En una habitación de invitados del castillo, las primeras luces del amanecer se colaban tímidamente a través de las cortinas de lino.
La estancia estaba amueblada con dos camas de madera robusta, cada una cubierta con colchas de lana tejida y almohadas rellenas de plumas. Un armario guardaba en su interior vestimentas de visitantes anteriores, y una chimenea de piedra, ya apagada, había calentado la habitación durante la noche.
Las gemelas, habiendo despertado con el canto de los gallos, ya se habían duchado y vestido con sus nuevas ropas de sirvientas.
Los atuendos, simples pero funcionales, consistían en vestidos de algodón de color marrón claro y delantales blancos que se ataban firmemente a la cintura. Sus cabellos, aún húmedos del baño, estaban recogidos en trenzas apretadas para no estorbar durante las labores del día.
Con los nervios a flor de piel por la emoción y la incertidumbre de su primer día de trabajo, se ajustaron mutuamente los delantales y se dieron ánimos con una sonrisa cómplice. A pesar de la similitud de sus rasgos, cada una llevaba la vestimenta con un aire distinto, reflejo de sus personalidades únicas.
Antes de salir de la habitación, se detuvieron un momento frente al espejo de cobre pulido que colgaba junto a la puerta. Se observaron, no solo para asegurarse de que su apariencia fuera apropiada, sino también para forjar en su memoria el inicio de este nuevo capítulo en sus vidas.
Con un suspiro sincronizado, las gemelas abrieron la puerta de la habitación de invitados y se adentraron en los pasillos del castillo, donde el bullicio de la actividad matutina ya había comenzado.
Al doblar una esquina, se encontraron con una sirvienta que estaba encima de una escalera, afanada en la tarea de limpiar las vidrieras que adornaban el pasillo. La luz del sol, filtrándose a través del cristal, proyectaba un arcoíris de colores sobre el suelo de piedra.
Emma se acercó con cautela, no queriendo distraer a la sirvienta de su equilibrio precario. "Perdona," comenzó con una voz respetuosa, "¿podrías decirnos dónde está la habitación de María, la sirvienta principal?"
La mujer en la escalera hizo una pausa en su labor y miró hacia abajo, sus ojos amables se encontraron con los de Emma. "Está en el segundo piso, donde están todas las habitaciones de los sirvientes. Pero si la estáis buscando, es mejor que vayáis a su oficina, que está a la izquierda de su habitación."
Emma frunció el ceño ligeramente, su mente trataba de visualizar el plano del castillo. "Pero, ¿cómo sabremos cuál es su habitación?"
"Es fácil," respondió la sirvienta con una sonrisa tranquilizadora, "en la puerta veréis un letrero que dice 'Oficina de María'. Así que si buscáis su habitación, estará a la derecha de la oficina."
"Muchas gracias," dijo Emma, aliviada por la información clara.
Las gemelas se dirigieron hacia el segundo piso. Al llegar, se encontraron con un largo corredor flanqueado por puertas de madera numeradas. Avanzaron hasta que finalmente vieron el letrero que buscaban: 'Oficina de María'. A su derecha, una puerta discreta sin marcar. Habían llegado.
Con un suspiro de alivio y expectación, Emma tocó suavemente la puerta de la oficina, preparándose para conocer a la persona que sería su guía en este nuevo mundo de servicio y deber.
Después de tocar suavemente la puerta varias veces, no hubo respuesta. Ningún sonido de pasos ni voz que indicara que alguien se encontraba al otro lado. Emma y Agnes intercambiaron miradas de incertidumbre.
"Parece que no está en su habitación," murmuró Agnes, su voz baja en el tranquilo pasillo. "Quizás esté en la oficina."
Justo cuando las palabras dejaron sus labios, la puerta de la oficina se abrió de golpe. Una mujer de mediana edad, de unos 40 años, con el cabello recogido en un moño estricto y una pluma de ganso asomando de su cofia, se asomó. Sus ojos, agudos y calculadores, se posaron sobre las gemelas.
