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Primera parte El general

—¿Sí? Permítame llamarle la atención sobre el hecho de que una visita de un mes es insuficiente para sentenciar racionalmente a un mundo que se ha desarrollado en aislamiento durante dos siglos. Soy soldado, no el héroe de hoyuelo en la barbilla y pectorales marcados de las películas tridimensionales subetéricas. Un solo prisionero, miembro además de un misterioso grupo económico sin relación estrecha con el mundo del adversario, jamás podría revelarme todos los entresijos de la estrategia secreta del enemigo.

—¿Lo ha interrogado usted?

—Sí.

—¿Y?

—Ha sido útil, pero no de vital importancia. Su nave es diminuta, insignificante. Se dedica a vender cachivaches más graciosos que otra cosa. Me propongo enviar un puñado de los más ingeniosos al emperador, como curiosidades. Naturalmente, como no soy técnico, hay muchos detalles sobre la nave y su funcionamiento que no comprendo.

—Pero cuenta con empleados que sí lo son —señaló Brodrig.

—Soy consciente de ello —fue la cáustica respuesta del general—, pero a los muy zopencos les queda mucho camino por recorrer antes de ser capaces de satisfacer mis necesidades. Ya he ordenado llamar a personas más inteligentes que puedan entender el funcionamiento de los extraños circuitos de campo atómico que contiene la nave.

Aún no he recibido contestación.

—Las personas de ese tipo no abundan, general. Seguro que en su nutrida dotación habrá alguien familiarizado con la ingeniería atómica.

—Si lo hubiera, le pediría que arreglase los renqueantes y deteriorados motores que impulsan dos de las naves de mi pequeña flota. Dos de la escasa decena de naves que no pueden librar ninguna batalla de consideración por culpa de un suministro de energía deficiente. Una quinta parte de mis fuerzas condenada a la actividad de consolación de apuntalar posiciones tras las líneas.

Los dedos del secretario aletearon con impaciencia.

—Su situación no es única en ese aspecto, general. El emperador se enfrenta a problemas parecidos.

El general tiró el cigarrillo triturado sin encender, cogió otro y se encogió de hombros.

—En fin, esta escasez de personal cualificado se aleja del meollo de la cuestión. Salvo por el hecho de que podría sacar más partido de mi prisionero si la sonda psíquica funcionara como es debido.

El secretario enarcó las cejas.

—¿Tiene usted una sonda?

—Muy antigua. Un modelo primitivo al que le gusta dejarme en la estacada cuando más lo necesito. La instalé mientras el prisionero dormía, y no detectó nada. Menuda sonda. La he probado con mis hombres y la reacción es adecuada, pero insisto, ninguno de los técnicos integrantes de mi equipo sabe decirme por qué no funciona con el detenido. Ducem Barr, que si bien no es mecánico sí entiende de teorías, dice que la estructura psíquica del prisionero podría ser inmune a la sonda porque desde su infancia ha estado sometido a entornos y estímulos neuronales extraños. No lo sé. Aunque puede que todavía demuestre ser útil. Lo retengo con esa esperanza.

Brodrig se apoyó en el bastón.

—Miraré a ver si hay algún especialista disponible en la capital. Mientras tanto, ¿qué hay de esa otra persona que acaba de mencionar, el siwenniano? Se codea usted con un montón de rivales.

—Conoce al enemigo. También a él lo mantengo cerca por la ayuda y la información que podría proporcionarme en el futuro.

—Pero es natural de Siwenna e hijo de un rebelde proscrito.

—Se trata de un anciano inofensivo, y su familia actúa como rehén.

—Ya veo. No obstante, creo que debería hablar personalmente con ese comerciante.

—Desde luego.

—A solas —añadió el secretario, imprimiendo un énfasis glacial a sus palabras.

—Desde luego —repitió mansamente Riose—. Como súbdito leal del emperador, acepto a su representante personal como mi superior. Sin embargo, dado que el comerciante se encuentra en la base permanente, tendrá usted que abandonar la zona del frente en un momento interesante.

—¿Sí? ¿Interesante en qué sentido?

—Interesante en el sentido de que el cierre del cerco está prevista para hoy. Interesante en el sentido de que, dentro de una semana, la Vigésima Flota de la Frontera iniciará su avance hacia el núcleo de la resistencia. —Riose sonrió y se dio la vuelta.

Brodrig tuvo la ligera impresión de que acababan de bajarle los humos.

7 Soborno

El sargento Mori Luk era el soldado ideal. Procedía de los inmensos planetas agrícolas de las Pléyades, donde sólo la vida militar era capaz de romper los lazos con la ingrata vida de sacrificios que exigía el campo, y hacía honor a su origen. Su falta de imaginación le permitía afrontar el peligro sin miedo, y su fuerza y agilidad le garantizaban el éxito. Obedecía las órdenes sin pensárselo dos veces, era inflexible con sus subordinados y profesaba una adoración incondicional a su general.

Y sin embargo, nada de eso actuaba en detrimento de la naturaleza bonachona que lo caracterizaba. Si bien estaba dispuesto a matar sin vacilar durante el cumplimiento de su deber, no menos cierto era que lo hacía siempre sin el menor rastro de animadversión.

Que el sargento Luk hubiera llamado a la puerta antes de entrar denotaba además un exacerbado sentido del decoro, pues habría estado en su perfecto derecho si hubiese decidido irrumpir en la habitación sin anunciar su llegada.

Los dos ocupantes de la estancia levantaron la cabeza de los platos de la cena. Uno de ellos estiró una pierna para acallar con el pie la voz crepitante que emanaba con briosa estridencia del vapuleado transistor portátil.

