El capitán dejó su bandeja vacía en el suelo junto a su silla y se puso de pie con un gesto decidido. Miró al vicecapitán, que aún saboreaba los últimos bocados de su comida, y le dijo con voz firme, "Voy al ayuntamiento para ver qué vamos a hacer. Ahora vengo."
Sin esperar respuesta, salió de la catedral y echó a correr hacia el ayuntamiento, tratando de evitar la lluvia lo más posible. Pero mientras estaba a mitad de camino, la lluvia se intensificó, convirtiéndose en un aguacero implacable que le golpeaba con fuerza, haciéndole sentir un dolor punzante en la piel. Apretó el paso, casi corriendo a través de las calles empapadas.
Justo cuando cruzó el umbral del ayuntamiento, un estruendo resonó detrás de él. Se giró a tiempo para ver cómo comenzaban a caer piedras de granizo del tamaño de canicas, rebotando en el suelo con un ruido sordo. Frunció el ceño ante la vista y, sacudiéndose el agua de su capa, subió rápidamente las escaleras hacia el último piso.
Al abrir la puerta, encontró la sala en una calma inquietante, con la única presencia de Urraca, sentada en el trono, contemplativa y distante. Se acercó a una de las sillas frente a ella y tomó asiento, su mirada fija en la figura que ostentaba el poder.
"Señora, ya hemos limpiado las zanjas," comenzó, su voz resonando en la quietud de la sala. "¿Cómo procedemos?"
Urraca se giró lentamente hacia las ventanas, observando cómo el granizo caía con fuerza contra los cristales. Después de un breve momento de reflexión, respondió con serenidad, "Ahora que está cayendo granizo es imposible seguir. Baja y busca al alcalde, avísale que no hace falta nada más y que todos los maestros de gremios se pueden ir a dormir."
El capitán asintió, preparándose para levantarse, pero ella continuó, "Después de decirle eso al alcalde, ve y dile a los guardias que pueden volver a casa."
Con las órdenes claras, el capitán se puso de pie, listo para llevar a cabo las instrucciones de Urraca. La tormenta afuera rugía con una ferocidad que presagiaba una larga noche por delante.
El capitán salió de la habitación con paso firme y descendió las escaleras del ayuntamiento hasta llegar a la oficina del alcalde. Sin vacilar, tocó brevemente la puerta y entró. El alcalde, sumido entre montones de papeles, levantó la mirada, interrumpido en su labor.
"La señora Urraca ha ordenado que los maestros de gremios pueden retirarse; ya no se requiere de sus servicios por hoy y pueden irse a descansar," comunicó el capitán, manteniendo la formalidad pero con la urgencia marcada en su voz.
El alcalde, con un gesto de comprensión, tamborileó con los dedos sobre la mesa, pensativo. "Entendido. Me ocuparé de ello en cuanto termine con estos documentos," respondió, su tono indicando que la tarea sería atendida sin demora.
El capitán asintió y, sin más que decir, salió de la oficina. Al abrir la puerta del ayuntamiento, fue recibido por el rugido de la tormenta. El granizo caía con fuerza, pero él, determinado, se cubrió la cabeza con las manos y corrió hacia la catedral. A pesar de la intensidad del aguacero, logró llegar sin ser golpeado por las implacables piedras de hielo.
Dentro de la catedral, el vicecapitán y los guardias ya estaban listos, sus miradas reflejando la tensión del día. "Podéis volver a casa," les dijo el capitán, su voz resonando en el vasto espacio. "Con este granizo, es imposible continuar con nuestro trabajo."
Los guardias, agradecidos por la orden, salieron uno tras otro, espaciados cuidadosamente para evitar el peligro del granizo. El capitán supervisó la partida, asegurándose de que cada hombre tuviera la oportunidad de alcanzar la seguridad de su hogar.
Una vez que todos estuvieron en camino, se dirigió a un clérigo que pasaba por allí. "Por favor, informa al arzobispo que, por mandato de la señora Urraca, hemos cesado las labores debido al granizo. Los guardias y yo nos dirigimos a nuestras casas," instruyó con respeto.
El clérigo asintió, y el capitán, sintiéndose satisfecho de haber cumplido con su deber, salió al exterior. Esta vez, el granizo le golpeó esporádicamente mientras corría, pero nada que no pudiera soportar. Con cada paso, se acercaba más a la seguridad y el confort de su hogar, donde finalmente llegó, empapado pero a salvo, cerrando la puerta tras de sí y dejando atrás la furia de la tormenta.
Urraca salió de la bañera, dejando atrás el agua todavía tibia que había acogido sus pensamientos y preocupaciones. Se envolvió en una toalla suave y comenzó a secarse con movimientos metódicos. Una vez seca, se deslizó dentro de su pijama, una vestimenta cómoda que le prometía el merecido descanso después de un largo día.
Se acercó a la ventana y observó cómo el granizo golpeaba implacablemente contra el suelo.La lluvia, compañera del hielo, tejía cortinas de agua que difuminaban la vista del mundo exterior. Urraca suspiró y murmuró una silenciosa plegaria, esperando que la tormenta amainara pronto.
Con la esperanza de que sus palabras encontraran oídos divinos, se alejó de la ventana y se dirigió hacia la cama. Las velas, que habían sido sus fieles centinelas, titilaban su último baile antes de que ella las extinguiera con un suave soplo, sumiendo la habitación en la tranquilidad de la penumbra.
Finalmente, Urraca se deslizó bajo las sábanas, acogida por la calidez de su lecho. El mundo exterior, con su furia y su ruido, se desvanecía lentamente en su mente mientras se entregaba al abrazo del sueño, confiando en que, al despertar, encontraría un cielo limpio y sereno.