—Está bien —reflexionó Elías—. Dame eso.
Adeline no sabía cómo lo vio. Pero lo hizo. Quería protestar y decir que era para su protección. Entonces, levantó la mirada hacia su hermoso rostro. Era demasiado guapo para que su pobre corazón lo resistiera.
Los ojos rojos de Elías se convirtieron en el color de la cereza negra, el tono brillante ya no era visible. No estaba enojado. Sin embargo, sus cejas estaban tensas juntas, revelando que estaría disgustado si ella desobedecía.
—Liddy no quiere hacer daño —dijo Adeline lentamente. Escondió sus manos detrás de su espalda, ofreciéndole una leve sonrisa.
Elías no aceptaba un no por respuesta. Nunca lo había hecho. Así que acortó la distancia entre ellos, su figura como una torre sobre ella. Ella le llegaba por la cabeza. Con zapatos planos, era aún más baja.
Le recordaba a un pequeño niño escondiendo la galleta robada de sus padres. Era sincera en su expresión, sus ojos eran de un verde cegador.
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