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A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO X

-No creo que tenga mucho sentido el discutir sobre lo que ocurrió en el pasado -dijo

Frigate-. Creo que deberíamos hacer algo acerca de nuestra situación actual. Burton se puso en pie.

¡Tienes razón, yanki! Necesitamos techo sobre nuestras cabezas, herramientas,

¡y Dios sabe cuántas otras cosas! Pero primero creo que deberíamos dar una buena ojeada a las ciudades de las llanuras y ver lo que están haciendo los ciudadanos.

En aquel momento, Alice salió de entre los árboles de la colina situada sobre ellos.

Frigate fue el primero en verla. Se echó a reír.

¡Lo último en la moda femenina!

Ella había cortado hojas largas de hierba con sus tijeras, entretejiéndolas hasta formar un conjunto de dos piezas. Una era una especie de poncho que le cubría los senos, y la otra una falda que le caía hasta las pantorrillas.

El efecto era extraño, aunque podría haberse esperado. Cuando estaba desnuda, la cabeza sin cabello no le restaba mucho de su feminidad y belleza, pero con la vestimenta verde, abultada e informe, su rostro se había convertido en masculino y feo.

Las otras mujeres se agruparon a su alrededor y examinaron el entretejido de la hierba y el cinturón, también de hierbas, que aseguraba la falda.

Pica mucho y es muy poco cómodo -dijo Alice-, pero es decente. Es lo único que puedo decir en su favor.

Aparentemente, no eras sincera cuando hablabas de que no te importaba la

desnudez en un lugar en el que todos iban desnudos -indicó Burton. Alice lo miró friamente y contestó:

Espero que todo el mundo use algo así. Es decir, todo hombre y mujer decentes.

Ya me imaginaba que la señora Grundy sacaría su fea cabeza por aquí -le replicó

Burton.

Fue un shock el encontrarse entre tanta gente desnuda -intervino Frigate-. Eso a pesar de que el ir desnudos por la playa y en la casa de uno se convirtió en cosa común a finales de la década de los ochenta. Pero no pasó mucho antes de que

todo el mundo se hubiera acostumbrado a ello. Todo el mundo excepto los

incurablemente neuróticos, supongo.

Burton se volvió y habló con las otras mujeres.

¿Qué es lo que dicen ustedes, señoras? ¿Van a llevar ustedes esos montones de heno feos y picantes sólo porque un miembro de su sexo ha decidido repentinamente que vuelve a tener partes íntimas? ¿Puede convertirse en íntimo algo que ya ha sido tan público?

Loghu, Tanya y Alice no le comprendieron porque hablaba en italiano. Lo repitió en inglés, a beneficio de estas dos últimas. Alice se ruborizó y exclamó:

Lo que lleve puesto es asunto mío. ¡Si alguien desea ir desnudo cuando yo vaya decentemente cubierta, bueno...!

Loghu no había comprendido una sola palabra, pero se daba cuenta de lo que

estaba sucediendo. Se echó a reír, y se marchó. Las otras mujeres parecían estar tratando de imaginar lo que harían las demás. La fealdad y lo poco confortable de la ropa no era lo que estaba en juego.

Mientras ustedes, señoras, están tratando de decidirse -dijo Burton-, sería muy bueno si tomasen un cubo de bambú y vinieran con nosotros al río. Podemos bañarnos, llenar los cubos de agua, averiguar cuál es la situación en las llanuras, y

regresar aquí. Quizá podamos construir varias casas, o abrigos temporales, antes

de que caiga la noche.

Iniciaron el camino colina abajo, abriéndose paso entre la hierba y llevando con ellos sus cilindros, armas de calcedonia, lanzas de bambú y cubos. No habían ido

muy lejos cuando se encontraron con un cierto número de personas.

Aparentemente, muchos habitantes de la llanura habían decidido trasladarse. Y no sólo esto, sino que algunos habían encontrado también calcedonia y se habían

hecho armas y herramientas. Habían aprendido la técnica de trabajar la piedra de alguien, posiblemente otros primitivos de la zona. Hasta el momento, Burton solo había visto a dos especímenes que no fueran homo sapiens, y ambos estaban con él. Pero, fuera donde fuese que se hubiesen aprendido esas técnicas. habían sido bien utilizadas. Pasaron junto a dos cabañas de bambú a medio completar. Eran redondas, de una sola habitación, y tendrían techos cónicos cubiertos con las grandes hojas triangulares de los árboles de hierro y con la alta hierba de las colinas. Un hombre, usando un azadón y un hacha de calcedonia, estaba haciendo una cama de bambú de cortas patas.

