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Inevitable

Vestidos con elegantes capas doradas; túnicas o armaduras de primera calidad, acompañadas con armas de similar factura. En la multitud se encontraban hombres y mujeres, altos; bellos; feos, pero con una semejanza en la firme postura y la constitución atlética, y una expresión que nada le envidiaba a las estatuas.

—Señor... Gus... —dijo Xinia, sin poder encontrar las palabras adecuadas.

Gustavo volteó a verle, sin nerviosismo o emoción que perturbara su rostro.

Primius evadió el contacto visual con uno de los magos, que parecía haber reconocido, siendo rápido para evitar que lo mismo sucediera con él. Se colocó la capucha y mantuvo la espada en alto, sin flaquear en su obligación.

—Un grupo de lo más interesante —dijo el hombre con la insignia en su pecho, mientras con su mirada comandaba al resto de individuos—. Demasiado. —Se perdió en la dama del escudo, pero ella evadió sus ojos, conociendo del encanto que podían ejercer.

—¿Se interponen en nuestro camino como enemigos? —preguntó Gustavo, queriendo recalcar la intención antes del desastre.

—¿Cómo enemigos? —repitió el hombre al mando, mientras desviaba su atención al joven—. No, enemigos no. —Sus ojos brillaron como dos luceros en el cielo, cargados con fuertes intenciones invisibles e inherentes a lo arcano.

Parpadeó una sola vez, despertando en sus pupilas el vacío del abismo, la oscuridad del corazón de los hombres y la frialdad de la muerte, rompiendo así la patética intención que el mago osó conjurar en su contra. Fue fugaz, imperceptible para la mayoría, pero brutal para el hombre de la insignia, quién cayó al suelo, arrodillado y pálido.

—Señor Mente —gritó el hechicero cercano, ofreciendo su mano para el rápido restablecimiento, una ayuda que fue ignorada.

Xinia cambió la espada por el hacha de hoja azul. La gelidez invadió su cuerpo, al tiempo que el poder y la emoción poco característica de su persona fluía en una gran sonrisa.

—Es él... —Señaló con su dedo índice, que temblaba a causa de una profunda impresión en su mente y corazón.

No hubo necesidad de una orden, ni un asentimiento de cabeza, nada fue necesario para que el grupo de los catorce individuos emprendieran el ataque como uno. Los guerreros tomaron la vanguardia, mientras los magos se colocaron en sitios estratégicos para el apoyo y la ofensiva.

Ollin observó a Gustavo, y él le miró, estando en desacuerdo en su consejo no verbal, no deseando una masacre innecesaria. La hoja del sable perdió el brillo y las llamas negras, quedando solo una hoja azul oscura, opaca y filosa, demasiado filosa.

Primius fue el primero en defenderse del rápido corte, no buscaban prisioneros, de eso podía estar seguro al sentir la hoja pasar por su cuello por segunda ocasión. Retrocedió, y balanceó como pudo, pero era clara su desventaja, no solo en la técnica, experiencia y poder, sino también en los números, pues apenas si logró evadir la herida fatal del segundo individuo, que atravesó su capa y camisa, dejando un profundo corte en su espalda, que le hizo gemir de dolor.

—Hijos del abismo —maldijo, apretando los dientes y la empuñadura de la espada. No le resultó difícil dejar salir aquello que por decisión de su nuevo señor había sellado. La oscuridad cubrió su cuerpo con un velo negro, bailarín e intangible, mientras sus ojos custodiados por la capucha se tornaban tan oscuros como la noche.

«Maldita sea», pensó Gustavo, malhumorado, pero entendiendo que el regio joven lo requería para la supervivencia.

Evadió la hoja rápida, tanto como el hechizo fulgurante que impactó en el suelo, alzando la tierra. Golpeó con su puño el pecho de la guerrera, que salió expulsada a besar el árbol cercano, y que, aunque su armadura había amortiguado gran parte del poder del puñetazo, no impidió que dos de sus costillas se agrietasen, amenazando con romperse. Su sable descansó en la garganta del próximo guerrero, que se detuvo con una expresión pálida. Negó con la cabeza, no podía asesinar, no debía, así que, con total desinterés noqueó al guerrero, rompiéndole algo más que los dientes con la empuñadura de su arma.

Primius desbarató las defensas del agresor al tomarlo del cuello y forzarle a mirar sus ojos color ébano, su espada teñida con sangre pareció sonreír al descansar en su hombro.

—Muerte —dijo, y de un solo tajo se hizo con la vida del guerrero. Desvió la mirada al hombre con la herida en el pecho, aquel que un minuto antes había cubierto su arma con su preciada sangre regia, y deseaba venganza por ello—. Muerte. —Levantó la espada, preparando el corte del verdugo, pero la oportuna intervención del hechizo, que en forma de esquirlas de tierra le impidió culminar con su deseo.

