Dora sintió algo fresco y suave presionado contra sus labios secos y agrietados—una pajilla. Instintivamente, chupó de ella con sed, atrayendo agua que saboreaba a cielo para su garganta reseca. Bebió con avidez, desesperada por más, el agua derramándose por las comisuras de su boca mientras su cuerpo clamaba alivio. No podía parar, no podía pensar, solo se enfocaba en saciar su sed ardiente.
Finalmente, después de lo que pareció muy poco, el hombre retiró la pajilla. —Despacio —dijo—. A este ritmo, vas a enfermarte.
Las palabras apenas se registraron al principio, amortiguadas por la neblina que nublaba su mente. Todavía estaba medio perdida en una bruma de confusión y desorientación. Pero la súbita ausencia de agua la devolvió al presente. Lentamente, casi renuente, abrió sus ojos, parpadeando contra la luz deslumbrante que atacaba sus sentidos. Su cabeza palpitaba, sus extremidades se sentían pesadas y su boca aún seca a pesar del agua que acababa de beber.
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