Excepto por un cierto número de personas que estaban erigiendo burdas chozas o abrigos sin utilizar herramientas de piedra, al borde de las llanuras, y otras cuantas que nadaban en el río, la llanura estaba desierta. Los cadáveres de la locura de la noche anterior habían sido retirados. Hasta ahora, nadie se había hecho una falda de hierba, y muchos miraron a Alice o incluso se rieron de ella e hicieron comentarios obscenos. Alice se ruborizó, pero no hizo ningún intento de deshacerse de su atavío. No obstante, el sol estaba calentando, y ella se rascaba bajo el cubresenos y la falda. Era buena medida de la intensidad de sus picores el que ella, criada según las estrictas normas de la clase superior victoriana, se rascase en público.

No obstante, cuando llegaron al río, vieron una docena de montones de hierba que resultaron ser vestidos. Habían sido dejados al borde del río por los hombres y

mujeres que ahora reían, chapoteaban y nadaban en la corriente.

Era ciertamente un buen contraste con las playas que él conocía. Aquellas eran las mismas gentes que habían aceptado las máquinas de baño, los trajes que cubrían desde el tobillo hasta el cuello, y todos aquellos otros artilugios de la modestia, como absolutamente morales y vitales para la continuidad de la sociedad adecuada: la de ellos. No obstante, tan solo un día después de hallarse allí, ya estaban

nadando desnudos, y disfrutando con ello.

Parte de la aceptación de su estado de desnudez surgía del shock de la resurrección. Adicionalmente, no había mucho que pudieran hacer acerca de aquel

primer día. Y además, se había sazonado a los civilizados con algunos salvajes, o

habitantes de los trópicos, que no se sentían particularmente molestos por la desnudez.

Llamó a una mujer que estaba metida en el agua hasta la cintura. Tenía un rostro vulgar pero hermoso, y ojos azules chisporroteantes.

Esa es la mujer que atacó a Sir Robert Smithson -dijo Lev Ruach-. Creo que su

nombre es Wilfreda Ahport.

Burton la miró con curiosidad, apreciando su espléndido busto. Le preguntó:

¿Cómo está el agua?

¡Muy buena! -respondió ella, sonriendo.

Se quitó el cilindro que contenía su hacha de mano y su cuchillo de piedra, lo dejó en el suelo, y se metió en el agua con su pastilla de jabón verde. Parecía como si el agua estuviera a unos diez grados por debajo de la temperatura de su cuerpo. Se enjabonó, mientras iniciaba una conversación con Wilfreda. Si ésta aún tenía algún resentimiento hacia Smithson, no lo demostró. Su acento era muy cerrado y de los condados del norte, probablemente de Cumberland.

He oído hablar de su pequeña discusión con ese gran hipócrita, el baronet -le dijo Burton-. No obstante, ahora debería estar usted contenta. Está saludable y es

joven y hermosa de nuevo, y no tiene que trabajar para ganarse el sustento.

Además, puede hacer por amor lo que antes hacía por dinero. No valía la pena andarse con rodeos con una chica de fábrica.

Wilfreda le lanzó una mirada tan fría como cualquiera que hubiera recibido de Alice

Hargreaves.

¡Menudo cara dura! -dijo-. Inglés, ¿no? Aunque no puedo localizar su acento. Diría que de Londres, con un toque de algo extranjero.

Se acerca bastante -dijo él, riendo-. Por cierto, soy Richard Burton. ¿Querría

unirse a nuestro grupo? Nos hemos reunido para protegernos, y vamos a construir

algunas casas esta tarde. Tenemos una piedra de cilindros para nosotros solos allá en las colinas.

Wilfreda miró al taucetano y al neanderthal.

¿Son parte de su grupo? He oído hablar de ellos; dicen que el monstruo es un hombre de las estrellas, y que llegó hacia el año 2000.

No le hará ningún daño -dijo Burton-. Ni tampoco el subhumano. ¿Qué es lo que me contesta?

Soy solo una mujer -dijo ella-. ¿Qué es lo que puedo ofrecer?

Todo lo que una mujer puede ofrecer -dijo Burton, sonriendo. Sorprendentemente, ella se echó a reír. Le tocó el pecho y dijo:

¡Menudo frescales está usted hecho! ¿Qué es lo que pasa, no puede conseguirse

una chica?

Tenía una, y la perdí -dijo Burton. Eso no era totalmente cierto; no estaba

seguro de lo que pensaba hacer Alice. No podía comprender por qué continuaba con su grupo si estaba tan horrorizada y disgustada. Quizá porque prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer. Por el momento, solo sentía disgusto por su estupidez, pero no deseaba que se fuera. Aquel amor que había experimentado la pasada noche podía haber sido causado por la droga, pero aún seguía sintiendo un residuo del mismo. Entonces, ¿por qué estaba pidiéndole a aquella mujer que se uniese a ellos? Quizá fuera para hacer que Alice se sintiera celosa. Quizá para tener una mujer, si Alice le rehusaba aquella noche. Quizá... No sabía el porqué.