La energía de muerte se condensó en su cuerpo para protegerlo, al tiempo que sembraba sus putrefactas semillas en la mente fragmentada del expríncipe. Las esquirlas se volvieron polvo, una cortina que duró pocos segundos. Sonrió con arrogancia, pero el relámpago en su pecho le regresó a la realidad, enviándolo lejos de su sitio original. Se detuvo en aire, encontrando el equilibrio en la nada para volver al suelo, con sangre resbalando de sus labios. Escupió como tantas veces le habían prohibido hacerlo, y gritó, tan fuerte que su garganta ardió, tan doloroso que su corazón tembló, y tan lleno de ira que no existió nada en su mente más que el deseo de muerte.

Gustavo observó a su compañero de viaje, la resonancia de sus energías chocó y se estabilizó, podía percatarse que lo estaba volviendo más fuerte con su presencia, pero también le estaba arrebatando aquello que él tanto luchaba por mantener: su cordura. No hubo tiempo para la indecisión, como un relámpago apareció ante el expríncipe, tocando con el pulgar su frente, que le aclaró de manera abrupta sus pensamientos.

—No deseo otro sirviente, Primius —dijo con severidad—. Ya tengo demasiados.

«Surge», pensó, apuntando al suelo con los dedos tensos y abiertos.

—Su Excelencia —dijo Guardián al aparecer, arrodillado sobre una pierna y con su capa negra ondeando a su espalda, que parecía no ser afectada por el viento.

Meriel levantó el rostro y bloqueó con su espada el brutal golpe de la maza. Entrecerró el ojo al sentir las gotas calientes de la sangre que resbalaban desde su ceja. Evitó el siguiente golpe y se colocó de pie, haciendo un corte rápido a la espalda del hombre corpulento, pero su espada no logró atravesar la hermosa armadura plateada. Retrocedió, y su oportunidad de ataque se tornó imposible, no había aberturas en su defensa, cada movimiento representaba su falla, una que podría tornarse fatal.

—Tienes buenos ojos. —Descansó el arma en su hombro, enfocando su atención únicamente en la guerrera.

—Gracias.

El corpulento hombre inspiró profundo, sus músculos se hicieron más densos y su mirada más aguda. Golpeó el aire, descargando ráfagas de viento en cada balanceó, continuando con movimientos fluidos su ataque. El choque del metal fue produciendo la caída de la dama guerrera al suelo, que trataba de estabilizar sus piernas y bloquear con eficacia, pero la diferencia de fuerzas era sustancial, no había manera que pudiera soportar un minuto más.

«Por los dioses», pensó, influida por los deseos más oscuros de su corazón, pero el mandato de su joven señor se mantuvo firme, y caería en la línea si fuera necesario, pero con la cabeza en alto.

—Fue un honor —Levantó la maza, activando los pinchos que la bola había estado ocultando.

Meriel le miró, con una sonrisa abatida. Observó de reojo a su señor que acababa de salvar al expríncipe como lo había hecho con ella hace tiempo. Suspiró por dentro y volvió a sonreír, sintiendo la armonía que creía no iba a volver a sentir.

Dejó caer la maza con toda su fuerza. Una muerte segura, pensaba el hombre, pero la espada negra no estuvo de acuerdo, y con una brutal respuesta de su puño mando al corpulento guerrero a caer sobre su rodilla, no teniendo piedad en sus golpes siguientes, que poco a poco lo enviaron al suelo, con el rostro demolido.

Guardián tendió su mano amiga mientras congelaba con sus desiertos y profundos orbes negros que tenía por ojos al mago en la lejanía, que había creído que sería buena idea atacarle.

—Gracias —dijo Meriel al aceptar la ayuda, resultándole difícil la simple tarea de levantarse. Buscó entre su bolsa de cuero una poción de recuperación, la destapó al encontrarla y bebió cada gota, experimentando la nueva vida que le otorgaba el líquido.

Guardián desapareció como el polvo en el viento, reapareciendo a espaldas del hechicero previamente localizado, y de un solo tajo se hizo con sus manos, cumpliendo con la orden dado de su amo de incapacitarlos.

Amaris había retirado su preciado báculo de la bolsa de cuero, permitiéndose conjurar conjuntos de hechizos rápidos con un mayor control. La energía a su alrededor se tornó espesa, casi palpable, pero muy volátil.

—Haz un sello de protección en la tierra. Rápido —aconsejó Ollin.

Amaris le miró, y sin pensarlo dos veces comenzó a dibujar los símbolos en el suelo. El alto hombre negó con la cabeza, había sobrestimado la habilidad de la mujer.

El hechizo enemigo explotó a los pies de la maga y el alto hombre, con tanta potencia que causó la desorientación de muchos de los presentes. La marea de tierra levantada mostraba rastros de piel y sangre, rastros que solo los observadores pudieron notar.

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