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Cadenas del Pasado

En un pequeño país que mantienen una monarquía moderna, y la tecnología se entrelazan, Lucian DarkBone, un adolescente marcado por el destino y atormentado por sus poderes sobrenaturales, lucha por encontrar su lugar en un mundo implacable. En un mundo donde los "despertados" poseen habilidades extraordinarias y son usados por la gente con poder y dinero, son cazados por los "Cazadores" o asesinados por los "Incompletos". Y pronto habrá una serie de eventos que desencadenan una crisis en la vida de Lucian, que harán que se vea arrastrado a una batalla que va más allá de sus propias luchas internas. Estos eventos harán que Lucian desentrañe los misterios de su propio pasado oscuro y descubrir el verdadero alcance de sus poderes. [Algunos de mis personajes hechos con una IA. https://pin.it/41HCN6Tb5].

Itlen_tc · アクション
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2 Chs

Sueño

Otra vez era lo mismo. Cada noche, el mismo sueño, el mismo caos, como si estuviera atrapado en un bucle interminable de terror y desesperación. Lucián DarkBone se encontraba nuevamente en el corazón del bosque, un lugar que en sus recuerdos había sido pacífico y lleno de vida, pero que ahora se había transformado en un escenario de muerte y destrucción. Los árboles que lo rodeaban, en su mayoría robles y pinos imponentes, parecían más vivos de lo que alguna vez estuvieron, como si sus ramas alzadas al cielo clamaran por ayuda, aunque también se inclinaban, conspirando para atrapar a los que huían.

El retumbar de las armas resonaba sin cesar. Las detonaciones cortaban el aire como un látigo, sus ecos rebotaban entre los troncos hasta convertirse en un sonido ensordecedor, mientras los gritos desgarradores de los "despertados" caían como golpes en su pecho. Gritos de agonía, de desesperación, mezclados con el jadeo entrecortado de aquellos que, como él, trataban de escapar.

Lucian corría. Cada paso que daba sobre la alfombra de hojas secas se sentía como un martillo que golpeaba su propio cuerpo. El aire se volvía más denso, más pesado, como si el bosque intentara atraparlo entre sus raíces. Su respiración se volvía irregular, un jadeo que se arrastraba por su garganta y quemaba sus pulmones. Sentía el sudor resbalando por su frente, la adrenalina bombeando por sus venas, mientras sus piernas amenazaban con colapsar bajo el peso del terror.

—¡Corre! —El grito de una niña rompió la oscuridad, su voz afilada como una navaja cortando a través de la noche. Lucián la escuchó, pero el terror que sentía lo paralizaba.

—¡Lucián, lánzales fuego! —otra voz, distinta, pero igualmente desesperada, lo sacudió desde dentro. Era la voz de una joven a su lado, cuyo rostro estaba marcado por las lágrimas y el miedo.

El bosque, que normalmente sería un refugio de tranquilidad, ahora se alzaba como un enemigo más, como si las ramas de los árboles intentaran capturarlo, como si la naturaleza misma estuviera en su contra. A su alrededor, sombras acechaban, formas amorfas que se movían con una rapidez inhumana. Lucián podía sentir sus ojos verdes brillando en la penumbra, como si lo observaran con hambre, alimentadas por el miedo y la desesperación que se cernía sobre él.

No necesitaba voltear para saber que lo perseguían. Lo sentía en el aire, en el temblor del suelo bajo sus pies. "Las sombras nunca se detendrán", pensó, y por un momento, una oleada de impotencia lo inundó, como un frío que entumecía cada parte de su ser. Pero entonces, algo en su interior se encendió. Su poder.

El torrente de energía morada se agitaba dentro de él, caótico, como una bestia furiosa atrapada bajo su piel. Sin pensar, alzó la mano y dejó que ese poder fluyera libre, canalizando todo el miedo y la rabia en una explosión de llamas violetas. El fuego que brotó de sus manos no era como el de las llamas comunes; era algo antiguo, algo salvaje. Las llamas danzaban en el aire, girando como serpientes de humo mientras se abalanzaban sobre las sombras que lo acechaban.

El calor de las llamas era sofocante, y el aire a su alrededor crujía como si estuviera a punto de estallar. Pero las sombras... apenas vacilaron. Continuaron su avance implacable, sus ojos verdes centelleando con una malicia indescriptible. Y a pesar del caos, Lucián sabía que no podría detenerlas por mucho tiempo.

