Bajo el pálido resplandor de la luna, que se filtraba a través de las nubes dispersas, el grupo avanzaba con cautela, sus siluetas apenas perceptibles entre las sombras que proyectaban las antiguas edificaciones. Oswald, con su porte decidido y mirada fija en el horizonte, lideraba a un pequeño contingente hacia lo que prometía ser un descubrimiento sin precedentes.
— ¿Cuál es nuestro destino? —inquirí con voz baja, acercándome a Oswald, quien marcaba el paso al frente del grupo.
— Nos dirigimos al corazón de Liurn, al hospital San Nicolás de Bari —respondió sin detenerse—. El primer nosocomio erigido en el año 22 tras la conquista de Desmond el Grande, un lugar olvidado por el tiempo y consumido por los secretos.
— ¿Qué esperas que encontremos allá? —la voz de Vidal irrumpió en la conversación, teñida de un escepticismo apenas disimulado.
— Si la fortuna nos acompaña... La verdad —Oswald pronunció las palabras con un peso que parecía resonar en el aire frío de la noche.
El grupo se desplazaba por las calles oscuras, impregnadas del silencio que carece la ciudad en las mañanas. Marcábamos el rumbo ágilmente, cuidándonos de los polizones y de Martínez, quien representaba un peligro ante la operación.
La imponente estructura se encontraba en el centro de la ciudad, detrás de la hoguera donde los enfermos y rebeldes, encuentran su destino. El hospital San Nicolás de Bari emergió ante nosotros, su silueta dominante se recortaba contra el cielo nocturno. La arquitectura, una vez gloriosa, ahora yacía cubierta de musgo y marcada por la corrupción del tiempo, como si quisiera despojarse de su propia historia. La fachada, que en otro tiempo debió haber sido majestuosa, estaba ahora marcada por la decadencia; las ventanas rotas, semejantes a cuencas vacías, parecían observarnos con una advertencia muda.
Los guardias, con esfuerzo y determinación, se abrieron paso a través de la barricada erigida tras la clausura del hospital. Un muro que encerraba el pecado cometido y, como si fuese un mal chiste, otra muralla para retener la enfermedad.
— Este lugar... —La voz de Vidal se quebró, un temblor imperceptible en sus palabras—. Se siente como si cada ladrillo estuviera impregnado de desesperación.
— Así es —confirmó Oswald, su tono era el de quien ha visto demasiado—. Aquí comenzó todo, el brote que nadie pudo contener. Y ahora, es el estigma que nos recuerda nuestra trágica existencia.
Nos detuvimos ante la entrada principal, donde Binet y su equipo de científicos ya habían desplegado los trajes anti-podredumbre. Las prendas espectrales, casi etéreas, que aguardaban a ser habitadas por almas valientes. Con meticulosidad, nos asistieron para vestirnos, asegurando cada junta y válvula con precisión quirúrgica. Una vez dentro del traje, el aire se tornó opresivo, cada inhalación un recordatorio del peligro que acechaba. Equipados, la máquina de descontaminación nos bañó en una neblina purificadora, erradicando cualquier partícula que pudiera comprometer nuestra seguridad. Luego, las hierbas y fármacos contenidos en los filtros del traje comenzaron a ejercer su efecto, adormeciendo nuestros sentidos con su mezcla narcótica. El paso final fue la administración de los inmunosupresores, inyectados directamente en la médula ósea a través de una conexión en el cuello del traje, permitiendo que nuestro organismo absorbiera la energía vital de las hierbas y medicamentos, infundiéndonos un vigor sobrenatural y un aumento en los niveles de adrenalina, endorfinas y somatotropina.
El uso del traje estaba restringido a tres horas, acompañado del Inmunosupresor A.S.E. (Adrenalina, Somatotropina y Endorfina). Las mochilas estaban equipadas con herramientas esenciales para una recolección óptima dentro del hospital. Las Mausers C96 estaban cargados y contaban con dos cartuchos adicionales. Los guardias, armados con rifles y pistolas, formarían una barrera protectora, con Torres liderando al frente y López cubriendo la retaguardia.
— Recuerden, el aire aquí está contaminado, saturado de esporas mortales —advirtió Oswald con gravedad—. No se quiten el casco bajo ninguna circunstancia y, si su casco sufre algún daño o inconveniente, deberán abandonar el hospital de inmediato.