—¿Más libros? —preguntó Lathan Devers.

El sargento mostró el cilindro de película y se rascó el cuello.

—Es del ingeniero Orre, pero hay que devolvérselo. Se lo va a mandar a sus niños, ¿saben? Como recuerdo.

Ducem Barr hizo girar el cilindro en sus manos con interés.

—¿Y dónde lo encontró el ingeniero? No tiene otro transistor, ¿verdad?

El sargento sacudió vigorosamente la cabeza. Señaló el maltrecho artefacto que yacía al pie de la cama.

—Ése es el último que nos queda. El tal Orre sacó ese libro de un planeta inmundo que capturamos. Lo guardaban en un edificio enorme para él solo, y tuvo que acabar con un puñado de nativos que se empeñaban en impedir que lo cogiera.

Lo contempló con admiración.

—Es un bonito recuerdo… para los niños.

Tras una pausa, añadió en voz baja:

—Circulan rumores interesantes, por cierto. Se trata de meras habladurías, pero aun así, es demasiado suculento como para callárselo. El general ha vuelto a hacerlo. —Subrayó sus palabras asintiendo despacio con la cabeza, solemne.

—¿Sí? —dijo Devers—. ¿El qué?

—Completar el cerco, eso es todo. —El sargento soltó una risita cargada de orgullo paterno—. ¿Pero verdad que es un fenómeno? ¿Verdad que lo ha hecho de maravilla? Uno de los muchachos, aficionado a las declaraciones más rimbombantes, asegura que fue tan preciso y firme como la música de las esferas, sea eso lo que sea.

—¿Comenzará ahora la gran ofensiva? —preguntó plácidamente Barr.

—Eso espero —fue la jactanciosa respuesta—. Quiero regresar a mi nave ahora que mi brazo vuelve a estar de una pieza. Aquí me aburro sin otra cosa que hacer más que planchar los imbornales.

—Igual que yo —musitó con ímpetu Devers, mordiéndose el labio inferior.

El sargento miró a su alrededor con cara de preocupación y dijo:

—Será mejor que me marche. El capitán está a punto de hacer la ronda y preferiría que no me pillara aquí.

Se detuvo en la puerta.

—Por cierto, señor —se dirigió de pronto al comerciante, con timidez—. Me ha escrito mi esposa. Según ella, esa neverita que me dio funciona a las mil maravillas. No le cuesta nada y le permite conservar los alimentos para todo un mes. Se lo agradezco.

—No tiene importancia. Olvídelo.

La enorme puerta se cerró sin hacer ruido tras el sonriente sargento.

Ducem Barr se levantó de la silla.

—Bueno, nos paga con creces el favor de la nevera. Echemos un vistazo a este libro nuevo. Anda, el título se ha borrado.

Desenrolló alrededor de un metro de película y la examinó al trasluz.

—Vaya —murmuró—, que me cuelguen de los imbornales, que diría el sargento. Esto es El jardín de Summa, Devers.

—¿Sí? —replicó el comerciante, sin interés. Empujó a un lado los restos de su cena—. Siéntate, Barr. No estoy de humor para historias mohosas. ¿Has oído al sargento?

—Sí. ¿Qué sucede?

—La ofensiva está a punto de comenzar. ¡Y nosotros aquí sentados!

—¿Preferirías estar sentado en otra parte?

—Ya sabes a qué me refiero. No tiene sentido seguir esperando.

—¿No? —Barr retiró la película que había en el transmisor e instaló la nueva—. A lo largo del último mes me has contado muchas cosas sobre la historia de la Fundación, y al parecer los grandes líderes del pasado hicieron poco más aparte de sentarse y esperar.

—Ah, Barr, pero es que ellos sabían lo que estaban haciendo.

—¿Sí? Supongo que eso fue lo que dijeron cuando acabó todo, y es posible que fuera verdad. Pero no disponemos de pruebas que demuestren que las cosas no podrían haber salido igual de bien o mejor si no hubieran sabido lo que los esperaba. Ningún individuo por sí solo puede influir en el devenir de los procesos sociológicos y económicos más profundos.

Devers hizo una mueca.

—Tampoco hay manera de saber si las cosas no podrían haber acabado peor. Estás retorciendo los argumentos. —Entornó los párpados—. Oye, ¿y si me lo cargo?

—¿A quién? ¿A Riose?

—Sí.

Barr exhaló un suspiro. La sombra de su pasado le empañó la mirada.

—El asesinato no es la solución, Devers. Yo mismo lo intenté una vez, dejándome llevar por la provocación, cuando tenía veinte años… pero aquello no arregló nada. Sirvió para librar a Siwenna de un villano, pero no del yugo imperial. Sin embargo, era el yugo imperial lo que importaba, no el villano.

—Pero Riose no es un simple villano, doc. Es el dichoso ejército entero. Sin él, se desintegraría. Dependen de él como niños de pecho. Al sargento se le cae la baba cada vez que pronuncia su nombre.

—Aun así. Hay otros ejércitos y otros líderes. Debemos profundizar más. Ese tal Brodrig, por ejemplo, nadie más que él goza del beneplácito del emperador. Podría obtener cientos de naves allí donde Riose se las ve y se las desea para reunir una decena. Conozco su reputación.

—¿Sí? ¿Qué dicen de él? —La mirada del comerciante perdió en frustración lo que ganó en interés.

