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09: Él es descartable.

Octavio despertó con un dolor punzante en la cabeza. Al abrir los ojos, la tenue luz del encierro le clavó una punzada detrás de los párpados. Pestañeó un par de veces, ajustando la visión.

Intentó moverse, pero cada músculo protestó con un ardor viscoso, como si su propio cuerpo le reprochara el esfuerzo. La memoria de lo sucedido antes de perder la conciencia flotaba en su mente como un cadáver a la deriva, hinchado y putrefacto, dispuesto a hundirse en cuanto intentara tocarlo.

Exhaló lentamente y dejó que su mirada vagara por la habitación.

Fue entonces cuando los vio.

Sobre la mesa de noche, sus lentes. Los que Gio le había regalado. Al tomarlos, algo debajo de ellos llamó su atención. Una nota.

La expresión en su rostro se endureció en cuanto leyó las primeras líneas. Las palabras parecían escritas con una sonrisa ladeada. No necesitaba imaginar la voz para escucharla.

「Profesor, lamento no estar a su lado al despertar. Pero, por supuesto, no se alarme; estoy lejos de ser ese tipo de hombre. ¿Cómo se siente después de una jornada tan agotadora? Por favor, haga uso de lo que considere necesario; el baño está en la puerta lateral izquierda. Sé que espera con ansias mi llegada para el desayuno, así que nos vemos en breve. Puede estar tranquilo; he tomado todas las medidas para asegurar que nadie, excepto usted, tenga el privilegio de entrar o salir de este lugar.」

Octavio sintió el calor de la rabia subirle por la nuca. Apretó la nota entre los dedos, tan fuerte que el papel crujió. Por supuesto que Gio había escrito esto con una sonrisa burlona, probablemente con los ojos brillando de satisfacción, disfrutando cada trazo de su insolencia. El rincón de su boca se torció en una mueca de hastío.

—Pedazo de mierda.

Hizo un bollo con el papel y lo lanzó al suelo. Se lo quedó mirando, como si esperara que de alguna forma, se prendiera fuego por sí solo. No lo hizo. Claro que no lo hizo.

Con el cuerpo desnudo y cada fibra de piel latiendo con una mezcla de dolor y cansancio, se incorporó despacio. Caminó hacia la puerta, la abrió y confirmó lo obvio: estaba solo.

La habitación era un espacio muerto, sin más valor que el de su función básica. Nada útil. Solo tomó una camiseta y un pantalón.

Respiró hondo, tratando de apaciguar el ruido en su cabeza.

Fue entonces cuando lo sintió.

El aroma de Gio.

Impregnado en su piel, en la ropa de cama, en la habitación. Una mezcla invasiva de él y de lo que quedaba de sí mismo.

Octavio alzó la vista al techo y cerró los ojos, como si con eso pudiera ahuyentar la sensación de algo pegajoso y denso arrastrándose sobre su piel.

Después de unos minutos, se dirigió al baño.

Giró la llave de la ducha y dejó que el agua tibia cayera sobre su cuerpo maltrecho. Cada centímetro violentado ardió con la primera descarga.

No se detuvo.

Frotó, presionando la piel hasta que el rojo se intensificó. No era suficiente. Talló con las uñas, con los nudillos, con todo lo que tuviera a mano para borrar el rastro de la noche anterior.

El agua jabonosa burbujeó sobre la piel irritada, escurriéndose en hilos lechosos que desaparecían por el desagüe.

Frotó hasta que la piel quemó.

Frotó hasta que sintió que se despegaba de sí mismo.

Frotó hasta que la mente se calló un poco.

Salió.

Se dirigió hacia la sala, con la sensación de limpieza apenas sostenida por el hecho de que no podía soportar tocarse más.

Miró hacia la izquierda.

Después hacia la derecha.

Seguía solo.

Unos metros más adelante, una puerta.

Su corazón se encogió un poco, solo un poco, con una vaga ilusión. Caminó sin pensarlo, con la inercia de quien aún quiere creer que puede tener algo de suerte.

Giró la perilla.

No se movió.

