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El Encuentro X. El maestro

Estamos en marcha en el auto del doctor Quaresma.

–¿Para dónde nos dirigimos, doctor Quaresma?

–Ya lo sabrán.

–A la nada misma –dice don Antonio.

–Qué frustrante ir a la nada –le comenta don Álvaro.

–Es muy raro y paranoico todo. Salir con el auto luego de pasar un día en un destacamento genera miedo, paranoia –dice el colega amigo.

–Sabe, puede que tenga un ápice de razón en sus manifestaciones, y ustedes también. Como detective admito estados frustrados en la paranoia, porque admito estados frustrados en todo. Todo en la vida es la frustración de algo mejor. Ahora piensen que esta frase no es tan inusual como el maestro.

–¿Usted también conoce al maestro?

–Soy parte de esta tierra que ven, del Tajo mismo, del maestro, y amigo personal. Soy el descifrador de casos como me han llamado. Serví a la policía y al servicio secreto años, años atrás. Soy un detective, fui creado para eso. Como aquí nuestro amigo pagano, religioso que ante una aproximación de la locura se manifiesta un uso abstracto de su razón (refiriéndose a don Antonio). Así como don Álvaro que cree solamente en el dolor y el pensamiento nostálgico con una fiabilidad natural de los sentidos, y esa multitud de preconceptos e ilusiones de la que está hecha el alma. Así lo creo.

–Pero usted me seguía y controlaba mis pasos. Don Raphael me lo dijo. ¿Por qué no me avisó que usted es parte de Pessoa?

–Porque no era el momento justo. Y la policía posiblemente podía interferir antes en el actuar. Aparte quería sincerarme conmigo mismo de que usted hará lo que el maestro le indique. Comprenda de todas maneras, señor César, mi persecución hacia usted fue más que nada para cuidarlo. Don Raphael no podía entrometerse, ya que usted no estaba analizando la situación de forma que pudiese entender lo que ocurría. Los hechos y observar mucho. Sabe, mi amigo, un hecho es una impresión compleja en la que participan los sentidos. Usted podría en ese entonces entender los hechos. ¿Mire lo que pregunte? Claro que no. Siempre manifiesto a mis clientes que los hechos siempre fueron de un análisis dudoso. Nada en las cosas parece claro y se invita pues a la deducción a partir de cierta lógica. Delante de ellos los argumentos que desciframos los hechos son el nexo causal. Usted no podría darse cuenta a pesar de lo expuesto

por don Raphael de lo que sucedía. A pesar de lo charlado por don Alberto o por Anne y Thomas. Creo que estoy siendo claro. Analizar la cuestión desde el principio, y tal principio es que los hechos no son más que meras situaciones, de ellos extraemos lo que existe que son las interpretaciones. Pero esas interpretaciones, si son erróneas crean un mundo distinto al que realmente sucede o está sucediendo. Ahí es cuando nos confundimos y analizamos desde otra perspectiva. Y no la perspectiva que se nos ha trazado en nuestra mente. La mente puede tomar innumerables senderos e incontables veces tomamos la que arroja al camino equivocado. Clasificamos para poder comprender, pero clasificamos mal sin lógica pura.

–Dígame, ¿usted ejerce esa profesión de detective don Abilio? –le pregunta con intriga don José.

–No, mi profesión es la de un médico, no ejerzo. Soy un descifrador. Descifrador de enigmas. Estudio como lo he mencionado a otras personas la sintomatología de los acontecimientos y hago el diagnóstico y el pronóstico de los sucesos.

–¿Es como un brujo entonces?

–Algo parecido, pero desde la razón humana y la percepción de las que me valgo para descifrar un caso. Me dedico a toda investigación. Desde un enigma a un mito todo tiene manera de descifrarse. Solucionar lo que no se puede resolver de ninguna manera y aquí, señores, estamos como ligados a los demás. Eso nos ayuda a resolver cualquier cuestión. Uso argumentos sobre la base de la lógica, solo así llego a la solución tan esperada.

–Pero usted utiliza los métodos a su debido entender, diferentes de nosotros, doctor Quaresma –le objeta un poco desilusionado el portugués

–Mire, señor Sarachago, la vida es acción, ¿no? Y dentro de la lógica somos parte de la vida debido a ella y junto a la voluntad de descubrir lo enigmático. Básicamente lo importante del método en sí es lo siguiente: El método consiste en no observar mucho. Ser congruentes. No obstante observar mucho, pero bien es mejor que observar mucho y mal. Ahora lo indicado según mi sensatez es no observar mucho, y observar bien. Y dentro de esa observación en base empírica y deductiva entender la situación. El hecho que comentaba al señor César.

