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LA SOMBRA DE ENDER .- Primera parte PILLUELO.- 2 COMEDOR

2 COMEDOR

-Sé que ya han examinado la zona, y probablemente han acabado con Rotterdam, pero ha sucedido algo en estos días. Fue a partir de su visita... Oh, no estoy segura, quizá son sólo suposiciones. No tendría que haber llamado.

-Cuénteme, la escucho.

-Siempre hay luchas en la cola. Intentamos detenerlos, pero sólo tenemos unos cuantos voluntarios, y no podemos prescindir de ellos porque mantienen el comedor en orden y sirven la comida. Así que sabemos que un montón de niños a los que debería tocarles e turno ni siquiera se ponen en la cola, porque los expulsan. Y si conseguimos detener a los matones y dejar que entre uno de los

pequeños, entonces le dan una paliza después. Nunca volvemos a verlos. Esta

situación no puede continuar.

-Es la supervivencia del más fuerte.

-O del más cruel. Se supone que la civilización es todo lo contrario.

-Usted es civilizada. Ellos no.

-Aun así, todo ha cambiado. En los últimos días. No sé por qué. Pero es que... usted dijo que todo lo que fuera diferente, y quien esté detrás... quiero decir, ¿es posible que de pronto la civilización evolucione de nuevo, en medio de una jungla de niños?

-Es el único sitio donde no evoluciona jamás. He acabado mi trabajo en

Delft. Ya no pintamos nada aquí. Ya me he hartado de platos azules.

Bean se mantuvo en segundo plano durante las semanas que siguieron. Ahora no tenía nada que ofrecer: ya se habían quedado con su idea. Y sabía que la gratitud no duraría demasiado tiempo. No era grande y no comía mucho, pero si estaba pululando constante- mente, molestando a la gente y charlando, pronto negarle comida con la esperanza de que se muriera o se marchara no se convertiría tan sólo en algo divertido, sino en una especie de costumbre.

Incluso así, a menudo sentía los ojos de Aquiles clavados en él. Los advertía sin temor. Qué más daba, que Aquiles decidiera matarlo. Había estado a sólo unos pocos días de la muerte, de todas formas. Eso significaba que, después de todo, su plan no funcionó tan bien como esperaba, pero como era el único que tenía, no importaba si al final resultó no ser bueno. Si Aquiles recordaba cómo instó Bean a Poke para que lo matara (y claro que lo recordaba), y si Aquiles ahora tramaba cómo y cuándo moriría, no había nada que Bean pudiera hacer por impedirlo.

Hacer la pelota no serviría de nada. Eso sólo sería un signo de debilidad, y Bean había visto muchas veces cómo los matones (y Aquiles, en el fondo, seguía siendo un matón) se nutrían del terror de los otros niños, cómo trataban a la gente incluso peor cuando

mostraban su debilidad. Tampoco serviría de nada ofrecer otras ideas brillantes, primero porque Bean no tenía ninguna, y segundo porque Aquiles pensaría que era una afrenta a su autoridad. Y a los otros niños no les gustaría que Bean siguiera actuando como sí fuera el único que tenía cerebro. Ya lamentaban que hubiera sido él quien pensó este plan que había cambiado sus vidas.

Porque, de hecho, el cambio fue inmediato. La primera mañana, Aquiles hizo que Sargento se pusiera en la cola en el comedor de Helga en Aert Van Nes Straat, porque, decía, ya que nos van a dar la paliza de todas formas, bien podríamos intentarlo con la mejor comida gratis de Rotterdam, por si conseguimos comer antes de morir. Sí, eso era lo que decía, pero les había hecho practicar sus movimientos hasta la última luz del día la noche anterior, de modo que trabajaban mejor juntos y no se rendían a las primeras de cambio, como hacían cuando iban tras él. A medida que iban practicando, se mostraban más seguros. Aquiles no paraba de decir «se esperarán esto», e «intentarán aquello», y como él mismo era un matón, ellos confiaban como nunca habían confiado en Poke.

Como era estúpida, Poke seguía tratando de actuar como si estuviera al mando, como si tan sólo hubiera delegado su entrenamiento a Aquiles. Bean admiraba la manera en que Aquiles no discutía con ella, y bajo ningún concepto cambiaba sus planes o instrucciones por lo que ella dijera. Si le instaba a hacer lo que ya estaba haciendo, seguía haciéndolo. No había ninguna sensación de desafío. Ninguna pugna por el poder. Aquiles actuaba como si ya hubiera vencido, y puesto que los otros niños lo seguían, ya era el ganador.

La cola se formó temprano delante del comedor de Helga, y Aquiles observó con atención mientras los matones que llegaban más tarde se colocaban en fila siguiendo una especie de jerarquía: los matones sabían cuáles se enorgullecían de su sitio. Bean trató de comprender en qué principio se basaba Aquiles para elegir con qué matón tendría que librar Sargento una pelea. No era el más débil, pero eso era un movimiento inteligente, porque si pegaban al matón más débil, tendrían que enzarzarse en muchas más peleas. Y tampoco era el más fuerte. Mientras Sargento cruzaba la calle, Bean trató de ver qué tenía el matón para que Aquiles lo eligiera. Y entonces se dio cuenta: era el matón más fuerte que no tenía amigos consigo.