Alice se quedó de pie junto a la orilla, con los dedos de sus pies casi tocando el agua. La hierba corta continuaba desde la llanura para formar una sólida alfombra que seguía en el cauce del río. Burton podía notar la hierba bajo sus pies hasta el

punto en donde perdía pie. Tiró su jabón hacia la ribera y nadó unos doce metros,

buceando entonces. Allí la corriente se hacía, repentinamente, mucho más fuerte, y la profundidad mucho más grande. Nadó hacia abajo, con los ojos abiertos, hasta que faltó la luz y le hicieron daño los oídos. Continuó descendiendo, y entonces sus dedos tocaron fondo. También había hierba allí.

Cuando nadó de vuelta al lugar en que el agua le llegaba a la cintura, vio que Alice se había quitado la ropa. Estaba más cerca de la orilla que él, pero acurrucada de forma que el agua le llegaba al cuello. Estaba enjabonando su cabeza y su rostro.

¿Por qué no entras? -le gritó a Frigate.

Estoy guardando los cilindros -le respondió Frigate.

¡Muy bien!

Burton maldijo entre dientes. Debería haber pensado en aquello y nombrado un centinela. En realidad, no era un buen líder; tendía a dejar que las cosas se fueran

al diablo, a desintegrarse. Admitido. En la Tierra había sido el jefe de muchas

expediciones, ninguna de las cuales se había distinguido por su eficiencia o por estar bien dirigida. Sin embargo, durante la guerra de Crimea, cuando era jefe de los Irregulares de Beatson, entrenando a la salvaje caballería turca, los bachi- bazuks, las cosas le habían ido bastante bien, mucho mejor que a la mayoría, así que no debería estar dándose una reprimenda a sí mismo.

Lev Ruach salió del agua y se pasó las manos sobre su delgado cuerpo para secarse las gotas. Burton también salió, y se sentó junto a él. Alice le dio la espalda,

aunque naturalmente no pudo saber si lo hacía a propósito o no.

Lo que me encanta -dijo Lev en su inglés con tanto acento -no es únicamente el ser joven, sino también el volver a tener esta pierna -se palmeaba la rodilla

derecha-. La perdí en un accidente de tráfico en el trébol de New Jersey, cuando

tenía cincuenta años de edad. -Se echó a reír y añadió-: Había una cierta ironía en la situación, que algunos podrían llamar destino. Dos años antes había sido capturado por los árabes cuando estaba buscando minerales en el desierto, en el estado de Israel...

¿No querrá decir Palestina? -intervino Burton.

Los judíos fundaron un estado independiente en 1948 -le explicó Lev-. Naturalmente, usted no sabe nada de eso; ya se lo contaré en algún momento. De cualquier forma, el caso es que fui capturado y torturado por guerrilleros árabes.

No entraré en detalles; me pone enfermo el recordarlo. Pero logré escapar por la noche, aunque no sin antes abrirle la cabeza a un par de ellos con una roca y matar a otros dos con un rifle. Los demás huyeron, y escapé. Tuve suerte. Una patrulla

del ejército me recogió. No obstante, dos años después, cuando estaba en los Estados Unidos, saliendo del trébol, un camión, un enorme semiremolque, ya le explicaré lo que es eso en otro momento, me cortó el paso, y choqué con él. Quedé malherido, y tuvieron que amputarme la pierna derecha por debajo de la rodilla. Pero lo importante de esta historia es que el camionero había nacido en Siria. Así que, como puede ver, los árabes iban detrás de mí, y me atraparon, aunque no pudieron matarme. Eso lo hizo el amigo de Tau Ceti. Aunque no me atrevería a decir que hiciera más que apresurar el destino marcado para la humanidad.

¿Qué quiere decir con eso? -le preguntó Burton.

Había millones de personas muriéndose de hambre, incluso los Estados Unidos tenían una dieta estrictamente racionada, y la polución de nuestra agua, tierra y aire estaba matando a otros millones. Los científicos decían que la mitad del

suministro de oxígeno de la Tierra desaparecería en diez años a causa de que el

fitoplancton de los océanos, que por si no lo sabe suministraba la mitad del oxígeno de la atmósfera, estaba muriendo. Los océanos estaban polucionados.

¿Los océanos?

¿No se lo cree? Bueno, usted murió en 1890, así que le debe resultar difícil creerlo. Pero alguna gente estaba prediciendo ya en 1968 lo que iba a pasar

exactamente en el 2008. Yo lo creí, era bioquímico. Pero la mayor parte de la

población, especialmente los que contaban, las masas y los políticos, rehusaron creerlo hasta que fue demasiado tarde. Al ir empeorando la situación se tomaron medidas, pero siempre eran demasiado suaves y llegaban demasiado tarde, y eran combatidas por los grupos que perderían dinero si se tomaban medidas efectivas. Pero esa es una historia larga y triste, y, si tenemos que construir casas, será mejor que empecemos inmediatamente después de haber comido.

