webnovel

04: Morir es una buena idea.

El complejo de GenomeShield Pharmaceuticals no era solo una sede corporativa; era una fortaleza disfrazada de opulencia. Oficialmente, la compañía operaba desde una moderna torre de oficinas en el corazón de Buenos Aires, un rascacielos que reflejaba la imagen de una empresa innovadora y respetable. Desde allí, ejecutivos con trajes impecables negociaban contratos, participaban en congresos científicos y publicaban estudios que resaltaban su compromiso con la salud global.

Pero la verdadera esencia de GSP se hallaba lejos de la capital, oculta en una finca de treinta hectáreas rodeada de bosques. En apariencia, era una lujosa casa de campo con jardines meticulosamente diseñados y senderos serpenteantes.

Sin embargo, bajo su fachada elegante se extendía un laboratorio biotecnológico clandestino, donde la ética y la legalidad no tenían cabida.

El laboratorio no solo producía agentes biológicos convencionales, sino que operaba en un territorio aún más peligroso: el desarrollo y manipulación de patógenos con fines estratégicos. Allí, virus letales como el ántrax y la viruela fueron modificados y almacenados junto a prototipos de armas biológicas diseñadas para incapacitar selectivamente a grupos específicos. No se limitaban a la destrucción: también creaban vacunas experimentales y sueros de inmunización para aquellos con acceso privilegiado.

No era ciencia ficción, sino biotecnología aplicada con fines estratégicos, letales y altamente lucrativos.

No existían registros oficiales de sus investigaciones ni publicaciones en revistas médicas. Los resultados se enviaban a clientes estratégicos en Moscú y Beijing.

El gobierno argentino jugaba un doble papel. En la superficie, mantenía una postura de neutralidad y transparencia, permitiendo inspecciones limitadas a los laboratorios legales de la capital. Pero en los niveles más altos, la indiferencia estatal tenía un precio. Algunos funcionarios recibían cifras exorbitantes por mirar hacia otro lado; otros, simplemente, no hacían preguntas.

Las operaciones de GenomeShield dependían de una red de intermediarios que aseguraban la invisibilidad de sus transacciones: empresas fantasma, bancos en paraísos fiscales y rutas de transporte en constante cambio.

Hernán Vargas, director ejecutivo de la compañía, se inclinó hacia adelante en su asiento de cuero, observando la pantalla de su computadora. Cercano a los cincuenta años, irradiaba una elegancia mesurada. Vestía con sobriedad y llevaba la barba impecablemente cuidada. Sobre el escritorio, un vaso de whisky descansaba junto a una pila de documentos.

Un golpe en la puerta interrumpió su concentración.

—Adelante —dijo sin apartar la vista de la pantalla.

La puerta se abrió y un hombre entró en la habitación. Medía más de metro noventa, con una complexión atlética y ojos oscuros que analizaban cada detalle de la habitación.

Vargas lo observó fijamente, su mirada penetrante. Señaló la silla frente al escritorio, indicando que tomara asiento.

—Te estaba esperando.

El joven, con la camisa aún mojada por lo sucedido hace minutos, no pudo evitar sentir irritación en el pecho. Sin embargo, su rostro se mantenía inmutable, la expresión perfectamente controlada para ocultar cualquier atisbo de molestia.

—Me disculpo por la demora. El asunto fue un poco... problemático.

Vargas dejó escapar una leve sonrisa, que parecía más bien una mueca de diversión ante la situación.

—Lo sé —afirmó, mientras bebía un sorbo de whisky—. Pero la próxima vez, ajústate a lo acordado. No necesito mandarte a llamar.

Gio mantuvo la expresión impasible, pero su mirada se deslizó fugazmente hacia la pantalla de la computadora. La sensación de desagrado creció en su garganta.

—No sabía que le interesaban ese tipo de espectáculos —comentó con ironía—. En la siguiente ocasión, me esforzaré por ofrecer un mejor show.

