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Capítulo 69

Skay

Abrí los ojos con dificultad y confuso, veía muy borroso y la luz me molestaba. Por si esto fuera poco, sentí un dolor agudo e intenso en mi brazo derecho y en el hombro, dándome a entender que seguramente me habría roto el primero y dislocado el segundo.

No podía levantarme, me encontraba completamente perdido y dolorido. Sin embargo, intenté hacer un esfuerzo con la poca energía que me quedaba, pero fue fallido.

Tosí sangre al intentar incorporarme y noté cómo unas gotas de sangre chorreaban por mi cabeza, hasta caer al suelo. Sin duda, debía haber perdido el conocimiento, aunque no sabía por cuánto tiempo había estado ausente.

De repente, caí de nuevo en la realidad. Estaba en el reino de los fríos... Alice me había besado segundos antes de perder la consciencia. Todavía sentía su boca contra la mía, la pasión, y aquella extraña sensación de haberla echado mucho de menos.

Busqué a la chica con la mirada, con desesperación. Necesitaba verla y saber que estaba bien. Mi mirada la buscó por todo el coliseo, el cual estaba terriblemente en silencio.

El pulso me debía ir a dos cientos y estaba a punto de morir de la incertidumbre, cuando finalmente la vi. Fue entonces cuando sí quise desfallecer.

Un grito salió de lo más profundo de mi garganta, mientras las lágrimas se iban arremolinando en mis lagrimales, hasta escapar de estos, y caer a borbotones por mis mejillas.

Un sentimiento de negación me asoló. Alice no podía estar muerta, simplemente no podía. Me negaba a que estuviera muerta. A pesar de mis deseos, tenía una daga clavada en el pecho y el silencio y la muerte se habían apoderado de aquel lugar por completo.

Empecé a arrastrarme por la arena, sin fuerzas. Parecía un mero y desamparado gusano en aquel estado, pero me daba igual. En ese momento, lo único que quería era que Alice abriera los ojos de nuevo. No me había dado tiempo de tratarla como se merecía, había sido un estúpido con ella desde el minuto uno en que la había visto. Le había insultado y hablado fatal, y por si eso fuera poco, sentía que no había hecho otra cosa que abandonarla a su suerte.

Alice tenía solo quince años, no había vivido aquí, y yo en lugar de acogerla y enseñarle todo lo que había aprendido intentando hacerme cargo del puesto que por nacimiento le tocaba a ella, le había dicho que jamás podría gobernar debidamente, que no era digna. ¡Qué ciego era entonces! No había nadie más digno que la chica que había dado su vida por descubrir quién era y hasta dónde llegaban sus dones. Todo para poder tener un lugar en el mundo en el que creyera que pertenecía.

Por otro lado, ella lo único que me había dado había sido amor. Un amor que de primeras había rechazado por muy atraído que me hubiera podido sentir hacia su mera presencia. Solo su tacto había conseguido paralizarme el corazón y robarme el aliento, como si una parte de mí hubiera estado esperándola siempre.

- Alice... - susurré cuando después de lo que me pareció una eternidad, logré llegar hasta ella.

No podía dejar de llorar, el dolor emocional era insoportable. Mi mundo ya no tenía sentido si Alice no estaba en él. ¿Por qué me sentía así? Apenas conocía a esa muchacha, ¿no? ¿Cómo iba a ser capaz de morir por alguien a quien realmente casi ni conocía?

Conseguí alcanzarle el rostro con la mano, le aparté el cabello de la cara y comprobé que su pecho no subía ni bajaba y que su corazón había dejado de latir. Su piel estaba helada, no como cuando me había besado, pero tampoco como la primera vez que sentí su tacto. Podía percibir que su alma había abandonado ya aquel cuerpo.

