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EL FUTURO

Carine y Jasper no fueron capaces de interceptar a Irina antes de que su rastro desapareciera en el estrecho. Nadaron hasta el otro lado para ver si se había marchado en línea recta, pero no había ninguna pista suya en kilómetros fuera cual fuese la dirección que se tomara en la playa que daba al este.

Beau se sentía culpable. Ella había venido para hacer las paces con los Cullen, tal y como Alice había visto, sólo para terminar espantada al mirar a Beau a los ojos. Beau deseó haber sabido que ella estaba ahí antes de que se quitara los lentes. También deseó haber ido a hablar con Julie a cualquier otro lado.

No había mucho que se pudiera hacer. Carine había llamado a Tanya con aquellas noticias tan decepcionantes. Kenneth y Kate no habían visto a Irina desde hace casi cinco meses y estaban consternados porque hubiera llegado tan cerca sin volver a casa. Para ellos no era fácil haber perdido a su hermana, por muy temporal que fuera la separación. Beau se preguntó si esto les traería dolorosos recuerdos de cuando habían perdido a su madre hacía ya tantos siglos.

Alice pudo captar algunos atisbos del inmediato futuro de Irina, aunque nada demasiado concreto. No iba a regresar a Denali, y eso era todo lo que Alice podía decir. La imagen se mostraba nebulosa. Casi todo cuanto había podido entrever era que Irina estaba visiblemente alterada y que vagaba con una expresión devastada en el rostro por tierras salvajes barridas por la nieve… ¿Hacia el norte?, ¿al este…? No había tomado ninguna decisión definida sobre qué hacer más allá de este vagabundeo entristecido y sin dirección precisa.

Los minutos pasaron y aunque por supuesto Beau no olvidó nada, Irina y su dolor se trasladaron al fondo de su mente. Había cosas más importantes que pensar en esos momentos. Beau se marcharía a Italia en pocos días y todos partirían a México en cuanto regresara. Al parecer Alice y Royal conocían a un hada que podía darles la información necesaria. Ya habían repasado cientos de veces hasta el menor de los detalles. Comenzarían con las hadas, escuchando toda la información que conocieran; luego unos brujos podrían conocer más al respecto sobre las estriges. Por último irían a Sudamérica con los ticuna, rastreando sus leyendas hasta donde pudieran llegar, lo más cerca posible de sus fuentes. Si los ticuna los llevaban a un callejón sin salida, había otras tribus relacionadas con ellos en la zona a las que investigar. Carine tenía algunos viejos amigos en el Amazonas; si eran capaces de encontrarlos, podrían tener también información para ellos. O al menos alguna sugerencia sobre dónde ir para buscar respuestas. Quedaban tres vampiros en el Amazonas, y era poco probable que ninguno de ellos guardara relación alguna con las leyendas de vampiros híbridos, ya que todas ellas eran mujeres. No había forma de saber adónde los llevaría su búsqueda.

Mientras tanto, Eleanor y Jasper se mostraban emocionados con la perspectiva de explorar nuevas posibilidades de caza. El Amazonas ofrecía un cambio respecto a sus presas habituales. Jaguares y panteras, por ejemplo. Eleanor tenía el capricho de luchar contra una anaconda. Earnest y Royal estaban planeando qué meterían en las maletas.

Alice se movió lentamente —para ella— alrededor de la gran habitación, arreglando de modo innecesario aquel espacio ya inmaculado, enderezando las guirnaldas colgadas por Earnest a la perfección. Estaba recolocando los jarrones en el centro exacto del aparador cuando, justo en ese momento, Beau pudo observar por el modo en que cambiaba su rostro —ahora consciente, luego ausente, consciente de nuevo— que estaba escaneando el futuro. Beau suponía que intentaba ver, a través de los puntos ciegos que provocaban en sus visiones, lo que les esperaba en Sudamérica. Hasta que Jasper dijo: «Déjalo ya, Alice, ella no es cosa nuestra», y una nube de serenidad se extendió silenciosa e invisiblemente a través de la habitación. Alice debía de haberse estado preocupando otra vez por Irina.

