Había llegado el mediodía. La antigua y magnífica ciudad de Aalto se elevaba junto al Río Bellen, cerniéndose sobre el suelo.
La muralla de la ciudad no era de color negro, como le habría gustado a la mayoría de los hechiceros, sino amarillo oscuro, pues era tan antigua como el cielo interminable.
Aunque Fernando no se atrevió a volar, de todas maneras, llegó a la ciudad central del imperio en un par de días, pues no descansó durante la noche.
Él limpió su ropa y caminó hacia las puertas de la ciudad, las cuales estaban siendo defendidas por una docena de hechiceros. ¡Su líder reveló el inconfundible aire de un archimago!
Había llegado el sofocante mediodía, pero la cantidad de campesinos, comerciantes y ciudadanos entrando y saliendo de la ciudad no se había reducido en lo más mínimo. Uno no podía evitar sentirla vitalidad y exuberancia de Aalto.
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