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El Guardián Serpenteante

El templo era aún más impresionante por dentro de lo que cualquiera de los hombres de Alaric hubiera imaginado. Las paredes de piedra, talladas con precisión y adornadas con frescos intrincados, narraban la historia y mitología del pueblo de Atalcoa. Los colores brillaban con una intensidad que parecía desafiar el paso del tiempo, y cada rincón del santuario estaba impregnado de un aura de misterio y solemnidad.

Alaric, siempre observador, se detuvo ante una imagen en particular que capturó su atención. Era un ser colosal con el cuerpo de una serpiente, pero adornado con plumas multicolores y símbolos dorados que destellaban a la luz de las antorchas. Su rostro, aunque dracónico, irradiaba una sensación de poder antiguo y sabiduría insondable.

—Capitán, mire esto —susurró Marius, señalando la misma figura—. ¿Qué tipo de criatura es esta?

Antes de que Alaric pudiera responder, uno de los guías, un hombre de mediana edad con tatuajes que cubrían gran parte de su cuerpo, se acercó con una reverencia leve y señaló la imagen.

—Ser Atalcóhat, nuestro guardián e símbolo sabiduría —explicó el guía con voz grave, captando la mirada intrigada de Alaric—. Él protege y nos guía en tiempos de necesidad. Es la conexión entre nuestra gente y los dioses antiguos.

Alaric asintió lentamente, procesando la información. La figura del Ser Atalcóhat era imponente, y sus ojos parecían seguir a los que pasaban frente a él, como si vigilara cada paso.

—Un guardián —murmuró Alaric, más para sí mismo que para los demás—. Y parece que tendremos que ganarnos su favor.

La tripulación avanzaba en silencio, cautelosos ante la solemnidad del lugar. Las decoraciones en el templo no solo mostraban criaturas mitológicas, sino escenas de grandes batallas y ceremonias que parecían marcar hitos importantes en la historia del pueblo. Las antorchas iluminaban el camino hacia la sala principal, donde el eco de sus pasos se mezclaba con el suave susurro de las voces lejanas.

Cuando llegaron a la gran sala del templo, lo que vieron los dejó sin palabras. La sala principal estaba decorada con símbolos dorados y tapices que colgaban de las paredes, cada uno narrando diferentes partes de la historia de los Atalcoa. Al fondo, un trono elevado dominaba la sala, y sobre él, sentado con la majestuosa calma de un rey, estaba Mytravael. A su alrededor, una asamblea de ancianos y líderes esperaban en silencio. Todos estaban ataviados con trajes ceremoniales elaborados, adornados con plumas y piedras preciosas que reflejaban su estatus y sabiduría.

Con un gesto solemne de Mytravael, comenzó la ceremonia. El aire en la sala se llenó de cantos profundos y reverberantes, acompañados por el ritmo hipnótico de tambores y otros instrumentos que la tripulación no podía identificar. Un grupo de danzantes ceremoniales entró en escena, moviéndose con gracia y precisión, sus cuerpos pintados con símbolos místicos que brillaban a la luz de las antorchas.

—Capitán… —murmuró Marius, inclinándose hacia Alaric mientras observaba la escena con ojos desorbitados—. ¿Qué clase de prueba es esta?

Alaric, con una pequeña sonrisa, respondió en un tono bajo para que solo Marius pudiera escucharlo.

—Creo que solo querían meternos miedo.

Marius soltó una risa contenida, aunque sus ojos seguían fascinados por el espectáculo frente a ellos.

A medida que las danzas continuaban, uno de los ancianos se adelantó, cargando un cuenco lleno de un líquido brillante. Con gran reverencia, se lo ofreció a Mytravael, quien bebió de él sin apartar la vista de Alaric y sus hombres. Luego, en un gesto solemne, Mytravael extendió el cuenco hacia Alaric.

—Bebed, Ser Atalcoa. Este es el brebaje de la verdad, el que abre caminos a aquellos que buscan respuestas. Si sois dignos, la sabiduría os guiará. Si no… los dioses decidirán vuestro destino.

La tripulación observó expectante, algunos con temor, otros con una curiosidad incontrolable. Alaric, con la determinación que lo había llevado a cruzar océanos, dio un paso al frente y aceptó el cuenco.

—¿Qué crees que va a pasar? —susurró Harl, claramente nervioso.

—Lo que tenga que pasar —respondió Alaric, tomando un sorbo del brebaje, cuyo sabor amargo le recorrió la garganta como un fuego lento.

Los ojos de Mytravael no abandonaron a Alaric mientras bebía. Un silencio sepulcral se apoderó de la sala, como si todo el templo esperara ver el resultado de aquel acto simbólico. Cuando Alaric terminó de beber, pasó el cuenco a Marius, quien lo aceptó con una mezcla de duda y resignación.

—Espero que esto no sea venenoso —murmuró Marius antes de beber.

El resto de la tripulación siguió el ejemplo de su capitán, uno por uno, bebiendo del cuenco ceremonial. No pasó mucho tiempo antes de que el ambiente se llenara nuevamente de cantos y cánticos, y las danzas continuaron con renovado vigor. Parecía que la ceremonia había sido solo la primera parte de algo mucho más grande.

—Capitán… —comenzó a decir Harl mientras observaba la escena—, ¿qué crees que vendrá ahora?

Alaric, sin quitar la vista de Mytravael, que seguía observándolos desde su trono, respondió con un tono bajo pero decidido.

—Pronto lo sabremos, Harl. Esta gente está probando algo más que nuestra fuerza. Están probando nuestra voluntad.

Marius, aún con el sabor del brebaje en la boca, observó cómo los ancianos y los líderes susurraban entre ellos, mientras Mytravael se levantaba de su trono y caminaba hacia el grupo.

—Ser Atalcoa —dijo con voz profunda—, habéis mostrado respeto y valor. Pero las verdaderas pruebas aún os esperan. Mañana, al amanecer, seréis juzgados por los dioses y los ancestros. Solo entonces sabréis si sois dignos de caminar por nuestra tierra sagrada.

Alaric asintió, consciente de la gravedad de las palabras de Mytravael. Sabía que el verdadero desafío aún estaba por comenzar, y lo que vendría podría definir no solo su destino, sino el de toda su tripulación.