregua y posterior acuerdo para mantener la paz. Una vez restablecida la normalidad, varias familias decidieron mudar sus asentamientos a las respectivas ciudades y empezar de cero, perfeccionando así la mezcla de culturas y la fraternidad entre las dos razas. Aun así, algunas tribus como los orcos negros, reacias a mantener el orden, continúan asaltando poblaciones actualmente, aunque divididas en número, se han convertido en un problema menor.

La cabeza de Zeowyn se hallaba nublada de juicios inconexos sobre las palabras de Elemor. ¿Cómo podía ser que ella, una elfa huérfana, exiliada por su propio pueblo, tuviera ese tal Aor? Carecía de sentido. Además, nunca antes había reparado en ello, salvo... La mente de Zeowyn recapituló varios años en el pasado y comenzó a proyectar un recuerdo de su niñez, aquel día en el que se adentró furtivamente en unos pastos cercanos a Descenso Rocoso, contra las órdenes de Walder. Empezó a recordar cómo sin darse cuenta, acabó perdida entre la maleza. Tras minutos de búsqueda del camino de vuelta inútilmente, terminó por alejarse más del poblado. No sintió miedo alguno, pues en ella aún dominaba la inocencia característica de la infancia, sin embargo, lo que encontró unos pasos más adelante le heló la sangre; dos enormes huargos que se encontraban devorando lo que parecía ser un pequeño cervatillo. Su primera intención fue salir corriendo, sin embargo, la situación se apoderó de ella y lo único que consiguió fue gritar con furor en busca de auxilio, lo que empeoró sus condiciones. Ambas bestias posaron ahora la mirada en la niña, y observando a su nuevo objetivo, avanzaron hacia ella para ampliar su festín. Sin previo aviso, el huargo blanco se abalanzó sobre Zeowyn. Ella rápidamente se agachó y colocó los brazos sobre su cabeza intuitivamente, y acompañó el gesto de un feroz grito de desesperación mientras cerraba los ojos, presa del terror. Todo indicaba que sería su final, y, sin embargo, el ataque nunca llegó. Lo único que pudo oírse era el sonido de caer de un objeto pesado en la fría tierra de cultivo. Tras unos segundos, abrió los ojos lentamente. Los huargos se hallaban inmóviles frente a ella, observándola con miradas vacías. El que hace un momento había intentado capturarla, se encontraba tumbado de costado en el suelo con la boca abierta, como si hubiera caído precipitadamente y no consiguiera levantarse.

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