—¿Quieres que te lo resuma? Se trata de un bribón de baja estofa que ha conquistado el corazoncito del emperador valiéndose de sus infatigables dotes para la zalamería. Goza del desprecio generalizado de los aristócratas de la corte, sabandijas todos ellos a su vez, por lo plebeyo de sus apellidos y su falta de humildad. Aconseja al emperador en todos los ámbitos, y ejecuta sin vacilar las tareas más abyectas en su nombre. Es fiel por voluntad propia pero leal por necesidad. No hay en todo el Imperio nadie que iguale la sutileza de su villanía ni la zafiedad de sus gustos. Aseguran que es imposible obtener el favor del emperador sin recibir antes el suyo, y que sólo la infamia conduce hasta él.

—¡Guau! —Devers se atusó la barba pulcramente recortada, contemplativo—. Y ése es el tipo que el emperador ha mandado aquí para vigilar a Riose. ¿Sabes que tengo una idea?

—Ahora sí.

—¿Y si Brodrig le cogiera manía a nuestro joven prodigio militar?

—Lo más probable es que ya se la tenga. No destaca por su simpatía.

—Supongamos que la tensión aumentara. Si llegara a oídos del emperador, Riose podría verse en apuros.

—Ajá. Seguramente. ¿Pero cómo te propones conseguir que suceda?

—Ni idea. ¿No se le podría sobornar?

El patricio se rio con delicadeza.

—Sí, en cierto modo, pero no igual que al sargento; esta vez nada de neveras portátiles. Además, aunque encontraras su medida, no valdría la pena. Seguro que no hay nadie más fácil de sobornar, pero carece incluso de la decencia fundamental de la corrupción honorable. Nunca se deja comprar por mucho tiempo, da igual la suma. Piensa en otra cosa.

Devers cruzó una pierna sobre la otra, nervioso. Un tembleque vertiginoso se apoderó de los dedos del pie apoyado en la rodilla.

—Es lo primero que se me ocurrió, eso es todo…

Dejó la frase inacabada; el piloto de la puerta volvió a parpadear, y de nuevo apareció el sargento en el umbral. La inquietud se reflejaba en su generoso semblante, serio y colorado.

—Señor —comenzó, en un agitado intento por mostrar deferencia—, le estoy muy agradecido por la nevera, y siempre se ha dirigido a mí con suma educación, a pesar de que soy el hijo de un simple granjero y usted un noble importante.

El acento de las Pléyades se había apoderado de su voz y volvía prácticamente ininteligibles sus palabras; con la emoción, su burda herencia campesina se imponía indisputada al porte marcial cultivado durante tanto tiempo y con tanto esfuerzo.

—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó plácidamente Barr.

—Lord Brodrig se dirige hacia aquí. ¡Llegará mañana! Lo sé porque el capitán me ha pedido que tenga a los hombres listos para pasar revista mañana para… para él. Pensé que le gustaría saberlo.

—Gracias, sargento —dijo Barr—, se lo agradecemos. Pero tranquilícese, hombre, no hay razón para…

Sin embargo, la expresión plasmada ahora en los rasgos del sargento Luk, inconfundible, era de temor.

—Ustedes no han oído los rumores que circulan entre los muchachos —susurró con voz ronca—. Se ha vendido al diablo espacial. No, no se rían. Cuentan unas historias horribles sobre él. Dicen que lo acompaña en todo momento una escolta armada con desintegradores, y cuando le apetece divertirse les ordena a sus guardaespaldas que disparen contra lo primero que vean. Y ellos le obedecen… y él se ríe. Aseguran que incluso el emperador tiene miedo de él, y que le obliga a subir los impuestos, y que le impide escuchar las protestas del pueblo.

»Y detesta al general, eso dicen. Dicen que le encantaría asesinarlo, porque el general es una persona sabia e influyente. Pero no puede porque nuestro general es rival para cualquiera y sabe que lord Brodrig no es de fiar.

El sargento pestañeó; sonrió con una timidez incongruente con su exabrupto y retrocedió caminando de espaldas hacia la puerta. Inclinó bruscamente la cabeza.

—Háganme caso. No lo pierdan de vista.

Dicho lo cual, se retiró.

La mirada de Devers se había endurecido cuando levantó la cabeza.

—Esto inclina la balanza a nuestro favor, ¿verdad, doc?

—Depende de Brodrig, ¿no crees? —repuso Barr, sucinto.

Pero Devers no estaba escuchando, sino pensando.

Devanándose los sesos.

Lord Brodrig agachó la cabeza al entrar en la atestada habitación del carguero. Los dos guardias armados que le pisaban los talones lucían sus armas desenfundadas y el ceño profesional de los matones a sueldo.

Por el aspecto que ofrecía en aquellos momentos, nadie diría que el secretario particular era un desalmado. Si era cierto que se había vendido al diablo espacial, la transacción no había dejado ninguna huella visible. Antes bien, Brodrig podría haber pasado por un soplo de sofisticación cortesana llegado para alegrar la fría e insulsa austeridad de la base militar.

El corte sobrio y riguroso de su inmaculado atuendo satinado le confería un porte altanero; sus ojos, glaciales y carentes de emoción, observaban al comerciante desde lo alto del largo puente de su nariz. Un aleteo vaporoso agitó los volantes de madreperla que le ceñían las muñecas cuando afianzó el bastón de marfil en el suelo y se apoyó en él con delicadeza.

—No —dijo, con un discreto ademán—, quédate. Olvídate de tus juguetes, no me interesan.

Atrajo una silla hacia sí, sacudió modosamente el polvo con el iridiscente cuadrado de tela prendido del mango de su níveo bastón, y se sentó. Devers miró de reojo a la pareja del asiento, pero Brodrig declaró con voz meliflua:

—Permanecerás en pie en presencia de un par del reino. —Sonrió.

Devers se encogió de hombros.