Asentimos en silencio y cruzamos el umbral... El interior del hospital era un laberinto de corredores sombríos y estancias abandonadas que nos recibió con un fuerte hedor pútrido. Un silencio sepulcral reinaba, roto únicamente por el eco de nuestros pasos. La corrosión de la podredumbre estaba tan concentrada que sentíamos dificultad respiratoria.
— Duarte, ayúdame con las placas de petri. Tomaremos muestra de todo lo que podamos —solicité sin perder tiempo.
— ¿Qué se supone que encontraremos? —preguntó Duarte, su voz apenas audible a través del casco.
— Respuestas —respondió Torres, quien se había unido a nosotros en la sala de espera del hospital—. Y quizás, un antídoto.
Avanzábamos con recelo por los corredores lúgubres de San Nicolás de Bari, donde cada recoveco desvelaba un episodio más de la calamidad que había devastado sus cimientos. Resguardado por una puerta de acero que celaba enigmas ancestrales, la verdad yacía en espera, impaciente por ser exhumada.
Los ecos del terror nos acosaban implacables, espectros de un ayer que se rehusaban fenecer. Los cuerpos inertes se dispersaban a nuestro alrededor, portando muecas grotescas, sus reliquias consumidas por el avance implacable del tiempo y la decadencia. El ambiente se hallaba impregnado del aroma acre de la putrefacción. González, con sus manos temblorosas, procedía al escrutinio de los restos mortuorios que íbamos hallando. Confirmaba así nuestras presunciones más lúgubres: idénticas raíces parásitas que habían colonizado el ser de Taveras se entrelazaban en las vísceras de cada infortunado.
Vidal, conocedor de los microorganismos, se daba la tarea de recolectar y marcar los puntos de interés a investigar. Pero la oscuridad qué asediaba al hospital dificultaba la labor.
El aire se densificaba con la carga de un mutismo sepulcral, interrumpido solo por la resonancia de nuestra marcha y el cuchicheo de las penumbras que parecían susurrar los difuntos. Con cada estancia que abandonábamos a nuestro paso, la crónica de Liurn se desenrollaba ante nosotros, un retablo urdido con filamentos de desesperanza y demencia. Y de este modo, con la resolución de aquellos que anhelan redimir un pretérito irremisible, proseguíamos nuestro andar hacia la penumbra, en pos de la verdad que reposaba en el meollo de la tragedia.
González, con su semblante pálido bañado por la luz mortecina, persistía en su inspección meticulosa. —Estas raíces... no son ordinarias—, exclamaba, su voz apenas perceptible sobre el concierto de quejidos que parecía brotar del propio pavimento. —No solo se nutren del cuerpo, sino también de la quintaesencia de sus hospederos, dejando tras de sí nada más que un cascarón desalmado.
Varios de las habitaciones poseían esporas de lo que se cree sería la causante, pero en Santa Catha, habitan más de dos mil distintas especies de hongos y para complicarla aún más, cada año se reportan entren cien y dicientis descubrimientos nuevos de hongos.
Una tarea titánica si el causante fuese un hongo, por otro lado, no es descabellado tener en el foco de atención a las bacterias que se siguen alzando como una de las reinas del asesinato humano.
Tras transitar un extenso corredor, arribamos al epicentro del hospital; un claustro se desplegaba ante nuestra vista, dominado por una cavidad colosal en su centro, donde se atisbaban montones de cadáveres. Un abismo tenebroso parecía engullir la tenue claridad que se colaba desde el firmamento nocturno. El tufo a descomposición era casi palpable, aun a través de los filtros de nuestros respiraderos. Los cuerpos, en diversas fases de desintegración, se acumulaban unos sobre otros, testigos mudos del desastre que había flagelado a Liurn. El pecado que esta ciudad buscaba enterrar, pero, sus cadáveres fueron más que toda la tierra que se le podía echar.
— Mantengan la formación —ordenó Torres con firmeza.
Nos aproximamos al borde del hueco, las linternas revelaban la grotesca realidad de la situación. Algunos rostros, en un estado de descomposición avanzado, parecían posar sus miradas vacías en nosotros, sus ojos huecos gritaban sus tragedias sin voz. Vidal, con la garganta apretada por el horror, se inclinó para examinar más de cerca a los caídos.
Fue entonces cuando un ruido estremecedor rompió el silencio, un sonido que no pertenecía a este mundo. Provenía del otro lado del pasillo, más allá de las sombras que se retorcían como si estuvieran vivas. Todos detuvimos, nuestras respiraciones contenidas en una mezcla de miedo y anticipación.
— ¿Qué fue eso? —preguntó Almánzar, su voz temblaba tanto como sus manos.