Vargas soltó una carcajada seca.

—En realidad, no es de mi interés. Pero no lo tomes a mal, muchacho, prefiero unas lindas curvas femeninas. —Hizo una pausa, sus ojos deslizándose hacia la pantalla del computador una vez más antes de continuar—: En gustos se rompen géneros, ¿quién soy yo para juzgar?

Gio, sintiendo que la conversación tomaba un giro que no tenía intenciones de continuar, se levantó.

—Si eso es todo, me retiro. —Aunque su voz era neutra, había una chispa de desdén titilando en sus ojos.

Vargas también se levantó del asiento y extendió la mano.

—Solo quería avisarte que todo está listo en el segundo piso subterráneo.

Gio miró la mano extendida por un momento, los dedos flexionándose lentamente antes de estrecharla. Ese apretón ya marcaba el comienzo de un trato, uno con sus propias reglas y riesgos.

—Bienvenido a GenomeShield Pharmaceuticals, muchacho.

—Mientras obtenga lo que quiero, usted tendrá lo que busca.

Vargas asintió, satisfecho. En cuanto Gio salió de la oficina, tomó el celular y deslizó el dedo con calma.

Pronunció una sola palabra:

—Inicien.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

En el cuarto piso, en el nivel más profundo del subsuelo, algo se activaba. Un sistema de audio antiguo, oculto en una esquina polvorienta, vomitaba una horrible sinfonía.

Los bajos golpeaban, un zumbido que se metía bajo la piel, presionando con una fuerza ominosa que parecía provenir de lo más profundo del infierno.

Los gritos se entrelazaban con risas crueles, voces burlonas de hombres y mujeres que se mezclaban con aullidos animales, el sonido grotesco de carne desgarrándose, creando un caos que hacía imposible pensar.

La sinfonía no era música, sino una maldición.

Octavio despertó de golpe.

Su cuerpo se tensó, envuelto en una sudoración fría que lo cubría por completo. Estaba mareado, la cabeza le daba vueltas y el dolor lo asfixiaba. Su mente luchaba por aferrarse a algo que no fuera la vorágine de sonidos que lo envolvían.

Estaba entumecido, como si el dolor hubiera hecho nido en su columna, viajando por cada centímetro de su cuerpo. La sordidez de las voces seguía colándose entre los pensamientos, resonando con una claridad enfermiza.

Se revolvió en la cama, pero solo logró emitir un gruñido cuando una punzada le atravesó la cintura.

Con ambas manos se cubrió los oídos, como si eso pudiera detener el horror. Lamentablemente, el sonido no cesaba, se intensificaba.

Al pasar los minutos, el cuerpo ya no le respondía. La mente intentó hallar consuelo, la frase "Ve a tu lugar seguro" se repetía.

En un rincón olvidado, un recuerdo comenzó a aflorar. Le llegó de golpe, como si alguien hubiera barrido el polvo de su conciencia. El recuerdo estaba ahí, nítido, a pesar de la niebla febril que lo envolvía.

Tenía veintinueve años. Estaba sentado en una silla, firme, como si fuera parte del mobiliario de lujo que lo rodeaba.

Llevaba un traje azul, que acentuaba su figura elegante. Los lentes de marco plateado, ligeramente redondeados, le conferían un aire intelectual que se entrelazaba con la mirada, tan afilada que parecía penetrar cualquier superficie. El cabello, cuidadosamente peinado hacia atrás, resaltaba sus facciones atractivas.

Se hallaba rodeado por una atmósfera elegante, llena de detalles que respiraban sofisticación, pero también una sutil ostentación que no podía negar. A su alrededor, los invitados reían, disfrutando de una música alegre, ligera, clasista.

Sentado con las piernas cruzadas y una copa en la mano, observaba a los demás con una sonrisa casi condescendiente. En su rostro, la satisfacción era tan clara como la relajación de su postura.

En el centro de la pista, ella.