Le sacó la lengua a Jasper y después elevó un jarrón de cristal que estaba lleno de rosas blancas y rojas y se volvió hacia la cocina. Una de las flores blancas había comenzado a marchitarse, apenas una mínima traza, pero Alice parecía querer alcanzar la perfección para distraerse de su falta de visiones.

Beau estaba metido en sus propios pensamientos, así que no vio cuando el jarrón se deslizó de las manos de Alice. Sólo escuchó el susurro del aire al rozar el cristal y los ojos de Beau se elevaron a tiempo de ver cómo el florero se destrozaba contra el suelo de mármol de la cocina en diez mil fragmentos diamantinos.

Todos se quedaron inmóviles mientras los trozos saltaban y se dispersaban en todas direcciones con un tintineo desagradable, los ojos fijos en la espalda de Alice.

El primer pensamiento ilógico de Beau fue que les estaba haciendo alguna broma. Porque no había forma alguna de que pudiera haber dejado caer el jarrón por accidente. Beau se habría lanzado a través de la habitación para agarrarlo el mismo, y con tiempo suficiente, si no hubiera supuesto que ella lo haría. Además, ¿cómo era posible que se le hubiera deslizado entre los dedos? Esos dedos perfectamente seguros…

Beau nunca había visto a ningún vampiro dejar caer nada por accidente. Jamás. Y después Alice se volvió para enfrentarse a su familia, con un movimiento tan rápido que casi no existió.

Sus ojos estaban en parte aquí y en parte perdidos en el futuro, dilatados, fijos, llenando de tal modo su rostro delgado que parecía que se le iban a salir. Mirarla a los ojos era como asomarse desde el interior de una tumba hacia fuera. Beau se quedó sumido en el terror, la desesperación y la agonía de aquella mirada.

Beau escuchó jadear a Edward, un sonido roto, medio ahogado.

—¿Qué? —rugió Jasper, saltando a su lado en un movimiento borroso por su rapidez, aplastando los cristales rotos bajo sus pies. La agarró de los hombros y la sacudió con fuerza. Ella pareció balancearse en silencio entre sus manos—. ¿Qué es, Alice?

Eleanor se movió en la visión periférica de Beau, con los dientes al descubierto mientras sus ojos se precipitaban hacia la ventana anticipando un ataque.

No hubo más que silencio procedente de Earnest, Carine y Roy, que se quedaron completamente paralizados, al igual que Beau.

Jasper sacudió de nuevo a Alice.

—¿Qué pasa?

—Vienen por nosotros —susurraron Alice y Edward a la vez, sincronizados a la perfección—, y acuden todos.

Silencio.

Por una vez, Beau fue el más rápido en comprender, porque algo en sus palabras disparó su propia visión. Era sólo el recuerdo distante de una alucinación, tenue, transparente, inconcreta, como si estuviera mirando a través de una gasa espesa… En la mente de Beau, veía la línea negra avanzar hacia él, el fantasma de su pesadilla casi olvidada. No pudo distinguir el reflejo de sus ojos color rubí en esa imagen que se percibía tras un velo, ni el brillo de sus agudos dientes húmedos, pero sabía que estaban allí…

Más fuerte que el recuerdo de la pesadilla llegó la evocación del sentimiento, la necesidad desgarradora de proteger a toda la familia que tenía a sus espaldas.

Pero ellos también estaban ahí para proteger a Beau, Edward quería esconderlo detrás de su piel, hacerlo invisible, pero ni siquiera logró darse la vuelta para mirarlo, porque más que en piedra, parecía haberse convertido en hielo, al igual que Beau, que por primera vez desde que había renacido como vampiro, sintió frío.

Apenas pudo escuchar la confirmación de sus miedos. No lo necesitaba, porque Beau ya lo sabía.

—Los Vulturis —gimió Alice.

—Vienen todos —gimió Edward casi al mismo tiempo.

—¿Por qué? —Susurró Alice para sus adentros—. ¿Cómo?

