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Capítulo 3: Dificultades

Axel

 

 

 

 

Todos sabemos cuán difíciles son las despedidas, pero decir adiós a alguien a quien amas, te drena todo rastro de alegría y ganas de vivir.

Había pasado un mes desde que Miranda se fue a Puerto Cristal.

Eran las cinco de la mañana, y acostado mirando al techo y a la ventana, esperaba a que se hiciesen las siete para irme a trabajar. En ese entonces, dejé de enfrentarme a los recortes injustificados de salario, pero estaba harto de mi trabajo en la inmobiliaria.

No me sentía a gusto y menos con el mal trato que empecé a recibir de mis compañeros y superiores.

Miranda dejó casi todas sus cosas en el departamento, tan solo se llevó su ropa y un par de libros. En su mesa de noche estaba la copia de sus llaves y una pulsera de plata que le había obsequiado; cuanto me dolió que no se lo llevase.

Me levanté y caminé un rato de un lugar a otro, pensando en las soluciones que se me seguían ocurriendo para enfrentar nuestros problemas. Tenía ganas de romper cosas al darme cuenta de lo imbécil que fui.

A pesar de mi frustración, pude reencontrarme momentáneamente con la calma y salí a las siete con cuarenta de la mañana del departamento con la única intención de ir a presentar mi renuncia.

Era momento de un cambio y mandar a la mierda a todos los que me trataron mal sin razón alguna.

Estaba ansioso por llegar, renunciar y mentarle la madre a mi jefa; fue lo único que me hizo sonreír mientras iba en el autobús.

Sin embargo, al llegar a la inmobiliaria, me tomó por sorpresa una considerable presencia policiaca en los alrededores del edificio.

Creí que se trataba de un simulacro, hasta que varios oficiales corrieron hacia mí sin motivo alguno. Aun con la confusión, mantuve la calma y seguí caminando con la intención de ignorarlos. No tenía por qué seguirles la corriente a un montón de idiotas con uniforme.

Entonces, uno de ellos sacó un paralizador y me apuntó sin siquiera gritar sus advertencias protocolares. En vez de eso, disparó su arma y de la misma salió una especie de cable que, al tocarme, me hizo desmayar con una fuerte descarga eléctrica.

Al despertar, dos oficiales me llevaron a rastras hasta una lujosa oficina, digna de un magnate.

Estaba un poco desorientado, y al recobrar mi movilidad, me sentaron en un sillón.

De repente, tres sujetos vestidos de traje negro entraron a la oficina, dos de ellos me retuvieron mientras que el otro me hizo preguntas sin sentido. Al no obtener respuestas de mi parte, este me golpeó en repetidas ocasiones, deteniéndose apenas para descansar.

Me frustró que los oficiales de la policía no interviniesen o, por lo menos, les aconsejasen a esos sujetos que me hablasen con claridad en vez de gritarme.

Pasaron veinte minutos y se presentó alguien con quien no esperaba encontrarme, ni siquiera teniendo en consideración lo que había sucedido con Miranda; era el señor Mendoza. Él les ordenó a los sujetos que me soltasen y les pidió a los agentes de la policía que abandonasen su oficina.

—Axel David Lamar Contreras —dijo el señor Mendoza con desprecio—, el peor empleado que he tenido, sin lugar a dudas.

—¿Por qué me retienen de esta manera? Solo vine a renunciar —reclamé.

—¿Renunciar? Qué conveniente para un ladrón —replicó.

—¿De qué está hablando? —pregunté confundido.

—Tú sabes muy bien de lo que estoy hablando, Lamar, pero si prefieres seguir guardando silencio, estaré más que contento de que pases tu miserable vida en prisión.

De repente, abrieron la puerta de la oficina y un sargento de la policía entró en compañía de dos sujetos de elegante vestimenta.

—¡Señor Mendoza! —exclamó el sargento—, si bien usted es quien hace la demanda, no puede proceder de semejante manera. Nos llevaremos a este joven bajo arresto preventivo y la fiscalía se hará cargo del resto. Lo dejo con los inspectores Zambrano y Crespo.

El sargento me tendió la mano y me ayudó a levantar. Se mostró preocupado cuando llamó a dos oficiales mientras me esposaba y les ordenaba que me llevasen a la comisaría más cercana.

Antes de salir, noté que el señor Mendoza estaba furioso, como que si un plan que consideró perfecto se le echase a perder.

Minutos después, en la enfermería de la comisaría mientras trataban mis heridas, el sargento de la Policía Nacional, Pablo Sarabia, se disculpó conmigo por el descuido de sus oficiales y me recordó que tenía derecho a un abogado, pues este no confiaba en el señor Mendoza y su proceder.

Treinta minutos más transcurrieron y los inspectores Zambrano y Crespo hicieron acto de presencia, revelando que me urgía un buen abogado porque había una demanda en mi contra por malversación de fondos.

—¡Qué! —exclamé alarmado.

—Lamentamos que te veas en este aprieto, muchacho, y nos gustaría poder ayudarte, pero no podemos darnos el lujo de perder nuestros trabajos —respondió el inspector Zambrano.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—A que sabemos cómo se manejan las cosas en la fiscalía, y también creemos que eres inocente por la inconsistencia de la demanda —respondió el inspector Crespo—, el detalle radica en que nuestros superiores, entre ellos el fiscal del estado, son amigos cercanos del señor Mendoza.

—Yo le sugiero contratar a un abogado, de hecho, le recomiendo a Bianca Di Francesco, que es especialista en estos casos —sugirió el inspector Zambrano.

—No tengo dinero para pagar un abogado —repliqué.