Alice salió del río y se pasó las manos sobre el cuerpo. El sol y la brisa la secaron rápidamente. Recogió sus ropas de hierba, pero no se las puso. Wilfreda le

interrogó acerca de ellas. Alice le replicó que le picaban, pero que las conservaría

para usarlas de noche si el tiempo enfriaba mucho.

Alice se comportaba educadamente con Wilfreda, pero evidentemente se sentía superior. Había oído mucho de la conversación, y por consiguiente sabía que Wilfreda había sido obrera de una fábrica, que se había convertido en prostituta y luego había muerto de sífilis. O, al menos, Wilfreda creía que era esa enfermedad la que la había matado. No recordaba su muerte. Indudablemente, había dicho alegremente, debió de enloquecer antes.

Alice, al oír eso, aún se apartó más de ella. Burton sonrió, preguntándose qué haría ella si supiese que también él había sufrido esa misma enfermedad, contagiada de una muchacha esclava en El Cairo cuando iba disfrazado como musulmán durante su viaje a La Meca en 1853. Se había «curado», y su cerebro no había sido

afectado físicamente, aunque su sufrimiento mental había sido intenso. Pero lo importante era que la resurrección le había dado a todo el mundo un cuerpo joven,

sano y sin enfermedad alguna, y que lo que una persona había sido en la Tierra no

debería influir en la actitud de las otras hacia ella.

Sin embargo, el que no debiera no significaba que no fuera.

Realmente, no podía culpar a Alice Hargreaves. Era un producto de su sociedad. Como todas las mujeres, era lo que los hombres la habían hecho, y al menos tenía fuerza de carácter y flexibilidad de mente para alzarse por encima de algunos de los prejuicios de su clase y época. Se había adaptado bastante bien a la desnudez, y no era abiertamente hostil o despectiva con la muchacha. Había realizado con Burton un acto que iba contra toda una vida de indoctrinamiento abierto y encubierto. Y eso en la noche del primer día de su vida tras la muerte, cuando debiera haber estado de rodillas cantando Hossanna, porque había «pecado», y

prometiendo que no volvería a «pecar» de nuevo con tal de no ser lanzada al fuego del infierno.

Mientras caminaban a lo ancho de la llanura, pensó en ella, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirarla. Su cabeza sin cabello hacía que su rostro pareciera mucho más viejo, pero en cambio la falta de pelo hacía que pareciese infantil por debajo del ombligo. Todos ellos mostraban esa contradicción, viejos sobre el cuello, niños bajo la cintura.

Fue retrasándose hasta estar a su lado. Eso lo colocó tras Frigate y Loghu. La visión de Loghu le sería algo provechosa si su intento de hablar con Alice no daba resultado: Loghu tenía un posterior bellamente redondeado, sus posaderas eran como dos melones. Y se contoneaba tan encantadoramente como Alice.

Si lo de la noche pasada te molestó tanto -le dijo en voz baja-, ¿por qué te quedas conmigo?

El bello rostro de ella se contorsionó y se tornó feo.

¡No me estoy quedando contigo! ¡Me estoy quedando con el grupo! Lo que es más, he estado pensando en lo de la noche pasada, aunque me duela hacerlo.

Debo ser justa: fue el narcótico en esa repugnante goma de mascar lo que nos hizo a ambos comportarnos en la forma... en que lo hicimos. Al menos sé que fue

responsable de mi comportamiento. Y te estoy concediendo el beneficio de la duda.

Entonces, ¿no hay esperanza alguna de repetirlo?

¿Cómo puedes preguntar eso? ¡Claro que no! ¿Cómo te atreves?

No te forcé -le dijo él-. Como te he señalado ya, hiciste lo que hubieras hecho si no estuvieras condicionada por tus inhibiciones. Esas inhibiciones eran buenas, bajo

ciertas circunstancias, tales como el ser la esposa casada según la ley con un

hombre al que amabas en la Inglaterra de la Tierra. Pero la Tierra ya no existe, al menos como la conocimos, ni tampoco Inglaterra. Ni siquiera la sociedad inglesa. Y, aunque toda la humanidad haya sido resucitada y esté desparramada a lo largo de este río, quizá nunca vuelvas a ver a tu esposo. Ya no estás casada. ¿Recuerdas... hasta que la muerte os separe? Has muerto, y por consiguiente has sido separada. Además, en el cielo no se casa nadie.

Eres un blasfemo, señor Burton. Leí acerca de ti en los periódicos, y leí alguno de tus libros sobre Africa y la India, y ese sobre los mormones en los Estados Unidos.

También oí hablar de ti, aunque me costó creer algunas de las historias, por lo

malvado que te presentaban. Reginald se sintió muy indignado cuando leyó tu Kasidah. Dijo que no iba a tener una literatura atea tan sucia en la casa, y tiró todos tus libros a la chimenea.

Si soy tan malvado, y te sientes como una perdida, ¿por qué no te vas?