–Entiendo. O sea, según su política, observar el hecho, usar la dialéctica de la herramienta de la razón y llegar a una conclusión.

–Básicamente eso mismo.

–¿Qué tal tomar las riendas de la vida comprendiendo conforme el corazón

mande? –menciona Álvaro de Campos–. En donde no surja más que entendimiento humano.

–El entendimiento humano se analiza desde un diagnóstico, don Álvaro.

–Y desde los dioses –cita Antonio–, los dioses nos crearon a imagen y semejanza.

–Los dioses tal vez están en nuestra cabeza.

–Es creación nuestra –le digo–. Destruiría la base de las religiones y el paganismo antiguo.

–No digo eso –y enseguida saca un paquete de tabaco, y dentro de él un cigarrillo, con una mano maniobra el volante y con la otra pone el cigarrillo en su boca con sus manos esqueléticas. Guarda el paquete y palpa con la mano el otro bolsillo donde está el mechero. Lo saca y gira la rosca para llevar la llama a la punta del cigarrillo espirando un humo, mientras el mechero es devuelto a su lugar–. No digo eso, creo que la base está dentro de nuestra cabeza, nosotros somos en sí parte de la cabeza de otra persona, el maestro.

–Ante todo, ahora que lo menciona, ¿adónde nos dirigimos? –dice don José–.

¿Y qué, repito, pasará con la policía?

–Dos preguntas fáciles de responder: vamos por el maestro y mañana todo será olvidado. Esta realidad no es la realidad que ustedes creen.

Don Álvaro, y don Antonio miran nuestras caras atónitas y sorprendidas. Esbozan un leve sonreír, y asienten. Es hora de ver al maestro.

–Hoy debemos ir. El tiempo y espacio están planificados en el instante en que el transporte llegue a destino para que este ingrese –aclara casi meditabundo don Antonio–. Desde el cielo las nubes se tapan y la luna cada vez que sea libre dará luz, y esa luz nos encandilará, pero se retirará, dando lugar a la oscuridad, sin ella. Oscuridad sin luna! –metaforea aquel hombre cuyos rebaños mentales se dispersaron hace tiempo y con sus palabras de ininteligible explicación nos quiere encomendar un mensaje que a lo mejor un descifrador pueda desentrañar.

El doctor Quaresma seguía conduciendo. Tomaba una avenida y luego doblaba.

–¿Dónde es nuestro encuentro? –pregunta el portugués.

–¿No lo saben?, ustedes mismos sacaron la pista sin darse cuenta –dice don Álvaro de Campos–. Ustedes encontraron las respuestas a muchas de sus preguntas, pero como les ha dicho el doctor Quaresma, fuera de todo hecho no hay comprensión, la respuesta es vaga. Inconclusa y carente de sentido nato a la verdad.

–A Rua Do Duarte Belo y a Rua Do Sequeiro TV, es allí donde queremos llegar. Conduzca, doctor Quaresma, conduzca.

–Estoy bien encaminado, mis amigos.

Las lluvias como por magia dejaron de ser incesantes, no iban a retirarse, nos expresaban en su mensaje en clave. Ellas eran parte de aquel viaje. Parte nostalgia y parte enigma aquí en Lisboa y todo Portugal. Y yo, el ingenuo más grande de todos, lo podía interpretar claramente, eran las lágrimas del poeta, razón por la que siempre llueve aquí y su furia era el Tajo en sus aguas. Todas las piedras construían por fin ese castillo y Fernando Nogueira Pessoa no era más que Lisboa, en este país. Y ahora aplacado los cielos de la noche con garúas, se veían nubes que de a poco comenzaban a bajar su intensidad. Estábamos en silencio puro. Ya no había mucho más que decir, por causalidad ingresábamos a nuestro destino y con esto al fin de la búsqueda tan intensa del maestro. Retomamos una curva y salimos a Rua do Duarte Belo. No había nadie en las calles. Ni siquiera un animal, algún gato o perro durmiendo. Nada, absolutamente nada. Las nubes comenzaron a separarse y la luna hacía su aparición. La niebla cayó producto de la humedad del tiempo y del río Tajo, cuyas aguas se habían calmado.

Don José viajaba en el asiento de adelante como copiloto de don Quaresma, mientras yo estaba apretado con los dos heterónimos, ocupando los tres la parte trasera de los asientos del auto. Eran cómodos, con un tapizado de cuero, muy bien cuidado, pero pequeños. Entre tanta palabrería, Quaresma nos vigilaba para acotar algo por el vidrio del espejo retrovisor central del coche. Mi colega de aventuras se dio vuelta, y me expresó:

–Estamos casi sobre el final, mi amigo, tal como su teoría lo había predicho. Solo nos queda saber si tal poema es o no la madre de todas las ciencias, una piedra filosofal de lo que me expresó. De ser así le debo una botella de oporto.