—¿Cuándo? —preguntó Edward con un hilo de voz.

—¿Por qué? —inquirió Earnest a su vez en un eco.

—¿Cuándo? —insistió Jasper con un gruñido que sonó igual que el hielo al astillarse.

Los ojos de Alice no pestañearon, pero fue como si un velo los hubiera cubierto, quedaron completamente inexpresivos. Sólo su boca mantenía aquella expresión horrorizada.

—No tardarán mucho —replicaron Alice y Edward a la vez. Y luego ella habló sola—. Hay nieve en el bosque y en la ciudad. En poco más de un mes.

—¿Cómo se enteraron? —Carine fue la que preguntó esta vez.

Earnest contestó.

—Ha de haber una razón. Quizá si supiéramos…

—Vienen por Beau —repuso Alice con la voz cavernosa—. Vienen todos: Sulpicia, Athenodora, Marco, todos los miembros de su guardia, incluso su prisionera, Mele.

—Ella nunca ha abandonado la torre —le contradijo Jasper con voz monótona—. Jamás, ni siquiera durante los años de la rebelión del sur. Ni cuando los vampiros rumanos intentaron derrocarlos. Ni cuando fueron a cazar a las estriges. Jamás.

—Pues ahora sí viene —murmuró Edward.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo se enteraron? —Repitió Carine de nuevo—. ¡No ha hecho nada! Y si lo ha hecho, ¿qué puede ser que justifique todo eso?

—Somos tantos —respondió Edward desanimado—, que querrán asegurarse de que… —no terminó la frase.

—¡Eso no explica la cuestión crucial! ¿Por qué?

Beau comprendió que él sí conocía la respuesta a la pregunta de Carine, y que al mismo tiempo no la conocía. Beau era la razón, de eso estaba seguro. De algún modo había sabido desde el mismísimo principio que vendrían por el hecho de que era una estrige. Su subconsciente se lo había advertido antes. Sin saber por qué, ahora le parecía que debían haber esperado este movimiento. Como si de alguna manera hubiera sabido desde siempre que los Vulturis tenían que venir a llevárselo.

Pero aun así eso no respondía la pregunta.

—Ve hacia atrás, Alice —le suplicó Jasper—, busca lo que ha ocasionado esto, busca.

La interpelada sacudió lentamente la cabeza, con los hombros hundidos.

—Ha venido de la nada, Jazz. No les estaba buscando a ellos, ni siquiera a nosotros, sólo rastreaba a Irina. Ella no estaba donde yo esperaba que estuviera… —la voz de Alice se desvaneció, con los ojos perdidos de nuevo. Se quedó mirando a la nada durante un segundo largo.

Y entonces alzó la cabeza con brusquedad, los ojos tan duros como el pedernal. Beau escuchó cómo Edward contenía el aliento.

—Ella decidió dirigirse a ellos —les informó Alice—, Irina acudió a los Vulturis. Y entonces ellos resolvieron… Es como si la hubiesen estado esperando. Como si ya hubieran tomado la decisión, y sólo aguardaran por ella…

Se hizo el silencio de nuevo mientras todos digerían la información.

—¿Podemos detenerla? —preguntó Jasper.

—No hay forma. Ya casi ha llegado.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Carine, pero Beau ya no prestaba atención a la discusión.

Estaba concentrado en la imagen que de un modo tan doloroso se enseñoreaba de su mente.

Recordó a Irina acuclillada en el acantilado, observando al acecho. Con su mirada fija en los ojos de Beau.

Un vampiro y su novio al que transformó en una estrige, cosa que no era del todo cierta. Beau se había concentrado en esa imagen, una que habría explicado de manera lógica su reacción. Irina había visto a un vampiro de belleza exquisita, con su piel tirándole a una leve pincelada de azul, un vampiro manifiestamente más que eso…una estrige.

Beau rememoró lo relativo a Irina y a las hermanas huérfanas… Carine había comentado que la pérdida de su madre a manos de la justicia de los Vulturis había convertido a Tanya, Kate e Irina en unas puristas en lo tocante a las leyes.