—Si no te interesan mis productos, ¿para qué me has convocado?

Ante el gélido silencio del secretario particular del emperador, Devers añadió a regañadientes:

—Señor.

—Para hablar en privado —respondió el secretario—. ¿Te parecería normal que atravesara doscientos pársecs de vacío estelar para admirar baratijas? Quería verte a ti.

Extrajo una pastillita rosa de una caja con grabados y se la colocó entre los dientes con delicadeza. La chupó despacio, degustándola.

—Para empezar —dijo—, ¿quién eres? ¿Es cierto que provienes de ese mundo bárbaro que tanto revuelo está causando en nuestra armada?

Devers asintió sobriamente con la cabeza.

—¿Y es cierto también que te capturó después de que esta escaramuza que él llama guerra ya hubiera empezado? Me refiero a nuestro joven general.

Devers asintió de nuevo.

—¡Vaya! Bueno, estimado forastero. Veo que tu locuacidad está bajo mínimos. Te allanaré el camino. Al parecer, nuestro general se ha empeñado en gastar unas cantidades tremendas de energía para librar una guerra a todas luces absurda por un mundo insignificante relegado al olvido en el último rincón del universo, una medianía de planeta que nadie en su sano juicio consideraría merecedor de un solo disparo. El general, sin embargo, no es irracional. Al contrario, me atrevería a calificarlo de sumamente inteligente. ¿Me sigues?

—Mentiría si dijera que sí, señor.

—Pues escucha con atención —dijo el secretario, inspeccionándose las uñas—. El general jamás despilfarraría tantos efectivos a fin de conseguir una proeza estéril. Ya sé que la gloria y el honor del Imperio no se le caen de la boca, pero está claro que no engaña a nadie fingiendo ser la reencarnación de uno de los insufribles semidioses de la Edad Heroica. Aquí hay en juego algo más que la simple gloria… y los innecesarios cuidados que te dispensa rayan en lo estrambótico. Si fueras mi prisionero y tuviese que soportar la misma información inservible que le has proporcionado al general hasta la fecha, te abriría en canal y te estrangularía con tus propios intestinos.

Devers permaneció impertérrito. Movió ligeramente los ojos, primero para mirar a uno de los esbirros del secretario, y después al otro. Ambos esperaban ansiosos la menor excusa para entrar en acción.

El secretario esbozó una sonrisa.

—Hay que ver lo reservado que eres, demonio. Según el general, ni siquiera la sonda psíquica te hizo la menor mella. Aunque cometió un error al confesármelo, por cierto, porque me convenció de que nuestro joven prodigio militar es un embustero.

Daba la impresión de estar de un humor excelente.

—Mi cabal comerciante —añadió—, da la casualidad de que yo también dispongo de una sonda psíquica, una que debería ajustarse a ti como un guante. Fíjate en esto.

Entre el pulgar y el índice sostenía con indolencia unos rectángulos rosas y amarillos de intrincado diseño cuya identidad estaba perfectamente fuera de toda duda.

—Parece dinero —dijo Devers.

—Y lo es, el mejor de todo el Imperio, pues goza del respaldo de mis terrenos, ante cuya extensión palidecen incluso los del emperador. Cien mil créditos. ¡Todo aquí! ¡Entre dos dedos! ¡Para ti!

—¿A cambio de qué? Soy buen comerciante y sé que toda transacción se produce en dos direcciones.

—¿A cambio de qué? ¡De la verdad! ¿Qué se propone el general? ¿Por qué insiste en seguir adelante con esta guerra?

Lathan Devers exhaló un suspiro y se atusó la barba, contemplativo.

—¿Que qué se propone? —Siguió con la mirada los movimientos de las manos del secretario mientras éste contaba lentamente el dinero, billete a billete—. En pocas palabras, el Imperio.

—Hmf. ¡Qué ordinariez! Al final todo se reduce siempre a lo mismo. ¿Pero cómo? ¿Cuál es la senda que tan generosa y tentadoramente conduce desde los confines de la Galaxia a la cúspide del Imperio?

—La Fundación —respondió con acritud Devers— contiene secretos. Poseen libros, obras antiguas… tan antiguas que sólo un puñado de personas selectas conocen el lenguaje en el que están escritas. Pero el ritual y la religión protegen esos secretos, y nadie puede ponerlos en práctica. Yo lo intenté y aquí estoy, arriesgándome a que me ejecuten como vuelva a poner el pie allí.

—Ya veo. ¿Y esos antiguos secretos? Venga, por cien mil créditos me merezco hasta el último detalle.

—La transmutación de los elementos —fue la contestación de Devers.

El secretario entornó los párpados y dejó que su actitud distante se tambaleara.

—Tenía entendido que, según las leyes atómicas, la transmutación es imposible a efectos prácticos.

—Y lo es, siempre y cuando haya energía atómica implicada en el proceso. Pero los antiguos eran muy listos. Hay fuentes de energía superiores a los átomos. Si la Fundación accediera a valerse de ellas, como sugerí…

Devers sintió un curioso hormigueo en el estómago. La carnaza estaba tendida; el pez estaba picoteando el cebo.

—Continúa —lo animó de repente el secretario—. Estoy seguro de que el general está al corriente de todo esto. ¿Pero qué piensa hacer cuando termine esta operación militar de opereta?

