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Deidad 2.319

Viggo llego a la ciudad amurallada de Shalzard, en el país de los Oasis.

Diferente de la pequeña ciudad subterránea, Shalzard estaba viva y llena de colores. Con toldos a los lados de las calles para que los comerciantes pudieran vender sus productos. También había toldos en las terrazas, en la parte superior de las casas. Los ancianos se reunían en las calles y se sentaban a compartir historias mientras fumaban de largas pipas metálicas.

El sol brillaba en un cielo azul mientras las calles estaban repletas de personas. Además, como Shalzard estaba construida en medio de cuatro enormes oasis, había largos canales que cruzaban la ciudad de punta a punta con puentes para conectar las calles.

Las plazas eran amplias con enormes piletas. La gente se reunía para ver el espectáculo de los artistas callejeros. Hombres y mujeres haciendo piruetas, otros realizando malabarismo o contorsionismo. El espectáculo sacaba aplausos o expresiones de asombro ante la destreza.

Sin embargo, las expresiones de asombro pasaron a la calle principal, cosa que no pasó desapercibido. La gente dejo de mirar los espectáculos, incluso los artistas dejaron sus actos a medio camino.

En el centro de la calle había un enorme guerrero pelirrojo en la más exquisita y hermosa armadura que el mundo hubiera visto. El metal era de color turquesa con una superficie cristalina y grabados de oro. Además, el jinete iba en un extraño corcel de color azulado brillante. Detrás lo seguía una carreta tirada por dos caballos igual de hermosos, pero dicha carreta de madera desentonaba con la belleza de las monturas. Sin embargo, las dos mujeres en la parte delantera que sostenían las riendas eran perfectas y hermosas. Ambas con el cabello púrpura y una coraza del mismo color de su cabello.

El jinete pelirrojo era Viggo y avanzaba a paso lento como si fuera un héroe llegando a su tierra. La gente lo quedaba mirando y aquellos que se atrevían a hacer contacto visual con él, miraban al suelo de inmediato, aterrorizados por el dorado de sus ojos.

Viggo siguió avanzando por las calles y se dirigió a la zona menos transitada, donde las casas se convertían en mansiones de tres o cuatro pisos, con enormes patios frontales y rejas que dejaban ver la majestuosidad del interior, pero no pasar.

Mucha gente siguió a Viggo y su grupo por pura curiosidad, entre ellos ladrones y estafadores, pero cuando vieron a donde se dirigía, entendieron mejor su procedencia y se apartaron. Viggo no iba a visitar a un noble o un comerciante acaudalado, iba a visitar a la princesa de Opera Meilstora. Miriam Vega, de la familia real de Santonio Vega. Cuya familia eran la más acaudalada de todos los reyes del desierto de Kaios.

Viggo vio el enorme portón de medio punto custodiado por soldados pertrechados con corazas de metal, un escudo y una lanza. Viggo se detuvo a quince metros y su sola presencia fue suficiente para que los guardias se acercaran a preguntarle por su visita en un tono reverente.

Sin embargo, dichos guardias al ver el color dorado de los ojos se asustaron y su respeto paso de ser temor reverente, como si tuvieran miedo de desatar la ira de un dios. Ellos pudieron ver los rayos dorados viajando por los ojos de Viggo.

Los guardias se arrodillaron delante del caballo de Viggo, dejaron sus escudos y lanzas en el suelo e inclinaron la cabeza. El guardia más alto y fornido del grupo, dijo —señor, esta es la mansión de la princesa de Santonio Vega ¿Podría saber su nombre?—

—Soy Viggo Dragonroad, rey de los dioses— dijo Viggo en un tono fuerte y firme —vengo a ver a Miriam Vega. Avísenle de mi llegada, se rápido y diligente—

—Sí, señor— respondió el guardia principal. Aquella persona a pesar de ser el más alto y fornido de su grupo, no se atrevió a mirar a Viggo a los ojos una segunda vez. En su lugar, mantuvo la cabeza gacha y recogió su lanza y escudo. El resto de los guardias hicieron lo mismo y juntos, retrocedieron con la cabeza gacha y sin darle la espalda a Viggo. Una vez que los guardias estuvieron a diez metros de distancia, se dieron la vuelta y corrieron al portón. El guardia principal rugió sus órdenes tan fuerte que Viggo lo pudo escuchar desde su montura.