— No lo sé, pero no estamos solos —respondió Torres, apuntando hacia las densa oscuridad.
— Al mínimo movimiento abran fuego —ordenó López.
Torres dio la orden de reagruparnos, espaldas contra espaldas, mientras el sonido se repetía, más cerca, esta vez. Era un lamento, un gemido de dolor y rabia que parecía arrastrarse por los muros del hospital, buscando salida.
— Algo se acerca —anunció Torres, su linterna cortando la oscuridad en busca del origen del sonido.
Desde las sombras, surgió una figura que heló nuestra sangre. Era la personificación de la enfermedad, una criatura cuya esencia humana había sido consumida por la plaga. Se retorcía en una danza macabra de sufrimiento y demencia, avanzando con un paso tambaleante y desarticulado. Su piel, gangrenosa y de un tono morado, enfermizo, se agitaba como serpientes bajo su superficie. Las llagas abiertas derramaban un pus oscuro y espeso, y trozos de su carne pútrida caían al suelo con un golpe sordo. Sus ojos, dos pozos de un rojo profundo, reflejaban la desesperación de un espíritu condenado, implorando el fin de su agonía sin fin. Al vernos, emitió un gruñido profundo desde sus labios cuarteados, un sonido más cercano al lamento de un ser en el abismo del desespero que a cualquier voz humana. Era un recordatorio lúgubre de lo efímero de la vida frente a la condena de la oscuridad perpetua.
— ¡Retrocedan! —exclamó Torres, apuntando su arma y disparando con destreza inigualable.
La bala parecía no afectar al infectado que se acercó lentamente, su gruñido era el augurio de la violencia inminente. Nos preparamos para el conflicto, conscientes de que lo que halláramos en el hospital San Nicolás de Bari podría alterar el destino de Liurn para siempre.
Nos replegamos hasta posicionarnos detrás del hueco. A nuestras espaldas quedaba el corredor por el que habíamos llegado; solo esperábamos que la criatura hiciera un movimiento para que Torres diera la señal. El ser se movía de manera errática, como si a veces no pudiera detectar nuestra presencia; tal vez era ciego o simplemente no éramos su presa habitual.
Observamos atentamente cada uno de sus movimientos y tácticas... hasta que fijó su mirada en nosotros.
La criatura se lanzó hacia nosotros de forma errática, tropezando y desviándose de su trayectoria. Torres estaba paralizado, incapaz de anticipar los movimientos de un adversario sin un patrón de ataque definido, exacerbado por el terror que emanaba la mera existencia del monstruo. Varios disparos impactaban contra su cuerpo, pero no se inmutaba de su trayectoria.
Se aproximó lo suficiente al hueco central... y...
Un crujido desde el hueco nos dejó petrificados, temblando ante la posibilidad de que hubiera más de esas abominaciones en el hospital. Una mano emergió entre los cadáveres, apartando los cuerpos descompuestos para abrirse camino a la superficie y justo cuando la criatura se disponía a saltar el hueco... fue cortada en seco por algo que emergía de las profundidades.
Observamos paralizados por la acción repentina del ser misterioso, que emergía de entre los cadáveres como si fuese la mismísima muerte. La vestimenta que una vez perteneció a Benjamín Taveras, ahora portada por el ente, que emergía lentamente: su cabello largo rojizo, manchado de sangre, le confería un aire siniestro; su rostro, marcado por cicatrices y con un ojo lechoso, parecía sacado de la tumba.
El recién llegado se puso en pie con un arma peculiar: una combinación de alabarda y hacha grande, con un tipo de mecanismo híbrido que la transformaba en una escopeta de corto alcance.
La figura emergió completamente del hueco, revelando una estatura promedio. A pesar de las cicatrices y la sangre que manchaba su rostro, había una determinación férrea en sus ojos. La máscara, que solo le cubría la boca y nariz, parecía ser una modificación del traje que portó Taveras; tenía un filtro que difiere bastante del que usábamos.
— ¿Quién eres? —preguntó Torres con voz firme, pero sin ocultar su cautela.
El extraño se quedó quieto, evaluando la situación con una mirada calculadora. Finalmente, respondió con una voz que, aunque distorsionada por la máscara, llevaba un tono de autoridad indiscutible.
— Mi nombre es... Benjamín Taveras.
— ¡¡¡Imposible!!! —gritó Vidal, incrédulo y colérico, le apuntó con su arma, dispuesto a disparar.