El matón elegido era grande y parecía duro, así que derrotarlo supondría una victoria importante. Pero no hablaba con nadie, ni saludaba a nadie. Estaba fuera de su territorio, y varios de los otros matones lo miraban con mala cara, midiéndolo. Aunque Aquiles no hubiera elegido esa cola de comida, ni ese desconocido, no sería de extrañar que hubiera una pelea allí.

Sargento se comportó con toda la frialdad del mundo, al colocarse justo delante del blanco. Por un momento, el matón se quedó allí mirándolo, como si no pudiera creerse lo que estaba viendo. Sin duda, este chiquitín se daría cuenta de su letal error y echaría a correr. Pero Sargento actuó como si ni siquiera advirtiera que el matón estaba allí.

-¡Eh! -dijo el matón. Empujó con fuerza a Sargento, y dado el ángulo del empujón, Sargento tendría que haber sido expulsado de la cola. Pero, como le había dicho Aquiles, plantó un pie en el suelo, se abalanzó hacia delante y golpeó al matón que estaba en la cola delante del elegido por Aquiles, aunque ésa no era la dirección en la que el otro lo había empujado.

El matón de delante se volvió y le dedicó una mueca a Sargento, quien gimió:

-Me ha empujado él.

-Ha sido él quien te ha golpeado -dijo el elegido de Aquiles.

-¿Parezco tan estúpido? -preguntó Sargento.

El matón de delante calibró al otro. Era un desconocido. Duro, pero no imbatible.

-Ten cuidado, canijo.

Entre los matones, ese insulto implicaba incompetencia y debilidad, por lo que era considerado muy grueso.

-Ten cuidado tú.

Durante este intercambio, Aquiles dirigió a un grupo escogido de niños más pequeños hacia Sargento, quien arriesgaba su vida al quedarse allí entre los dos matones. Justo antes de alcanzarlos, dos de los niños más pequeños atravesaron la cola hasta el otro lado y tomaron posiciones contra la pared, justo más allá del campo de visión del matón. Entonces Aquiles empezó a gritar.

-¿Qué demonios te crees que estás haciendo, pedazo de papel higiénico manchado de mierda? ¿Envío a mi chico a que me guarde sitio en la cola y tú lo empujas? ¿Empujas a mi amigo?

Naturalmente, no eran amigos ni nada: Aquiles era el matón peor considerado de toda esta parte de Rotterdam y siempre ocupaba el último lugar en la cola de los matones. Pero ese matón no lo sabía, y no tendría tiempo de averiguarlo. Para cuando se dio la vuelta para enfrentarse a Aquiles, los niños que tenía detrás ya se habían abalanzado contra sus pantorrillas. No esperaron al habitual intercambio de empujones e insultos antes de que comenzara la pelea. Aquiles la empezó y la terminó con brutal rapidez. Empujó con fuerza mientras los niños pequeños golpeaban, y el matón golpeó el suelo pavimentado. Se quedó allí tumbado, parpadeando. Pero otros dos niños pequeños le tendieron grandes piedras a Aquiles, quien las lanzó, una, dos, contra el pecho del matón. Bean advirtió que las costillas se quebraban como ramitas.

Aquiles lo agarró por la camisa y lo lanzó contra el suelo. El matón gruñó, luchó por moverse, volvió a gruñir, y al final se quedó quieto.

Los demás niños que hacían cola se mantuvieron apañados de la pelea. Se había violado el protocolo. Cuando los matones luchaban entre sí, se metían en uno de los callejones, pero no pretendían hacerse heridas graves: peleaban hasta que la supremacía estaba clara, y eso era todo. Nunca hasta entonces se habían usado piedras ni roto huesos. Les daba miedo, no porque Aquiles fuera espantoso, sino porque había roto las reglas, y lo había hecho al descubierto.

De inmediato Aquiles indicó a Poke que trajera al resto de la banda y ocuparan los huecos en la fila. Mientras tanto, recorrió la fila de un extremo a otro, gritando a pleno pulmón:

-¡Podéis tratarme con todo el desprecio del mundo, no me importa, sólo soy un lisiado, sólo soy un tipo con la pierna coja! ¡Pero no podéis ir empujando a mí familia! ¡No podéis echar a uno de mis niños de la cola! ¿Me oís? Porque si hacéis eso un camión entrará en esta calle y os derribará y os romperá los huesos, como acaba de pasar con este capullo, y la próxima vez quizás sea vuestra cabeza la que se rompa y vuestros sesos los que se desparramen por la calle. ¡Tened cuidado con los camiones! Si no, mirad cómo ha acabado este tonto del culo delante de mi comedor.

Allí estaba, el desafío. Mi comedor. Y Aquiles no se contuvo, no mostró ni una chispa de timidez al respecto. Continuó la arenga, cojeando arriba y abajo de la cola, mirando a cada matón a la cara, desafiándolos a discutir. Al otro lado de la fila, los dos niños pequeños que le habían ayudado a derribar al desconocido seguían sus movimientos, y Sargento trotaba al lado de Aquiles, con aspecto feliz y concentrado. Apestaban a confianza, mientras que los demás matones no paraban de mirar por encima del hombro

para ver qué hacían aquellos que atacaban por detrás, a las piernas.