–Perfecto –le comenté–, y si no fuera, le debo una botella de buen vino de Buenos Aires. Vino argentino. Vino sudamericano.

Quaresma, que tenía una posición burlona, locuaz en el asunto, les hizo una mueca a Álvaro de Campos y Antonio Moura.

–Si van a beber, no es prudente dejar fuera a los amigos. Todos somos amigos. Ese es el lema de la ciudad lusitana, y supongo que de esos lugares se ven del otro lado del océano también ¿o no? Buenos Aires tiene lluvias, por lo tanto, la gente capta esa lluvia y siente el mismo desasosiego que un lisboeta.

–Usted, Quaresma, vive analizando todo –le argumenté– ¿por qué no puede ser como don Álvaro, o don Antonio.

–¡Descifro, señor, descifro!, pero para sincerarme con mis hermanos. Don Antonio está fuera de toda cordura más que la celestial, la incrementa con dioses que como les expliqué permanecen dentro de uno mismo y saldrán cuando haya

una decisión fija de manipulación por parte de ellos sobre su creador y para don Álvaro su dolor es la única fuente de la cual valerse, ni siquiera el suicidio sería un antídoto tan espléndido. Don Álvaro tiene algo dentro de lo cual quiere librarse y no puede, no tiene manera de quitar de su camino aquello que lo oprime en su corazón con fuerza y se empeña en vencerlo con un trágico deceso, pero su instinto de conservar la vida por su naturaleza dedicada al dolor (dado por ese alguien, el maestro) lo mantienen a flote, suspendido.

–Veo que su poder de deducción es infalible y táctico fuera de todo sentimiento

–le comenta don José

–Señor Sarachago, sepa, y con esto aclararé a ustedes ya que casi estamos por ingresar y no habrá más palabras salvo uno que otro sinónimo de despedida acompañado de algunos verbos y uno que otro adjetivo, que como en otras oportunidades he dicho:

"Siempre procuraré ser un espectador de la vida, sin mezclarme en ella. Mi interés en la vida es la de un descubridor de enigmas. Me detengo, descifro y sigo adelante. No me sirvo de ningún sentimiento".

–No me sirvo de ningún sentimiento (vuelve a repetir). Y ustedes deberán hacer lo mismo. Averiguar, leer y decodificar, solo así el ser se ilumina y procura lo que busca.

Quaresma nos miró a cada uno con un guiño del ojo derecho bien característico del hombre con personalidad que aprovecha las situaciones que a su alrededor se generan.

–Por cierto, señor Armando, ¿ustedes allá tienen muy buen vino y muy buen tango? Me atrae todo ese asunto criollo con atuendo sobrecogedor, como las actividades lúdicas de ese juego llamado truco. Las cartas hablan solas y le dicen a la copa vacía si no se prestaría a un espacio de deleite y entonces el rey de espadas pone un poco de música rioplatense y la copa por sí sola le pide a la botella de sensible vid añeja que deje ese pertinaz espíritu de egoísmo y abra su tesoro oculto dentro de sí apretando aquella bóveda de alcornoque con una llave maestra que libere todo el líquido que hará feliz al deleite. Aprovecho mi retórica para mencionárselo, ¿qué le parece?

–Así es, ya que lo expone así tan burdamente. Puede pasar al otro lado del mundo, pero le aviso que las damas también tienen su encanto.

–Me encantaría jugar ese juego también –con sentido del humor Quaresma era

más que un simple detective heterónomo.

–Los juegos de azar son una maquinación fuera de sentido –le dice don

Antonio–, como sus complementos que lo llevan y acompañan.

–Son solo juegos y aventuras –responde don Abilio.

–No pierda cuidado que jugaremos una partida de truco y aventuras –le digo acomodado en el asiento como quien habla con un hermano.

–¿Les parece bien a ustedes, don José y don Álvaro?

–Para mí está bien, si me explican las reglas.

–¿Son tan simples como llegar al maestro?

–Así de simple –les aclaro. El portugués no emitió opinión.

Nos reímos todos. En verdad todo era tan simple y esta historia pista por pista se complicó de la nada. Ya estamos en destino: A Rua Dos Douradores.