A su lado, la niña lloraba en silencio, pero alzó una mano temblorosa y su propio poder se manifestó. Una pared de hielo brotó del suelo, alzándose entre ellos y las sombras, un escudo desesperado de frío cristalino que resplandecía bajo la luz de las llamas moradas. Por un momento, Lucián sintió un atisbo de esperanza al ver la barrera helada levantarse, pero su alivio fue efímero. Con un estruendo ensordecedor, el hielo se resquebrajó y, en un segundo, la barrera colapsó, dejando un montón de fragmentos esparcidos en el suelo como espejos rotos.

—¡No podemos detenerlos! —la voz de la niña se quebró en un sollozo, y Lucián apretó los dientes. No podía permitirse perder el control ahora.

—¡Sigue corriendo! —le gritó, su propia voz áspera por el miedo y la fatiga.

Corrieron. Los árboles gigantescos que se erguían como guardianes ancestrales parecían tener vida propia, sus ramas nudosas se estiraban hacia ellos como si intentaran atrapar su desesperación, enredar sus cuerpos y consumir sus almas. La vegetación espesa, que una vez habría sido un refugio natural, ahora se convertía en un laberinto traicionero, una prisión verde que jugaba en su contra. Cada arbusto, cada rama se alzaba en su camino como garras afiladas, cortando su piel, rasgando su ropa. El eco de los disparos a lo lejos era una sinfonía de muerte que no les permitía olvidar que eran cazados, como animales, sin piedad.

Lucían sentía las sombras acechando cada movimiento, cada respiro. Estaban cerca, demasiado cerca. Podía oír susurros en la oscuridad, ruidos que hacían vibrar el aire, como el rugido lejano de bestias hambrientas que apenas contenían su ansia de sangre. El olor acre a pólvora y tierra húmeda invadía sus sentidos. Sus propios pasos, torpes y rápidos, sonaban huecos bajo la densa maleza, mientras el bosque, imponente y ominoso, parecía reducirse, cada vez más cerrado, más opresivo.

El dolor llegó como un relámpago, súbito y agudo. Un proyectil invisible atravesó el aire y se clavó en su costado con una precisión mortal. El silbido fue apenas audible antes de que la explosión de dolor invadiera su cuerpo, una punzada abrasadora que le hizo perder el equilibrio por un segundo, tambaleándose. Gritó, un sonido gutural y ahogado, que se ahogó en su garganta mientras el dolor se extendía por su torso como fuego líquido. Su costado sangraba profusamente, la carne abierta y palpitante.

—¡No te detengas! —una voz, cargada de desesperación, lo alcanzó, pero apenas la registró. Todo su mundo se había reducido a esa herida, ese dolor abrasador que se convertía en su único sentido.

No podía detenerse. No podía permitirse caer, no aquí. Sus piernas seguían moviéndose, a pesar del dolor que lo hacía tropezar con cada paso. Sabía que si se detenía, si sucumbía al dolor, las sombras lo alcanzarían y lo devorarían sin piedad. Y entonces, lo sintió. Esa extraña sensación de que algo dentro de él se estaba rasgando, algo más profundo que el simple dolor físico. Su cuerpo comenzó a sanar casi de inmediato, pero la regeneración venía con un costo. Cada vez que la carne se cerraba, algo en su interior gritaba, una parte de su humanidad se desvanecía.

A su alrededor, el bosque se difuminaba. Los árboles se convirtieron en manchas borrosas de oscuridad y los sonidos, antes tan nítidos, ahora eran ecos lejanos. Su mente se nublaba, pero su instinto lo llevó hasta un claro. Un espacio abierto entre el caos, una pequeña isla de cielo estrellado que parecía tan fuera de lugar en medio de tanta muerte. Lucián frenó de golpe, sus botas resbalando en el suelo húmedo, sintiendo cómo sus rodillas amenazaban con ceder. El cielo, un vasto lienzo negro tachonado de estrellas, lo miraba desde arriba, distante, como si fuera completamente ajeno al sufrimiento que ocurría debajo.

