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Capítulo 3

Sin embargo, no estuvo por completo inconsciente durante su enfermedad: era el suyo un estado febril en el que cierta lucidez se mezclaba con el delirio. Andando el tiempo, recordó perfectamente los detalles de este período. A veces le parecía ver varias personas reunidas alrededor de él. Se lo querían llevar. Hablaban de él y disputaban acaloradamente. Después se veía solo: inspiraba horror y todo el mundo le había dejado. De vez en cuando, alguien se atrevía a entreabrir la puerta y le miraba y le amenazaba. Estaba rodeado de enemigos que le despreciaban y se mofaban de él. Reconocía a Nastasia y veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no recordaba quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. A veces le parecía estar postrado desde hacía un mes; otras, creía que sólo llevaba enfermo un día. Pero el… suceso lo había olvidado completamente. Sin embargo, se decía a cada momento que había olvidado algo muy importante que debería recordar, y se atormentaba haciendo desesperados esfuerzos de memoria. Pasaba de los arrebatos de cólera a los de terror. Se incorporaba en su lecho y trataba de huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba vigorosamente. Entonces él caía nuevamente en el diván, agotado, inconsciente. Al fin volvió en sí.

Eran las diez de la mañana. El sol, como siempre que hacía buen tiempo, entraba a aquella hora en la habitación, trazaba una larga franja luminosa en la pared de la derecha e iluminaba el rincón inmediato a la puerta. Nastasia estaba a su cabecera. Cerca de ella había un individuo al que Raskolnikof no conocía y que le observaba atentamente. Era un mozo que tenía aspecto de cobrador. La patrona echó una mirada al interior por la entreabierta puerta. Raskolnikof se incorporó.

—¿Quién es, Nastasia? —preguntó, señalando al mozo.

—¡Ya ha vuelto en sí! —exclamó la sirvienta.

—¡Ya ha vuelto en sí! —repitió el desconocido.

Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y procuraba evitar los diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era exageradamente pudorosa.

—¿Quién es usted? —preguntó Raskolnikof al supuesto cobrador.

Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a Rasumikhine, que entró en la habitación inclinándose un poco, por exigencia de su considerable estatura.

—¡Esto es un camarote! —exclamó—. Estoy harto de dar cabezadas al techo. ¡Y a esto llaman habitación…! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón, según me ha dicho Pachenka!

—Acaba de recobrarla —dijo la sirvienta.

—Acaba de recobrarla —repitió el mozo como un eco, con cara risueña.

—¿Y usted quién es? —le preguntó rudamente Rasumikhine—. Yo me llamo Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Soy estudiante, hijo de gentilhombre, y este señor es amigo mío. Ahora diga quién es usted.

—Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto.

—Entonces, siéntese.

Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.

—Has hecho bien en volver en ti —siguió diciendo—. Hace ya cuatro días que no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso a consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida —dijo—. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará». Está hecho un tío ese Zosimof. Es ya un médico excelente… Bueno —dijo dirigiéndose al mozo—, no quiero hacerle perder más tiempo. Haga el favor de explicarme el motivo de su visita… Has de saber, Rodia, que es la segunda vez que la casa Chelopaief envía un empleado. Pero la visita anterior la hizo otro. ¿Quién es el que vino antes que usted?

—Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovitch y, en efecto, es otro empleado de la casa.

—Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?

—Desde luego, y tiene más capacidad que yo.

—¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.

—Se trata —dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof— de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de esto.

—Sí, sí…, ya recuerdo… Vakhruchine… —murmuró Raskolnikof, pensativo.

—¿Oye usted? —exclamó Rasumikhine—. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.

—Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.

—Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?

—Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.

—Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?

—Sí, aquí lo tiene.

—Traiga… Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.

—No vale la pena —dijo Raskolnikof rechazando la pluma.

—¿Qué es lo que no vale la pena?

—Firmar. No quiero firmar.

—¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.

—Yo no necesito dinero.

—¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te hace falta… Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada… Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!

—Puedo volver a venir.

—No, no. ¿Para qué tanta molestia…? ¡Usted es un hombre de buen sentido…! ¡Vamos, Rodia; no entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!

Y se dispuso a coger la mano de su amigo.

—Deja —dijo Raskolnikof—. Firmaré.

Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado entregó el dinero y se marchó.

—¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?

—Sí.

—¿Hay sopa, Nastasia?

—Sí; ayer sobró.

—¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?

—Sí.

—Lo sabía. Tráenos también té.

—Bien.

Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los acontecimientos.

«Me parece que no deliro —pensó—. Todo esto tiene el aspecto de ser real».

Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza para la carne… Hasta estaba limpio el mantel.

—Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.

—¡Sabes cuidarte! —rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.

Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zosimof.

En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.

—¿Quieres té, Rodia? —preguntó Rasumikhine.

—Sí.

—Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad… ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!

Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.

—Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días —masculló con la boca llena—. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?

—No gaste bromas.

—¿Y té?