A Devers no le tembló la voz cuando replicó:

—Gracias a la transmutación controlará la economía de toda la organización del Imperio. Las reservas de minerales no valdrán un comino cuando Riose sea capaz de crear tungsteno a partir del aluminio e iridio a partir del hierro. Los sistemas de producción basados por entero en la escasez de determinados elementos y la abundancia de otros enseguida se irán a pique. El Imperio se enfrentará al mayor desequilibrio de su historia, y sólo Riose estará en condiciones de impedir el desastre. Eso por no mencionar la nueva forma de energía que he mencionado antes, que Riose no tendrá ningún reparo religioso en utilizar.

»Nada puede detenerlo ahora. Tiene a la Fundación agarrada por el pescuezo, y cuando acabe con ella, no tardará ni dos años en convertir al emperador en su siguiente objetivo.

—Vaya. —Brodrig soltó una risita despreocupada—. Convertir el hierro en iridio, eso has dicho, ¿verdad? Mira, te voy a contar un secreto de estado. ¿Sabías que la Fundación ya se ha puesto en contacto con el general?

Devers enderezó la espalda de golpe.

—Parece que te sorprende. ¿Por qué no? Es lo más lógico. Le ofrecieron cien toneladas de iridio al año a cambio de firmar la paz. Cien toneladas de hierro convertidas en iridio, contraviniendo así sus principios religiosos para salvar el cuello. Un trato justo, pero no me extraña que nuestro incorruptible general se negara… cuando puede tener el iridio y también el Imperio. Y el pobre Cleón se refirió a él como el único general honrado de su ejército. Mi bigotudo comerciante, te has ganado el dinero.

Lanzó el fajo de billetes al aire, y Devers se abalanzó sobre ellos.

Lord Brodrig se detuvo en la puerta y se giró.

—Permite que te recuerde una cosa, comerciante. Estos amigos que ves aquí con sus pistolas no tienen tímpanos, ni lengua, ni educación, ni inteligencia. No pueden oír, hablar, escribir ni pensar nada interpretable por una sonda psíquica. Pero en cuestión de ejecuciones su creatividad no conoce límites. Te he comprado por cien mil créditos. Espero que te portes bien, como una mercancía digna de su precio. Si en algún momento se te olvidara que me perteneces e intentaras… no sé… repetir nuestra conversación delante de Riose, serías eliminado. A mi manera.

De improviso, en sus delicadas facciones se dibujaron unos pliegues crueles que transformaron su estudiada sonrisa en una mueca delineada por unos labios rojos como la sangre. Por un instante, asomado a los ojos de su comprador, Devers vio al demonio espacial que lo poseía.

En silencio, precedió a los amenazadores cañones de los «amigos» de Brodrig hasta su habitación.

Y respondiendo a la pregunta de Ducem Barr, dijo con abstraída satisfacción:

—No, eso es lo más extraño. Fue él el que me sobornó a mí.

Los dos meses de arduo conflicto habían dejado huella en Bel Riose. Lo envolvía un aura de huraña rigurosidad y tenía los nervios a flor de piel.

—Espere fuera, soldado —se dirigió con impaciencia al solícito sargento Luk—, y acompañe a estos hombres hasta sus habitaciones cuando hayamos terminado. Que no entre nadie hasta nueva orden. Nadie en absoluto, ¿entendido?

El sargento saludó envaradamente antes de salir del cuarto mientras un contrariado Riose, mascullando entre dientes, recogía los papeles que lo aguardaban encima de la mesa y, tras meterlos de cualquier manera en el cajón superior, cerraba éste de golpe.

—Sentaos —invitó secamente a su pareja de invitados—. No dispongo de mucho tiempo. En realidad ni siquiera debería estar aquí, pero es preciso que hablemos.

Se giró hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban con interés el tubo de cristal que contenía el simulacro del apergaminado y austero semblante de Su Majestad Imperial, Cleón II.

—En primer lugar, patricio —dijo el general—, tu Seldon está perdiendo. Cierto es que presenta batalla, pues estos hombres de la Fundación atacan en enjambres como abejas irracionales y se baten como dementes. Todos los planetas se defienden con ferocidad, y una vez doblegados, todos ellos se aplican con tanto empeño a la rebelión que conservarlos cuesta prácticamente tanto como conquistarlos. Pero conquistados están y conservados se quedan. Tu Seldon está perdiendo.

—Pero aún no está derrotado —murmuró diplomáticamente Barr.

—Ni siquiera la propia Fundación comparte tu optimismo. Me han ofrecido millones a cambio de no someter a Seldon a la prueba definitiva.

—Eso se rumorea.

—Ah, ¿me preceden las habladurías? ¿Es también de dominio público la última nueva?

—¿Qué última nueva?

—Que lord Brodrig, el niño mimado del emperador, ha solicitado y obtenido el puesto de segundo al mando.

—¿Seguro que lo ha solicitado él, jefe? —intervino por primera vez Devers—. ¿Seguro? ¿No será que empieza a caerle bien ese tipo? —Se rio por lo bajo.

—No —repuso sin alterarse Riose—, no puedo decir que congeniemos. Es sólo que compró el cargo por un precio que por mi parte considero justo y adecuado.

—¿O lo que es lo mismo?

—O lo que es lo mismo, por una petición de refuerzos ante el emperador.

La sonrisa socarrona de Devers se ensanchó.

—Así que se ha puesto en contacto con el emperador, ¿eh? Y supongo, jefe, que en estos momentos usted espera que dichos refuerzos aparezcan de un momento a otro. ¿Me equivoco?

—¡Sí! Ya están aquí. Cinco naves de combate, recias y veloces, acompañadas de un mensaje de agradecimiento personal del emperador, y hay más en camino. ¿Qué sucede, comerciante? —preguntó con retintín.

—¡Nada! —respondió Devers, con la sonrisa congelada de repente en los labios.