Natalia. Su joven esposa. El brillo de las luces titilando sobre el vestido blanco, realzaba esa figura delicada. Bailaba con gracia. Una sonrisa dulce y cálida en su rostro.

El pecho del profesor se llenó de una calma irónica, como si el mundo se hubiera detenido en ese pequeño momento. Y entonces, sin pensarlo, sus labios se curvaron en una sonrisa.

No era una sonrisa completa, sino una sonrisa del tipo que se forma en las comisuras de la boca, esa que se esconde detrás de una fachada de serenidad. Como si supiera que la escena era solo una gran actuación, como si todo aquello fuera solo una gran obra teatral.

Minutos después, cuatro jóvenes se acercaron a él: tres hombres y una mujer, ninguno mayor de veintidós años.

El profesor los observó, su mirada pasando de uno a otro. La joven fue la primera en hablar. Le ofreció sus sinceras felicitaciones. Los tres hombres hicieron lo mismo, pero algo en su tono era falso. No le prestó atención a ese detalle, solo les estrechó las manos. Ellos sabían lo que significaba para sus carreras estar ahí, ante él y Octavio los observaba con complacencia.

Este grupo era el tercero que había formado para una investigación privada. Eran estudiantes, ansiosos por demostrar su valía. Los veía como futuros colegas, esos que alguna vez serían como él.

En el fondo, él disfrutaba ofreciendo oportunidades a mentes prometedoras, como un jardinero que siembra semillas, esperando verlas crecer en algo grandioso. Sin embargo, justo cuando los jóvenes se alejaron, una duda lo asaltó.

¿No falta alguien más?

Octavio desvió la mirada hacia el centro de la pista. Natalia se encontraba allí, como siempre, perfecta, como la actriz protagonista de la noche.

Había algo inquietante en esa perfección, algo que lo inquietaba de manera sutil.

Ella le hizo un gesto, la mano levantándose en el aire como si lo estuviera llamando hacia su lado, como si fuera la única razón por la cual él había llegado hasta allí.

Bien.

El brillo en los ojos de ella era de una intensidad abrasadora, como si lo retuviera allí, atrapado entre la calidez de la escena y la fría realización de que su vida nunca podría escapar de esa imagen.

Era cierto.

Él se levantó, ajustándose el saco. Con una mano, tomó dos copas de vino de una mesa cercana. Se estaba preparando para unirse a ella, para regresar al centro de esa escena que, por un momento, lo había hecho sentir que había logrado la perfección.

Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso más, algo lo detuvo.

Una sombra se proyectó frente a él. Una figura apareció de la nada, bloqueando el camino. Era como si quisiera desquiciar por completo el delicado equilibrio que había logrado en la vida.

El efecto del alcohol, probablemente, estaba nublandole la visión, porque no lograba distinguir con claridad el rostro que le sonreía. O tal vez no era el alcohol, sino otra cosa, algo que se deslizaba por sus venas y le nublaba la mente.

La figura frente a él destacaba con un atractivo singular, una presencia que era al mismo tiempo desafiante y provocadora.

El joven, vestido con un traje negro perfectamente ajustado y una camisa desabrochada que dejaba entrever el cuello, parecía sacado de un sueño demasiado real.

Aunque era ligeramente más alto que Octavio, la diferencia no era significativa, pero la fuerza con la que invadía el espacio lo hacía parecer mucho más imponente.

Él tomó una de las copas de vino que Octavio sostenía con una mano y le sonrió ampliamente. Una sonrisa que parecía haber sido dibujada solo para él profesor.

Sorprendido, se quedó parado, observando al joven.

La actitud no le molestó, tal vez porque supuestamente estaba demasiado feliz para dejarse afectar por algo tan trivial como eso, o tal vez porque algo en el interior le decía que esa presencia...

—Profesor O —dijo el joven, interrumpiendo el análisis que estaba haciendo. Él posó una mano sobre su hombro y dijo—: Felicitaciones.