Los gritos seguían resonando, pero ahora eran distantes, irreales, como si vinieran de otro mundo. El silencio cayó sobre él, envolviéndolo como un manto de plomo. El aire se sentía espeso, casi tangible, mientras Lucián luchaba por respirar, sus pulmones quemando con cada bocanada. Su mirada, fija en las estrellas, buscaba algo… alguna señal, alguna respuesta que nunca llegaría. Estaba solo, perdido en el vacío.

Y entonces, lo sintió. Ese poder, ese fuego latente que siempre había estado allí, burbujeando bajo la superficie de su piel. No era solo una herramienta, no era solo un don. Era una maldición, una herencia oscura que nunca había pedido, pero que ahora clamaba por ser liberada. Cerró los ojos, permitiendo que el poder se enroscara a su alrededor como una serpiente, abrazando su desesperación, alimentándose de su rabia.

Con un grito sordo, levantó las manos al cielo. El aire a su alrededor comenzó a vibrar, como si el propio mundo estuviera respondiendo a su llamado. Una ráfaga de calor emanó de su cuerpo, un viento abrasador que se elevaba en espiral, rodeándolo, arrancando hojas de los árboles y levantando polvo del suelo. El cielo sobre él, oscuro y tranquilo, se tiñó de un morado profundo, como si las estrellas mismas hubieran sido manchadas por su poder. Las llamas violetas surgieron de su cuerpo, no solo de sus manos, sino de cada poro, de cada fibra. Era como si estuviera ardiendo desde dentro, pero el fuego no lo consumía; lo fortalecía.

Las llamas eran voraces, insaciables. Los árboles más cercanos comenzaron a crujir bajo el calor abrasador. Las hojas primero se tornaron marrones, luego negras, y finalmente se desintegraron en cenizas que flotaron en el aire como polvo de muerte. Los troncos, antaño fuertes y robustos, se doblaron y deformaron bajo la intensidad del fuego, gimiendo como si el bosque entero estuviera muriendo junto con ellos.

Las sombras, aquellas criaturas que hasta hace poco lo habían acechado con ferocidad implacable, ahora se detenían. Lucián los veía, figuras amorfas que brillaban en la oscuridad, sus ojos verdes reluciendo con odio y temor. Había un momento de vacilación, de duda. Y entonces, como si fueran empujadas por una fuerza incontrolable, una de ellas se lanzó hacia él con un rugido enloquecido, sus garras extendidas, listas para desgarrar carne.

Lucian la vio venir, pero no se movió. No necesitaba hacerlo. De las profundidades de la oscuridad a su alrededor, surgieron las cadenas. Negras como el vacío más profundo, aparecieron sin previo aviso, moviéndose con una rapidez sobrenatural. Las cadenas no se limitaban a enredar, a capturar; eran armas de destrucción pura, una extensión de su voluntad. Se enredaron alrededor de la sombra, apretándose con fuerza letal, sus eslabones atravesando la carne como cuchillas afiladas.

—¡Tú no eres nada! —gruñó entre dientes, con un tono que no parecía humano.

El grito del ser fue espantoso, inhumano, un aullido que resonó en cada rincón del claro, haciéndolo vibrar con la intensidad de su agonía. Las cadenas, implacables, apretaron hasta que el cuerpo de la sombra se deformó, retorciéndose en el aire, cada movimiento sacudido por espasmos de puro sufrimiento. Los eslabones negros brillaban bajo la luz morada de las llamas, empapados de la esencia oscura de la criatura, y con un último chasquido, la cadena se tensó, desgarrando el cuerpo en mil pedazos.

Lucían cayó de rodillas, su respiración errática, su pecho subiendo y bajando con dificultad. A su alrededor, el fuego aún ardía, pero ya no con la ferocidad destructiva de antes. Ahora, las llamas eran tranquilas, casi silenciosas, como si esperaran. Las cadenas aún serpenteaban en el aire, pero ya no con la misma urgencia. Se movían lentamente, como si estuvieran cansadas, buscando algo que atacar pero sin encontrarlo.

El bosque a su alrededor era un campo de destrucción. Los árboles estaban reducidos a esqueletos carbonizados, sus ramas ennegrecidas caían al suelo como cenizas. El suelo mismo, antes cubierto de hierba y vida, era ahora una extensión calcinada, marcada por los cráteres que las llamas y las cadenas habían dejado.