Exhaló lentamente y sonrió con amargura. Retrocedió en sus pasos y se dejó caer en el sillón. Los minutos pasaban con una lentitud exasperante. Entonces, algo en la mesa frente a él captó su atención.

Papeles dispersos, algunos apilados al azar, otros apenas deslizándose sobre la superficie lisa. Estiró una mano y los movió con los dedos hasta que uno en particular le generó curiosidad.

Una marca en la parte superior.

Tomó el informe con ambas manos y dejó que sus ojos recorrieran las líneas impresas. Al principio, las palabras eran solo palabras, bloques de texto impersonales y técnicos. Pero, conforme avanzaba, la comprensión comenzó a hundirse en su cerebro.

「Disfunción del sistema nervioso.」

「Ansiedad.」

「Alteraciones genéticas imprevistas.」

「Episodios de euforia.」

「Depresión.」

「Daño renal.」

「Daño hepático.」

La memoria de su colapso resurgió.

「Complicaciones neurológicas graves, afectando la cognición y la función cerebral de manera adversa.」

Un escalofrío le recorrió la columna, trepando hasta la médula.

¿Era posible? ¿Él... era uno de los sujetos de prueba?

El pensamiento lo golpeó con violencia. Pánico. Miedo. Ira. Confusión. Todo se enredó en su garganta, sofocándolo, dejándolo aturdido y con la sangre avasallándole las neuronas. Se llevó una mano a la cabeza, intentando recomponer algún tipo de orden en su mente. Tan ensimismado estaba, que no advirtió la presencia de Gio hasta que aquella voz sinuosa le habló.

—¿Le agrada lo que lee?

El hombre pasó a su lado, y Octavio apenas pestañeó. Presionó los papeles con fuerza entre las manos. No respondió.

Gio dejó escapar una risa breve.

—Veo que sigue firme en su decisión de no hablar. Pero bueno, esa es su elección —continuó, caminando hasta la pequeña mesada—. Como le dije ayer, si quiere informarse sobre algo, solo pregunte. No tengo intención de ocultarle lo que puede saber.

Colocó unas bolsas sobre la superficie y comenzó a sacar lo que estaba dentro con calma.

—Creo que debería trabajar en su habilidad para comunicarse —añadió, mientras se lavaba las manos—. Al final, la ignorancia es una desventaja. Si continúa así, el único perjudicado será usted mismo.

Octavio lo miró de reojo, la mandíbula apretada con tanta fuerza que el dolor le recorrió los molares.

—Repito, acá dentro, soy la mejor opción. Debería aprovechar eso.

El filo del cuchillo rasgó la cáscara de la naranja con un sonido limpio. Gio partió la fruta por la mitad y repitió el proceso con otra. Luego, tomó un exprimidor manual, presionó la pulpa hasta que el jugo brotó, dorado y espeso. Lo vertió en un vaso y se acercó a Octavio.

—Felicidades, profesor —dijo con una sonrisa—. A partir de ayer, es mi sujeto de prueba número uno.

Octavio se quedó inmóvil por un momento. Su mente tardó un segundo en procesar lo que acababa de escuchar. Con un movimiento rápido, apartó el vaso de un manotazo.

El vaso se estrelló contra el pecho de Gio antes de caer al suelo y convertirse en pedazos. El hombre bajó la vista, fijándose en la mancha húmeda. Al levantarla nuevamente hacia él, inclinó la cabeza con una leve curiosidad, como si encontrara algo fascinante en la reacción del profesor.

—En lugar de agradecerme, se comporta de esta manera —comentó, su voz cargada de condescendencia.

—¿Agradecerte? —repitió, su voz temblando entre incredulidad y rabia—. ¿Estás fuera de tu puta cabeza? —Sus ojos se clavaron en los papeles sobre la mesa, el informe que había leído segundos antes—. ¡Está todo escrito acá! ¿Cómo te atrevés a...?

Octavio sintió un sabor amargo subir desde el estómago, un vértigo frío recorrerle la columna. Su propia voz se ahogó en su garganta.

Gio exhaló, una risa corta y burlona, secándose el jugo del pecho con la palma de la mano.

