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Capítulo 19: El eco de nuestros mundos

Cuando el avión tocó tierra, sentí un vacío en el estómago, pero no de miedo. Era una mezcla de expectación, nervios y esa extraña sensación de haber llegado al final de un camino que siempre pensé que sería interminable. Tenía la carta de la editorial en mi mochila, arrugada por haberla releído decenas de veces durante el vuelo. El libro estaba publicado, disponible en estanterías, pero esta presentación era diferente: el evento que marcaba el cierre de un capítulo de mi vida y el comienzo de otro.

El salón de conferencias estaba lleno. Sofía me había advertido que esperaban una buena audiencia, pero no me preparé para el impacto visual. Había filas y filas de rostros que no conocía, personas que sostenían ejemplares de Ecos en el Vacío en sus manos, algunos marcados con notas adhesivas, otros con páginas dobladas. Miré a Sofía, quien me devolvió una sonrisa tranquilizadora desde un rincón del salón.

Cuando subí al escenario, sentí cómo las emociones me envolvían. Este era el momento que había imaginado una y otra vez mientras escribía, pero nada podía compararse con la realidad. Tomé un sorbo de agua y me acerqué al micrófono.

—Buenas noches. —Mi voz resonó por el espacio. Las luces eran lo suficientemente brillantes como para que solo pudiera distinguir siluetas frente a mí—. Primero que nada, quiero agradecerles por estar aquí. Ecos en el Vacío no es solo un libro para mí. Es una confesión, un proceso y, sobre todo, un diálogo entre lo que fui y lo que he aprendido a ser.

Una mano se alzó entre la audiencia, rompiendo el momento.

—¿Por qué decidió compartir algo tan personal? —preguntó una mujer con voz clara y firme.

Respiré hondo antes de responder.

—Porque guardar todo esto solo para mí era como sostener una bomba en las manos. La única forma de desactivarla era dejando que otras personas la vieran, sintieran su peso y, quizá, encontraran algo en ella que les ayudara con las suyas.

La respuesta pareció satisfacerla, y las siguientes preguntas fluyeron con naturalidad. Algunas eran curiosas sobre el proceso de escritura; otras se adentraban en la relación entre el libro y mi vida personal. Hablar de Astrid no fue fácil, pero lo hice.

—¿Aún la amas? —preguntó alguien, lanzando la pregunta al aire como una flecha.

El salón se silenció. Las palabras se me atascaron por un momento, pero luego hablé.

—La amaré siempre, pero no de la misma manera. Es como una estrella que ya no está en el cielo pero cuya luz sigue viajando hasta nosotros. Lo que compartimos fue real, y siempre lo será, pero también sé que mi vida no puede orbitar eternamente en torno a ese recuerdo.

Hubo un aplauso al final, no tanto por mis respuestas, sino por la honestidad con la que intenté darlas.

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Más tarde, en el hotel, me senté frente a la ventana con un ejemplar del libro en las manos. Había algo surrealista en sostenerlo, en saber que cada palabra dentro de esas páginas había sido arrancada de mi corazón. No pude evitar abrirlo en la dedicatoria:

"Para quienes aún escuchan ecos en su vacío. Que encuentren el puente que los lleve a la otra orilla."

Mi teléfono vibró. Era un mensaje de Sofía.

Sofía: "Hiciste un trabajo increíble hoy. ¿Cómo te sientes?"

Sonreí antes de responder.

Yo: "Exhausto, pero bien. Gracias por estar ahí."

Sofía: "Siempre. Y a propósito, ¿te diste cuenta de quién estaba en la fila de atrás?"

Fruncí el ceño, desconcertado. No recordaba haber prestado atención a nadie en específico.

Yo: "No. ¿Quién?"

Sofía: "Astrid."

El mensaje me dejó sin aliento. La idea de que ella estuviera ahí, en ese mismo salón, escuchando las palabras que había escrito pensando en ella, me llenó de una oleada de emociones confusas.

