El fuerte viento amenazaba con tormenta, una despiadada de la que nadie podría salir a salvo. Los rugidos del cielo, acompañados por luces fugaces que daban la ilusión de un poder mayor.
—Hay un pueblo por aquí —dijo Primius al recordar la zona—, tal vez podamos pedir alojamiento para protegernos de la furiosa venganza de Lorna. —Se volvió al joven que prestaba más atención al pequeño animal en sus brazos que al propio camino—. O podemos continuar, usted decide, amo.
—No me gusta ese término —dijo Gustavo, manteniendo la mirada en Wityer—, así que no lo ocupes.
—¿Es una orden?
—No, sola una aclaración de mis sentimientos, Herz. —Le miró, cortando la burlona sonrisa del expríncipe, que no pudo controlar sus negativas emociones. Hizo un sello rápido de contención, no muy potente para dañarlo, pero si lo suficiente para apagar las intenciones de su nuevo compañero—. Reconozco y comprendo tu dolor, es más, lo respeto, pero eso no significa que voy a permitir que tú me lo faltes con aquella excusa.
—Lo siento, señor —dijo Primius con sinceridad.
—Guía el camino al pueblo —dijo al ver el largo e imponente relámpago, que sin duda presagiaba un futuro oscuro, y sin darse cuenta se santiguó.
Meriel se mantuvo alerta por el extraño ruido causado a su espalda, solo para ver como la taciturna Xinia lanzaba piedrecillas por el sendero, intentando darles a las rocas grandes.
—Te había visto hacer esos movimientos en el pasado, y nunca te lo pregunté, pero, ¿qué significan? —preguntó Amaris al acercarse, dividiendo su mirada entre el pequeño lobo durmiente y su amado.
—¿La señal de la cruz? —preguntó, aturdido por la repentina aparición de la dama. Amaris asintió, intrigada por el extraño nombre—. No sabría explicarlo —sonrió con timidez, recordando los tiempos de infancia cuando acompañaba a la familia de Monserrat a la capilla del pueblo—, me enseñaron hacerlo antes de siquiera enseñarme a leer, pero nunca me fue explicado el porqué. Creo que a veces lo hago sin darme cuenta cuando lo desconocido me sobrepasa, no por este mundo extraño, no, pues, por raro que parezca, me siento cómodo mirando las bestias y sus anormales formas, claro, hay cosas que me sorprenden, pero los relámpagos, la oscuridad, todo aquello que también existe de dónde vengo es lo que provoca ese sentimiento de incertidumbre, y creo yo que es en el momento cuando me persigno.
Amaris observó la cálida sonrisa, y por un momento se olvidó de preguntar ¿A qué se refería con "este mundo"?
Los cielos se iluminaron en una descarga hermosa y amenazante.
—¿Cuánto falta para llegar al pueblo? —preguntó, notando las diversas huellas en el sendero de tierra, que había ignorado por su atención en Wityer.
Primius volteó, analizando los alrededores en busca de guía.
—No mucho —respondió, sonriente ante la insatisfecha mirada del joven—. Soy honesto, en verdad... —calló al ver el ademán, observando con frialdad los alrededores.
—También lo siento —convino Amaris al notar los fríos ojos de Gustavo.
Comenzó a toser, su cuerpo todavía estaba demasiado débil para hacer uso de su energía pura de una manera tan imprudente, como lo era formar un cerco rastreador, por lo que al ser consciente de su falla, no tuvo más remedio que aceptar su inutilidad.
«Wityer, te necesito a mi lado, por favor despierta, amigo», pensó, mirando con calidez y tristeza al pequeño lobo dormido en su regazo.
—Dos exploradores humanos a cincuenta pasos a la izquierda —dijo Ollin, rascándose la nariz por el bicho que anteriormente lo había golpeado—, a caballo. Nos observan hace poco, no son claras sus intenciones.
—Maldición —musitó Primius con ligero enfado, haciéndose con la capucha de su capa que tiempo antes le había obsequiado su nuevo señor para evitar que su identidad fuera descubierta.
—Hace solo cuatro lunas una bestia con un rango de tres estrellas doradas apareció en la ciudad, junto a cientos o miles de bestias de bajo rango —explicó Amaris sin actitud ufana—, es claro que los lugareños están en alerta por si alguna de esas pequeñas bestias se escabulló, y no dudo que lo hayan hecho. Así que si ellos están aquí, significa que estamos cerca del pueblo.
Gustavo asintió, reconociendo la sabiduría en las palabras de la maga.
—¿Alguna orden, señor? —preguntó Meriel, dudosa sobre el trato que debería conceder a aquellos exploradores.
Xinia también lo observó, dispuesta a hacer realidad sus encomiendas.
—Mantente vigilante. —Dijo con calma. Aminoró la marcha al doblar hacia la izquierda, notando la no muy sorpresiva interrupción de los dos jinetes que habían cortado el camino—. Buenas —saludó con una tranquila sonrisa, mientras su mirada se desviaba a unos cientos pasos más al frente, lugar donde se encontraba el pueblo.