Apenas un minuto antes, el propio Jasper lo había dicho: «Ni cuando fueron a cazar a las estriges…». Las estriges… la ruina innombrable, el terrible tabú…

Teniendo en cuenta el pasado de Irina, ¿cómo podía ella entender lo que había visto en el pequeño claro? No había estado lo bastante cerca para comprobar que Beau era diferente a todas esas estriges, al menos por ahora así era. Por todo lo que Irina sabía, Beau podría estar perdiendo la razón de poco a poco.

Después de todo, para Irina los Cullen eran aliados de los hombres lobo. Desde el punto de vista de ella, quizá esto quería decir que no había nada de lo que no fueran capaces…

Irina, hundiendo sus manos en aquella inhóspita tierra nevada, no haciendo duelo por Laurent, después de todo, sino sabiendo que era su deber acabar con los Cullen, conociendo lo que les ocurriría si lo hacía. Por lo que se ve, su conciencia había vencido sobre siglos de amistad.

Y la respuesta de los Vulturis a esta clase de infracción era automática, ya estaba decidido. Edward se volvió y se arrojó sobre el cuerpo de Beau, tomándolo de la mano, enterrando su rostro en su cabello.

—Piensen en lo que ella vio —exclamó Beau en voz baja, interrumpiendo lo que fuera que Eleanor había comenzado a decir—. ¿Qué le parecería yo a alguien que hubiera perdido a su madre debido a una estrige?

—Pero está equivocada —dijo Edward—, no eres como las otras estriges. Ellos pierden el control unas semanas después de haberse convertido, pero tú no eres así, llevas meses estando cuerdo. Se decía que sus ojos representaban el vacío en sus almas, pero contigo solo es una peculiaridad. Casi como si hubieras nacido con pecas. Las estriges se alimentan de cualquier criatura que se les cruce enfrente y Beau no, sabe controlar incluso su sed por la sangre, de hecho lo hace bastante mejor que muchos vampiros adultos. No habría razón…

Edward continuó parloteando a la espera de que alguien exhalara con alivio, confiando que aquella tensión helada que flotaba en la habitación se relajara cuando se dieran cuenta de que Edward tenía razón, pero la habitación sólo se volvía más fría cada vez. Incluso su voz terminó por desvanecerse.

Nadie habló durante un buen rato.

Y entonces Carine habló.

—Ésta no es la clase de crimen por la cual ellos hacen un juicio, Edward —dijo en voz baja—. Sulpicia verá la prueba de Irina en sus pensamientos. Ellos vendrán a destruir, no a razonar.

—Pero están equivocados —refutó Beau.

—No esperarán a que se lo demostremos.

La voz de Carine aún era tranquila, dulce, como terciopelo… y aun así el dolor y la desolación en el sonido se distinguían a la perfección. Su voz era como los ojos de Alice antes, como el interior de una tumba.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —gimió Beau.

Beau y Edward habían comenzado a vivir realmente hacia apenas unos meses. Se habían encargado de que Beau no perdiera la razón o al menos descubrir cuánto tiempo le quedaba… que ese miedo parecía ahora pura ironía.

Un poco menos de un mes…

Entonces, ¿ése era el límite? Ambos habían disfrutado de una felicidad mayor que la de mucha gente.

¿Acaso había alguna ley natural que exigiera cantidades iguales de felicidad y desesperación en el mundo? ¿Es que su alegría había desequilibrado la balanza? ¿Eran cinco meses todo lo que tendrían?

Fue Eleanor la que respondió a la pregunta retórica de Beau.

—Lucharemos —dijo con calma.

—No podemos ganar —gruñó Jasper. Beau era capaz de imaginarse ahora el aspecto de su cara, y cómo su cuerpo se curvaría protectoramente en torno a Alice.

—Bueno, tampoco podemos huir. No con Demetri alrededor —Eleanor hizo un ruido de disgusto, y Beau supo de forma instintiva que no le molestaba la idea de enfrentarse al rastreador de los Vulturis, sino la de escapar—. Y no sé por qué no podemos ganar —insistió—, hay unas cuantas opciones que considerar. No tenemos por qué luchar solos.