Me levanté del sillón y caminé hacia la cama, donde me dejé caer con la mirada fija en el techo. Las palabras de Sofía resonaban en mi mente. ¿Por qué habría venido? ¿Qué habría sentido al leer el libro?

Quise escribirle, buscarla, pero me detuve. Este no era el momento.

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Días después, mientras caminaba por la playa cerca de mi casa, encontré un sobre arrugado en el buzón. No tenía remitente, pero reconocí su caligrafía. Lo abrí con manos temblorosas.

"Leí tu libro. No sabía que esas palabras me perseguían tanto como a ti. Gracias por escribirlo. Gracias por dejarme ir. —A."

El sol se reflejaba en las olas mientras leía, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí completamente en paz.

Astrid había cerrado su capítulo. Y ahora, finalmente, yo también podía cerrar el mío.

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Me quedé en la playa por horas, viendo cómo las olas iban y venían, llevándose la espuma y trayendo algo nuevo cada vez. En mi mente, repasé los últimos años: las noches en vela escribiendo en el foro, las sesiones con mi terapeuta, las caminatas solitarias por el parque, y las conversaciones profundas con Sofía. Todo se había acumulado en un crescendo que me había llevado hasta este momento.

El viento soplaba frío, pero no me importó. Sentía una ligereza que no había conocido en mucho tiempo, como si al fin pudiera respirar sin el peso del pasado oprimiendo mi pecho.

En algún punto, saqué mi teléfono y escribí un mensaje para Sofía:

Yo: "Leí la carta de Astrid."

No tardó en responder.

Sofía: "¿Cómo te sientes?"

Yo: "En paz. Finalmente."

Hubo una pausa antes de que llegara su siguiente mensaje.

Sofía: "Sabía que llegarías aquí. Estoy orgullosa de ti."

Le sonreí a la pantalla y guardé el teléfono. Había una serenidad en mí que no podía explicar. Sentí que cada paso que había dado, incluso los que parecieron errados en su momento, me había traído hasta este lugar.

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Esa noche, me senté frente a mi escritorio, encendí una vela y abrí mi libreta. Había estado evitando este momento, pero ahora sabía que era inevitable. Con el libro publicado y el capítulo de Astrid cerrado, era hora de mirar hacia el futuro.

Escribí durante horas, no sobre el pasado, sino sobre lo que esperaba del mañana. No era una lista de metas ni un plan rígido, sino un reflejo de lo que soñaba ser. Cuando terminé, cerré la libreta y apagué la vela.

Miré por la ventana hacia el cielo estrellado. Astrid había sido una estrella que me guiaba, pero ya no estaba en el horizonte. Ahora, debía encontrar mi propia luz.

Con esa certeza, me metí en la cama y, por primera vez en mucho tiempo, dormí profundamente, sin sueños que me ataran al pasado.

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Epílogo

Un año después, estaba en otra presentación, esta vez como mentor de un grupo de jóvenes escritores. Había dedicado mi tiempo a ayudar a otros a encontrar sus voces, a guiarles por el camino que yo había recorrido.

Sofía seguía a mi lado, como amiga, colaboradora y confidente. Nuestra conexión era más fuerte que nunca, y aunque nuestras vidas seguían caminos distintos, sabía que siempre podría contar con ella.

En el público, vi a una joven levantando la mano con timidez. Cuando le di la palabra, habló con una voz quebrada pero firme.

—Quiero agradecerle por Ecos en el Vacío. Su historia me salvó.

Su confesión me dejó sin palabras por un momento. Luego, me acerqué al micrófono y, con una sonrisa, le respondí:

—No fue mi historia la que te salvó. Fuiste tú.

La audiencia aplaudió, y en ese instante supe que había encontrado mi propósito. El vacío en mi interior ya no era un peso, sino un espacio donde otros podían encontrar un eco que los guiara.

Y con eso, mi historia no terminaba, pero sí cerraba un capítulo más.