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Capítulo 115.- Un hombre honorable VIII

Seguido por Fletcher, Darcy acompañó al lacayo hasta una habitación grande y lujosamente decorada, que daba a un pequeño jardín cerrado, cubierto ahora de nieve. Más allá del jardín reinaban las sombras de la noche, pero el caballero supuso que el foso que había cruzado al venir se extendería también hacia el este. Apenas tuvieron tiempo de detenerse a observar las comodidades de la habitación, cuando el sonido de los baúles contra el suelo del vestidor reclamó la atención de Fletcher. Rápidamente aparecieron jarras de agua caliente y toallas calientes, testimonio de la discreta eficiencia de su ayuda de cámara, y Darcy sintió renacer en su pecho la esperanza de estar en vías de olvidar la desazón y la inquietud de los últimos días, y poder, al fin, mirarlas con cierta perspectiva.

¡Perspectiva! repitió Darcy, sentándose para permitir que Fletcher comenzara a quitarle la incipiente barba que había aparecido después de aquella larga jornada de viaje. Buscó con los dedos inconscientemente en el bolsillo de su chaleco, pero no encontró nada. ¿Qué? Ya estaba comenzando a enderezarse, cuando se detuvo, pero no antes de que la navaja de Fletcher le pellizcara la barbilla.

—¡Ay, señor! —gritó el ayuda de cámara con angustia, apretando rápidamente una toalla contra el corte.

—¡Maldición! —exclamó Darcy, salpicando crema de afeitar a todas partes, cuando apartó al ayuda de cámara y tomó él mismo la toalla. Luego miró la mancha rojo brillante sobre la tela. Apretando la toalla una vez más contra su barbilla, suspiró y se desplomó otra vez en la silla—. ¡Un final perfecto para semejante día! —Durante un momento se limitó a mirar al techo, luego se dirigió a su ayuda de cámara y dijo—: ¿Se puede hacer algo, Fletcher?

El sirviente le dio un golpecito en el corte y le puso un pequeño esparadrapo, mientras estudiaba la herida con consternación.

—No es profunda, señor, y curará rápidamente, pero no puedo decir si podremos sacar el adhesivo antes de que usted baje a cenar.

Darcy hizo una mueca.

—Después de llegar tan tarde, tengo que bajar. Negarme a acompañarlos sería una afrenta para Sayre y el resto de sus invitados. —Darcy volvió a adoptar la postura adecuada para el afeitado—. Termine, Fletcher. Si el esparadrapo ha de quedarse donde está como testimonio de mi estupidez, entonces, que así sea. —El ayuda de cámara le lanzó una mirada curiosa. Agarró la taza de la crema de afeitar y la brocha, pero no dijo nada. La había llamado estupidez, y estupidez era. ¡Por supuesto que los hilos ya no estaban en su bolsillo! Reposaban en el joyero, en donde él los había guardado para tenerlos lejos. ¿Cómo es posible que hubiese permitido que se convirtieran casi en un talismán, en un endemoniado amuleto de la suerte? ¡Dios mío, no permitas que me vuelva más estúpido de lo que soy!

Perspectiva. Darcy organizó sus pensamientos y esta vez se remontó al momento en que había salido de la ciudad el día anterior y la tensión que marcó la despedida de su hermana. Desde el instante en que él había anunciado su repentina decisión de dejarla sola durante una semana para disfrutar de la compañía de gente que apenas conocían, Georgiana se sintió desconcertada. A partir de entonces y hasta el día en que se marchó, Georgiana luchó noblemente con su desilusión y le dedicó sonrisas decididas, lo cual lo hizo sentir todavía más culpable por abandonarla. Tal vez ésa había sido la razón por la cual comenzó a enumerar la lista de planes que su tía tenía para distraerla, y de que mencionara la promesa de Brougham de pasar a visitarla. En ese punto, Georgiana perdió la compostura.

—¿Milord Brougham? —repitió Georgiana—. ¿Por qué lord Brougham se comprometería a hacer eso? —Lo miró con una expresión que Darcy no logró entender—. Hermano, no le habrás pedido que esté pendiente de mí, ¿verdad? ¡Dime que no has hecho semejante cosa!

—No, querida, él se ofreció a hacerlo cuando le conté mis planes de aceptar la invitación de Sayre. Como sabes, él también vivió en la misma residencia y recibió la misma invitación.

En ese momento Georgiana se alejó y dijo en voz baja y contenida:

—Me sorprende que lord Brougham no asista. Ese tipo de reuniones son, según entiendo, bastante afines a su afabilidad natural.