Toqué con la palma de la mano a mi amigo. No lo habíamos pensado, solo entré en razón al llegar a esa calle. Saqué de mi bolso el libro del desasosiego en alguna página marcada, le señalé a mi compañero pasándoselo. Aquí era el lugar justo exacto. A Rua Dos Douradores. El maestro en una cita lo menciona en diferentes oportunidades, pero en una en especial. Don José asiente. Era verdad, pienso, a veces que nunca saldré de a Rua Dos Douradores y una vez escrito, esto me parece una eternidad.

Pero claro –dice don José. Quaresma y los otros se echan a reír. Tardamos mucho en darnos cuenta. Años. Muchos que quisieron encontrar la pista no lograron descifrar ese código de escritos en un libro.

El Bugatti tipo 41 Royale se aparca cerca de una vereda empedrada. Bien delineado al cordón de una vereda cuasi uniforme. El Bugatti mantiene las luces encendidas, por orden de Quaresma. Este pasa la mano por el metal húmedo del techo y le dice: te voy a extrañar, amigo. Luego saca las llaves de su bolsillo y le pide a don José que abra la mano izquierda como buen comunista que es. Y deposita en su palma las llaves.

–¡Cuídelo bien, mi amigo!

Me mira. Y de su otro bolsillo del saco toma un medallón que al abrirse tiene un reloj dorado.

–Esto es para usted. Me ha dado suerte. No es un auto, pero lo vale tanto como él, ya que el tiempo que usted vea pasar en él le hará tomar razón por cada decisión que de su mente surja. Sea sabio con su tiempo, y lamento no poder cumplir con usted en aquel viaje a Sudamérica. Tal vez en otro mundo, y otra vida se concrete una partida con un buen vino tinto y alguna dama me invite un baile. –Aquí Quaresma se pone melancólico–. Tal vez el amor no era lo suyo.

Nada decimos. No hay nada que expresar.

Ahora es ahora, creemos, y las calles son pura niebla y solo se ven sombras y nada de otro mundo. El ruido del maullido de un gato que pasa inadvertido

pisando piedra por piedra unidas en una masa de cemento áspero y gastado. Sube rápidamente al árbol más próximo que avista, y de la copa se desploman hojas agitadas que caen a los suelos. Pájaros salen de ella en vuelo sorpresivo y nuestro felino queda ahí. Siempre es niebla. Parecería que de ella nace lo inusual. Los cinco descendemos del rodado y esperamos parados. Don Alibio saca su tabaco y enciende un cigarrillo que pone en su boca y da dos caladas, expulsando el humo hacia arriba para no incomodar a las personas a su alrededor.

De lejos puede verse un espécimen negro esperando. Aguarda, toma posición y clarifica su visión con la perspicacia normal del ser dubitativo que ahora se decide y viene hacia nosotros del otro lado de la calle. En una esquina otra sombra más. Al acercarse se pueden ver varias siluetas.

–Están llegando poco a poco cada uno –dice don Álvaro.

–Vendrán todos. El interés es profundo y quieren terminar de una vez con este contrasentido disparatado de permanecer confinados para siempre –explica don Alivio.

–Qué paradoja, queremos y no. Y al final gana ese sentido de finiquitar. – Pensativo está don Álvaro. –Absurdo el asunto, pero también quiero retirarme. Las aptitudes ajenas de este paraíso agotaron la paciencia.

–Ocurre que todos estamos agostados al fin –clarifica don Alivio.

Bernardo Soares, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Raphael Baldaya, Anne y Thomas se hicieron presentes.

–Buenas noches, señores –habla don Alberto Caeiro.

–Buenas noches.

Con don José, el portugués, permanecimos ya no sorprendidos, sino atentos. Todos los personajes de ficción de don Fernando Pessoa estaban allí.

–Ahora están todos listos –manifiesta don Alberto, el guardador de rebaños, la mano derecha de don Fernando Pessoa. La visión es difícil y la noche nos dio cobijo en un total nocturno.

El horario arroja la una de la mañana. Un chirrido de ruido se hace presente con una luz de faroles. Es un Carris de los antiguos que se acerca por la calle. Aparece en la neblina. El modelo del tranvía es antiguo, muy antiguo. Oxidado en sus chapas laterales, y ruedas que precisan aceite. Un ruido de campana interno, y detiene su marcha. Estaciona donde alguna vez existió una parada.

–Señores, ¡es hora de irnos! –nos expresa don Alberto– Y para ustedes (señalándonos), recuerden que la asombrosa realidad de las cosas es aquella que descubran por sí mismos. Adiós –dice don Alberto Caeiro.

–Así es, no olviden todas las aventuras, mis amigos, que de ellas será su destino.