—¡Hombre, eso…!

—Sírvete… No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.

Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.

Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.

Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió vivamente interesado.

—Es necesario que Pachenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para prepararle un jarabe —dijo Rasumikhine volviendo a la mesa y reanudando su interrumpido almuerzo.

—¿Pero de dónde sacará las frambuesas? —preguntó Nastasia, que mantenía un platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.

—Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia… No puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué…! No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas… ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces unos líos con los nombres…! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.

—¿Inscrito yo?

—¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad de Pachenka. Nastasia es testigo.

—La has engatusado.

Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.

—Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.

—¡Oye, mal educado! —replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se hubo calmado continuó—: Soy Petrovna y no Nikiphorovna.

—Lo tendré presente… Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis veleidades… Por eso no esperaba que fuese tan… complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?

Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.

—Sí, está incluso demasiado bien informada —dijo Rasumikhine, sin que le afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su amigo—. Conoce todos los detalles.

—¡Qué frescura! —exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Rasumikhine.

—El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida… ¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en tu juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna…! Ya ves que estoy al corriente de todo… Pero advierto que estoy tocando un punto delicado… Perdóname; soy un asno… Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Prascovia Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?

—Sí —respondió Raskolnikof entre dientes y volviendo la cabeza, pues había comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el diálogo.

—¿Verdad que sí? —exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que Raskolnikof le hubiera contestado—. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto autoriza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo… En fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo considerar como persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre…

—Esto fue una vileza mía —declaró Raskolnikof con voz clara y vibrante—. Mi madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome habitación y comida.

—Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su intervención, Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero que hizo fue preguntar: «¿Es solvente el firmante del efecto?». Contestación: «Sí, pues tiene una madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su Rodienka, aunque para ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava por él». En esto se basó el señor Tchebarof… Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia. Comprendo que te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuando veías en ella a tu futura suegra, pero…, te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible se entrega fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para aprovecharse. En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de buena armonía, y he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarof, le hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.

Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikof le dirigió una mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.

—Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.

—¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio? —preguntó Raskolnikof, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.

—Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de Zamiotof te produjo verdadero espanto.

—¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?

Para hacer estas preguntas, Raskolnikof se había vuelto con vivo impulso hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.

—Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente muchacho, Rodia, y más que excelente…, dentro de su género, claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque, ¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Luisa Ivanovna?

—¿He hablado durante mi delirio?

—¡Ya lo creo!

—¿Y qué decía?

—Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su juicio… Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.

Se levantó y cogió su gorra.

—¿Qué decía?

—¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto? Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovsky, de un portero… Nikodim Fomitch e Ilia Petrovitch estaban también con frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la quiero». El mismo Zamiotof empezó a buscarla por todas partes, y no le importó traerte esa porquería con sus manos, blancas, perfumadas y llenas de sortijas. Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La tuviste en tus manos durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela. Todavía debe de estar en el revoltijo de tu ropa de cama. También reclamabas unos bajos de pantalón deshilachados. ¡Y en qué tono tan lastimero los pedías! Había que oírte. Hicimos todo lo posible por averiguar de qué bajos se trataba. Pero no hubo medio de entenderte… Y vamos ya a nuestro asunto. Aquí tienes tus treinta y cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he hecho con ellos. He de pasar por casa de Zosimof. Hace rato que debería haber venido, pues son más de las once… Y tú, Nastenka, no te olvides de subir frecuentemente durante mi ausencia, para ver si quiere agua o alguna otra cosa. El caso es que no le falte nada… A Pachenka ya le daré las instrucciones oportunas al pasar.

—Siempre le llama Pachenka, el muy bribón —dijo Nastasia apenas hubo salido el estudiante.

Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado.

Apenas cerró Nastasia la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo. Había esperado con impaciencia angustiosa, casi convulsiva, el momento de quedarse solo para poder hacer lo que deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.

«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal vez están aleccionados y no dan a entender nada porque estoy enfermo. Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día y decirme que lo saben todo desde hace tiempo y que sólo callaban porque… Pero ¿qué iba yo a hacer? Lo he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo, estaba pensando en ello hace apenas un minuto…».

Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un gesto de angustia. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído… No, aquello no estaba allí… De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y hurgó… Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y buscó entre las cenizas.

¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del bolsillo! Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de la bota de que Rasumikhine acababa de hablarle. Ciertamente estaba allí, en el diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y estaba tan sucia de barro, que Zamiotof no podía haber visto nada sospechoso en ella.

«Zamiotof…, la comisaría… ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la citación…? Pero ¿qué digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir…! También entonces examiné la bota… ¿Para qué habrá venido Zamiotof? ¿Por qué lo habrá traído Rasumikhine?».

Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.

«¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad… ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes…! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco… Ya sé: me las han quitado, las han escondido… Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones… Y el dinero está sobre la mesa, afortunadamente… ¡Y el pagaré…! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación, donde no puedan encontrarme… Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán.