Y no era sólo alardear por alardear. Cuando uno de los matones empezó a parecer beligerante, Aquiles se dirigió derecho hacia él, a la cara. Sin embargo, como había planeado de antemano, no se encaró directamente con el beligerante: estaba preparado para enfrentarse a los problemas, los pedía. En cambio, los niños se abalanzaron hacia el matón que tenía justo detrás en la cola. Cuando saltaban, Aquiles se dio la vuelta y empujó al nuevo objetivo, y gritó:

-¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

Otra piedra apareció de inmediato en su mano, y la alzó sobre el matón que había caído, pero no se la arrojó.

-¡Vete al final de la cola, idiota! ¡Tienes suerte de que te deje comer en mi comedor! Eso desarmó por completo al beligerante, pues el matón al que Aquiles había

derribado y obviamente podría haber aplastado era el siguiente en inferioridad de estatus. Así pues, el beligerante no había sufrido amenaza o daño alguno, y sin embargo Aquiles había conseguido una victoria delante de sus narices, y él no había intervenido en ello.

Entonces se abrió la puerta del comedor. De inmediato Aquiles se dirigió a la mujer que apareció tras ella, y la saludó como si fuera una vieja amiga.

-Gracias por darnos de comer hoy -dijo-. Yo comeré el último. Gracias por dejar pasar a mis amigos. Gracias por dar de comer a mi familia.

La mujer de la puerta sabía cómo funcionaba la calle. Conocía también a Aquiles, y supo que sucedía algo muy extraño. Aquiles siempre comía el último entre los niños mayores, y con vergüenza. Pero esa actitud condescendiente que había adoptado no tuvo tiempo de incomodarla, ya que los primeros miembros de la banda de Poke se presentaron rápidamente delante de la puerta.

-Mi familia -anunció Aquiles con orgullo, conduciendo a cada uno de los niños al salón-. Cuide usted bien de mis hijitos.

Incluso a Poke le llamó hijito. Si ella advirtió la humillación, lo disimuló. Lo único que le importaba era el milagro de conseguir entrar en el comedor de caridad. El plan había funcionado.

Y a Bean no le importaba que ella pensara que el plan era suyo o de Bean, al menos hasta que no saboreara la sopa. La tomó lo más despacio que pudo, pero se acabó tan rápido que apenas pudo creerlo. ¿Eso era todo? ¿Y cómo había conseguido derramar tanto de aquella valiosa sustancia sobre su camisa?

Se guardó rápidamente el pan dentro de las ropas y se encaminó a la puerta. Aquiles había tenido la idea de guardar el pan y marcharse, y lo cierto es que era una gran idea. Algunos de los matones del comedor estarían planeando vengarse. Ver aquellos niños pequeños allí no les gustaría nada. Se acostumbrarían pronto, prometió Aquiles, pero en este primer día era importante que todos los niños pequeños se quedaran fuera mientras los matones comían.

Cuando Bean llegó a la puerta, seguía entrando gente, y Aquiles se encontraba allí de pie, charlando con la mujer sobre el trágico accidente ocurrido en la cola. Alguien tenía que haber llamado a una ambulancia para que se llevara al niño herido; ya no se oían gemidos en la calle.

-Podría haber sido uno de los niños pequeños -decía Aquiles-. Necesitamos a un policía aquí para que vigile el tráfico. Ese conductor nunca habría sido tan descuidado si hubiera habido un poli.

La mujer asintió.

-Podría haber sido horrible. Decían que tenía la mitad de las costillas rotas y un pulmón perforado -comentó apesadumbrada, mientras retorcía las manos.

-La gente empieza a hacer cola cuando todavía está oscuro. Es peligroso. ¿No pueden poner una luz aquí fuera? Tengo que pensar en mis niños -arguyó Aquiles-. ¿No quiere usted que mis niños pequeños estén a salvo? ¿O tal vez sea yo el único que se preocupa por ellos?

La mujer murmuró algo sobre dinero y que el comedor no tenía un gran presupuesto. Poke contaba los niños en la puerta, y Sargento los conducía a la calle.

Bean, al ver que Aquiles intentaba conseguir que los adultos los protegieran en la cola, decidió que era el momento de hacer algo provechoso. Como esta mujer era compasiva y Bean era, con diferencia, el niño más pequeño, sabía que tenía más poder sobre ella. Se le acercó, y se abrazó a su falda de lana.

-Gracias por cuidarnos -dijo-. Es la primera vez que entro en un comedor de verdad. Papá Aquiles nos dijo que usted nos mantendría a salvo, para que los pequeños podamos comer aquí todos los días.

-¡Oh, pobrecito! Oh, mírate -exclamó la mujer, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro-. Oh, oh, pobrecillo.

Lo abrazó. Aquiles los observó, sonriendo.