Adiós –explica don Antonio Moura.

–Hablando de destino. Son quienes (refiriéndose a Armando y Jose) llevan conforme los hechos que clasifiquen con el corazón. Buena suerte. Adiós –habla el doctor Abilio Quaresma.

–Aprovechar el tiempo. En él ustedes verán una línea de tela suave que se

alarga, y cada uno de nosotros nos encargamos de convertir la línea en algo preciado. Analicen estas frases, en lo que quieren y cómo lo quieren. Adiós se despide don Álvaro de Campos.

–Sigan su destino, den de beber a sus plantas, árboles, y amen sus rosas, eso es lo único importante –se pone serio don Ricardo Reis–, el resto es nada. Adiós.

–Comprendan las palabras. Gusten de decir, y expresar. Las palabras son cuerpos tocables, seres visibles y sensualidades incorporadas. No se olviden de ellas. Adiós –saluda don Bernardo Soares.

–Sean lo que fueren hoy y mañana. Estarán en el mundo que elijan que no es la ilusión, si el ser no lo quiere. Lo que llegue es lo que uno considera que debe venir, y si no lo expulsara por orden de uno mismo, y lo que solo era un instante en el tiempo que debía ingresar en ustedes por algo debía llegar. Son las respuestas a sus preguntas. Todo de alguna manera les servirá. Adiós –expresan don Raphael Baldaya, Anne y Thomas.

Se fueron a pasos desde las sombras que eran ellos, ya que no se reflejaba más que un contorno negro de sus siluetas a medida que avanzaban al ferry cuyo chofer vestido de azul con lentes y un rostro esquelético y pálido los saludaba. Cada uno ingresaba en el vehículo para su último viaje. Primero Anne, por cuestiones de caballerosidad y respeto a las damas, luego Thomas, Raphael, Alberto, Álvaro, Ricardo, Antonio, y por último con tres caladas apresuradas y un guiño hacia nosotros don Abilio. Ya todos dentro pasaron uno tres minutos reloj, y un hombre de sombrero, lentes y sobretodo descendió. Tenía sus manos atrás tomadas como parsimonia de su ser. Poco a poco se acercó a nosotros. Aguardando junto a don José, veíamos llegar a ese hombre que tanto buscamos. Poco a poco, paso a paso, venía disipándose la niebla y él se acercaba hasta dar con dos personas. Dos individuos que iniciaron una búsqueda, prueba por prueba, indagación por indagación de uno u otro, explorando cada sitio, cada ser humano, pesquisando hasta la naturaleza de la tierra y el río y esa artificial aspiración de creaciones que en ella se localizan, para dar con ese a quien llaman: Fernando Pessoa.

–Increíble que hayan llegado hasta aquí. Son dignos como personas y les

agradezco que estén esta noche –dice don Fernando.

–Increíble que podamos conocerlo, señor –comenta don José.

Rio (sin carcajear) un poco don Fernando. No era de jactarse como un ser extrovertido en sonrisa y burla. Era más bien serio con porte de quien solo esboza un mínimo movimiento de labios componiendo en una V de gusto y bondad.

–Tienen muchas preguntas, las cuales no responderé. Ya fueron dadas las respuestas por ellos, por ustedes y todo el contexto. Ya fueron dadas las explicaciones necesarias. Cada una de mis creaciones fue producto de mi imaginación. Ellos son por así decir mis hijos. En uno por uno deposité un elemento que lo ha personificado. Le ha dado la vida que se necesita para este mundo. Tanto pensar en ello que olvidé que ellos son fragmentos de mí y todos forman una única persona que es lo que realmente soy y nunca explayé. El dolor del amor frustrado, la filosofía contraproducente de la religión, mi afán de la aventura detectivesca, mi amor por el Tajo, Lisboa, la soledad, alegría, tristeza y sobre todo el desasosiego. Todos soy yo. Y yo soy todos. Y ustedes son parte de esta aventura.

No hablamos nada, el maestro comentaba.

–¿Y por qué ustedes? Me encargué de elegir a dos. No por azar, sino por el destino que sus vidas llevan. ¿Podía haber sido de otra nación? ¿Otro planeta? No, quería que fueran ustedes. Así de imprevisible soy. Un historiador y un escritor. Eran los indicados para aquel trabajo. Quién mejor que esta combinación para encontrar al fantasma de Fernando Pessoa. ¿Y ese poema que tanto anhelan las leyendas de viejos ancianos y creadores de mitos? Ah, el poema, qué sería de mi vida sin el poema. Ese poema que posee los poderes del universo, las lenguas, Dios y tantos otros enigmas, está en ustedes mismos y radica en una sola palabra, ella contiene todos estos elementos y es, señores, si me permiten: el amor.