¿Tengo que repetirlo todo? El siguiente grupo en el que caiga puede contener hombres aún peores y, como muy bien has señalado, no me forzaste. De todos

modos, estoy segura de que tienes algún tipo de corazón bajo ese aire cínico y

burlón. Te vi llorar cuando llevabas en brazos a Gwenafra.

Así que me has atrapado -le dijo, sonriendo~. Muy bien. Así sea. Seré caballeroso, no intentaré seducirte o molestarte en forma alguna. Pero la próxima vez que me veas mascar goma, será mejor que te ocultes. Mientras tanto, te doy

mi palabra de honor: no tienes nada que temer de mí mientras no esté bajo la

influencia de la droga.

Los ojos de ella se agrandaron, y se detuvo.

¿Planeas usarla de nuevo?

¿Por qué no? Aparentemente, convirtió a algunas personas en bestias violentas, pero no tuvo tal efecto en mí. No siento una necesidad irresistible de usarla, así que

dudo que cree hábito. ¿Sabes?, de vez en cuando me fumaba una pipa de opio, y

no me habitué a él, así que no creo tener una debilidad psicológica por las drogas.

Tengo entendido que a menudo te emborrachabas hasta el límite, señor Burton. Tú y esa otra persona repugnante, el señor Swinburne...

Dejó de hablar. Un hombre le había gritado algo. Y, aunque no entendía italiano, comprendió su gesto obsceno. Se ruborizó totalmente y siguió caminando con

rapidez. Burton lanzó una mirada fulminante al hombre. Era un joven de buen aspecto, tez morena y una gran nariz, una barbilla débil y ojos muy juntos. Su

forma de hablar era la de los criminales de la ciudad de Bolonia, en donde Burton

había pasado mucho tiempo estudiando enterramientos y reliquias etruscos. Tras él había diez hombres, muchos de ellos de un aspecto tan malvado pero tan poco formidable como su líder, y cinco mujeres. Era evidente que los hombres deseaban añadir más mujeres a su grupo. También era evidente que les hubiera gustado hacerse con las armas de piedra del grupo de Burton. Unicamente iban armados

con sus cilindros y con cañas de bambú.

CAPITULO XI

Burton habló secamente, y su gente se agrupó. Kazz no comprendía sus palabras, pero se dio cuenta en seguida de lo que estaba sucediendo. Fue hacia atrás para formar una retaguardia con Burton. Su aspecto bestial y el hacha de mano en su enorme puño contuvieron un tanto a los boloñeses. Estos siguieron al grupo, haciendo comentarios y amenazas en voz alta, pero no se acercaron mucho más. No obstante, cuando llegaron a las colinas, el líder de la banda lanzó una orden, y atacaron.

El joven con los ojos muy juntos, aullando y haciendo girar el cilindro al extremo de su sujeción, corrió hacia Burton. Burton calculó la trayectoria del cilindro y entonces arrojó su lanza de bambú justo cuando la cornucopia estaba cayendo en arco. La punta de piedra se clavó en el plexo solar del hombre, que cayó sobre su costado ensartado por la lanza. El subhumano recibió un bastonazo que le arrancó su

cilindro de la mano. Saltó hacia atrás y golpeó con el borde de su hacha la nuca de su atacante, y el hombre se desplomó con el cráneo ensangrentado.

El pequeño Lev Ruach lanzó su cuerno de la abundancia contra el pecho de un hombre, se abalanzó, y saltó sobre él. Sus pies chocaron contra el rostro del tipo,

que estaba tratando de levantarse. Cayó hacia atrás; Ruach se irguió y abrió el hombro de su oponente con el cuchillo de piedra. El hombre, aullando, se puso en

pie y escapó corriendo.

Frigate se comportó mejor de lo que Burton esperaba, visto que se había puesto pálido y comenzado a temblar cuando la banda les había plantado cara. Llevaba el cilindro atado a su muñeca izquierda mientras que en su mano derecha blandía un hacha. Cargó contra el grupo, recibió en el hombro el golpe de un cilindro, cuyo impacto mitigó un tanto al bloquearlo parcialmente con el suyo, y cayó de costado. Un hombre alzó un palo de bambú con ambas manos para dejarlo caer sobre Frigate, pero éste rodó apartándose, alzando su cornucopia y bloqueando el palo cuando descendía. Entonces se puso en pie, golpeando con su cabeza el vientre de un hombre y echándolo hacia atrás. Ambos cayeron al suelo, Frigate encima, y su hacha de piedra golpeó por dos veces al hombre en la sien.

Alice había lanzado su cilindro contra el rostro de un hombre, y luego le había clavado la punta endurecida al fuego de su lanza de bambú. Loghu corrió al costado

del hombre y le golpeó el lado de la cabeza con su palo, tan fuerte que cayó de

rodillas.

La lucha terminó en sesenta segundos. Los otros hombres huyeron, con sus mujeres detrás. Burton puso de espaldas al aullante líder y le arrancó la lanza. La

punta no había entrado más que un centímetro.