La cabeza de Beau se alzó con brusquedad al oír aquello.

—¡No tenemos por qué sentenciar a los quileute a muerte, Eleanor! ¡Y menos teniendo en cuenta que las cosas con ellos están peor que nunca!

—Cálmate, Beau —su expresión no era diferente a cuando contemplaba la idea de luchar contra las anacondas. Incluso la amenaza de la aniquilaci��n no cambiaría la perspectiva de Eleanor, su capacidad para enfrentarse a un reto—. No me estaba refiriendo a la manada. Sin embargo, sé realista, ¿crees que Sam o Julie ignorarán una invasión de este calibre, incluso aunque te siguiera odiando? Por no mencionar que, gracias a Irina, Sulpicia también sabe ahora lo de nuestra «alianza» con los lobos, que lamentablemente ya no existe. Pero pensaba más bien en otros amigos.

Carine se hizo eco de sus palabras con otro susurro.

—Otros amigos a los que no tenemos por qué sentenciar a muerte.

—Okey, pues dejémosles a ellos que decidan —sugirió Eleanor con tono implacable—. No digo que tengan que luchar con nosotros —Beau pudo ver cómo el plan se refinaba en su cerebro conforme hablaba—. Si tan sólo se mantuvieran a nuestro lado, justo lo suficiente para hacer dudar a los Vulturis… Edward tiene razón después de todo. Tal vez bastara con que fuéramos capaces de obligarles a hacer un alto y escucharnos, quizá eso nos permitiera demostrar que no hay motivo alguno para combatir…

Había ahora un asomo de sonrisa en el rostro de Eleanor. A Beau le sorprendía que nadie le hubiera dado un zape a estas alturas. Él quería hacerlo.

—Sí —convino Earnest con rapidez—. Eso tiene sentido, Eleanor. Todo lo que necesitamos es que los Vulturis se detengan un momento, lo suficiente para escuchar.

—Lo que necesitamos es algo así como una exposición de testigos —replicó Royal con dureza.

Earnest asintió, de acuerdo con sus palabras, como si no hubiera percibido el sarcasmo en el tono de voz de Royal.

—Eso sí es algo que podamos pedirles a nuestros amigos, sólo que actúen como testigos.

—Nosotros lo haríamos por ellos —añadió Eleanor.

—Deberíamos explicárselo de la manera correcta —murmuró Alice; Beau la miró y vio cómo se abría en sus ojos un oscuro vacío otra vez—. Tendríamos que demostrárselo con mucho cuidado.

—¿Demostrárselo? —preguntó Jasper.

Ambos, Alice y Edward, miraron a Beau y los ojos de Alice se vidriaron de nuevo.

—La familia de Tanya —dijo ella—. El clan de Siobhan y el de Amun. Algunos de los nómadas… Garrett y Mary, seguro. Quizá también Alistair. El clan de Diego también aceptará, después de todo Edward los defendió en el claro.

—¿Y qué te parece Peter y Charlotte? —preguntó Jasper, algo temeroso, como si esperara que la respuesta fuera «no» y le pudiera ahorrar a su viejo hermano la carnicería en ciernes.

—Quizás.

—¿Y qué me dices de las del Amazonas? —Preguntó Carine—. ¿Kachiri, Zafrina y Senna?

—Aceptarán.

—¿Y qué hay de nuestros amigos brujos y hadas? Erictho seguro aceptará.

—No puedo ver la decisión de los brujos —respondió señalando lo obvio.

—¿Y nuestras amigas hadas? —preguntó Eleanor.

Alice parecía estar totalmente sumergida en su visión como para contestar al principio, pero al final se estremeció y sus ojos se movieron para volver al presente. Se encontró durante una centésima de segundo con la mirada de Carine y después la bajó.

—No puedo ver más.

—¿Qué ha sido eso? —Preguntó Edward, su susurro convertido en una exigencia—. ¿Vamos a ir a buscarlos?