—¿Disponer de su cuerpo? Profesor, usted me agota. En vez de estar agradecido porque retrasé su muerte, solo se enfoca en las consecuencias, en los efectos secundarios. —Le lanzó una mirada de hastío y añadió con frialdad—: La próxima vez, lo dejaré pudriéndose en ese lugar.

—No me vengás con esas idioteces. Siempre fue tu intención, ¿no? ¿Me vas a alimentar y analizar mi evolución? ¿Y después qué? ¿Cuánto tiempo planeás controlar mi estado? ¿Cuántas veces más vas a probar tu solución en mi cuerpo?

El tono de su voz iba escalando, cargado de un resentimiento ácido y desesperado.

El hombre lo observó en silencio. Recordó al antiguo Octavio, el profesor que veía más allá de lo evidente, el hombre de mente brillante.

Pero ahora... había sucumbido a las garras de Vargas.

¿Cómo alguien tan inteligente pudo haberse vuelto tan estúpido?

—Es correcto —afirmó.

Octavio sintió cómo la furia explotaba dentro de su pecho. Antes de darse cuenta de lo que hacía, ya se había puesto de pie. En un arranque de ira, lo agarró por el cuello de la remera y lo sacudió.

—¡Sos un maldito hijo de puta!

—Solo estoy aprovechando los recursos disponibles.

Los ojos de Gio brillaron con algo indescifrable, como si escondiera un pensamiento. A pesar de ver el golpe acercarse, no se movió. El impacto le sacudió la mandíbula, haciéndole girar la cabeza. El dolor se expandió desde el punto de contacto hasta el oído, pero lo ignoró. Cerró los ojos, controlando el impulso salvaje de devolver el golpe.

Octavio no le dio tregua. Se lanzó contra él con la rabia acumulada de la noche anterior, encajándole otro puñetazo en el pómulo.

Después otro.

Y otro más.

El dolor que debería haber sentido en los nudillos quedó eclipsado por la ira que hervía en su corazón.

La sangre comenzó a brotar de los labios de Gio, lenta y caliente, trazando una línea hasta el mentón.

Finalmente, Octavio se detuvo, la respiración entrecortada por la adrenalina.

El hombre apenas tambaleó. Aunque la piel se encendió con cada impacto, en lugar de acobardarse, sonrió.

—¿Terminó?

El sonido de su voz, era una provocación en sí mismo. La furia de Octavio estalló de nuevo. Se preparó para otro golpe, pero esta vez Gio lo detuvo. Su mano atrapó el puño en el aire.

—No me haga romper mi promesa de no usar violencia contra usted —murmuró con voz baja.

La piel del hombre estaba caliente, los dedos duros y seguros alrededor del puño tenso.

Los ojos de Octavio ardían de cólera, pero el hombre le sostuvo la mirada, sin desviarla en ningún momento. Apretó los dientes, sintiendo cómo los nudillos palidecían por el agarre.

Este hombre era el que lo había reducido a un experimento de laboratorio, el mismo que había manipulado su cuerpo como si le perteneciera.

Lo odiaba tanto.

Intentó zafarse, pero Gio no cedió.

Octavio se sentía frustrado y humillado. Con una mirada llena de desprecio, le gritó con rabia:

—¡No sos más que un maldito sádico con delirios de grandeza!

—¿Y usted qué es, profesor? —soltó una risa seca mientras se inclinaba ligeramente hacia él—. Un ratón que muerde la mano que lo alimenta.

Octavio sintió la respiración caliente, un sutil aroma a cítricos y sangre que le caía sobre el rostro.

—¡Andate a la mierda! No pienso bancarme más tus idioteces. ¿De verdad creés que podés hacer lo que querés conmigo? ¡No soy tu maldito juguete!

La mandíbula de Gio se tensó. El músculo de su cuello palpitó con un control extremo sobre sí mismo. Hubo un instante en el que el agarre se aflojó, lo justo para dar la impresión de que lo soltaría.

Octavio aprovechó.

Lo empujó.

El hombre retrocedió un paso, pero no lo liberó. Atrapó la barbilla de Octavio con la otra mano, inmovilizándolo. Los dedos se hundieron en la piel de la mandíbula, obligándolo a mirarlo de frente.