-Tengo que cuidar de ellos -resolvió en voz baja-. Tengo que mantenerlos a salvo. Entonces condujo a su familia (ya no era de ningún modo la banda de Poke) a la

calle, y todos se alejaron del comedor de Helga marchando en fila. Hasta que doblaron la esquina y entonces echaron a correr como locos, agarrados de la mano y distanciándose tanto como les fue posible del comedor. Durante el resto del día iban a tener que procurar no llamar la atención. Los matones los estarían buscando en grupos de dos y tres.

Pero podían no llamar la atención, porque no necesitaban buscar comida hoy. La sopa ya les había dado más calorías de las que solían conseguir y tenían el pan.

Naturalmente, buena parte de ese pan pertenecía a Aquiles, que no había comido sopa. Cada uno de los niños ofreció su pan con reverencia a su nuevo papá; él tomó un bocado de cada uno, masticó lentamente y lo engulló antes de aceptar el siguiente. Fue un ritual bastante largo. Aquiles tomó un bocado de cada pieza de pan, excepto de dos: el de Poke y el de Bean.

-Gracias -dijo Poke.

Era tan estúpida que pensaba que era un gesto de respeto. Bean sabia que no. Al no comer su pan, Aquiles los mantenía al margen de la familia. Estamos muertos, pensó.

Por eso Bean permaneció con la boca cerrada y no molestó a nadie durante las siguientes semanas. Por eso nunca se quedó solo. Siempre estaba al alcance de uno de los otros niños.

Pero no se acercaba a Poke. Era una imagen que no quería que nadie asociara en su memoria: Bean relacionándose con Poke.

Desde la segunda mañana, el comedor de caridad de Helga tuvo un adulto vigilando fuera, y un nuevo aplique de luz desde la tercera. Al final de la semana, el guardián adulto era ya un policía. Aun así, Aquiles nunca hacía salir a su grupo de su escondite hasta que el adulto se encontraba en su puesto; luego toda la familia desfilaba hasta la cola, y él daba las gracias una y otra vez al matón que ocupaba el primer lugar por ayudarle a cuidar de sus hijos guardándoles un sitio.

Pero a todos les resultaba difícil aguantar la mirada constante de los matones. Tenían que comportarse mientras el guardián los vigilaba, pero sus mentes estaban cargadas de

odio.

Sin embargo, la situación no mejoró. Los matones no se acostumbraron, a pesar de

las vacilantes promesas de Aquiles de que así sería. Y aunque Bean estaba decidido a no ganar protagonismo, sabía que había que tomar medidas para que los matones olvidaran su odio, y Aquiles, que creía que la guerra se había acabado y había conseguido la victoria, no iba a pasar a la acción.

Así que una mañana, Bean ocupó su puesto en la cola y se retrasó a propósito para ser el último de la familia. Normalmente Poke ocupaba ese lugar; de este modo, pretendía demostrar a todo el mundo que su misión era guiar a los últimos. Pero en esta ocasión Bean ocupó su lugar, con la mirada llena de odio de un matón que tendría que haberse apropiado de la primera posición quemándole la cabeza.

Justo en la puerta, donde se encontraba la mujer con Aquiles, ambos orgullosos de su familia, Bean se volvió para mirar al matón que tenía detrás y preguntó, en voz alta:

-¿Dónde están tus niños? ¿Cómo es que no traes a tus hijos al comedor?

El matón habría replicado alguna grosería, pero la mujer de la puerta lo miró alzando las cejas.

-¿También cuidas niños? -preguntó. Era obvio que le encantaba la idea y quería que la respuesta fuera afirmativa. Y por estúpido que fuera este matón, sabía que era bueno complacer a los adultos que daban comida.

-Claro que sí-contestó.

-Bueno, puedes traerlos, ¿sabes? Igual que papá Aquiles. Siempre nos alegra ver a niños pequeños.

Bean volvió a intervenir.

-¡Dejan que la gente que trae niños pequeños entre primero!

-¿Sabes? Es una gran idea -manifestó la mujer-. Creo que lo convertiremos en norma. Ahora avanzad, estamos haciendo esperar a los niños hambrientos.

Bean ni siquiera miró a Aquiles mientras entraba.

Más tarde, después del desayuno, mientras realizaban el ritual de entregar el pan a Aquiles, Bean hizo el amago de ofrecer su pan de nuevo aunque con ello se arriesgaba a que todo el mundo recordara que Aquiles nunca aceptaba su parte. Sin embargo, hoy tenía que averiguar como lo valoraba Aquiles, por haber sido tan osado y molesto.

-Si todos traen a niños pequeños, se quedarán sin sopa antes -dijo Aquiles con frialdad. Sus ojos no revelaron nada, ...pero esto también era un mensaje.

-Si todos se convienen en papas -dijo Bean-, no intentarán matarnos.

Con eso, los ojos de Aquiles cobraron un poco de vida. Extendió la mano y tomó el pan de Bean. Lo mordió y arrancó un buen pedazo. Más de la mitad. Se lo metió en la boca y masticó despacio, y luego le devolvió el resto.

Por este motivo, Bean estuvo todo el día hambriento, pero mereció la pena. Ello no significaba que Aquiles no fuera a matarlo algún día, pero al menos ya era un miembro más de la familia. Y aquel resto de pan era mucha más comida de la que solía conseguir en un día. O en una semana, para el caso.