Riose salió briosamente de detrás del escritorio y se encaró con el comerciante, con una mano apoyada en la culata de su desintegrador.

—Te he preguntado qué sucede, comerciante. Parece que la noticia te perturba. ¿No será que de pronto te preocupa lo que pueda pasar con la Fundación?

—En absoluto.

—Sí… Siempre he sabido que ocultabas algo.

—¿De verdad, jefe? —Devers sonrió apretando los labios y hundió los puños en los bolsillos—. Expóngame sus dudas e intentaré resolverlas.

—Son las siguientes. Tu captura fue un juego de niños. Te rendiste en cuanto tu escudo agotado recibió el primer impacto. Estás dispuesto a traicionar a tu mundo a cambio de nada. Cuestiones interesantes todas ellas, ¿no crees?

—Me muero por estar en el bando de los vencedores, jefe. Soy una persona sensata, usted mismo lo ha dicho.

—Eso es indiscutible —fue la gutural respuesta de Riose—. Pero desde tu llegada no hemos vuelto a apresar a ningún comerciante. Cuando vuestras naves han querido eludirnos, un golpe de aceleración es cuanto necesitaron para conseguirlo, y cuando han decidido presentar batalla, activar los escudos es lo único que tuvieron que hacer para resistir el asalto de nuestros cruceros. Ningún comerciante ha hecho otra cosa más que defenderse hasta morir cuando la ocasión lo requería. Los comerciantes han sido identificados como líderes e instigadores de las guerras de guerrillas en los planetas conquistados y de los ataques aéreos en el espacio ocupado.

»¿Qué ocurre entonces, que tú eres el único comerciante sensato? En vez de luchar o intentar escapar, desertaste sin que nadie te obligara. Eres un caso único, verdaderamente extraordinario… sospechosamente extraordinario, de hecho.

—Ya veo por dónde van los tiros —dijo Devers, flemático—, pero no puede acusarme de nada. Ya llevo seis meses aquí, y mi conducta siempre ha sido modélica.

—Tienes razón, y se te ha correspondido con un trato impecable. Nadie ha tocado tu nave y he sido considerado contigo. Sin embargo, creo que tu actitud no está a la altura. Ofrecernos libremente información sobre tus artilugios, por ejemplo, podría haber resultado útil. Los principios atómicos de su diseño parecen estar relacionados con algunas de las armas más temibles de la Fundación. ¿Correcto?

—Soy un simple comerciante —dijo Devers—, no un experto en tecnología. Vendo los cacharros, no los construyo.

—Bueno, en breve lo comprobaremos. Para eso nos hemos reunido. Para empezar, tu nave será registrada en busca de un campo de fuerza individual. Nunca se te ha visto con uno, pero todos los soldados de la Fundación los utilizan. Será la prueba fehaciente de que posees información que has decidido ocultarme, ¿no crees?

Al no recibir respuesta, continuó:

—Tampoco será ése el único experimento concluyente. He traído la sonda psíquica. En su día no arrojó ningún resultado, pero el contacto con el enemigo ayuda a expandir los horizontes.

Devers tuvo tiempo de detectar una sutil nota amenazadora en la voz del general antes de notar cómo éste le clavaba en las costillas el cañón de la pistola que hasta entonces había permanecido en su funda.

—Quítate la muñequera —ordenó sosegadamente Riose— y cualquier otro complemento metálico que lleves encima y dámelo todo. ¡Despacio! Los campos atómicos se pueden distorsionar, ¿sabes?, y la eficacia de las sondas psíquicas se puede perder con la estática. Eso es. Deja que te lo guarde.

El receptor de la mesa del general parpadeó al tiempo que en la ranura aparecía un mensaje encapsulado. Barr, a su lado, aún sostenía en las manos la efigie tridimensional del emperador.

Riose se situó detrás del escritorio sin soltar el desintegrador.

—Tú también, patricio —le dijo a Barr—. Tu brazalete te incrimina. No obstante, puesto que has demostrado ser útil en el pasado y no soy una persona vengativa, dejaré que sean los resultados de la sonda psíquica los que determinen la suerte de tu familia prisionera.

En ese momento, cuando Riose se agachó para coger la cápsula, Barr levantó la vitrina que contenía el busto de Cleón y, sigilosa y metódicamente, lo descargó sobre la cabeza del general.

Los acontecimientos se precipitaron de tal manera que a Devers no le dio tiempo a entender qué ocurría. Era como si un demonio hubiera poseído de repente al anciano.

—¡Larguémonos! —susurró Barr con los dientes apretados—. ¡Rápido! —Recogió el desintegrador que se había escapado de los dedos de Riose y se lo guardó en la guerrera.

El sargento Luk se volvió hacia ellos cuando salieron por la puerta apenas entreabierta.

—Guíenos, sargento —dijo Barr.

Devers cerró la puerta a su paso.

El sargento Luk los condujo en silencio hasta sus aposentos. Reanudó la marcha tras demorarse sólo un instante, espoleado por el cañón de la pistola desintegradora que le laceraba las costillas y la voz despiadada que le susurró al oído:

—Al carguero.

Devers se adelantó para abrir la escotilla.

—Quédate donde estás, Luk —dijo Barr—. Eres una persona decente y no queremos hacerte daño.

Pero al reconocer el monograma del arma, el sargento jadeó con rabia contenida:

—Habéis matado al general.

Profiriendo un chillido ininteligible, Luk embistió a ciegas contra la furia abrasadora de la pistola y se desplomó, convertido en un fardo carbonizado.

El carguero se elevaba ya sobre el planeta inerte cuando las señales luminosas iniciaron su espectral parpadeo. Contra la maraña lechosa de la Galaxia lenticular que flotaba en el firmamento se recortaron unas siluetas negras.