—No importa, encárguese de contactarla y llegue a un acuerdo con ella. Es muy considerada cuando se lo propone —me aconsejó el inspector Crespo al entregarme una tarjeta con la información de contacto de la abogada.

Me dio gusto saber que, dentro de tanta mierda, había un dejo de esperanza, aunque la verdad es que estaba aterrado por la posibilidad de pasar el resto de mi vida en la cárcel por una falsa acusación.

♦♦♦

Estuve en el calabozo de la comisaría durante un mes, preocupado por perder la renta del departamento y la acumulación de intereses en el banco, pues me faltaban cuatro cuotas para terminar de pagar el consumo de mi tarjeta de crédito.

Las únicas personas que me visitaban eran los inspectores Zambrano y Crespo, quienes me interrogaban como parte de su investigación en el caso de malversación de fondos, y la doctora Bianca di Francesco, quien me ofreció gratis su asesoría legal.

Los inspectores Zambrano y Crespo hacían preguntas sencillas mientras me grababan y tomaban notas; la mayoría de mis respuestas eran unísonas.

Los interrogatorios duraban veinte minutos, y tan pronto obtenían mis declaraciones, me pedían que fuese paciente y aguantase hasta que se comprobase mi inocencia.

Fui liberado al cabo de una semana después, gracias a una orden de la fiscalía que la doctora Di Francesco presentó ante el sargento Sarabia. Con su apoyo y aprovechándose de las inconsistencias de la demanda del señor Mendoza, y la complicidad de los inspectores, logró que el Fiscal del Estado y un juez del Tribunal Supremo reconociesen mi inocencia.

La doctora Di Francesco me recomendó demandar por daños a mi integridad física y por falsa acusación al señor Mendoza, y aunque me tentó la idea de seguir su consejo, preferí dejarlo pasar para no meterme en más problemas.

Apenas pasaron cinco días más cuando me encontraba relajado en la sala de estar de mi departamento, actualizándome con las noticias recientes y revisando las deudas que tenía por pagar. Al terminar de cancelar mis pagos a través de la banca en línea, eché un vistazo a mi correo electrónico y me llevé la desagradable sorpresa de leer un mensaje anónimo parecido al que Miranda recibió.

«Esto no puede ser», pensé desesperado, pues también había un documento adjunto con un antecedente penal, aunque, en mi caso, bajo el cargo de fraude financiero.

«¡Caramba vida! Dame tregua, por favor», pensé.

Después de reflexionar una y otra vez, y a sabiendas de que detrás de todas mis desgracias estaba la mano del señor Mendoza, decidí comunicarme con Miranda a pesar del poco tiempo que había pasado desde nuestra separación.

Quise llamarla y manifestar mi enojo de esa manera, pero sabía que eso la haría sentir culpable, así que me limité a enviarle un mensaje de texto.

Pasó otra semana y recibí la visita de unos agentes policiales en mi departamento, quienes me explicaron con detalles lo sucedido el día de mi arresto.

Resulta que todo fue un montaje del señor Mendoza. Su inconsistente demanda tenía el objetivo de distraer a todos sus socios y desviar a una cuenta personal una inmensa cantidad de dinero que como accionista mayoritario de muchas empresas, él manejaba; esto llevó a la quiebra a varios empresarios.

Empezaron entonces a circular las noticias de las repentinas quiebras de importantes empresas que causaron revuelo en el país.

Nadie podía explicar el porqué de semejante crisis.

Los expertos adjudicaron los sucesos a una preocupante caída en la bolsa de valores; me resultó increíble la forma en que los medios de comunicación manipulaban la realidad.

Esto fue fácil de entender con el paso de unos días, porque los pocos medios de comunicación independientes revelaron que el señor Mendoza era propietario de los periódicos más importantes y varios canales televisivos; este viejo tenía al país en sus manos.

Sin embargo, un escándalo emergió hasta tal punto que el gobierno se vio obligado a dar declaraciones al respecto, haciendo la falsa promesa de atrapar a los culpables de la repentina crisis económica, aunque fue una cortina de humo para proteger a los Mendoza.

Las empresas en quiebra no solo afectaron a los socios de Mendoza, que aunque perdieron una gran cantidad de dinero, no se vieron tan afectados como los miles de desempleados que dejó la avaricia de un empresario corrupto.

A fin de cuentas, Mendoza me convirtió en su señuelo para engañar a sus socios y que estos me viesen a mí como el culpable de la desaparición de millones de dólares. Esto mientras hacía todas sus fechorías y sacaba a su familia del país; lo tenía todo planificado.

Desde entonces, cuando se reveló la realidad de los sucesos, la familia Mendoza ya estaba radicada en Suiza, donde las autoridades del país no tenían jurisdicción.

No se supo más de ellos ni de aquellos con quienes se relacionaban, pues de repente, en los cargos públicos importantes, así como también algunos políticos, empezaron a dimitir y aceptar despidos injustificados; la crisis del país fue social, política y económica.

A todas estas, cuando volví a la búsqueda de un trabajo, solo hubo una persona que me dio una oportunidad laboral a pesar de mi falso antecedente penal. Un gran hombre que creyó en mi inocencia sin dudarlo; el señor Leonardo Rodríguez.

El señor Rodríguez estaba a cargo de un asilo de ancianos, y tan solo le hizo falta saber de mi profesión para que me diese la oportunidad de trabajar en lo que me apasionaba; me convertí entonces en profesor de pintura. El salario no era muy bueno, pero, al menos, me permitía costear los gastos que implicaba mi vida de soltero; es lo que necesitaba en mi nuevo comienzo.

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