El sonido sutil de las copas al chocar llenó el aire, como una campanada suave. El joven se inclinó hacia el oído de Octavio, dejando que el aliento se deslizara por el cuello del profesor mientras la sonrisa se desvanecía lentamente.

—Deseo que sea feliz —susurró, el tono cargado de algo que Octavio no pudo identificar.

De repente, un calor se extendió desde su interior hacia el exterior. Su cuerpo se volvió pesado. Intentó moverse, pero no podía. Un sudor frío le recorrió la frente, ansioso, miró a su alrededor.

Las personas que hasta entonces lo rodeaban, las que bailaban y sonreían, se convirtieron en figuras deformadas y amorfas.

Esos rostros se alargaban en expresiones grotescas, y los murmullos de las conversaciones se transformaron en cuchicheos venenosos. La música, que antes había llenado el ambiente con su ritmo alegre, se detuvo abruptamente. En ese silencio sepulcral, todos los ojos se dirigieron hacia él.

Todos lo observaban.

Grandes ojos fijos en él.

Y entonces, la risa comenzó.

Reían.

Reían sin parar.

Ja.

Ja.

Ja, ja, ja.

Eran risas asquerosamente hilarantes, como si fuera divertido, como si fuera gracioso.

¿Qué era gracioso?

Octavio no entendía.

El joven lo agarró de la cintura, con su toque caliente, presionándolo hacia sí, como si quisiera comprimirlo junto a su cuerpo.

Octavio intentó separarse, pero su propio cuerpo seguía siendo un extraño, incapaz de responder. La sensación de ardor en la garganta lo hizo querer gritar. Una quemazón, profunda y agonizante, se extendió por la piel, como si cada poro estuviera siendo consumido por fuego. Todo comenzó a desmoronarse: las paredes, el aire, las luces, todo se desintegraba.

Y a nadie le importaba.

Todos seguían riendo.

¡Todos se burlaban de él!

El joven seguía acariciándole la cintura, mientras las palabras de esas personas, horribles y asquerosas se filtraban en sus tímpanos. Nadie lo ayudaba, nadie se acercaba. Sus ojos palpitaban, las pestañas temblaban y las pupilas dilatadas intentaban enfocarse, pero la niebla de la confusión lo envolvía.

En algún momento, la fuerza lo abandonó, y lo único que pudo hacer fue rendirse ante la oscuridad que lo estaba tragando.

Despertó de golpe, con el sudor empapando el cuerpo. El pecho latía frenéticamente, como si intentara escapar de algo que todavía lo perseguía. Las extremidades hormigueaban las manos le temblaban sin control. El calor lo asfixiaba, y la respiración se volvió errática, entrecortada, como si fuera incapaz de obtener suficiente oxígeno.

Los dedos se cerraron con fuerza sobre las sábanas, como si eso pudiera salvarlo. Los ojos se llenaron de humedad, las lágrimas amenazaban con derramarse, pero aún así, se esforzó por reprimir el sollozo que se le formaba en la garganta.

Se incorporó, luchando por respirar con el diafragma, pero la mente no lo seguía. Los sonidos lo perseguían, los gritos, los susurros, las risas que no lo dejaban en paz. Contó para mantener la calma.

Uno, dos, tres... La cuenta se desvió, se rompió, y la desesperación lo envolvió. Pero finalmente, después de varios minutos, consiguió recuperar un mínimo de compostura.

Apoyó el antebrazo sobre sus ojos, agotado, incapaz de contener las lágrimas que comenzaban a brotar, pero aun así, lo intentó.

Lo intentó.

Los sonidos seguían ahí.

La habitación permanecía igual.

No sabía si era de día o de noche.

Rió.

Una risa rota y amarga.

Hubiera preferido la muerte.

≫ ──── ≪•◦ ❦♡❦♡❦ ◦•≫ ──── ≪

Bab berikutnya