Era otro mundo comparado con la ciudad subterránea. En ambos lugares todos entendieron por la mera apariencia que Viggo era un dios. Sin embargo, solo en Shalzard trataron a Viggo con la reverencia y la diligencia que amerita su estatus. Aquel guardia ni siquiera se puso tenso o se equivocó preguntando algo que no debía. Seguramente estaba costumbrado a tratar con personas poderosas.

A los dos minutos abrieron el enorme portón metálico y el guardia principal vino en persona hasta Viggo. Como la vez anterior, dejo su lanza y escudo en el suelo y se arrodillo delante de Viggo. Entonces, con la cabeza gacha, el guardia dijo —su majestad, la princesa de Opera Meilstora, lo espera—

Viggo asintió y le preguntó —¿Cuál es tu nombre, guerrero?—

—George—

—Gracias por tu diligencia, George—

—Sí— respondió el guardia y se apartó del camino. Entonces vio como Viggo avanzaba en esa extraña montura hecha de mana mientras la carreta lo seguía con más caballos rúnicos. George había sido aventurero en su juventud y vivió diez años en Orario. Sin embargo, a pesar de que Orario era la ciudad de los dioses, nunca había visto algo tan sorprendente.

Viggo y su grupo fue conducido por un camino adoquinado a un costado de la mansión. Se detuvieron frente a las caballerizas donde hombres en ropa limpia, pero humilde, los quedaron mirando como si hubieran visto algo inconcebible.

Viggo se bajó de su caballo y un anciano mozo de cuadra se acercó, pero el anciano se quedó petrificado al ver el dorado de los ojos de Viggo. Era como si tuviera oro reluciente en vez de un iris normal. Demasiado perfecto, demasiado aterrador. El anciano se detuvo y se agacho mientras todo su cuerpo temblaba.

Al mismo tiempo, las otras cinco personas que lo conocían sabían que el anciano era profesional y sabia comportarse. Sin embargo, su actitud actual era similar a la de un novato que no sabe por dónde empezar a cuidar los caballos.

Las cinco personas miraron a Viggo: alto, pelirrojo, con una hermosa armadura de color turquesa y bordes dorados. Entonces dirigieron su mirada a los ojos y entendieron el miedo del anciano. Rayos de energía dorada viajaba por sus ojos como si fuera un dios todopoderoso. También se arrodillaron y agacharon sus cabezas.

El anciano, líder del grupo, pregunto —¿Cómo debería dirigirme al dios?—

—Soy Viggo Dragonroad, rey de los dioses— dijo Viggo como si fuera un mantra para recordarse a sí mismo su posición. Viggo era de conversar con la gente y tratarlos con cercanía, pero en su posición actual, cualquier tipo de consideración podría ser tomado como una ventaja y como futuro rey de los dioses, no se podía permitir tal cosa. Aquí, en la ciudad de Shalzard, había un estatus y una economía. Cualquier tipo de trato preferencial sería tomado como amistad y podría darle un inmenso poder a un hombre simple. Al punto, de que por solo el hecho de conocer a Viggo (amistad/trato/negocio), podrían tomar a dicho hombre en un país cualquiera y darle un título nobiliario.

—Señor, si me permite su montura— dijo el anciano —soy experto, vengo de un largo linaje de criadores de caballos—

—No es necesario, estas monturas no necesitan tus cuidados— dijo Viggo

El anciano levanto el rostro asombrado y Viggo toco la montura rúnica. Al instante siguiente, la montura rúnica se desvaneció y solo quedó una medalla metálica que voló a la mano de Viggo. Al mismo tiempo, los corceles rúnicos que tiraban de la carreta desaparecieron. También se transformaron en medallas y volaron a la mano de Viggo. Este último hizo un suave movimiento de muñeca y las medallas desaparecieron como por arte de magia.