—Agárrate, Barr —dijo Devers, ceñudo—. A ver si tienen alguna nave capaz de igualar nuestra velocidad.

Sabía perfectamente que no la tenían.

—El señuelo que le ofrecí a Brodrig era demasiado suculento —se lamentó afligido el comerciante una vez en espacio abierto—. Parece que se ha aliado con el general.

Sin perder tiempo, se zambulleron en las profundidades abisales cuajadas de constelaciones que formaban la Galaxia.

8 A Trantor

Devers se agachó sobre el pequeño orbe sin vida, atento al menor indicio de actividad, mientras el navegador automático barría pausada y escrupulosamente el espacio con su apretada red de señales.

Barr, que lo observaba sin impacientarse desde el catre que había en un rincón, preguntó:

—¿Hay algún rastro de ellos?

—¿De los muchachos del Imperio? No. —El modo en que el comerciante gruñó su respuesta evidenciaba la agitación que sentía—. Hace rato que despistamos a esas ratas de alcantarilla. ¡Por la Galaxia! Con la de saltos a ciegas que hemos dado por el hiperespacio, es una suerte que no aterrizáramos en el vientre de ningún sol. No podrían habernos seguido ni aunque fueran más veloces que nosotros, y no lo eran.

Se sentó y se aflojó el cuello con un movimiento brusco.

—No sé qué hacían aquí esos secuaces del Imperio. Me parece que aún faltan bastantes piezas por encajar en su sitio.

—Deduzco que te propones viajar a la Fundación.

—Antes llamaré a la Asociación… o lo intentaré, al menos.

—¿La Asociación? ¿Y eso qué es?

—La Asociación de Comerciantes Independientes. No habías oído hablar de ella, ¿eh? Bueno, no eres el único. ¡Todavía no hemos dicho nuestra última palabra!

El silencio que sucedió a sus palabras parecía girar en torno al enmudecido indicador de recepción. Fue Barr el que lo rompió al preguntar:

—¿Estás a la distancia adecuada?

—No lo sé. A simple vista es difícil precisar nuestra posición. Por eso debo fiarme del navegador. Podrían pasar años antes de que establezcamos contacto.

—¿Tú crees?

Barr señaló con un dedo, y Devers dio un respingo y se ajustó los auriculares. En la diminuta esfera lechosa acababa de materializarse una refulgente mancha blanca.

Devers dedicó la media hora siguiente a mimar el frágil y tentativo hilo de comunicación que surcaba el hiperespacio para unir dos puntos que la luz normal habría tardado quinientos años en conectar.

Al cabo, desesperado, se dejó caer derrengado en el asiento. Levantó la cabeza y empujó los auriculares hacia atrás.

—Vamos a comer, doc. Puedes usar la ducha de inyección si te apetece, pero no te pases con el agua caliente.

Se acuclilló frente a uno de los armarios que revestían la pared y tanteó en su interior.

—Espero que no seas vegetariano.

—Soy omnívoro —dijo Barr—. ¿Pero qué ocurre con la Asociación? ¿Los has perdido?

—Eso parece. La distancia era excesiva, demasiado. Pero da igual. Lo tengo todo calculado.

Se incorporó y colocó dos recipientes metálicos encima de la mesa que tenía ante sí.

—Espera cinco minutos, doc, y oprime el contacto para que se abra. Encontrarás una bandeja con comida y un tenedor, muy útil cuando uno tiene prisa, si se puede prescindir de accesorios como las servilletas. Me imagino que querrás saber qué me ha dicho la Asociación.

—Si no es ningún secreto.

Devers sacudió la cabeza.

—Para ti no. Riose hablaba en serio.

—¿Sobre la oferta de tributo?

—Ajá. Es cierto que se lo ofrecieron, y lo rechazó. La situación es desesperada. El conflicto ha llegado a los soles de Loris.

—¿Loris está cerca de la Fundación?

—¿Eh? Claro, es natural que no lo sepas. Se trata de uno de los Cuatro Reinos originales. Se podría considerar parte de la línea defensiva interior. Pero eso no es lo peor. Se han enfrentado a grandes naves de guerra antes nunca vistas. Lo que significa que Riose no se sinceró con nosotros. Sí ha recibido más naves. Brodrig ha cambiado de chaqueta, y yo lo he estropeado todo.

Con gesto sombrío, juntó los puntos de contacto del recipiente y vio cómo éste se abría limpiamente. El aroma de un guiso se propagó por toda la estancia. Ducem Barr ya había empezado a comer.

—Se acabó la improvisación, en tal caso —dijo Barr—. Aquí no podemos hacer nada. Tampoco podemos atravesar las líneas imperiales para regresar a la Fundación. Nuestra única opción es optar por lo más sensato y armarnos de paciencia. Sin embargo, si Riose ha llegado a la línea interior, me imagino que la espera no será larga.

Devers soltó el tenedor.

—Conque armarnos de paciencia, ¿eh? —refunfuñó—. Para ti es muy fácil decirlo. No tienes nada que perder.

—¿No? —Barr esbozó una fina sonrisa.

—No. De hecho, te confesaré algo. —Devers no pudo reprimir por más tiempo la irritación que sentía—. Estoy harto de afrontar todo este asunto como si fuera una curiosidad vista a través del microscopio. Ahí fuera tengo amigos que están muriendo, y hay un planeta entero, mi hogar, que también corre peligro de desaparecer. Tú eres un forastero. No puedes entenderlo.

—He visto morir a mis amigos. —Las manos del anciano reposaban inertes en su regazo. Cerró los ojos—. ¿Estás casado?