—No puedo ver más —repitió Alice, sin encontrarse con sus ojos y un relámpago de confusión recorrió el rostro de Edward—. Debemos separarnos y apresurarnos antes de que la nieve caiga al suelo. Hay que dar una vuelta por ahí, encontrar al mayor número posible de aliados y traerlos para enseñarles —y declaró de nuevo—. Ah, pregunta a Eleazar. Aquí hay mucho más que el asunto de una estrige.

El silencio se hizo ominoso durante otro buen rato mientras Alice volvía a estar en trance. Pestañeó con lentitud cuando se le pasó, los ojos peculiarmente opacos a pesar de que se encontraba en el presente.

—Hay tanto trabajo pendiente, hemos de apresurarnos —susurró ella.

—¿Alice? ���Preguntó Edward—. Eso fue demasiado rápido… No comprendo. ¿Qué fue…?

—¡No puedo ver más! —Explotó ella dirigiéndose a él—. ¡Julie está afuera con otro de esos perros!

Royal dio un paso hacia la puerta principal.

—Me las apañaré…

—No, quieren hablar conmigo —replicó Edward con rapidez.

Alice agarró la mano de Jasper y comenzó a arrastrarle hacia la puerta trasera.

—Mejor que me aleje también de Beau para ver mejor. Necesito irme. Necesito concentrarme de verdad y ver todo lo que sea posible. Tengo que irme. Vamos, Jasper, ¡no tenemos tiempo que perder!

Entonces Beau comprendió un poco del por qué ella quería alejarse de él. Alice solo era capaz de ver el futuro de aquellas criaturas en las que ella comprendiera sus mentes. Alguna vez fue humana, por eso los ve, aunque con más trabajo del necesario, ve a las hadas, porque en alguna de sus extrañas aventuras, Thrina, amiga suya y que es un hada, la dejó ver a través de sus ojos; por ello no le fue difícil encontrar a Victoria en su momento. Y por supuesto, podía ver a los vampiros porque ella era uno. Pero no podía ver el destino de aquellas criaturas que no comprendiera, en este caso, Beau.

Edward salió al encuentro con Julie y Seth, quienes estaban en su forma lobuna. El vampiro trató de comprender el porqué de su visita, pero solo oía en su mente las palabras de Seth refiriéndose a Julie como el Alfa de una joven manada, si así se le podía decir. Esto sorprendió a Edward, porque no podía comprender por qué ella había terminado por aceptar su legado.

«Eh, Edward, si puedes oírme, chupasangres, prepara las defensas. Tienes un problema». Escuchó decir a Julie, quien ya no tardaría mucho en llegar.

«Tenemos un problema», le corrigió Seth.

Irrumpieron en el prado, corriendo entre los árboles. Los lobos vieron a Edward, quien permanecía quieto bajo la tenue luz de la noche, parecía hecho de nieve.

—¿Julie? ¿Seth? ¿Qué ocurre?

«Están en grave peligro, la manada de Sam viene a matar a Beau».

—¡Mierda! —gritó Edward al ver que no solo los Vulturis serían un problema.

—Apresúrense —gritó Alice a sus espaldas—. ¡Deben encontrarlos a todos!

«¿Encontrar qué?», preguntó Julie, «¿a dónde va Alice?».

Edward no le respondió. Julie se sacudió el pelo no sin antes dirigirle una mirada a la casa de los Cullen.

«¿Qué…?», inquirió Julie con voz monótona, «¿qué es lo que ha ocurrido?».

—¿Qué fue lo que les dijiste? Solo queríamos que arreglaras las cosas.

«¿Beau está bien?», preguntó Julie con exigencia, «¡no juegues conmigo, Edward, por favor!».

—A Beau no le pasa nada —consiguió hablar Edward con voz ahogada, las palabras quebrándose de modo extraño.

«¿Entonces, quién?».

—Todos nosotros, Julie —susurró y también apareció en su voz el sonido del interior de la tumba—. Todo ha terminado. Hemos sido sentenciados a muerte».

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