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A las siete menos diez de la tarde, Tina se encontraba de nuevo entre bastidores, en la sala de espectáculos. El lugar estaba relativamente tranquilo, excepción hecha del apagado y oceánico rugido de la muchedumbre de VIP que aguardaban en la sala principal, dentrás del telón de terciopelo.
Se habían cursado mil ochocientas invitaciones -los que movían los hilos en Las Vegas, además de otras personas importantes de fuera de la ciudad- y más de mil quinientos habían devuelto sus tarjetas de aceptación, tal y como se les había pedido. Los camareros, con chaquetillas blancas; las camareras, con sus almidonados uniformes azules, y unos diligentes ayudantes habían comenzado a servir a los comensales el filet mignon.
A las siete y media, la zona entre bastidores bullía de actividad. Los técnicos realizaban una doble comprobación de los decorados móviles, las conexiones eléctricas y las bombas hidráulicas que subían y bajaban algunas partes del escenario. Los empleados contaban y preparaban los accesorios. Las mujeres del vestuario remendaban desgarrones y cosían dobladillos descosidos que se habían encontrado a última hora. Las peluqueras y los técnicos de iluminación se precipitaban a cumplir tareas de último momento. Los bailarines, que llevaban esmoquin negro para el número de apertura, aguardaban tensos, toda una colección de tipos esbeltos y guapos, a los que resultaba agradable mirar.
Docenas de hermosas chicas del coro se hallaban también entre bastidores. Algunas llevaban satén y encajes. Otras, terciopelos y falsos diamantes o plumas y lentejuelas o pieles. Muchas se encontraban aún en los vestidores comunes, mientras otras chicas, ya con sus trajes, aguardaban en los pasillos cerca del escenario, y, entre tanto, hablaban de sus niños, maridos, novios o recetas, como si se tratase de secretarias en el descanso para tomarse un café, y no algunas de las mujeres más hermosas y encantadoras del mundo.
Tina deseaba encontrarse entre bastidores durante el espectáculo; pero sabía que ya no quedaba nada que ella pudiera hacer. Magyck! se hallaba ahora en manos de los intérpretes y de los técnicos.
Veinticinco minutos antes de la hora señalada, Tina abandonó el escenario y se dirigió a la ruidosa sala. Se encaminó hacia los palcos centrales en la fila de los VIP, donde Charles Mainway, el director general y principal accionista del «Desert Mirage Hotel», la aguardaba.
Primero, se detuvo en el palco contiguo al de Mainway. Joel Bandiri se encontraba en él con Eva, su mujer desde hacía ocho años, y un par de amigos. Eva tenía veintinueve años, diecisiete menos que Joel, y, con su metro setenta, era diez centímetros más alta que él. Se trataba de una antigua corista, rubia, esbelta, de delicada belleza. Oprimió la mano de Tina con suavidad.
-No te preocupes. Eres demasiado buena en tu trabajo para que pienses siquiera en el fracaso.
-Hemos conseguido un exitazo -le aseguró Joel a Tina una vez más.
En el palco semicircular de al lado, Charles Mainway se desenvolvía como si se considerase un artistócrata. Su melena de plateado cabello y sus claros ojos azules contribuían a la imagen que deseaba proyectar. Sin embargo, su rostro contradecía el aspecto de hombre de la aristocracia. Sus rasgos físicos eran grandes, cuadrados y pronunciados, sin la menor evidencia de sangre patricia. Saludó a Tina con entusiasmo; pero, a pesar de las suavizadoras influencias de los maestros de elocución, su voz, de un natural grave y bajo, hacía pensar a Tina en tiempos difíciles y en la vida en las calles.
Cuando Tina se deslizó en el palco, al lado de Mainway, un maítre en esmoquin apareció y sirvió una copa de «Dom Perignon» a Tina.
Helen Mainway, la esposa de Charlie, se sentó a su izquierda.
Helen era, casi por naturaleza, todo aquello que Charlie se esforzaba en ser: modales exquisitos e impecables, sofisticación, gracia, con gusto y confianza absoluta en cualquier tipo de situación. Era una mujer notable, alta y delgada, de cincuenta y cinco años, aunque lucía la apariencia de ser una bien conservada mujer de sólo cuarenta.
-Tina, querida. Deseo que conozcas a un amigo nuestro -dijo
Helen, al tiempo que le señalaba a la última persona del palco-. Es Elliot Stryker. Elliot, esta encantadora damita es Christina Evans, la mano directora que hay detrás de Magyck!
-Una de las dos manos directoras -la corrigió Tina-. Joel Baldiri es más responsable del espectáculo que yo..., en especial si constituye un fracaso.