— ¡¡¡Ah... cierto!!! Taveras fue el llorón que maté en el bosque —dijo con rapidez, desplazándose ágilmente y acabando con la vida de uno de los guardias en su camino.
Como una bestia en la penumbra, el desconocido se valía de la oscuridad y el caos, burlándose mientras esquivaba nuestras balas. Vidal, ciego de ira, se lanzó tras él. Torres advirtió en vano; en un parpadeo, Vidal desapareció de nuestra vista.
— ¡El no puede ser humano! —advirtió Duarte—. Esa velocidad y esa destreza no son de un humanos y, menos el poder cortar a la mitad a esa cosa que se nos abalanzó.
— Maldita seas, Vidal —grita Torres frustrado—. López, toma el mando y diríjanse fuera del hospital. Buscaré a Vidal.
— No puedes ir solo, no sabemos si hay más enemigos —advirtió González.
— Mi misión es salvaguardar sus vidas, no puedo hacer de la vista gorda si Vidal corre peligro —responde Torres, corriendo hacia la oscuridad en busca de Vidal.
González y yo seguimos al capitán, incapaces de quedarnos al margen; López, sin más opción ordenó al resto salir mientras corrió en busca de nosotros. El hospital, un coloso de cinco pisos, se erigía como un desafío para encontrar a Vidal o al enigmático atacante.
La búsqueda se tornó una carrera contra el reloj. Torres, López, González y yo nos sumergimos en el laberinto de corredores, cada uno más ominoso que el anterior; el resto de los guardias se dirigieron a la salida escoltando a Duarte y los médicos. Nuestras linternas luchaban por romper la negrura que parecía devorar toda señal de vida.
— Vidal, ¡responde si puedes oírnos! —gritaba Torres, su voz resonando en el vacío.
No hubo respuesta, solo el eco distante de nuestras propias voces. Continuábamos avanzando, la tensión creciendo con cada paso. De repente, un destello de luz captó mi atención. Era una habitación al final del corredor, con la puerta entreabierta, dejando escapar una tenue iluminación.
La habitación cautivó toda mi atención, mientras el resto buscaba a Vidal. Desafortunadamente, nos separamos tras varios minutos de exhaustiva búsqueda, mientras yo seguía estático frente a la habitación... entré y...
El eco de la voz del enemigo resonaba en todo el hospital, mientras Vidal le gritaba que plantara cara; Torres y González, en una mala jugada del destino, se separaron y terminaron en lugares diferentes. Duarte regresó a la entrada, advirtiendo de lo sucedido; los cuatro guardias restantes una vez los médicos y Duarte fuera, siguieron por su lado buscando a Vidal. El explorador que se encontraba con Binet, fuera del hospital, tomó participación luego de prepararse con el traje y partir.
... Entré en la habitación, la luz de una vela solitaria revelaba su reciente uso. Sin muebles, el suelo estaba cubierto de mapas y documentos. Un diario abierto en una mesa improvisada atrajo mi atención; sus páginas, llenas de anotaciones frenéticas, revelaban la fuente de la plaga en el hospital.
Torres, desesperado por el peligro que corre Vidal, no se percató de que él estaba en peor situación. Al entrar en la morgue de forma precipitada, alertó a los seres que se mueven erráticos. Con violencia arremetieron contra Torres, abalanzándose varios, impidiéndole la movilidad o la toma de acción ofensiva.
González, con su linterna temblorosa, iluminaba las sombras que danzaban en las paredes, buscando alguna señal de Vidal. Tras varios minutos de búsqueda, González había tropezado con una sala de operaciones abandonada, donde los instrumentos quirúrgicos aún yacían manchados con la sangre de intentos desesperados por salvar vidas.
—Joan González, forense de la OMS— sonó una voz tras la puerta. —29 años, huérfano, soltero y sin ambiciones más allá de servir a la universidad que lo acogió desde muy temprana edad.
— No quería creer que eras tú —se dirigió hacia la puerta—. ¡¿Habías muerto?!
— ¡Sí, bueno...! ¡Yo también lo supuse! —respondió mientras cierra la puerta.
—Cuando te vi en Pontos, pensé que alucinaba... reconocí tus pasos en la puerta Mella. Pies pequeños, mutilados por la hipotermia en la batalla del fuerte Drust.
— ¿Qué me delató esa vez?
— Las botas que usaste, tenían una extensión de metal. Únicamente conozco un ex soldado que usa ese estilo de botas; además, tu fascinación por descuartizar en partes iguales, te delató bastante... Dalfy.
— Hola... Viejo amigo.