Kade miraba perezosamente hacia abajo hacia ella. Ella forzaba su pecho a subir y bajar de manera constante. Qué dulce tonta era. Acarició su mejilla con el dorso de sus dedos. Su piel era tan suave como el algodón, con un toque de rojo.
La otra mano de Kade lentamente siguió el contorno de su cuerpo. Su mano agarró el hueco de sus caderas, pues ella yacía de lado. Cuando ella no respondió, su toque solo bajó más. Y más abajo, hasta que comenzó a levantar sus faldas y a revelar sus piernas pálidas.
Kade escuchó su aguda inhalación. Delicadamente, sus dedos masajearon sus muslos internos, sus nudillos jugueteando y rozando su entrada. Acarició su piel sensible hasta que ella se retorció alejándose de él.
—Vamos ahora, mi esposa —murmuró Kade, su voz gruesa y ronca. —Abre los ojos.
Ella no lo hizo.
La comisura de su boca se curvó. Entonces, ella quería ser despertada por su mano.
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