Al decir esto el maestro nos quedamos con nuestros ojos perplejos y extrañados de lo que nos decía don Fernando.

–No se sorprendan. El amor es la única razón del cosmos. Puede ser bueno o malo. Al fin y al cabo, el amor es la lengua universal. Es Dios, es vida, es ciencia, es química, física, historia, es todo. No hay nada más allá sin amor. El amor te ha llevado a milagros, el amor te ha dado el poder para seguir escribiendo y luchar por las ideas de un partido contrario a un régimen. El amor los trajo aquí. Y con amor seguirán su camino.

–Ahora déjeme decirle a usted, don José, unos términos que le servirán. No son más que otras insignificantes expresiones de las cuales me veo obligado a manifestarles por el solo hecho de llegar aquí y tenerlos presentes. Han hecho

suficiente y merecen un descanso. De mi compromiso es que entiendan lo que parte de mis hijos, o de mi persona, les han dicho desde cada minuto en que veían envolverse en una multitud de cuerdas con respuestas, y acertijos y otros articulaciones de frases con un contenido bizarro, en las cuales se descifran sus vidas en su fuero interno e íntimo sin explicación para dar rienda psicológica a un tratamiento del cual puedan superar lo que dentro de ustedes traba el engranaje, que no es otra cosa que el miedo, y se los volveré a mencionar. Escuche bien, don José. En sus manos. Véalas bien, levante las palmas, la contextura de sus dedos, sus líneas curvas. En ellas arde la pasión por narrar una historia. En sus manos está el poder. No haga la tontería que hice de guardar mi vida en papeles y no dar al mundo lo que merece. Después de muerto uno no puede vanagloriarse de lo que ha construido para un mundo mejor. Sus manos tienen en sus dedos plumas y su cabeza el diagrama preciso. No lo olvide y no olvide tampoco que la frustración del amor es la llegada de alguien que cambiará su vida y a la que dedicará todos esos sentimientos que una relación trunca no pudo dar. Solo hay que saber esperar y ser pacientes. Lo mismo para usted don Armando, está a un paso de definir su vida que es un milagro. No deje escapar ese milagro.

Don Fernando caminó un poco, miró el cielo, miró las calles y expresó una de

sus obras:

–Vean, mis queridos amigos Armando, José, distribuyan en partes vivencias. Ustedes colaboran en su destino y vida. Eligen con ese don imperfecto el sendero y lo marcan. Mal o bien, ¿quién sabe? Busquen más allá de la curva. Alberto, o si quiere para evitar confusiones, Fernando, lo decía claro en uno de sus poemas. En una de sus decisiones…

Más allá de la curva del camino

tal vez haya un pozo y tal vez un castillo, o tal vez tan solo continúe el camino.

No lo sé ni pregunto.

Mientras voy por el camino que hay antes de la curva solo miro el camino que hay antes de la curva,

porque no puedo ver más que el camino que hay antes de la curva.

De nada me habría de servir el mirar a otro lado o hacia lo que no veo.

Impórtenos nada más que el lugar donde estamos. Hay belleza suficiente en estar aquí y no en otra parte. Si alguien existe más allá de la curva del camino,

quienes se preocupan por lo que hay más allá de la curva del camino ahí tienen el camino que es el suyo.

Si ahí hemos de llegar, al llegar lo sabremos.

Por ahora tan solo sabemos que ahí es donde no estamos.

Aquí no hay más camino que el de antes de la curva, y antes de la curva el camino que hay no tiene curva alguna.

–Alberto sabía lo que usted don Fernando –le comento ya un poco sabio y preparado para lo que vendría.