Stryker se echó a reír.
-Encantado de conocerla, Mrs. Evans.
-Llámame Tina -repuso.
-Pues a mí debes llamarme Elliot.
Se trataba de un hombre enjuto, atractivo, ni gordo ni delgado, de unos cuarenta años. Sus oscuros ojos se movían rápidos, y eran inteligentes y divertidos.
-Elliot es mi abogado -explicó Charlie Mainway.
-Oh -exclamó Tina-. Pensaba que lo era Harry Simpson...
-Harry es el abogado del hotel. Elliot es quien lleva mis negocios particulares.
-Y los lleva muy bien -añadió Helen-. Tina, si necesitas un buen abogado, estás delante del mejor que hay en Las Vegas.
Stryker se dirigió a Tina:
-Pero si lo que necesitas son halagos..., y estoy seguro de que recibes un montón de ellos, con lo maravillosa que eres, nadie en Las Vegas puede lisonjear a cualquiera con más encanto y estilo que Helen...
-¿Te das cuenta de lo que acaba de hacer? -preguntó Helen a Tina-. Con sólo una frase ha conseguido halagarme a ti y a mí,. además de impresionarnos a todos con su modestia. ¿Te percatas del estupendo abogado que es?
-Pues imagínatelo defendiendo algo ante los tribunales -terció Charlie.
-Y además tiene un excelente carácter -concluyó Helen.
Stryker sonrió a Tina:
-Sin embargo, ya ves, por muy buen carácter que yo tenga, no puedo ni parecerme a estos dos.
Siguieron conversando de temas agradables e intranscendentes durante los siguientes quince minutos, y nada de lo que hablaron se relacionó con Magyck!; Tina era consciente de que trataban de quitarle de la cabeza la representación, y les agradeció mucho sus esfuerzos.
De todos modos, por muy divertida y relajada que fuese aquella conversación, o por mucha cantidad de «Dom Perignon» helado que le sirvieran, nada podía apartarla de la excitación que se formó en la sala cuando se alzó el telón. A medida que los minutos pasaban, la nube de humo de cigarrillos que había por encima de sus cabezas se hacía cada vez más densa. Camareras, camareros y maitres iban y venían, tratando de atender las peticiones de bebidas antes de que el espectáculo comenzara. El rugido de las conversaciones se hizo más intenso a medida que los segundos transcurrían, y el ruido se volvió más frenético, más alegre y salpicado por risas con mayor frecuencia.
De alguna forma, aunque parte de su atención se viera atraída por el estado de ánimo de la multitud, y por Helen y Charlie, Tina era consciente, sobre todo, de la reacción que Elliot Stryker había experimentado ante ella. No hizo una gran demostración de hallarse interesado por ella más de lo normal; pero, en sus ojos, se evidenciaba la atracción que Tina había despertado en él. Debajo de aquel exterior cordial, ingenioso, y algo frío, su respuesta secreta era la de un saludable animal macho, y la conciencia que ella tenía al respecto era más instintiva que intelectual, como la respuesta de una yegua a los primeros y leves movimientos de deseo de un semental.
Hacía año y medio, tal vez dos años, que un hombre no la miraba de esa manera. O, quizá, sólo se trataba de que aquélla era la primera vez en todos aquellos meses en que había sido consciente de ser mirada así. Las peleas con Michael, el hacer frente al choque de la separación y del divorcio, el dolor por Danny, si todo aquello se ponía junto a lo de Joel Baldiri y el espectáculo..., todas aquellas cosas habían llenado sus días y sus noches de una forma tan plena, que no había tenido la menor posibilidad de pensar en un romance.
Había sentido que respondía al inexpresado anhelo de los ahumados ojos de Elliot y, de repente, se sintió excitada y cálida, entonces pensó: «¡Dios mío, cómo me estaba dejando marchitar! ¿Cómo he podido olvidarme de eso?»
Ahora que ya había pasado más de un año doliéndose por su roto matrimonio y por la pérdida de su hijo; ahora que Magyck! era casi pasado ya, tendría tiempo de volver a ser de nuevo una mujer. Ella se buscaría el tiempo. ¿Tiempo para Elliot Stryker? No estaba segura de eso. Tampoco necesitaba salir a la carrera en busca de placeres olvidados. No tenía que brincar ante el primer hombre que la deseara. Seguramente, aquello no sería la cosa más inteligente que cupiese hacer. Por otra parte, él era bastante atractivo. Y su rostro reflejaba una atractiva gentileza. Tuvo que admitir que había encendido en ella los mismos sentimientos que, en apariencia, ella había hecho arder en él.
Aquella velada empezaba a prometer que sería mucho más interesante de cuanto había esperado.