El hombre se puso en pie y, agarrándose la sangrante herida, se tambaleó camino de las llanuras. Dos de su banda estaban inconscientes, y probablemente sobrevivirían. El hombre al que Frigate había atacado estaba muerto.

El americano había pasado de la palidez al enrojecimiento, y luego había vuelto a palidecer. Pero no parecía ni contrito ni mareado. Si tenía alguna expresión, era de alegría. Y de descanso.

¡Ese ha sido el primer hombre que jamás he matado! -dijo-. ¡El primero!

Dudo que sea el último -dijo Burton-, a menos que te maten a ti antes. Ruach, mirando al cadáver, dijo:

Un hombre muerto se ve tan muerto aquí como en la Tierra. Me pregunto dónde irán los que son muertos en esta vida tras la muerte.

Quizá lo averigüemos si vivimos lo bastante. Vosotras dos, os habéis comportado

muy bien.

Hice lo que se debía hacer -dijo Alice, y se marchó. Estaba pálida y temblorosa. Por su parte, Loghu parecía alegre.

Llegaron a la piedra de cilindros una media hora antes del mediodía. Las cosas

habían cambiado. En su pequeña y tranquila cavidad se congregaban unas sesenta personas, muchas de las cuales trabajaban trozos de calcedonia. Un hombre se

estaba cuidando un sangrante ojo en el que se le había clavado una astilla de piedra. A otros les sangraba la cara o tenían dedos aplastados.

Burton se sintió molesto, pero no pudo hacer nada al respecto. La única esperanza de recuperar su tranquilidad era que la falta de agua hiciera que los intrusos se

marchasen. Esa esperanza desapareció pronto. Una mujer le dijo que había una

pequeña catarata a unos dos kilómetros y medio hacia el oeste. Caía desde lo alto de la montaña hasta la entrada de un cañón con forma de punta de flecha, yendo a parar a un gran agujero que estaba solamente lleno a medias. Finalmente, se derramaría e iniciaría un curso por entre las colinas hasta llegar a la llanura, a menos, claro está, que se trajese piedra de la base de la montaña para hacer un canal y para el arroyo.

O hagamos conducciones de agua con el bambú más grande -dijo Frigate. Colocaron sus cilindros en la roca, fijándose cada uno de ellos en el lugar exacto del suyo, y esperaron. Burton pensaba irse de allí después de que los cilindros estuviesen llenos. Un lugar situado a media distancia entre la catarata y la piedra

de los cilindros sería ventajoso, y quizá no estuviese tan atestado.

Las llamas azules rugieron por encima de la piedra justo cuando el sol alcanzaba su cenit. Esta vez los cuernos de la abundancia les facilitaron una ensalada con variantes de pescado, pan negro italiano con mantequilla y ajo, spaghetti con albóndigas, un vaso de vino negro seco, uvas, más cristales de café, diez cigarrillos, un liado de marijuana, un cigarro, más papel higiénico, y una pastilla de jabón. Y cuatro bombones de chocolate.

Algunas personas se quejaron de que no les gustaba la comida italiana, pero nadie rehusó comerla.

El grupo, fumando sus cigarrillos, caminó a lo largo de la base de la montaña hasta la catarata. Estaba al extremo del cañón triangular, y un grupo de hombres y

mujeres hablan acampado alrededor del agujero. El agua estaba fría como el hielo.

Tras lavar sus recipientes, secarlos, y volver a llenar los cubos, regresaron en dirección a la piedra de cilindros. Tras un kilómetro, eligieron una colina cubierta por pinos excepto en su cúspide, sobre la que crecía un gran árbol de hierro. A su alrededor crecían muchos bambúes de todos los tamaños.

Bajo la dirección de Kazz y Frigate, que había pasado algunos años en Malasia, cortaron bambú y construyeron sus cabañas. Eran edificios circulares, con una única puerta y una ventana en la parte trasera, y un techo cónico de hojas. Trabajaron rápidamente, y no buscaron que fueran elegantes, así que, para la hora de cenar, todo, excepto los techos, estaba acabado. Frigate y Monat fueron

elegidos para quedarse atrás como guardianes mientras los otros llevaban los cilindros a la piedra. Allí encontraron a unas trescientas personas construyendo cabañas y abrigos. Burton había esperado aquello. La mayor parte de las personas no desearían caminar un kilómetro tres veces al día para buscar sus comidas. Preferirían agruparse alrededor de las piedras. Las cabañas estaban dispuestas al azar y más juntas de lo necesario. Aún seguía existiendo el problema del agua, y por eso le sorprendió que hubiera tanta gente allí. Pero fue informado por una hermosa eslovena de que aquella misma tarde había sido hallada una fuente de agua cercana. Dicha fuente se hallaba en una caverna casi en línea recta con la roca. Burton investigó. De una caverna había surgido agua, y estaba goteando por la pared de una roca hasta un recipiente natural de unos quince metros de ancho y dos y medio de profundidad.

