El silencio que siguió fue ensordecedor. Emily se había ido, reducida a nada más que un recuerdo, y sin embargo, el peso de lo que acababa de suceder me oprimía como mil toneladas. Me aferraba a James, mis dedos agarrando con fuerza su camisa como si temiera que pudiera desaparecer también. Mi corazón latía en mi pecho, la adrenalina aún fluyendo por mí, pero la realidad de lo que acabábamos de hacer comenzaba a calar.
Emily se había ido. La maldición, sin embargo, seguía viva dentro de James.
Me eché un poco hacia atrás, lo suficiente para mirarlo. Su rostro estaba pálido y el sudor se adhería a su piel. Respiraba con dificultad, sus ojos nublados por el agotamiento. Pero más que eso, había algo más allí, algo que me retorcía el estómago de miedo. La oscuridad que había visto en él antes—la presencia de la maldición—seguía allí, acechando justo bajo la superficie, esperando su oportunidad para apoderarse.
—James —susurré, mi voz temblorosa a pesar de mí misma—. ¿Estás bien?
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