Estaba ganando peso. Le estaban volviendo a crecer los músculos de los brazos y las piernas. No se cansaba sólo con cruzar la calle. Ahora podía mantener mejor el ritmo, cuando los otros echaban a correr. Todos se sentían más enérgicos. Estaban sanos, comparados con los pilluelos callejeros que no tenían papá. Todos podían notarlo. A los otros matones no les supondría ningún problema reclutar sus propias familias.

Sor Carlotta era reclutadora del programa de entrenamiento para niños de la Flota Internacional. Esta actividad había sido duramente criticada en su orden, y al final había logrado salirse con la suya amparándose en el Tratado de Defensa de la Tierra, lo cual constituía una velada amenaza. Si denunciaba a la orden por obstruir su trabajo para la EL, la orden perdería sus privilegios de exención de impuestos y reclutamiento. Sin embargo, ella era consciente de que cuando la guerra terminase y expirara el tratado, sin duda sería una monja en busca de hogar, pues no habría sitio para ella entre las Hermanas de San Nicolás.

Pero sabía que su misión en la vida era cuidar de los niños pequeños, y tal como ella lo veía, si los insectores ganaban la próxima etapa de la guerra, todos los niños pequeños de la Tierra morirían. Obviamente, Dios no querría que eso sucediera... Sin embargo, desde su punto de vista, al menos, Dios no deseaba que sus siervos esperaran sentados a que obrara milagros para salvarlos. Quería que sus siervos trabajaran lo mejor posible para hacer el bien. Y por este motivo su misión, como Hermana de San Nicolás, era usar su formación en el desarrollo infantil para servir a la causa bélica. Mientras la F.I. pensara que merecía la pena reclutar a niños extraordinariamente dotados para funciones de mando en futuras batallas, ella ayudaría a encontrarlos, en especial a aquellos que fácilmente serían pasados por alto. Nunca prestaban atención a algo tan infructuoso como esculcar las sucias calles de cada ciudad superpoblada del mundo, en busca de los malnutridos niños salvajes que mendigaban y robaban y se morían allí de hambre; de hecho, la posibilidad de encontrar a un niño con la inteligencia, la capacidad y el carácter para abrirse un hueco en la Escuela de Batalla era remota.

No obstante, para Dios todo era posible. ¿No decía que los d��biles se volverían fuertes, y los fuertes débiles? ¿No nació Jesús de un humilde carpintero y su esposa en la provincia remota de Galilea? La genialidad de los niños nacidos del privilegio y el acomodo, o incluso de la mera suficiencia, difícilmente mostraría el milagroso poder de Dios. Y ése era el milagro que ella estaba buscando. Dios había creado a la humanidad a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó. Ningún insector de otro planeta iba a destruir la obra de Dios.

A pesar de todo, a lo largo de los años su entusiasmo, si no su fe, había menguado un poco. Ni un solo niño había conseguido tener más que un éxito mínimo en las pruebas. En efecto, se sacaba a aquellos niños de la calle y se les entrenaba, pero no en la Escuela de Batalla. No se les preparaba para que salvaran al mundo. Así que empezó a pensar que su verdadero trabajo era otro tipo de milagro: dar esperanza a los niños, encontrar unos cuantos que rescatar del abismo, para que recibieran un trato especial por parte de las autoridades locales. Se encargaba de señalar a los niños más prometedores, y luego enviaba un correo electrónico a las autoridades. Algunos de sus primeros éxitos se habían graduado ya en la universidad: decían que debían sus vidas a sor Carlotta, pero ella sabía que se la debían a Dios.

Entonces llegó la llamada de Helga Braun en Rotterdam, quien le comunicaba ciertos cambios que habían experimentado los niños que acudían a su comedor de caridad. Civilización, lo había llamado. Los niños, por su cuenta, se estaban volviendo civilizados.

Sor Carlotta acudió de inmediato, para ver algo que parecía un milagro. Y en efecto, cuando lo contempló con sus propios ojos, apenas nudo creerlo. La cola para el desayuno rebosaba ahora de niños pequeños. Los mayores, en vez de abrirse paso a empujones e intimidarlos para que ni siquiera se molestaran en intentarlo, los conducían, los protegían,

se aseguraban de que cada uno obtuviera su parte. Helga se dejó llevar por el pánico al principio, temerosa de quedarse sin comida... No obstante, descubrió que cuando los benefactores potenciales vieron cómo actuaban estos niños, los donativos aumentaron. Ahora siempre había de sobra... por no mencionar la gran cantidad de voluntarios que colaboraban.

-Estaba al borde de la desesperación -le dijo a sor Carlotta-. Ese día me dijeron que un camión había arrollado a uno de los niños y le había roto las costillas. Naturalmente era mentira, pero allí estaba, justo en la cola. Ni siquiera trataron de ocultármelo. Iba a rendirme. Iba a encomendar a los niños a Dios y a irme a vivir con mi hijo mayor a Frankfurt, donde no existe ningún tratado que obligue al gobierno a aceptar a todos los refugiados de cualquier parte del globo.

-Me alegra que no lo hiciera -dijo sor Carlotta-. No se les puede encomendar a Dios, cuando Dios nos los ha encomendado a nosotros.