Se preguntó si aquélla era una idea de última hora de quienquiera que hubiese creado aquel lugar.

Regresó justo cuando retumbaron las llamas azules. De repente, Kazz se detuvo para vaciar sus intestinos. No se molestó en apartarse; Loghu se echó a reír; Tanya

enrojeció; las mujeres italianas estaban acostumbradas a ver a los hombres hacerlo junto a los edificios cuando les entraban ganas; Wilfreda estaba acostumbrada a

todo; Alice, sorprendentemente, lo ignoró como si hubiera sido un perro. Y esto podría explicar su actitud: para ella, Kazz no era humano, así que no se podía

esperar de él que actuase como tal.

No había razón alguna para recriminarle a Kazz aquelío en aquel momento, especialmente dado que Kazz no comprendía su idioma. Pero la próxima vez que lo hiciera usaría el lenguaje de los signos para indicarle que no lo hiciese nunca mientras estuviesen sentados por allí y comiendo. Todo el mundo tenía que comportarse dentro de ciertos límites, y debería prohibirse todo aquello que molestase a los demás mientras estaban comiendo. Y aquello, pensó, incluía el discutir durante las comidas. Para ser honesto, debía admitir que había participado en una buena cantidad de disputas de sobremesa durante su vida.

Dio unas palmadas a Kazz en la coronilla de su cráneo en forma de pan mientras pasaba junto a él. Kazz lo miró, y Burton agitó la cabeza, imaginándose que ya

averiguaría el porqué cuando aprendiese a hablar inglés. Pero se olvidó de su

intención y se detuvo para frotarse su propia coronilla. Sí, notaba una pelusilla muy fina allí.

Se palpó el rostro, que seguía tan liso como siempre. Pero sus sobacos también presentaban la misma pelusilla. Por el contrario, el área del pubis no. No obstante,

quizá allí el pelo creciese más lentamente que en el cráneo. Se lo dijo a los demás,

que se inspeccionaron a sí mismos y entre sí. Era cierto. Les estaba volviendo a crecer el pelo, al menos en la cabeza y en los sobacos. Kazz era la excepción. Su cabello estaba creciéndole por todo el cuerpo, excepto en el rostro.

El descubrimiento les alegró. Riendo y haciendo chistes, caminaron a lo largo de la base de la montaña, a su sombra. Luego giraron hacia el este y atravesaron la

hierba de cuatro colinas antes de llegar a la ladera que ya estaban comenzando a

considerar como su casa. A mitad de camino de la misma, se detuvieron, en silencio. Frigate y Monat no habían contestado a sus llamadas.

Tras decir al grupo que se desplegara y avanzase lentamente, Burton los condujo colina arriba. Las cabañas estaban desiertas, y algunas de las más pequeñas habían

sido pateadas o derribadas. Notó un escalofrío, como si un viento helado soplase

sobre él. El silencio, las chozas dañadas, la total ausencia de los dos compañeros, era un mal presagio.

Un minuto más tarde, oyeron una llamada y se volvieron para mirar colina abajo. Entre la hierba aparecieron las cabezas peladas de Monat y Frigate que subían por

la ladera. Monat parecía serio, pero el americano estaba sonriendo. Tenía un hematoma en la mejilla y los nudillos de ambas manos despellejados y sangrantes.

Acabamos de regresar de perseguir a cuatro hombres y tres mujeres que querían

hacerse con nuestras chozas -dijo-. Les dije que podían construirse las suyas propias, y que ibais a regresar y les daríamos una buena paliza si no se largaban. Me comprendían perfectamente, pues hablaban inglés. Habían resucitado en la piedra de cilindros situada a un kilómetro y medio al norte de la nuestra, en la orilla del río. La mayor parte de la gente de allí eran triestinos de tu tiempo, pero unos diez, todos situados juntos, eran de Chicago y habían muerto hacia 1985. La distribución de los muertos es realmente rara, ¿no crees? Diría que hay una forma de selección al azar funcionando aquí.

»De todos modos, les dije lo que Mark Twain escribió que había dicho el diablo:

ustedes los de Chicago creen que son la mejor gente de por aquí, mientras que Lo cierto es que son únicamente los más numerosos. Eso no les sentó muy bien, pues parecían pensar que debería ser amistoso con ellos por ser estadounidense. Una de las mujeres se me ofreció si cambiaba de bando y me pasaba al de ellos para apropiarnos de las chozas. Era la que estaba viviendo con dos de los hombres que de todos modos se quedarían con las cabañas, aunque tuvieran que pasar por encima de mi cadáver.

»Pero eran mucho más valientes hablando que actuando. Monat los aterrorizaba solo con mirarlos. Y teníamos las hachas y lanzas de piedra. Sin embargo, su líder estaba animándolos para lanzarlos contra nosotros cuando le di una buena ojeada a uno de ellos.

