Una mujer mayor se sentaba rígidamente en la silla de respaldo alto de la oficina, sus ojos taladraban la habitación llena de gente que no se atrevía a levantar la cabeza para encontrar su mirada. El silencio era sofocante, roto sólo por el tic-tac rítmico de un reloj distante. Sus dedos, adornados con anillos que brillaban fríamente bajo la luz pálida, tamborileaban impacientemente en el reposabrazos. Recorría con la mirada sus cabezas inclinadas, su mirada lo suficientemente aguda como para cortar piedra.
—¿Qué estaban haciendo mientras este desastre se desplegaba? —demandó, su voz baja pero crujiendo con furia contenida—. ¿Estaban dormidos en sus puestos? ¿Es eso por lo que les he estado pagando, para ver cómo todo lo que he construido se viene abajo? Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras calara mientras sus ojos se entrecerraban más.
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