-Bueno, eso es lo más curioso. Tal vez a causa de la pelea que hubo en la cola, esos niños tomaron conciencia de la vida tan horrorosa que llevaban, pues ese mismo día uno de los niños mayores... el más débil, con una pierna mala, lo llaman Aquiles... bueno, supongo que yo le puse ese nombre hace muchos años, porque Aquiles tenía un talón débil, ya sabe... Aquiles, bueno, apareció en la cola con un grupo de niños pequeños. Me pidió protección, advirtiéndome de lo que le había ocurrido a aquel pobre chico de las costillas rotas... ése al que yo llamo Ulises, porque deambula de comedor en comedor. Sigue en el hospital, tenía las costillas completamente aplastadas, ¿puede creer semejante brutalidad? Pues bien, Aquiles me advirtió que lo mismo podía pasarle a los pequeños, así que hice un esfuerzo, salí temprano para vigilar la cola, y conseguí que la policía por fin me concediera un hombre, voluntarios fuera de servicio al principio, con paga parcial, pero ahora ya forman parte del cuerpo... Debería haber supuesto que yo tendría que vigilar la cola todo el tiempo, pero ¿no comprende? No servía de nada porque ellos no intimidaban en la cola, lo hacían donde yo no podía ver, así que no importaba cómo los vigilara, eran siempre los niños más grandes y malvados los que acababan en la cola, y sí, sé que son también hijos de Dios y les di de comer y traté de predicar el evangelio mientras comían, pero estaba perdiendo fuerzas. Eran muy despiadados, carecían de toda compasión, pero Aquiles fue y se encargó de un grupo entero de niños, entre los que se encontraba un niño muy pequeño, el crío más pequeño que había visto jamás en las calles. Me partió el corazón, lo llaman Bean, es tan pequeño... Debía de tener dos años, aunque desde entonces he descubierto que él piensa que tiene cuatro, y habla como si tuviera diez al menos, es muy precoz, supongo que por eso ha vivido tanto tiempo hasta conseguir la protección de Aquiles. Pero era sólo piel y huesos, la gente dice eso cuando alguien es flaco, pero en el caso del pequeño Bean, era cierto, no sé cómo tenía músculos suficientes para caminar, para estar de pie, sus brazos y piernas eran tan delgados como una hormiga... ¿no es horrible? ¿Compararlo con los insectores? O debería hablar de fórmicos, ya que ahora dicen que insector es una palabra fea en inglés, aunque la F.I. Común no es inglés*, aunque empezara así, ¿no cree?

-Bien, Helga, me estaba contando que todo empezó con ese tal Aquiles.

-Llámeme Hazie. Ahora somos amigas, ¿no? -dijo, agarrando la mano de sor

Carlotta-. Tiene que ver a ese chico. ¡Valor! ¡Tenga vista! Hágale las pruebas, sor Carlotta.

¡Es un líder de hombres! ¡Un civilizador!

* Insectores, en inglés es bugger. Equivaldría a jodedores o a maricas. (N. del T.)

Sor Carlotta no señaló que los civilizadores a menudo no eran buenos soldados. Era suficiente que el muchacho fuera interesante, y no había reparado en él la primera vez. Eso le servía de recordatorio: tenía que ser concienzuda.

En la oscuridad del amanecer, sor Carlotta llegó a la puerta donde se había formado ya la cola. Helga la llamó, y luego señaló con un gesto ampuloso a un jovencito con bastante buen aspecto rodeado de niños más pequeños. Sólo cuando se acercó y lo vio dar un par de pasos, advirtió el mal estado en que se encontraba su pierna derecha. Trató de realizar un diagnóstico. ¿Un caso de polio? ¿Un pie zambo, no corregido a tiempo? ¿Una rotura que no había soldado bien?

Apenas importaba. La Escuela de Batalla no iba a aceptarlo con esa lesión.

Entonces, en los ojos de los niños, percibió la adoración que sentían por el joven a quien llamaban papá; el deseo de que les aprobara. Pocos hombres adultos eran buenos padres. Este muchacho de... (¿cuántos, once, doce años?) ya había aprendido a ser un padre extraordinariamente bueno. Protector, proveedor, rey, dios de sus pequeños. Lo que hagáis a alguno de estos pequeños, me lo habréis hecho a mí. Cristo ocupaba un lugar especial en lo más profundo de su corazón para este Aquiles. Por lo tanto, lo pondría a prueba, y tal vez pudieran corregir su pierna; si no lo conseguía, sin duda encontraría sitio para él en algún buen colegio de una de las ciudades de Holanda, perdón, el Territorio Internacional, que no estuviera completamente abrumado por la desesperada pobreza de los refugiados.

Él se negó.

-No puedo dejar a mis hijos -dijo.

-Pero seguro que alguno de los demás podrá cuidarlos. Una niña, vestida como si fuera un niño, intervino.

-¡Yo puedo!

Pero estaba claro que no podía: era demasiado pequeña. Aquiles tenía razón. Sus hijos dependían de él, y dejarlos sería una irresponsabilidad. El motivo por el que estaba aquí era porque era civilizado; los hombres civilizados no dejan a sus hijos.