»Su cabeza estaba pelada, así que no tenía su antiguo cabello oscuro y lacio, y tenía unos treinta y cinco años de edad cuando lo conocí, y entonces llevaba gruesas gafas de concha. Además, no lo había visto desde hacía cincuenta y cuatro

años, pero me acerqué más y le miré directamente al rostro, que estaba sonriendo, tal como lo recordaba, como un zorrino, y dije: «¿Lem? ¡Lem Sharkko! Eres Lem Sharkko, ¿no?»

»Entonces se agrandaron sus ojos y sonrió aún más, y tomó mi mano, después de todo lo que me había hecho, y lloró como si fuéramos hermanos que no nos veíamos desde hacía mucho... «¡Lo soy, lo soy! ¡Y tú eres Pete Frigate! ¡Dios mío, Pete Frigate!»

»Casi me alegró verle, por la misma razón que él decía que le alegraba verme. Pero luego me dije a mi mismo: éste es el editor tramposo que te timó cuatro mil

dólares cuando estabas comenzando como escritor, y que te arruinó la carrera para muchos años. Este es el sucio negociante que te timó a ti y al menos a otros cuatro

escritores un montón de dinero, y entonces hizo suspensión de pagos y liquidó la empresa. Y que luego heredó un montón de dinero de un tío, vivió como un pachá,

probando así que el crimen sí es rentable. Este es el hombre al que no has olvidado, no solo por lo que te hizo a ti y a otros, sino por los muchos editores

tramposos con los que luego te encontraste.

Burton sonrió y dijo:

En una ocasión escribí que los sacerdotes, políticos y editores jamás serían admitidos en el reino de los cielos. Pero estaba equivocado, es decir, si esto es el

cielo.

Sí, lo sé -dijo Frigate-. No he olvidado esa frase tuya. De todos modos, reprimí mi alegría natural al ver de nuevo un rostro familiar, y le dije: «Sharkko... »

¿Cómo pudiste fiarte de él, con un nombre así? -le dijo Alice.

Me había dicho que era un apellido checo que significaba fiable. Pero como todo en él, era mentira. De todos modos, ya casi había llegado a la conclusión de que Monat y yo debíamos dejarles hacerse con las chozas. Nos retiraríamos, y luego los echaríamos de aquí cuando regresaseis de la piedra de cilindros. Era la solución

más astuta. ¡Pero cuando reconocí a Sharkko, me salí de mis casillas! Le dije, sonriendo: «Oye, es realmente una gran cosa el volver a ver tu cara después de todos esos años. ¡Especialmente aquí, donde no hay ni policías ni tribunales!»

»¡Y le di un puñetazo en la nariz! Se derrumbó de espaldas, sin sentido, con la nariz sangrándole. Monat y yo caímos sobre los otros, y le di una patada a uno, pero entonces otro me dio en la mejilla con su cilindro. Me dejaron atontado, pero

Monat derribó a uno con el asta de su lanza y le rompió las costillas a otro. Es

delgado, pero es tremendamente rápido, y lo que no sepa él de autodefensa... o de ataque... Sharkko se había alzado por aquel entonces, y le golpeé con el otro puño. Pero sólo logré rozarle la mandíbula. Me hice más daño yo que él. Dio la vuelta y salió a escape, y yo tras él. Los otros también huyeron, con Monat dándoles en el trasero con su lanza. Corrí a Sharkko hasta la siguiente colina, y lo atrapé cuando bajaba de ella, dándole un buen puñetazo. Se arrastró, suplicándome piedad, por lo que le di una buena patada en el culo que lo hizo rodar aullando colina abajo. Frigate aún temblaba por la reacción, pero estaba complacido.

Durante un instante, pensé que me iba a acobardar -dijo-. Al fin y al cabo, todo esto había sucedido hacía mucho, y en otro mundo, y quizá estuviéramos aquí para

perdonar a nuestros enemigos... y a algunos de nuestros amigos, y para ser

perdonados. Pero por otra parte; pense, quizá estuviésemos aquí para poder devolver algo de lo que habíamos tenido que tragar en la Tierra. ¿Qué opinas de eso, Lev? ¿No te gustaría tener una oportunidad de asar a Hitler al ast? ¿Dándole vueltas muy lentamente sobre el fuego?

No creo que debieras comparar a Hitler con un editor tramposo -dijo Ruach-. No querría darle vueltas sobre un fuego. Quizá preferiría hacerlo morir de hambre, o darle solo lo suficiente para mantenerlo con vida. Pero no lo haría. ¿De que iba a servir? ¿Le haría cambiar de mente, le haría creer que los judíos éramos seres humanos? No, si lo tuviera en mi poder, no haría otra cosa más que matarlo para que no pudiera hacer daño a otros. Pero no estoy tan seguro de que el matarlo significase que iba a permanecer muerto. No aquí.

Eres un buen creyente -dijo Frigate sonriendo.

¡Pensé que eras amigo mío! -exclamó Ruach.

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