Rasumikhine daría conmigo… Es mejor irse lejos, fuera del país, a América… Desde allí me reiré de ellos… Cogeré el pagaré: en América me será útil… ¿Qué más me llevaré…? Creen que estoy enfermo y que no me puedo marchar… ¡Ja, ja, ja…! He leído en sus ojos que lo saben todo… Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera… Porque puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los agentes… Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!».

Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de un trago. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un minuto después ya se le había subido la bebida a la cabeza. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se enmarañaban cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. Apoyó voluptuosamente la cabeza en la almohada, se envolvió con la colcha que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó un débil suspiro y se sumió en un profundo y saludable sueño.

Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, vacilante. Raskolnikof se levantó inmediatamente y se quedó mirándole con la expresión del que trata de recordar algo. Rasumikhine exclamó:

—¡Ya veo que estás despierto…! Bueno, aquí me tienes…

Y gritó, asomándose a la escalera:

—¡Nastasia, sube el paquete!

Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikof:

—Te voy a presentar las cuentas.

—¿Qué hora es? —preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.

—Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has dormido más de seis horas.

—¡Seis horas durmiendo, Señor…!

—No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso tenías algún negocio urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace ya tres horas que estoy esperando que te despiertes. He pasado dos veces por aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de Zosimof. No estaba… Pero no importa: ya vendrá… Además, he tenido que hacer algunas cosillas. Hoy me he mudado de domicilio, llevándome a mi tío con todo lo demás…, pues has de saber que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que interesa. Trae el paquete, Nastasia… ¿Y tú cómo estás, amigo mío?

—Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo… Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

—Ya te he dicho que hace tres horas que estoy esperando que te despiertes.

—No, me refiero a antes.

—¿Cómo a antes?

—¿Desde cuándo vienes aquí?

—Ya te lo he dicho. ¿Lo has olvidado?

Raskolnikof quedó pensativo. Los acontecimientos de la jornada se le mostraban como a través de un sueño. Todos sus esfuerzos de memoria resultaban infructuosos. Interrogó a Rasumikhine con la mirada.

—Sí, lo has olvidado —dijo Rasumikhine—. Ya me había parecido a mí que no estabas en tus cabales cuando te hablé de eso… Pero el sueño te ha hecho bien. De veras: tienes mejor cara. Ya verás como recobras la memoria en seguida. Entre tanto, echa una mirada aquí, grande hombre.

Y empezó a deshacer aquel paquete que, al parecer, era para él cosa importante.

—Te aseguro, mi fraternal amigo, que era esto lo que más me interesaba. Pues es preciso convertirte en lo que se llama un hombre. Empecemos por arriba. ¿Ves esta gorra? —preguntó sacando del paquete una bastante bonita, pero ordinaria y que no debía de haberle costado mucho—. Permíteme que te la pruebe.

—No, ahora no; después —rechazó Raskolnikof, apartando a su amigo con un gesto de impaciencia.

—No, amigo Rodia; debes obedecer; después sería demasiado tarde. Ten en cuenta que, como la he comprado a ojo, no podría dormir esta noche preguntándome si te vendría bien o no.

Se la probó y lanzó un grito triunfal.

—¡Te está perfectamente! Cualquiera diría que está hecha a la medida. El cubrecabezas, amigo mío, es lo más importante de la vestimenta. Mi amigo Tolstakof se descubre cada vez que entra en un lugar público donde todo el mundo permanece cubierto. La gente atribuye este proceder a sentimientos serviles, cuando lo único cierto es que está avergonzado de su sombrero, que es un nido de polvo. ¡Es un hombre tan tímido…! Oye, Nastenka, mira estos dos cubrecabezas y dime cuál prefieres, si este palmón —cogió de un rincón el deformado sombrero de su amigo, al que llamaba palmón por una causa que sólo él conocía— o esta joya… ¿Sabes lo que me ha costado, Rodia? A ver si lo aciertas… ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? —preguntó a la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba.

—Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.

—¿Veinte kopeks, calamidad? —exclamó Rasumikhine, indignado—. Hoy por veinte kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar… ¡Ochenta kopeks…! Pero la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja, te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el trato… Bueno, pasemos ahora a los Estados Unidos, como llamábamos a esta prenda en el colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso del pantalón.

Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival.

—Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitarnos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles… Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones… Bueno, adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida… Ahora vamos con las botas. ¿Qué te parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad?

—Pero ¿y si no le vienen bien? —preguntó Nastasia.

—¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? —replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Raskolnikof—. He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería. He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el plastrón de moda… Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, uno cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen uso todavía, sino que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en Charmar! En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.

—Déjame —le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.

—Es preciso, amigo Rodia —insistió Rasumikhine—. No pretendas que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos… Y tú, Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.

Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.

El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz», pensaba.

Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:

—¿Con qué dinero has comprado todo eso?

—¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas?

—Sí, ahora me acuerdo —repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría meditación.

Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.

En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof.

—¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! —exclamó Rasumikhine.