-Entonces yo vendré a ti -resolvió ella-. En cuanto hayáis comido, llévame al lugar donde pasáis el día, y dejad que os enseñe a todos unas cuantas cosas del colegio. Sólo durante unos días, pero eso bastará, ¿de acuerdo?

Sí, eso bastaría. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sor Carlotta impartió clase a un grupo de niños. Y nunca había tenido una clase como ésta. Justo cuando su trabajo había empezado a parecer inútil, incluso para ella misma, Dios le brindaba esa oportunidad. Puede que incluso ocurriera un milagro. ¿No era el oficio de Cristo hacer andar a los cojos? Sin duda, si Aquiles salía bien de las pruebas, Dios dejaría que le arreglaran la pierna, dejaría que estuviera al alcance de la medicina.

-La escuela está bien -constató Aquiles-. Ninguno de estos pequeños sabe leer. Naturalmente, sor Carlotta era consciente de que, si Aquiles sabía leer, desde luego

que no lo hacía bien.

Pero por algún motivo, quizás por algún movimiento imperceptible, cuando Aquiles afirmó que ninguno de los pequeños sabía leer, el más pequeño de todos, el que llamaban Bean, llamó su atención. Ella lo miró a los ojos, que chispeaban como si fueran distantes fuegos de campamento en una noche negra, y supo que él sí sabía leer. Supo, sin saber cómo, que no se trataba de Aquiles, que Dios la había enviado a conocer a este pequeño.

Se estremeció, librándose de la sensación. Era Aquiles quien era el civilizador, quien hacía el trabajo de Cristo. Era el líder que la EL, querría, no el más débil y pequeño de los discípulos.

Bean permaneció lo más callado que pudo durante las clases en la escuela; nunca abría la boca, no respondía jamás, aunque sor Carlotta trató de insistir en ello. Sabía que le perjudicaría el hecho de que nadie supiera que ya sabía leer y contar, y que comprendía todos los lenguajes que se hablaban en la calle, pues se apropiaba de los nuevos idiomas como otros niños se apropiaban de unas piedras. Fuera lo que fuese que sor Carlotta estaba haciendo, fueran cuales fuesen los regalos que tenía que repartir, si los otros niños llegaban a sospechar que Bean intentaba hacerse el listo, adelantarse a ellos, él sabía que nunca regresaría a la escuela. Y aunque ella enseñaba principalmente conocimientos que él ya poseía, sus alumnos podrían sacar mucho más de sus lecciones, y quizás adentrarse en un mundo más amplio, de gran pericia y sabiduría. Ningún adulto se había entretenido jamás en hablarles así, y él se relamía con el sonido del lenguaje culto bien hablado. Cuando ella enseñaba lo hacía en la F.I. Común, naturalmente, pues era parte del lenguaje de la calle, pero como muchos de los ni��os habían aprendido también holandés y algunos incluso tenían el holandés como lengua materna, a menudo explicaba las cuestiones más difíciles en ese idioma. Cuando se sentía frustrada, y murmuraba entre dientes, lo hacía en español, el idioma de los mercaderes de Jonker Frans Straat, y Bean trataba de desentrañar el significado de las nuevas palabras que ella murmuraba. Sus conocimientos eran un auténtico festín, y si él se quedaba callado, podría asistir al banquete.

Sin embargo, sólo llevaban una semana de escuela cuando cometió un error. Ella les repartió unos papeles con una serie de anotaciones. Bean leyó su papel de inmediato. Era una prueba y las instrucciones decían que había que señalar con un círculo la respuesta correcta de cada pregunta. Así que empezó a marcarlas, una a una, y ya iba por la mitad de la página cuando advirtió que todo el grupo había guardado silencio.

Todos lo miraban, porque eso era lo que hacía sor Carlotta.

-¿Qué estás haciendo, Bean? -preguntó ella-. Ni siquiera os he dicho todavía en qué consiste la prueba. Por favor, entrégame tu papel.

Qué estúpido, despistado y descuidado había sido... Si moría por ello, se lo habría ganado a pulso.

Entregó el papel.

Ella lo miró, y luego lo miró a él, con mucha atención.

-Termínalo -le ordenó.

Bean recuperó el papel. Su lápiz gravitó sobre la página. Fingió estar esforzándose con las respuestas.

-Has respondido a las quince primeras preguntas en un minuto y medio -dijo sor Carlotta-. Por favor, no esperes que me crea que de repente te resulta difícil la siguiente cuestión.

Su voz era seca y sarcástica.

-No puedo hacerlo -dijo él-. Sólo estaba jugando.

-No me mientas -dijo Carlotta-. Haz el resto.

Él se rindió y las resolvió todas. No tardó mucho. Eran fáciles. Entregó el papel. Ella le echó una ojeada y no dijo nada.

-Espero que el resto aguarde hasta que yo termine de explicar las instrucciones y os lea las preguntas. Si tratáis de adivinar por vuestra cuenta lo que significan las palabras difíciles, tendréis mal todas las respuestas.

Entonces se puso a leer en voz alta cada pregunta y todas las respuestas posibles. Sólo

entonces los otros niños pudieron marcar la que les parecía correcta.