Entonces, cuando parecía que ya no podía más, unas manos pequeñas lo jalaron con fuerza, haciéndolo caer al suelo con un golpe sordo. El impacto fue brutal, el aire salió de sus pulmones en un jadeo, y por un instante, todo se volvió blanco en su mente. Las llamas que habían brotado de su cuerpo se apagaron de golpe, como si nunca hubieran existido, y las cadenas que lo habían rodeado, enroscándose en su ser como serpientes guardianas, se desvanecieron lentamente en la negrura, deshilachándose en el aire hasta desaparecer por completo, dejando tras de sí solo el eco de su poder. El mundo alrededor de Lucián quedó en silencio, como si todo hubiera quedado suspendido en una quietud antinatural.

Con la visión borrosa por el cansancio y el dolor, alzó la vista. Ante él, tres figuras se alzaban, pequeñas y frágiles, pero más reales de lo que jamás hubiera imaginado. Tres pares de ojos lo miraban, cada uno transmitiendo una emoción distinta, cada mirada cargada de un peso que parecía hablarle directamente a su alma. 

Unos ojos verdes, brillantes como esmeraldas recién pulidas, lo observaban con una mezcla de gratitud y admiración. Esa mirada, casi desbordante de esperanza, lo envolvía con una calidez que contrastaba con el frío que comenzaba a apoderarse de su cuerpo.

—Gracias… —susurró la niña de ojos verdes, aunque sus labios temblaban, y la palabra quedó suspendida en el aire, apenas un murmullo entre los latidos acelerados de sus corazones.

El segundo par de ojos, dorados como el oro fundido bajo la luz del sol, resplandecía con angustia. Eran ojos que destellaban con el dolor de una pérdida irremediable, pero también con la feroz determinación de alguien que no estaba dispuesto a rendirse. Su respiración era irregular, como si cada aliento que tomaba fuera una batalla.

Por último, unos ojos azules, tan claros y profundos como los cielos despejados de una mañana de invierno, se posaron en él. Había en esa mirada una mezcla de alivio y preocupación, pero también una tristeza insondable, una pena antigua, como si aquellos ojos hubieran visto más de lo que cualquier ser humano podría soportar. Eran los mismos ojos que lo habían acechado en sus sueños, los mismos rostros que, noche tras noche, lo seguían a través de paisajes oscuros y distorsionados en sus pesadillas. Lucián los conocía, aunque nunca los había visto así, tan cercanos, tan reales. 

—Lucian… —susurró la niña de ojos azules y cabello plateado, con un tono cargado de una emoción contenida que luchaba por no desbordarse. Su voz era como un eco en la tormenta, delicada, pero con una fuerza latente. Las lágrimas brillaban en sus ojos como pequeños cristales de hielo, reflejando las estrellas apagadas en el cielo oscuro. Extendió las manos hacia él, y al hacerlo, un aire frío se arremolinó a su alrededor. De sus manos emanaba una ligera neblina gélida, como si el propio invierno se desplegara desde sus dedos. El poder de hielo se derramó sobre Lucián, intentando sofocar el calor que aún latía en su cuerpo, un calor que lo estaba consumiendo desde dentro, como brasas ocultas bajo su piel.

—Vámonos… —la voz firme de la niña de ojos verdes cortó el aire, urgente y decidida, aunque cargada de un dolor que se veía reflejado en el leve temblor de sus manos. Su cabello escarlata, como el fuego más puro, ondeaba detrás de ella, mientras su figura se mantenía erguida, a pesar del cansancio evidente. Extendió una mano hacia él, con una determinación férrea en sus ojos. A pesar de las lágrimas que pugnaban por caer, ella era un pilar inquebrantable en medio del caos, una figura que se negaba a sucumbir al miedo.

La niña de ojos dorados, la más pequeña de las tres, avanzó temblorosa. Su rostro estaba empapado en lágrimas, pero no emitía ningún sonido. Cada gota que caía de su rostro brillaba bajo la luz tenue que aún titilaba en el cielo, como si esas lágrimas estuvieran llenas de historias que jamás serían contadas. Sus manos, frágiles y pequeñas, rodearon las de Lucián con una delicadeza asombrosa, pero su fuerza era sorprendente, sosteniéndolo con firmeza mientras lo ayudaba a ponerse de pie. Era casi imposible concebir que una figura tan pequeña y vulnerable tuviera tal fortaleza, y sin embargo, allí estaba, levantándolo, como si el peso del mundo descansara en sus hombros.