Viggo se dio la vuelta, camino a la carreta y le tendió la mano a Ana. Ella sonrió al ver a Viggo tan serio, este era un nuevo tipo de faceta. "Rey de los dioses", pensó Ana en su mente mientras apoyaba su mano en la de Viggo y él la ayudaba a descender de la carreta. Ana pensó que se sentía extraño este nuevo Viggo, ya que él no era de tratar a la gente con tanta lejanía, incluso si eran de origen humilde.

Viggo también ayudo a bajar a Sakura de la carreta. Por otro lado, Sara se bajó de la carreta por su cuenta mientras sostenía en sus brazos al pequeño Diarmuid. Marcando así una línea divisoria entre ella y las esposas de Viggo.

Viggo se dio la vuelta y miró al anciano mozo de cuadra. El anciano estaba sombrado. Viggo sonrió por un breve instante y le quiso palmear el hombro de forma amistosa. Quizá hablarle de lo que eran las monturas rúnicas y dejarlo cabalgar en una de ellas. Sin embargo, cerró sus ojos y se concentró en lo que tenía que hacer. Ahora ya no podía ir por ahí haciendo amigos en todos lados, lo cual le supo demasiado amargo. Cada persona era un mundo, una historia interesante con sus altos y bajos. Ya se estaba arrepintiendo de ser rey de los dioses.

Viggo tomo una profunda respiración y miró al anciano mozo de cuadra que todavía lo miraba con asombro —por donde puedo avanzar al interior de la mansión—

El anciano se puso de pie y señalo con el brazo mientras agachaba la cabeza en una actitud reverente —por aquí señor— dijo

Viggo asintió y camino por delante mientras Sakura, Ana, Sara y Diarmuid lo seguían. El mozo de cuadra lo llevo hasta una puerta por la cual salió un anciano con túnica oscura, cabello y barba blanca. El anciano actuó respetuoso y se arrodillo delante de Viggo.

—Dios Viggo— dijo el anciano con un tono de voz respetuoso, sin mirar a Viggo a los ojos —soy Pedro, mayordomo de la princesa Miriam, yo lo escoltare al interior—

—Gracias, Pedro— dijo Viggo —arregla habitaciones para mis esposas y una para mi amiga y su bebé—

—Sí, no se preocupe, todo está preparado—

Viggo asintió y no se lo tomo en serio. Los nobles y grandes comerciantes siempre estaban preparados para recibir a las personas influyentes. La sociabilización y la amabilidad eran demasiado importantes en su rubro. Como dice el dicho "se cazan moscas con miel".

El interior de la mansión estaba limpio, con las murallas pintadas de color damasco, el techo blanco y el piso cubierto por una cerámica esmeralda con vetas negras. Como era una construcción sólida, el interior era helado, pero para el inclemente sol del desierto, era lo que necesitaba la gente. Había sirvientes por todos lados, hombres y mujeres rapados, marcas de esclavitud. Algo normal por este lado del mundo. Limpiaban, movían cosas y se preparaban para lo que parecía ser un banquete. Sin embargo, ninguno se atrevió a cruzarse en el camino de Viggo o de los demás.

De camino, en el segundo piso, Pedro mando a dos sirvientes (que no eran esclavos) a escoltar a las esposas de Viggo junto a Sara y su hijo. Ambos eran jóvenes, con bonita apariencia y el cabello negro y cuidado. Sin embargo, en lugar de verse coquetos o ingeniosos, se veían serios, como si fueran maquinas.

Viggo y Pedro se separaron del grupo y siguieron hasta el tercer piso de la mansión. Al salir de las escaleras, había un camino a la izquierda y la derecha. Pedro guio a Viggo por la derecha y avanzaron por un largo pasillo sin puertas. Había pinturas en las paredes del lado derecho, muebles, floreros y otros adornos. Del lado derecho había ventanas con vistas al patio lateral y a la ciudad. Las casas y mansiones se elevaban con techos cuadrados y planos.

Por otro lado, en este piso, solo había una puerta doble, robusta, de un color burdeos.

Pedro se detuvo delante de la puerta y dio dos golpecitos.

—Adelante— dijo una voz melodiosa desde el interior.

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