—Escuche bien —su voz fue un susurro áspero contra los labios—. No olvide dónde estamos. ¿De verdad cree que me importa?

El pulgar se deslizó en un roce a lo largo de la mandíbula, mientras se inclinaba lo suficiente para hablarle al oído.

—Usted es descartable. No lo olvide: puedo reemplazarlo cuando quiera.

Todo en Octavio vibró, y Gio se alejó lo suficiente para que pudieran verse a los ojos.

Estaban demasiado cerca: respiraciones entrelazadas y músculos tensos. Ninguno de los dos tuvo intenciones de ceder.

Los labios de Gio estaban entreabiertos, y Octavio se descubrió mirándolos, la propia furia mezclándose con algo hirviente que se agitaba en su pecho.

Uno desafiante, el otro inflexible.

Justo cuando la confrontación alcanzaba su punto culminante, tres golpes secos resonaron en la puerta.

Gio se puso rígido al instante. Cerró los ojos, dominando las emociones que amenazaban con desbordarse.

«Maldita sea», exhaló y soltó a Octavio.

—Parece que vienen a buscarlo. —Se apartó, recomponiendo su postura.

Tras dar unos cuantos pasos, abrió. Afuera, dos hombres esperaban. Vestían uniformes negros, pero sus presencias hablaban por sí solas. Seguridad.

El primero, un hombre alto y corpulento, de mirada imperturbable, parecía el tipo de persona que disparaba sin hacer preguntas. En la mano sostenía una bolsa de tela.

El segundo, más bajo y de complexión robusta, tenía una sonrisa astuta y ojos pequeños que destilaban perversidad.

La forma en que miró a Octavio encendió en Gio un sentimiento nauseabundo. Ese guardia examinó al profesor con una mirada que se prolongó demasiado. Un frío malestar se instaló en su estómago. Si volvía a mirarlo así, le arrancaría los ojos.

—Vargas nos envió —dijo el regordete, con voz pastosa—. Venimos a recoger al señor.

Gio ignoró ese tono verdoso y extendió la mano.

El alto le entregó una cuerda gruesa y áspera. Él la sostuvo y enseguida dirigió una mirada al regordete. Como si estuviera advirtiendo algo.

—Me encargaré de esto.

Cuando se acercó al profesor, este mantuvo el mentón en alto. Su rostro no delataba ni un atisbo de miedo, solo un profundo desprecio hacía Gio.

Lo observó un largo minuto.

Incluso en una situación como esta...

Omitió ese pensamiento de la cabeza y le sujetó las muñecas. Envolvió la cuerda en torno a ellas, ajustándola lo suficiente para que no pudiera liberarse, pero sin lastimarlo. Podría haberle hecho daño, pero eligió no hacerlo.

Cuando finalizó, se inclinó.

—No me gustan los juguetes usados —sus labios se acercaron a la mejilla, deslizándose hacia el oído—. Así que asegúrese de que nadie más lo toque

Octavio no se inmutó, pero Gio percibió el leve estremecimiento que recorrió su nuca. Antes de detenerse a pensarlo demasiado, deslizó la bolsa sobre la cabeza del profesor, cubriéndole el rostro por completo.

El último segundo en que logró ver esos ojos ardientes, colmados de odio y veneno, quedó grabado en su memoria. Luego, se irguió y dirigió a los dos hombres una mirada de absoluta neutralidad.

—Pueden llevárselo.

El más alto asintió y avanzó hacia el profesor. No le agradó cómo lo sujetó, con demasiada brusquedad. Gio apretó la mandíbula mientras seguía con la mirada a Octavio, escoltado hacia el pasillo.

Gio pasó la lengua por el corte en su labio, dejando que el sabor metálico de la sangre se fundiera con su frustración. El calor de Octavio aún ardía en sus manos.

La puerta se cerró, sumiendo la habitación en un silencio absoluto.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

El pasillo del segundo subsuelo era un túnel de concreto, húmedo y cálido, que absorbía la resonancia de los pasos mientras lo arrastraban.