Lucian, tambaleante, apenas podía sostenerse. Sentía sus piernas temblar bajo el peso de su propio cuerpo, como si la energía se le escapara por cada poro. Y en ese instante, rodeado por las tres niñas que lo habían perseguido en sus peores pesadillas, comprendió que no eran simplemente imágenes vagas de su mente. Eran parte de él, fragmentos de su ser que habían esperado el momento justo para mostrarse. Y mientras él, un joven marcado por poderes que apenas comprendía, se veía tan frágil como aquellas niñas, ellas lo ayudaron a caminar. Juntos, avanzaron hacia la oscuridad, dejando atrás el caos y la destrucción que él mismo había desatado con fuego y cadenas.

El bosque, otrora imponente, se había transformado en un campo de cenizas. Los árboles, ennegrecidos y retorcidos, parecían espectros inmóviles bajo la luz de una luna apagada. No quedaba más que la destrucción. Las llamas se habían extinguido, pero su legado quedaba marcado en la tierra, una cicatriz indeleble.

Corrieron. Sus pies descalzos golpeaban el suelo con un ritmo frenético, sus pasos resonando en la vasta inmensidad del bosque como tambores de guerra que anunciaban una catástrofe inminente. El crujido de las ramas bajo sus pies, el murmullo de las hojas agitadas por el viento, se fundían en un estruendo caótico que reverberaba en sus oídos, mezclándose con los jadeos entrecortados de sus respiraciones. A cada paso, el dolor se volvía más agudo, como mil agujas que perforaban sus piernas sin piedad. La tierra húmeda se mezclaba con la sangre que fluía de las heridas abiertas en sus pies, pero el ardor punzante no los detenía. No podían detenerse. Sus cuerpos estaban al borde del colapso, cada músculo tensado hasta el límite, cada fibra rogando por descanso, pero en lo profundo de sus corazones sabían que parar significaba morir.

La oscuridad los seguía, implacable. No era solo la negrura del bosque, ni las sombras que se extendían por los troncos de los árboles; era una presencia viva, una entidad que se arrastraba detrás de ellos, acechando como una bestia hambrienta. Era un manto invisible, pero palpable, que prometía una muerte rápida y brutal para quienes no lograran escapar de su abrazo. Lucian podía sentirla cada vez más cerca, su aliento frío acariciando la piel de su espalda, erizándole los cabellos de la nuca. Sabía que no tenían mucho tiempo. El latido irregular de su corazón le decía que la oscuridad se cernía sobre ellos, lista para devorarlos.

Y entonces, como en cada una de esas noches interminables, llegaron al barranco.

El paisaje alrededor de ellos, antes tan vasto y opresivo, comenzó a desdibujarse, como si la realidad misma se estuviera desmoronando. Los colores del bosque se fundieron en una neblina confusa, las formas de los árboles y el suelo se distorsionaban en una danza caótica, girando a su alrededor sin sentido. Lucian sintió cómo el suelo bajo sus pies se volvía traicionero, como si se desmoronara bajo él, dejando solo vacío. La sensación de caída era abrumadora, un vértigo que lo consumía desde adentro, como si el mundo estuviera siendo tragado por un abismo invisible. A su alrededor, las voces de las niñas se apagaban, como si estuvieran siendo arrastradas lejos de él por una fuerza que no podía controlar. Se aferró con todas sus fuerzas a sus manos, buscando en ellas un ancla en medio de la tormenta, pero sus dedos resbalaban, su contacto se desvanecía entre sus dedos como arena escapando de un puño cerrado.

—¡No! —gritó, pero su voz fue tragada por el vacío.

El mundo se volvió una espiral de caos y oscuridad. Tiempo y espacio perdieron todo sentido. Era un laberinto interminable, un pozo sin fondo donde la esperanza se extinguía con cada segundo que pasaba. Las sombras con ojos verdes, aquellas figuras que lo habían perseguido desde el inicio de la pesadilla, emergieron de las profundidades del abismo con una ferocidad desgarradora. Eran criaturas formadas de pura tiniebla, sus cuerpos vagamente humanos, pero distorsionados, como si hubieran sido esculpidos por las mismas pesadillas que atormentaban a Lucian. Sus ojos brillaban como esmeraldas en la oscuridad, iluminando el vacío con una luz enfermiza.