Volví a soltar un alarido, incapaz de controlar las emociones que estaban formándose en mí. Sentí calor por todo mi cuerpo, rabia, furia y una necesidad imperiosa de destrozar a quien le hubiera hecho aquello. ¡Pero qué iluso era! Ni siquiera era capaz de percibir la oscura presencia que se regocijaba de mi sufrimiento con una amplia sonrisa a escasos centímetros de mí, dispuesto a acabar conmigo de una manera lenta y dolorosa.

***

"En algún lugar del inmenso Universo, el Dios Poseidón y la Diosa Minerva, observan cómo Skay se deshace en lágrimas encima del cuerpo inerte de Alice"

Poseidon, se encontraba con el ceño fruncido, intentando comprender la inmensidad de sentimientos que recorrían al joven muchacho en ese preciso instante. Siempre había envidiado esa parte de los mortales: el hecho de ser capaces de amar y morir por alguien, aunque fuera de una forma que podría ser incluso enfermiza.

A diferencia de cómo lo habían retratado los que a él le gustaba llamar "los insectos de la Tierra" (también apodados humanos), el Dios tenía un aspecto de joven adulto que poco tenía que ver con el hombre mayor y barbudo de las miles de esculturas o pinturas que se habían realizado en su supuesto honor.

Minerva, por su parte, sí que solían representarla mínimamente bien, ya que su verdadero aspecto era el de una mujer fuerte, sabia y hermosa.

- Ni tu sabiduría ha podido predecir estos acontecimientos. El fin se acerca. – comentó Poseidón, con seriedad en la voz.

- Creo que subestimas demasiado a la chiquilla. – respondió Minerva, sin borrar la sonrisa de superioridad que lucía en su rostro la mayor parte del tiempo. No había nada que se le escapara nunca, aquello no era algo que ella no hubiera podido predecir, tal y como el Dios del Mar sugería. Hacía 2000 años que sabía exactamente lo que iba a pasar, no la llamaban la Diosa de la Sabiduría por nada.

- Está condenada a vagar por el infierno por la eternidad. Pudo reencarnarse una vez, pero no dejarán que vuelva a ocurrir. – comentó el Dios seguidamente, sin poder creer las palabras que la Diosa Minerva profería.

- Tampoco nadie creyó que una de vuestras creaciones pudiera jamás desafiar un castigo divino. Pero aquí estamos de nuevo: Hades celoso y dispuesto a crear el apocalipsis por una simple mortal... tal vez al intentar enmendar los errores de la Tierra, crearais su alma demasiado especial. – murmuró la Diosa y por unos segundos, mantuvo el silencio, pensándose si las siguientes palabras debería compartirlas también.

- Muchas cosas rondan siempre por tu cabeza, y sé que te guardas para ti el 99% de ellas. Sin embargo, quiero que termines de decir aquello que, sin pavor, estabas a punto de espetar. – le recriminó el Dios del mar.

- Creasteis su alma demasiado parecida a la nuestra. Pero en lugar de convertirla en una hermana, acabó siendo una mera subordinada y obligada por Hades a compartir con él mucho más de lo que ella habría permitido nunca. – dijo por fin Minerva, o Atenea, para los griegos. Tantos nombres le habían puesto las diferentes creaciones y civilizaciones, que incluso ella había acabado olvidando cuál había sido su nombre inicial.

Poseidón se quedó observando detenidamente a la Diosa, completamente inexpresivo. No había ningún signo es un rostro, comportamiento o lenguaje no verbal que pudiera indicar un mínimo ápice de lo que pasaba por su cabeza en ese momento. Sin embargo, Minerva no necesitaba eso, y sabía perfectamente lo que el Dios no quería mostrar por nada del mundo: "arrepentimiento", "culpa", "frustración" ... sentimientos ligados principalmente a que se había equivocado en el pasado.

Pero un Dios nunca admitiría sus errores. Su orgullo no se lo permitía ahora, ni se lo había permitido jamás en todos los largos milenios que había vivido. A pesar de ello, esperaba volver a equivocarse ahora.

Luchar con sus hermanos era lo último que quería hacer.

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