Con la respiración contenida, Octavio mantuvo la cabeza en alto, a pesar de la tela áspera que le cubría el rostro. La bolsa sobre la cabeza lo dejaba ciego, pero sentía cada detalle con el cuerpo: la presión de las manos que lo sujetaban, el tirón de la cuerda quemándole las muñecas.

Intentó mantener la calma.

Contar los pasos.

Memorizar la ruta.

Cuando se detuvieron, el sonido del ascensor llegando se hizo más fuerte. Un chirrido oxidado resonó cuando las puertas se deslizaron para abrirse.

—¿No eras vos el de la tele, che? —soltó el guardia regordete con una sonrisa burlona—. Mirá vos, quién lo hubiera dicho. El gran científico, y ahora sos la puta de ese loco.

Los dientes de Octavio chirriaron, pero no le iba a dar el gusto de una reacción.

—¿Y cómo se siente que te rompan el culo, eh? ¿Eh?

No respondió y mantuvo la mandíbula apretada.

Su silencio pareció darle valor al guardia, que soltó una carcajada, haciendo temblar su panza con el movimiento.

Un empujón hizo que Octavio tropezara al entrar en el ascensor. Las puertas se cerraron y comenzó a descender con un temblor, vibrando con cada centímetro que bajaba.

Octavio percibió el cambio de presión, acompañado por un cosquilleo incómodo en la boca del estómago.

Y entonces, el aliento rancio.

—Seguro que te gusta, ¿no? Si ya sos el putito de ese chiflado...

Un peso abrumador se inclinó sobre el profesor. Manos gruesas, con dedos hinchados, le recorrieron la espalda en un agarre repulsivo, deslizándose lentamente hacia su cintura.

Octavio sintió asco.

Ira.

El segundo hombre, apodado "Alto", dejó escapar un suspiro cansado.

—Basta. Déjalo en paz.

Pero el otro, apodado "Gordo", ya se estaba divirtiendo demasiado. Rió, deslizando lentamente su mano hasta los glúteos del profesor.

—¿Para qué? Si no está gritando. Capaz que le copa que lo toqueteen, ¿no? —La mano apretó la carne con descaro, como quien prueba una fruta madura antes de comprarla—. Ves, no dice nada, los putos son así...

—Hijo de perra —murmuró Octavio, reaccionando de inmediato.

Las ataduras le impedían asestar un golpe limpio, pero aún podía usar su cuerpo. Se impulsó hacia atrás con fuerza, y con el codo golpeó el diafragma del regordete, arrancándole el aire con un sonido gutural.

El elevador se sacudió violentamente con el forcejeo. Octavio giró, listo para lanzar un nuevo ataque, pero Alto lo detuvo antes de que pudiera completarlo.

—¡Hijo de puta! —escupió el regordete, recuperando el aliento—. ¡Lo voy a reventar!

Octavio forcejeó, pero el agarre de Alto era implacable, como si sus manos estuvieran hechas de acero.

Los pulmones del profesor ardían, y su corazón retumbaba desbocado.

No alcanzó a darse cuenta de cuándo el hombre lo soltó ni de qué ocurrió después. Apenas sintió el empujón antes de que un dolor punzante le explotara en el cráneo.

El Gordo lo sujetó por la cabeza y lo estrelló contra la pared del ascensor.

Una vez.

Dos.

Tres.

El vidrio de los lentes crujió bajo la tela de la bolsa, y los fragmentos se clavaron en su piel. La sangre, caliente y pegajosa, se deslizó por la mejilla, mezclándose con el sudor que le corría por el cuello.

El atacante no había terminado. Lo lanzó al suelo con brutalidad. Las rodillas de Octavio chocaron contra el metal, y su mente se nubló al instante. No llegó a escuchar el sonido del cinturón deslizándose de las presillas del otro hombre.

Intentó moverse, pero el regordete lo inmovilizó con su peso. Un zumbido ensordecedor le retumbó en los oídos.

Entonces, Alto habló.

—Vargas no tolerará esto.

El Gordo se quedó inmóvil, congelado en su lugar. Justo cuando parecía a punto de continuar, el ascensor se detuvo con un chirrido y las puertas se abrieron.