–Sabía mucho más de lo que usted y yo pensamos. Jamás le hice caso, aunque fuera mi yo, mi orgullo, ese juego emotivo de grandeza, no me dejó conjugar los sentimientos que Alberto transmitía, que yo mismo transmitía, jamás me hice caso a mí mismo. Solo me contemplé en un espejo en imagen en un gran círculo que con tiza tracé para no dejar escapar a nadie que de mí viniera, continué contemplándolo y no era yo, eran ellos. Era Alberto, era Ricardo, era Álvaro. Y muchos otros. Uno por uno y a veces todos. Ellos me caían simpáticos y yo a ellos. Con sus aspectos sórdidos y difíciles de adivinar. No adiviné nada de mí. Sus generosidades y ternuras insospechadas llamándome por mi nombre real. Y este hombre sentado contemplando el espejo sentado en la silla del iluso entró en trance tantos poemas, tanta metafísica, opté por no pensar más, no escribir más y dejar que la fiebre me adormile y yo me ponga acunar en ella. Abrí dos mundos. Y vida di, pero no supe quitar. Al verme en piel humana, la gracia de ellos que se miraron se perdió y desaparecieron y condenado quedé en aquella silla en la casa solitaria dentro de un círculo que había creado. Una suerte de limbo. Solo recuerdo desde ahí el efímero paso de mis días hasta un final y un sepulcro con ellos en mi propio funeral llorando las lágrimas de su padre quien los condenó. Se contaron anécdotas de camino al cementerio y al salir de él el silencio. Nadie me hablaba. Nadie más emitía alguna expresión de la llamada pérdida. Toda la vida me quejé del horror de ella, de la vida misma, y ahora me quejaba del horror de la muerte. Luego me quejaba del horror de ser errante. Y de lo que en ellos produje. Nunca logré vivir del sueño y para el sueño desdibujando el universo y recomponiéndolo hasta llegar a ese que tanto deseaba.

–¿Por qué?

–Por miedo a no saber qué vendría luego de la curva que llamamos vida. Miedo a ver qué tendría del otro lado y solo cuando quise saberlo era tarde. Era muy tarde. Mi mundo no estaba. Ni siquiera en mi imaginación. Debí dedicar parte del corazón al mundo real que ante mis ojos estaba.

–Pero podía haber modificado su vida.

–No es fácil para quien ya tenía dolor en el alma. Mi error fue mi Ofelia, mis amigos, y mi vida a la poesía. No cometan el mismo error, se los pido.

–No, no fue un error. Usted dejó una gran obra –objeta don José.

–Perdón, me expresé mal, fue un sufrimiento. Sí, dejé una gran obra y un gran vacío. Luego de muerto, ¿de qué sirve una gran obra? ¡Ah!, mis amigos, envidio a todos los que no sean yo, como todos los imposibles, este siempre me pareció el mayor de todos. La empresa impoluta inalcanzable como la utopía que en mi mente existe. La materia de mi desvelo de la cotidianeidad. Mis palabras encierran el desasosiego.

Solo quien hubiese leído su obra entendería realmente el dolor; la ráfaga descolorida de un hombre abatido por la desolación de ser quien no era.

–Sirve para mucho. Tanto que abona a la posteridad. Usted cambió la mentalidad de la humanidad aportando un grano de belleza. Tan solo con un papel y una pluma con tinta. Un legado para la posteridad.

–¿Y vale todo ese sacrificio de relegar una existencia humana (alguien común y mediocre) de entre seres queridos? ¿Acaso el mundo no puede ser feliz por sí mismo que precisa de un tercero ajeno que ni conoce? Vean mis creaciones. Imágenes soñadas de conocimiento. Mi vida. Ya es hora de que me empeñe en mirar un poco más adentro, aunque sea tarde. En mí. De salir del desierto inmenso en el que siempre he permanecido. Ustedes son mi puente, que me permite explicarme a mí mismo cómo salir.

–Es solo una manera de ayuda. El poema. Algo tan simple que precisa nuestro planeta dentro de tanta violencia imprecisa.

–Lo sé, pero hubiera deseado no ser quién soy para darme a mí un poco de eso llamado felicidad. Y no crear un sinfín de amigos que solo son parte de mí. Nosotros, señores, debemos realizarnos.

–¿No fue feliz?

–No, y por eso estoy aquí, porque algo de mí quedó pendiente a dejarle a ella, quien era la que felicidad me daba. Debemos, y sépalo usted, que la felicidad de uno es la felicidad de todos. Quererse uno mismo y querer a los demás. Mi obra puede ser espléndida, pero solo otorga nostalgia, dolor de un hombre abatido.

¿Quiere usted eso? ¿Y usted, don José? Exprésense sí, y vivan. Si mi obra fuera la de un hombre agraciado con la vida, sería otra cosa, otro cuento creando satisfacción en la plebe.

–Lo entiendo, maestro. ¿Y cuál es su último recado?

–No puedo partir sin el producto de mi inconsciencia y un pacto malogrado

entre la oscuridad y el deseo. Un pacto esotérico mal realizado. Una maldición, y una entrega que me dará la libertad. Ese es mi recado.

–Dígame –le contesto.

–La carta que tengo. –Inmediatamente saca de su bolsillo un papel amarillento, escrito en una cursiva complicada en su exterior donde consta el destinatario que no es otra que una mujer, con perfume y un corazón en medio de las líneas cerradas–. Usted deberá llevarla a la tumba de mi amada Ofelia. Es mi última misiva, aquella que no pudo ser entregada. En ella están mis sentimientos. En ella se deposita mi corazón.