Lucian quiso luchar. Intentó invocar el fuego que ardía dentro de él, pero sus manos, normalmente capaces de liberar un poder devastador, no respondieron. Las llamas, que en otros momentos brotaban de su pecho como un torrente imparable, no aparecieron. Las cadenas que lo protegían, que se movían como si tuvieran vida propia, se negaban a obedecerlo. Estaba solo, impotente, atrapado en una pesadilla donde no tenía control sobre su propio destino.

Las sombras lo rodearon, sus garras de pura oscuridad extendiéndose hacia él con una rapidez aterradora. Y antes de que pudiera reaccionar, lo atraparon, envolviéndolo en un abrazo sofocante. La presión era insoportable, cada segundo bajo su agarre era una eternidad de sufrimiento. Lo arrastraron hacia el borde del barranco, hacia el abismo que se abría ante él, un pozo de oscuridad infinita que parecía devorarlo todo. Lucian cayó, y mientras caía, el grito desgarrador de las tres niñas resonó en sus oídos, llenando el aire con un eco de desesperación. 

La caída parecía no tener fin. El vacío lo consumía, lo envolvía en una oscuridad tan profunda que no podía distinguir si sus ojos estaban abiertos o cerrados. Y mientras caía, se sintió más solo que nunca, perdido en la inmensidad de su propio ser. El abismo se extendía sin fin bajo él, como si fuera el reflejo de su propia alma, un lugar sin salida donde no había esperanza, solo un interminable descenso hacia la locura.

Y de repente, el impacto.

Lucian despertó con un grito, su cuerpo empapado en sudor frío, su respiración entrecortada. El dolor de la caída lo sacudió, pero no era físico, sino emocional, una marca invisible que lo desgarraba desde adentro. Estaba tirado en el suelo, habiéndose caído de su cama en medio de su pesadilla. Una de sus cadenas, larga y oscura, emergía de su cuerpo como un reflejo instintivo de su terror, balanceándose en el aire, apuntando amenazadoramente hacia el vacío de su habitación. Aún atrapado en los restos del sueño, sus ojos recorrieron frenéticamente la habitación, buscando las sombras que lo habían perseguido. 

El sudor corría en riachuelos por su rostro, empapando su camiseta, y las lágrimas, aunque no las sentía, se acumulaban en sus ojos. Se arrastró hacia el baño, cada movimiento pesado, como si la gravedad misma conspirara en su contra. Cerró la puerta tras de sí, apoyándose contra el frío metal por un segundo antes de dejar que el agua helada de la ducha lo envolviera. La sensación del agua golpeando su piel era como un bálsamo, pero el alivio que proporcionaba era fugaz, incapaz de borrar los horrores que habían quedado grabados en su mente.

—Mierda —murmuró entre dientes, apretando los párpados con fuerza. Quería olvidar, deseaba con todo su ser que las imágenes se desvanecieran, que los gritos de las niñas y las sombras de sus sueños desaparecieran. Pero no lo hacían. Siempre estaban ahí, esperando en los rincones más oscuros de su subconsciente, listos para atacarlo de nuevo en cuanto cerrara los ojos.

El agua fría golpeaba su cuerpo sin cesar, pero no podía enfriar el ardor en su mente. Las preguntas seguían atormentándolo, como espinas clavadas profundamente en su carne. ¿Quiénes eran esas sombras que lo perseguían? ¿Por qué esas niñas aparecían en cada uno de sus sueños, siempre tan desesperadas? ¿Por qué huía, incluso en sus propios sueños? Y la pregunta que más lo atormentaba: ¿quién era él realmente?

Lucian salió de la ducha, envuelto en la misma confusión con la que había entrado. Frente al espejo, se quedó mirando el reflejo de un chico que no parecía conocer. Apenas diecisiete años, pero sus ojos, cansados y hundidos, lo hacían parecer mucho mayor. Sus ojeras moradas eran como marcas permanentes de las noches de insomnio, y su piel, pálida bajo la luz fluorescente, contrastaba con el cabello negro que goteaba sobre sus hombros. A pesar de su atractivo juvenil, el sufrimiento lo envejecía. Se envolvió en una toalla, pero el frío que sentía no era físico.

El espejo no solo reflejaba su imagen, sino la sombra del enigma que lo perseguía.