—Los comerciantes no contraen matrimonio.

—Bueno. Yo tengo dos hijos y un sobrino. Han sido advertidos, pero… por distintos motivos… no pudieron reaccionar al aviso. Nuestra fuga los ha condenado a muerte. Espero que mi hija y mis dos nietos abandonaran el planeta a tiempo y se encuentren a salvo, pero aun sin contarlos a ellos, ya he arriesgado mucho más que tú.

—Lo sé —replicó con ferocidad contenida Devers—. Pero tuviste elección. Podrías haber jugado según las reglas de Riose. Yo jamás te pedí que…

Barr sacudió la cabeza.

—Nunca tuve elección, Devers. Puedes estar tranquilo, que no he arriesgado la vida de mis hijos por ti. Colaboré con Riose hasta donde me atreví. Pero la sonda psíquica lo estropeó todo.

El patricio siwenniano abrió los ojos, encendidos de dolor.

—Riose vino a verme una vez, hace más de un año. Me habló de una secta fundada en torno a los magos, pero no entendió la verdad. No se trata exactamente de una secta. Verás, hace ya cuarenta años que Siwenna padece el mismo yugo insoportable que amenaza a tu mundo. Se han sofocado cinco revueltas. Entonces descubrí los antiguos archivos de Hari Seldon… y ahora esta «secta» está a la espera.

»Espera la llegada de los «magos», ése es el día para el que están preparándose. Mis hijos se cuentan entre sus líderes. Ése es el secreto que guarda mi mente y que la sonda no debe descubrir jamás. Por eso deben sucumbir como rehenes, pues la alternativa es que mueran como rebeldes, y la mitad de Siwenna con ellos. Ahora entiendes por qué no tenía elección. Y no soy ningún forastero.

Devers agachó la mirada mientras Barr continuaba en voz baja:

—Todas las esperanzas de Siwenna están depositadas en la victoria de la Fundación. Una victoria por la que mis hijos están dispuestos a sacrificarlo todo. Y Hari Seldon no ha previsto la inevitable salvación de Siwenna como ocurre con la Fundación. La supervivencia de mi pueblo es una incógnita… y una cuestión de fe.

—Pero te conformas con seguir esperando. Incluso con la armada imperial en Loris.

—No desesperaría —respondió plácidamente Barr— ni aunque sus naves hubieran aterrizado ya en el mismo Terminus.

El comerciante frunció el ceño, desesperado.

—No sé. Es imposible que funcione así, como si la magia existiera realmente. Con psicohistoria o sin ella, lo cierto es que su fuerza es tremenda, como lo es nuestra debilidad. ¿Qué puede hacer Seldon al respecto?

—No hay nada que hacer. Ya está hecho. Está en marcha en estos momentos. Que no oigamos el girar de los engranajes y el batir de los gongs no significa que la maquinaria no esté en marcha.

—Es posible, pero me gustaría que le hubieras partido la crisma a Riose de una vez por todas. Como rival es más formidable que todo su ejército.

—¿Partirle la crisma? ¿Con Brodrig como su segundo al mando? —El odio crispó las facciones de Barr—. Siwenna entera hubiese sido mi rehén. Hace tiempo que Brodrig demostró su valía. Existe un mundo que hace cinco años perdió uno de cada diez varones, por el simple hecho de no poder pagar unos impuestos exorbitantes. Brodrig era el recaudador. No, Riose puede seguir viviendo. Sus castigos son clementes en comparación.

—Pero seis meses, ¡seis meses!, en la base del enemigo, sin ningún resultado. —Devers se retorció las fuertes manos hasta que crujieron sus nudillos—. ¡Ninguno!

—Bueno, tranquilo. Eso me recuerda… —Barr rebuscó en su bolsa—. No te olvides de esto. —Dejó la pequeña esfera de metal encima de la mesa.

Devers la agarró antes de que dejara de rodar.

—¿Qué es?

—El mensaje encapsulado. El que recibió Riose justo antes de que lo incapacitara. ¿Cuenta como resultado?

—No lo sé. Depende de su contenido. —Devers se sentó y sopesó la cápsula con delicadeza.

Cuando Barr salió de la ducha helada a la agradable corriente de aire caliente del secador, encontró a Devers callado y absorto ante el banco de trabajo.

—¿Qué haces? —preguntó el siwenniano, frotándose vigorosamente el cuerpo tonificado.

Devers levantó la cabeza. Tenia la barba perlada de gotitas de sudor.

—Voy a abrir la cápsula.

—¿Serás capaz de abrirla sin las características personales de Riose? —Las palabras del siwenniano tenían un deje de sorpresa.

—Si no lo soy, dimitiré de la Asociación y no volveré a capitanear una nave mientras viva. Ya he obtenido un análisis electrónico triangular del interior, y dispongo de unos chismes especialmente diseñados para forzar este tipo de cápsulas, herramientas de las que el Imperio ni siquiera ha oído hablar. Fui ladrón en su día, ¿sabes? Los comerciantes tienen que saber un poco de todo.

Se agachó sobre la esfera y la tanteó con un instrumento plano que chisporroteaba con cada contacto fugaz.

—Además —dijo—, esta cápsula es muy sencilla. A los tipos del Imperio no se les da bien esta clase de trabajo tan delicado, de eso no cabe duda. ¿Has visto alguna vez las cápsulas de la Fundación? Son la mitad de grandes, e inmunes a los análisis electrónicos.

Se tensó de repente, los músculos de sus hombros se crisparon visiblemente bajo la túnica. La diminuta sonda presionó despacio…