Los hombres protegidos por cuero negro endurecido observaron al joven moreno con inquisición, intrigados por la extraña forma del saludo, como de sus rasgos.
—Estos no son soldados de pueblo —musitó Primius cerca de su señor, pero sin levantar la mirada—, tapan el emblema del apellido, pero sin duda pertenecen al noble Ronsi... —Llevó su mano a la empuñadura de la espada, acción protegida por la capa.
—No hagas nada estúpido —susurró.
—¿Podría conocer el nombre de los señores? —preguntó el de cabello corto con respeto simulado, quedándose hipnotizado por la belleza madura que desbordaba Amaris.
—Gustavo Montes —respondió—. Ahora, si nos permiten, nos gustaría seguir avanzando. —Le miró con el ceño endurecido al sentirse ignorado.
—¿Y ellos? —preguntó al despertar de la peligrosa atracción femenina— ¿No tienen nombres?
—¿Qué autoridad poseen para bloquearnos el camino? —intervino Amaris al ver de reojo la furia contenida del expríncipe.
—Ruego perdone nuestra rudeza, señora, pero después del atentado que sufrió la ciudad de Atguila a causa de las bestias, nos hemos dado el trabajo de proteger los caminos al pueblo, tanto de bestias, como de visitantes maliciosos. Espero entienda —explicó.
—Malditos traidores... malditos traidores. —Repetía Primius en voz baja, aumentando la fuerza en el agarre de la empuñadura—. Quiero matarlos, señor, déjeme matarlos.
—No, y tranquilízate. Señores —Se volvió al más conversador— ¿Qué es lo que buscan realmente de nosotros?
—Nada realmente —dijo con una tranquila sonrisa, una que a ojos de Amaris resultó en asco—, solo deseamos conocer sus identidades para saber que no son una amenaza, y así tranquilizar nuestros corazones. Ya saben, para que el pueblo esté en paz.
Su compañero movió su mano derecha como si estuviera sacudiendo una pequeña bolsa de cuero.
—Quieren dorado y plateado —dijo Amaris con un tono recio.
—Es pocas palabras sí, una contribución sería de gran ayuda. —Su sonrisa no se apagó por el duro tono ocupado de la dama.
—¿Acaso el bastardo —Comenzó como un susurro, pero pronto se tornó en un grito ensordecedor—, el hijo de la puta más barata de los barrios bajos, conocido como Brandon Ronsi, no les concedió riqueza por su traición?
Los exploradores se quedaron estáticos por la sorpresiva y salvaje interrogante, aunque la sorpresa solo duró un instante, ya que al segundo siguiente se hicieron con las armas de sus vainas, levantando las hojas con intenciones asesinas. Primius no fue menos rápido, llevando su caballo para ejecutar al primero de los jinetes, aunque resultó en un hábil bloqueó, que rápidamente se tornó en un feroz contrataque al equino, que la montura esquivó con habilidad al hacer su cabeza hacia un lado.
—Detenlo —ordenó, no queriendo ver sangre innecesaria.
Las dos damas guerreras asintieron, emprendieron la marcha, para rápidamente embestir a los atacantes, despojándolos de sus monturas.
—¡Primius! ¡Primius! No los mates —le dijo con severidad al ver qué lo miraba—. Es una orden.
—Hijos de perra —Escupió con furia al suelo al detenerse, volviéndose loco—, desgraciados malparidos, ojalá el abismo consuma sus esencias. Malditos traidores... —Sus insultos continuaron por un par de segundos, una escena que sería muy disfrutable para Meriel, si no fuera porque tenía que vigilar a los dos hombres vencidos.
—¿Mi señor? —preguntó la pelirroja, oscilando con rapidez la hoja de su espada en advertencia para el audaz individuo que quiso aprovechar la oportunidad para ir por su arma.
Gustavo contempló la situación, pero al recibir de lado la fuerte ráfaga de viento, su ceño se endureció.
—Amárralos de las manos.
El hombre que no había profesado ni una sola palabra escupió al suelo con desaprobación, limitándose a mirar con frialdad al joven de mirada tranquila.
—Como ordene, mi señor. —Dijo Meriel con una expresión solemne. Bajó del caballo, pero antes de ocupar la cuerda le soltó al más hablador una buena patada en las costillas—. Teníamos prisa, imbécil. —Volvió a golpear, arrebatándole el poco aire que había conseguido reunir.
Xinia amarró con fuerza ambas muñecas del hombre, y aunque la mueca de dolor le reveló su salvajismo, ella no hizo por ayudarle.
—Vámonos, quiero llegar al pueblo antes que comience a llover —manifestó Gustavo al alzar las riendas y empezar la marcha.
—Será mejor que no los vuelva a ver —dijo Primius al ponerse al lado de los vencidos, con ansias locas por ejecutarlos. Se tragó la ira, volviendo al lado de su señor, que ya había avanzado un par de pasos.