—Gracias —dijo Tubin, ahogando el suspiro de alivio que creyó inapropiado.
Se deshizo de su túnica abierta de forma cuidadosa, soportando el dolor que provocaba el cuero al rozar las largas líneas rojas que subían desde sus muñecas hasta sus hombros. Desabrochó el protector de pecho, agradecido por la calidad de los materiales al notar la grieta a la altura de su corazón.
Gustavo extrajo un pequeño recipiente de su bolsa de cuero, con un líquido rojo brillante dentro.
—Espero ayude —dijo con una tranquila sonrisa al extender su mano, acompañado de un tosido seco.
—¿Señor? —No aceptó de inmediato, confundido por la inesperada oferta.
Gustavo meneó el recipiente, apremiando a que fuera tomado.
—No me atrevo, señor —replicó con respeto, mientras las gotas de sangre resbalaban por sus dedos, cayendo al suelo en un sonido ahogado por la fuerte lluvia—. Usted la necesita más.
—Lo mío no se sana con pociones, lo tuyo sí.
—Bien. Aceptaré el buen gesto del señor. —Estiró la mano, tomando el recipiente, y aunque fue inesperadamente doloroso, mantuvo la digna expresión.
Gustavo asintió, colocándose de pie con la ayuda de su sable.
—Ve y observa si hay algún herido de gravedad —Se volvió hacia el perdido Primius, que no podía decidir sus propios sentimientos—, si encuentras uno, dale esto. —Le arrojó otro recipiente pequeño con un líquido rojo en su interior, aunque un poco más opaco al obsequiado al guerrero.
—Sí, señor.
El antiguo regio no demoró en cumplir con la encomienda, no después de su reciente falla.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el individuo que hasta entonces había estado oculto tras la protección de las sombras, con un ligero rechazo a la antorcha todavía en llamas tirada en el suelo.
Gus regresó el arma a la bolsa, vislumbrando de reojo al que aparentemente era el compañero de Tubin. Un hombre jovial, de unos veinticinco años, mirada taciturna, con una profundidad innata a lo desconocido, que contrastaba con su expresión infantil, dócil y por momentos traviesa. De constitución enfermiza, cabello negro y dedos largos. Vestía una humilde túnica semiabierta a la altura del pecho, de color negro, un collar de una piedra sin forma, atado a una cadena dorada, unos zapatos de cuero, puntiagudos, y un báculo de madera negra, con un orbe en su vértice, de apariencia antigua.
—Mucho mejor —dijo al recuperar el aliento, observando con ligera sorpresa el frasco vacío en sus manos—. Señor ¿Qué tan alta era la calidad de la pócima?
Gustavo tomó asiento en un banco cercano, haciendo todo lo posible por al menos disminuir su mal estado.
—Alta.
—¡Por el Bendito! ¡¿Usted está loco?! Mire que regalar semejante poción a un desconocido...
—No fue nada —dijo con una tranquilidad que invitaba al descanso, pero con la culpa en lo profundo de su mirada, sabiendo que todo lo sucedido había ocurrido únicamente por su estúpida decisión de invocar al sonriente.
—Acepte mis más sinceras disculpas. —Se inclinó tanto como su cuerpo le permitió.
Su compañero imitó el acto al intuir la causa, y como participe, creyó necesario hacerlo. Gustavo abrió la boca para responder, tragando sus palabras al observar una extraña cicatriz de quemadura en el cuello del compañero de Tubin, intuyendo que solo era el principio del remanente de la herida, que a causa del ángulo y la mala iluminación le impidió observar con claridad.
—No recuerdo una ofensa de ustedes hacia mi persona.
—Pero lo hicimos, señor —replicó Tubin, convencido—, lo juzgamos y creímos en nuestros instintos antes de conocerlo. Nos cegó nuestra arrogancia, y si hubiéramos actuado en consecuencia, una disculpa no sería suficiente para reparar el daño.
—¿Planeaban asesinarme? —preguntó, sin sentirse alterado por sus emociones.
—No —negó con rapidez—, solo queríamos interrogarlo un poco.
—¿A causa de qué?
—Por el olor que desprende —Bajó la mirada, encontrando que su explicación no había sido muy convincente—. Hay una fuerte energía de muerte que le acompaña, señor, pero ahora comprendemos que la razón de ello es que ha sido marcado y seguido por esa vil criatura del abismo. Interpretamos mal a un ser de bondad extrema, como lo es usted, señor.
—¿Desprendo olor a muerte? —cuestionó en un tono no muy alto.
—Yo lo percibo así, señor —dijo Tubin con una tranquila sonrisa—, huelo la energía de los villanos, de los malagradecidos y traicioneros... De los malditos seguidores de Carnatk —escupió al suelo al pronunciar aquel nombre sagrado/maldito—. Más, sin embargo, me he equivocado...
—Tubin —dijo su compañero, acercando un pequeño recipiente circular de madera, con una tapa del mismo material.
—Gracias, Erar.
El guerrero lo aceptó, lo abrió y de inmediato comenzó a untarse los brazos con el ungüento verde.
—¿Sirven a una causa mayor? —preguntó, dubitativo.
Erardo y Tubin sellaron sus labios, permitiendo que lo único que se escuchase en el interior fuera el fuerte ruido de la lluvia, y los cada vez más frecuentes truenos.
—No deben responder si es un tema complicado —Gustavo se levantó, con una idea más clara sobre la identidad de ambos individuos—, no tienen una deuda conmigo.
—Espero nos disculpe —dijo Tubin, aceptando la salida que el joven había propuesto.
—Antes de alejarse —intervino Erardo, ni ufano, ni humilde—, nos gustaría saber, ¿por qué fue marcado por un podrido? ¿Tiene algo en su poder que le pueda interesar?
—No tengo respuesta para ello —respondió con sinceridad—. Soy un viajero que se gana la vida derrotando monstruos en las mazmorras —explicó el ver la mirada poco convencida del arcano hombre—, me he enfrentado a cosas que una que otra vez me han causado pesadillas, pero, hasta el día de hoy, jamás me he puesto a reflexionar sobre aquellas cosas, ni sus comportamientos... por lo que, como he dicho, no tengo respuesta a su pregunta.
—Erar. —Le tomó del hombro al notar el aumento de curiosidad, mientras observaba la tranquila expresión de su benefactor.
—Lamento si me he sobrepasado, es solo que al ver a un joven con tanto talento ser perseguido por un podrido, me resultó preocupante, y tengo el mal presentimiento que si consiguen hacerse con usted, este mundo podría terminar en la oscuridad.
—¿Y deseas acabar con la amenaza antes de que surja?
—Por supuesto que sí —asintió, convencido.
—Por supuesto que no. —Tomó del brazo a su compañero, forzando a que lo mirase—. Erar —musitó, acercándose a su oído—, pelear con alguien que acaba de destruir a un podrido no es una acción que el Bendito Sol aceptaría, peor aun con alguien de bondad como ha demostrado ser el señor.
—Jamás declaré que quería pelear —susurró, endureciendo el entrecejo—, solo mencioné mi preocupación.
Gustavo se quedó de pie, mirando con solemnidad a la pareja, mientras su respiración terminaba de estabilizarse.
—No busco hacer daño. Es lo único que puedo prometer. —Dio media vuelta, despidiéndose sin palabras de los dos hombres con orígenes misteriosos.
—Espero y ruego equivocarme —susurró Erardo al ver cómo se alejaba la espalda del asesino del podrido.