—¡Georgiana! —Sorprendido al oír el tono de su hermana, Darcy la reprendió—: Lord Brougham ha sido un buen amigo durante muchos años y, aunque no apruebo la manera en que vive su vida, nadie puede acusarlo de otra cosa que de desperdiciar una valiosa inteligencia. Es indigno de tu parte que lo veas con malos ojos, aún más cuando él ha accedido a proteger tus intereses.

—¿Proteger mis intereses? —repitió Georgiana, con las mejillas encendidas por el tono de regañina de Darcy—. No entiendo a qué te refieres.

—Siendo una muchacha de buena familia, no hay razón para que entiendas —le respondió Darcy con tono tajante e irritado, producto más de su propio sentimiento de culpa que de una falta cometida por su hermana. La mirada de dolor que ella le lanzó lo hizo contenerse y reprenderse—: Georgiana, por favor, perdóname, no quise…

—¿Él está enterado? —susurró Georgiana, al tiempo que Darcy le tomaba las manos entre las suyas.

—¡No, no me refiero a eso!

—Entonces, ¿a qué? —Georgiana se atrevió a mirarlo, pero Darcy no supo qué responder y sólo miró con tristeza sus manos entrelazadas—. Fitzwilliam, debes decirme a qué te refieres. ¿Cómo está protegiendo mis intereses lord Brougham?

—Por razones que, según puedo deducir, tienen que ver con nuestra larga amistad —confesó Darcy con tono vacilante—, él no ha querido exponer tu «entusiasmo» ante la clase alta.

—Mi «entusiasmo» —repitió Georgiana con voz débil, retirando sus manos de las de su hermano—. Ya veo. —Se levantó del diván y se dirigió al piano—. ¿Y cómo es que lord Brougham conoce mi «entusiasmo»? ¿Acaso lo has discutido con él?

—No, nunca hemos hablado de ello. —Darcy también se levantó, pero guardó la distancia que ella parecía querer mantener entre ellos.

—Entonces, ¿cómo…?

—¡Tu libro! ¿No recuerdas el primer día que vino? Yo pensé que lo había olvidado, pero mientras tú tocabas para nosotros, Brougham lo miró con mucha discreción. Su reacción fue bastante reveladora.

Georgiana le dio la espalda y deslizó los dedos por encima de la reluciente madera del piano, en medio de un silencio cargado de temor.

—Entonces, ¿yo te avergüenzo, hermano? —exclamó finalmente—. Lo que mi obstinada imprudencia y el engaño de Wickham no pudieron hacer, han conseguido hacerlo mis inclinaciones religiosas. Y lord Brougham conspira contigo para esconderle al mundo mis rarezas.

—No, Georgiana… No, querida, no me avergüenzo. —Darcy luchó por encontrar las palabras—. Me siento incómodo, me preocupa adónde pueda conducir esto… Oh, no lo sé —concluyó con tono de frustración, sabiendo que sus palabras no podrían reparar el daño que habían causado. Pero lo intentó de nuevo, imprimiendo a su voz toda la sinceridad que poseía—. Debes creerme cuando te digo que conozco el mundo en el cual nos movemos, y que éste no es nada tolerante con aquellos que se salen de los límites aceptados. Un día, muy pronto, tú tomarás tu lugar en ese mundo, tal como te corresponde. Y yo no estaría cumpliendo la promesa que le hice a mi padre, ni te estaría demostrando mi amor, si no hiciera todo lo posible por asegurarme de que tu deber y tu felicidad coincidan. —Al oír aquellas palabras, Georgiana suspiró profundamente y se estremeció. Darcy sintió que el corazón le dolía al verla, pero se plantó con firmeza, totalmente convencido de la certeza de sus palabras.

—Creo que te entiendo, Fitzwilliam, y debes saber que agradezco tu interés —susurró Georgiana cuando finalmente se volvió hacia él, con los ojos brillantes por las lágrimas. Entonces Darcy se le acercó, la abrazó, y le dio un beso en la frente—. ¡Pero, lord Brougham, hermano! —insistió Georgiana, apoyada con el pecho de su hermano—. Es un hombre tan frívolo y su conversación no es más que un cúmulo de elaboradas naderías.

—Así es, y sin embargo, a veces eso sólo es una apariencia —le advirtió Darcy—. Dy es mucho más que lo que la sociedad conoce y he descubierto que, escondidas entre esas «naderías», con frecuencia hay «cosas» valiosas. —Le acarició la barbilla—. No lo subestimes, querida. Como mínimo, su aprobación te abrirá puertas que tal vez algún día quieras cruzar. —Georgiana no pudo esconder la duda que le causó la última afirmación de Darcy, pero no dijo nada más.

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