"Esperad cinco minutos, ahora salgo," dijo María con una voz que denotaba autoridad y experiencia. Antes de que pudieran responder, la puerta se cerró de nuevo, dejándolas solas en el pasillo.
Emma y Agnes se miraron, ambas sintiendo una mezcla de nerviosismo y alivio por haber encontrado finalmente a la sirvienta principal. Se apartaron de la puerta y esperaron pacientemente, observando el ir y venir de otros sirvientes que pasaban por el corredor, cada uno absorto en sus propias tareas.
Los cinco minutos se sintieron como una eternidad, pero las gemelas permanecieron en silencio.
Finalmente, la puerta se abrió de nuevo y María apareció, esta vez con una expresión más acogedora.
"Venid, seguidme," dijo, y las gemelas obedecieron siguiéndola.
"Como sois nuevas en el oficio, vamos a empezar por lo más básico, que es saber dónde están las herramientas para la limpieza," explicó María mientras bajaban a la planta baja.
Las escaleras resonaban bajo sus pasos mientras descendían. La planta baja del castillo era un hervidero de actividad, con sirvientes yendo y viniendo, cada uno inmerso en sus tareas diarias. María las guió a través de un laberinto de pasillos hasta llegar a una gran puerta de madera.
"Este es nuestro almacén," anunció, abriendo la puerta para revelar una habitación espaciosa llena de estantes y armarios. "Aquí encontraréis todo lo necesario para la limpieza: escobas, cubos, trapos, ceras y pulidores. Es importante que cada cosa vuelva a su lugar después de usarla, para mantener el orden y la eficiencia."
Emma y Agnes asintieron, impresionadas por la variedad de utensilios y la organización del espacio. María les mostró cómo y dónde estaban almacenados los diferentes productos de limpieza, explicando para qué se utilizaba cada uno.
"La limpieza es la base de nuestro trabajo aquí," continuó María, "y es esencial que se haga correctamente. Un castillo limpio y bien mantenido es un reflejo de la nobleza que reside en él."
"La siguiente lección es aprender a limpiar una habitación," dijo María con un tono didáctico. "Para empezar, necesitaréis un cubo, una escoba y seis paños: dos de lino, dos de lana y dos de algodón."
Emma y Agnes asintieron y se pusieron manos a la obra. Seleccionaron cuidadosamente los artículos de los estantes.Cada paño tenía una textura diferente, cada uno destinado a una tarea específica de limpieza.
Una vez equipadas, María las guió fuera del almacén y a través de un pasillo que desembocaba en un patio interior del castillo. El espacio abierto estaba rodeado por altos muros de piedra, y en el centro, un pozo de piedra se alzaba como un testigo silencioso de los siglos.
"Este pozo es solo para la limpieza," explicó María, señalando la estructura con un gesto de su mano. "El agua que se extrae de aquí es para nuestros quehaceres diarios. Es importante no malgastarla, así que aseguraos de coger solo la necesaria para vuestras tareas."
Las gemelas se acercaron al pozo, observando cómo María demostraba la técnica correcta para sacar agua con la polea y el cubo. El sonido del agua chapoteando al llenarse el cubo resonó en el patio, y el aire fresco llevaba el aroma a humedad y a tierra.
"El agua de este pozo es fría y clara, perfecta para dejar las habitaciones impecables," continuó María. "Recordad, el agua para beber y cocinar se saca de otro pozo."
Emma y Agnes tomaron turnos para practicar la extracción del agua, sintiendo la resistencia de la cuerda y el peso del cubo lleno. Aunque el trabajo era físico, había un ritmo en él que encontraron satisfactorio.
"Ahora que tenéis el agua, os mostraré cómo usar cada paño según la superficie que vayáis a limpiar," dijo María, guiándolas de vuelta al interior del castillo.