Después de eso, sor Carlotta no dijo nada que llamara la atención de Bean, pero el daño estaba hecho. En cuanto terminó la escuela, Sargento se acercó a Bean.

-Así que sabes leer -dijo. Bean se encogió de hombros.

-Nos has estado engañando -dijo Sargento.

-Nunca dije que no supiera.

-Nos has engañado a todos. ¿Por qué no nos enseñaste?

Porque trataba de sobrevivir, dijo Bean para sí. Porque no quería recordarle a Aquiles que yo fui el listo a quien se le ocurrió el plan original, el plan que le proporcionó su familia. Si recuerda eso, también recordará que fui yo quien le dijo a Poke que lo matara.

La única respuesta que llegó a dar fue encogerse de hombros. -No me gusta que nadie nos engañe.

Sargento le soltó una patada.

A Bean no había que darle las cosas mascadas. Se levantó y se apartó del grupo. La escuela se había acabado para él. Tal vez el desayuno también. Tendría que esperar hasta el día siguiente para averiguarlo.

Se pasó la tarde solo en las calles. Tenía que andar con cuidado. Al ser el miembro más pequeño y menos importante de la familia de Aquiles, podrían no haber reparado en él. Pero lo más probable era que aquellos que odiaban a Aquiles ya consideraran a Bean uno de los miembros más distinguidos de su banda. Podría incluso habérseles metido en la cabeza que matar a Bean o molerlo a palos y dejarlo por ahí tirado sería una buena advertencia para transmitirle a Aquiles que lo odiaban todavía, aunque la vida fuera mejor para todo el mundo.

Bean sabía que había un montón de matones que pensaban así. Sobre todo los que no podían mantener a una familia, porque seguían siendo demasiado duros con los niños pequeños. Los pequeños aprendían rápidamente que cuando un papá se volvía demasiado desagradable, podían castigarlo dejándolo solo en los desayunos y uniéndose a otra familia. Comían ante él. Tendrían la protección de otro. Él comería el último. Si se quedaban sin comida, no se llevaría nada, y a Helga ni siquiera le importaría, porque él no era un papá, él no cuidaba de los pequeños. Así que aquellos matones, los marginados, odiaban la forma en que funcionaba el mundo hoy en día, y no olvidaban que fue Aquiles quien lo había cam- biado todo. Tampoco podían ir a cualquier otro comedor: había corrido la voz entre los adultos que daban comida, y ahora todos los comedores tenían como norma que los primeros de la cola debían ser los grupos con niños más pequeños. Si no podías mantener a una familia, pasabas bastante hambre. Y nadie te hacía caso.

De todas formas, Bean no pudo resistir a la tentación de acercarse a alguna de las otras familias para oírlos charlar. Para descubrir cómo funcionaban los otros grupos.

No le resultó difícil descubrirlo: no funcionaban tan bien. Aquiles era un buen líder, en efecto. El acto de compartir el pan... Ninguno de los otros grupos lo hacía. Pero había muchos castigos; así, por ejemplo el matón golpeaba a los niños que no hacían lo que él quería. Les quitaba el pan porque no hacían algo, o no lo hacían lo bastante rápido.

Poke había elegido bien, después de todo. Por pura suerte, o tal vez no era tan estúpida. Porque había elegido no sólo al matón más débil, el más fácil de derrotar, sino también al más listo, el que comprendía cómo ganarse la lealtad de los demás y conservarla. Todo lo que necesitaba Aquiles era una oportunidad.

Pero Aquiles no compartía el pan de Poke, y ahora ella empezaba a darse cuenta de

que eso era malo, nada bueno. Bean podía advertirlo en su rostro cuando observaba a los demás compartiéndolo con Aquiles. Como ahora tomaba sopa (Helga se la llevaba a la puerta), tomaba trozos mucho más pequeños, y en vez de morderlos los agarraba con las manos y se los comía con una sonrisa. A Poke nunca le había dedicado una sonrisa. Aquiles no iba a perdonarla nunca, y Bean podía ver que ella empezaba a resentirse de la situación. Pues ahora Poke amaba a Aquiles, como lo hacían todos los demás niños, y la forma en que él la marginaba era como una crueldad.

Tal vez eso le basta, pensó Bean. Tal vez en eso consiste su venganza.

Bean estaba acurrucado tras un quiosco cuando varios matones iniciaron una conversación cerca de él.

-No deja de alardear cómo Aquiles va a pagar lo que le hizo.

-Oh, ya, Ulises lo va a castigar, seguro.

-Bueno, tal vez no directamente.

-Aquiles y su estúpida familia lo harán pedazos. Y esta vez no apuntarán al pecho. Es lo que dijo, ¿no? Le abrirá la cabeza y esparcerá sus sesos por la calle, eso es lo que hará Aquiles.

-Es sólo un lisiado.

-Aquiles es un triunfador nato. Olvídalo.

-Espero que Ulises lo consiga. Que lo mate, del tirón. Y entonces ninguno de nosotros aceptará a sus hijos de puta. ¿Entendéis? Que se mueran todos. Que los tiren al río.

La charla continuó hasta que los niños se apartaron del quiosco. Entonces Bean se levantó y fue a buscar a Aquiles.

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