El hedor del cuarto subsuelo se esparció como una nube densa y nauseabunda, invadiendo el espacio. Aturdido, con la cabeza latiendo de dolor, Octavio fue empujado fuera del elevador por Alto.

El silencio apenas duró un segundo.

—¿Qué está pasando acá?

El grito resonó con fuerza en el pasillo.

Octavio no podía ver, pero los dos guardias identificaron al instante aquella voz.

Alan.

El joven estaba furioso, aunque su tono permaneció glacial.

—¿Hace falta que les recuerde las consecuencias de esto?

El Gordo balbuceó una excusa tan patética que ni él mismo parecía creerla, pero no llegó a terminarla.

Alan desestimó el murmullo sin dignarse a dirigirle la mirada. Apartó a ambos de Octavio como si fueran nada más que basura. El rostro del joven reflejaba un desdén absoluto. Luego, con un cuidado que contrastaba con la furia de antes, retiró la bolsa de tela que cubría el rostro del profesor.

Octavio parpadeó, sintiendo algo húmedo deslizarse por su mejilla.

No era sudor.

Era sangre.

Fragmentos de vidrio de los lentes estaban incrustados en la ceja y el párpado de Octavio. Alan frunció el ceño y le tomó el rostro para examinarlo detenidamente.

—¿Está bien?

Octavio asintió, pero el contacto le resultó incómodo e innecesario.

El pañuelo de Alan rozó su piel, limpiando la sangre con movimientos lentos.

Demasiado lentos.

Cada roce le erizaba la piel, pero no de la forma en que lo haría un gesto amable. Era la falta de distancia lo que lo alteraba, y lo sentía en cada terminación nerviosa.

El joven no dijo nada más. Se inclinó ligeramente hacia él, deslizando un brazo por la cintura y otro por debajo del brazo para sostenerlo.

Lo condujo hasta la habitación que lo esperaba.

El colchón cedió bajo el peso del profesor cuando Alan lo ayudó a sentarse al borde de la cama. Retiró los lentes dañados con cuidado y los guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Salió de la habitación por un momento y volvió con una pequeña bandeja metálica, acompañada de unas pinzas esterilizadas.

—Esto va a doler un poco —advirtió.

Era cierto. El tirón breve y punzante al extraer el primer fragmento de vidrio le arrancó una mueca. Apretó los dientes con fuerza. Sin embargo, lo peor no fue el dolor, sino la mano de Alan en su rostro y el roce del pulgar contra su pómulo.

Con cada fragmento de vidrio que extraía, el contacto permanecía, constante y molesto. No podía discernir si era intencional o simplemente casual. Solo sabía que le resultaba incómodo, incluso insoportable, una cercanía excesiva.

¿Por qué lo trataba con tanta consideración?

La última esquirla salió con un tirón más fuerte, provocando un ardor punzante en Octavio. Al terminar, el joven cubrió la herida con una venda estéril.

Alan permaneció en silencio durante un tiempo, una pausa que se prolongó más de lo esperado. Finalmente, dejó escapar un suspiro.

—Discúlpeme por lo que voy a hacer, pero necesito sacar una muestra.

No era una pregunta.

Aun así, Octavio asintió.

Quizás porque resistirse era inútil, o porque la acumulación de dolor, sangre y agotamiento lo habían dejado drenado.

La aguja perforó la piel de su brazo.

El líquido rojo llenó la jeringa con lentitud, como si la vida se le escurriera con cada latido.

Cerró los ojos.

La habitación dio un giro vertiginoso y los dedos se aferraron con fuerza a las sábanas.

Alan guardó la muestra y retiró la aguja con el mismo cuidado que había demostrado en todo lo demás.

El colchón cedió un poco más bajo el peso de Octavio cuando el joven lo recostó con cuidado.

—Descanse —murmuró.

Octavio percibió el calor de un cuerpo demasiado próximo mientras el sueño lo vencía. Quizás solo era una sensación provocada por la fiebre y la sangre que había perdido.

No logró descifrar ese detalle.

La oscuridad volvió a envolverlo por completo.

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