–Cuente con ello, querido maestro –le digo con total cordialidad.

–Lo sé, lo he esperado por mucho tiempo a usted y a don José. Lamento que ese poema tan famoso sea solo una metáfora de vida de nosotros en el mundo y que yo no sea lo que ustedes a lo mejor esperaban.

–Usted es todo lo que nosotros precisamos –le contesta el portugués.

–Gracias, mis amigos. Aquí todos somos amigos. Es lo apreciable de haber nacido aquí donde suceden todas las inverosímiles ficciones que parecen verídicas, palpables, y ciertas. Es aquí en donde reflejamos la empatía y el incipiente derecho a ser lo que uno busca. Y la amistad da ese crédito extra para malograr aquella resiliencia que potencie la felicidad.

Es en ese santiamén en que entre portugueses y un sudamericano guardaron mutua reserva en honor al sigilo, y dimos algunos pasos más. En la vida es mejor callarse y guardar los vocablos que ella nos tiene preparados. Ella sabe bien cuándo aplicarlos, y se burla de las circunstancias que creamos de ello, pone los términos adecuados donde el silencio se hace presente con las palabras que pensamos que quedarían encerradas. Y entonces ahí es donde regresamos para volver a comunicarnos.

Entregó la carta, y estrechó su mano primero con don José, y luego conmigo. Se dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección al tranvía.

Luego paró en mitad del camino y nos confesó:

–Me vi a mí en un sueño. Luego me vi a mí en otra forma de ese mismo invento. Un pastor. Y luego me vi acróbata, sereno, poeta y monarca. Me vi en tantas mutaciones e híbridos que no supe quién era al final.

–¿Y por qué? –digo.

–Porque queremos en nuestro interior ser tantas vidas que no alcanzamos más que una minúscula partícula de una miserable alma y en eso nos convertimos.

–Y usted se transformó.

–¿Si me transformé? Buena pregunta, ¿o me descubrí?

–Es diferente, ¿se encontró?, ¿quién es?

–Sí, me encontré y aquí estoy: soy Fernando Pessoa, un escritor, poeta portugués, caminando por las calles rumbo a mi último viaje. Adiós.

Dio la vuelta, y se fue. La niebla iba cubriendo su cuerpo poco a poco hasta llegar al tranvía. Subió en él y dio la orden al chofer. Las puertas se cerraron. Los motores se encendieron, y se inició el último rumbo. El Carris emprendió su recorrido despacio en un principio, y luego aceleró, y desaparecieron, perdiéndose en medio de la noche, y la oscuridad. La lluvia había cesado por completo. Ya no lloraban los cielos, y las estrellas se presentaban en la claridad nocturna del cosmos.

Con don José nos fuimos por otro camino. El Bugatti tipo 41 Royale estaba esperando, aún con las luces encendidas. Mañana será otro día y todo será diferente.

–¿Qué piensa, mi amigo? –Le digo ya cansado de tantas parcelas difusas.

–¿Qué pienso?

Que no elegimos la copa que debe llenarse. Ella estaba allí lista a nuestras manos, y nosotros la bebimos.

En ella se presentaba todo el destino que cada día se guarda en los bolsillos al despertar de los sueños

Y los fantasmas que se cruzan nos dirán no es normal, y es verdad Y les diré que todo es un realismo mágico

Tal vez se sientan ofuscados, como las personas

Y es que les damos el mismo trato a los vivos como a los muertos.

José Sarachago, el escritor

Me quedé un poco impresionado, parecía que las líneas justas estuvieran al alcance de su mano al escuchar tal verso del portugués.

–¿Lo pensó?

–No, solo salió del alma. Como una energía que pedía escapar a gritos del interior del pozo del corazón. ¿A usted no le pasa?

Me puse una mano en los labios, tocándolos con el dedo índice, solo a los fines de ayudar a la mente.

–No, lo lamento. No me ocurre lo mismo. No soy bueno para crear.

–No diga eso, mi amigo, ya vendrá alguna inspiración. Siempre se termina por llegar adonde nos esperan.

Al escuchar esa frase que lo acompañaría muchos años, experimenté el alivio de que algo del otro lado estaba aguardando por mí. Sea lo que fuese.

… mañana, abriré las ventanas. Los pájaros ya habrán emigrado. Mañana será el

paisaje de otra dimensión. Solo resta terminar el juego con la última pieza y adiós.

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