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Asalto

Fenrik le lanzó un par de monedas de cobre que tintinearon sobre el suelo de piedra antes de que Cassian lograra recogerlas. El líder de los Ojos del Cuervo apenas le dedicó una mirada más antes de regresar a la mesa, donde el ambiente se tornaba cada vez más festivo. Sin decir nada, Cassian se volvió hacia la salida, con los dedos cerrados con fuerza alrededor de las monedas, y salió al aire fresco de la noche. Tenía permiso de bañarse. ¿Un momento de alivio? No lo sabía, pero tampoco iba a cuestionarlo, quería sentirse humano alumnos una vez.

Mientras caminaba, sus ojos recorrieron las calles desordenadas y malolientes de aquella ciudad. Era un lugar sucio, desgastado, donde cada rincón parecía llevar las cicatrices de años de descuido y abandono. Las casas de madera se apilaban unas sobre otras, la mayoría tambaleantes, sostenidas apenas por troncos de refuerzo. Los callejones oscuros y angostos serpenteaban a lo largo de las estructuras, llenos de charcos sucios y bultos de basura que se mezclaban con el olor acre de la orina y el sudor. Cada tanto, una rata se escurría entre la basura, y las pocas antorchas encendidas en las esquinas apenas lograban iluminar los contornos de las edificaciones.

Cassian mantuvo la cabeza baja mientras caminaba, evitando la mirada de los transeúntes, pero atento a cada movimiento. Los mercaderes se amontonaban en las esquinas, vendiendo lo ultimo del dia, pan duro y frutas podridas, mientras que otros ofrecían objetos de metal y herramientas desgastadas. Las pocas prostitutas que quedaban a esas horas de la noche lo miraban con un destello de curiosidad y lástima en sus ojos apagados, pero él no se detuvo. Su único objetivo era la casa de baños.

Finalmente, llegó al lugar. La fachada del edificio era sencilla, sin nada que delatara algún lujo o siquiera comodidad. Las paredes de madera estaban sucias y desiguales, y un cartel colgaba sobre la entrada: una tabla de madera desgastada con un grabado apenas visible de una bañera tosca y una figura de un hombre en pie, tallados en trazos torpes. Las letras, casi ilegibles, se habían desgastado con el tiempo y la lluvia.

En la entrada, una mujer esperaba, sentada en una silla vieja de madera, con el rostro escondido en las sombras de la capucha de su manto gris. Era de complexión robusta, con hombros anchos y manos grandes, con uñas sucias y agrietadas. Su rostro estaba cubierto de líneas de expresión severas que, combinadas con su mirada fría, le daban un aire de dureza. Su piel tenía un tono grisáceo, y el cabello, en mechones desordenados y oscuros, caía alrededor de su rostro, encuadrándolo de forma descuidada.

Al ver a Cassian acercarse, su expresión se volvió aún más gélida. Sus ojos oscuros lo recorrieron de arriba a abajo, notando su ropa sucia y los rastros de las peleas en su piel. Alzó una ceja, y un atisbo de desprecio se asomó en sus labios. Cassian sabía que ella lo evaluaba, juzgando si el hombre cubierto de heridas y polvo merecía entrar en aquel lugar, tan mal mantenido como él mismo.

Con la mirada fija en la mujer, extendió la mano y mostró las monedas de cobre, permitiendo que ella viera el dibujo grabado en las mismas, símbolo de la casa de baños, y que Fenrik se las había dado. La mujer suspiró con fastidio, pero asintió y alargó la mano, tomando las monedas de su palma. Tras inspeccionarlas con una mezcla de indiferencia y aceptación, señaló la puerta de la entrada con un leve movimiento de la cabeza, dándole permiso para pasar.

Cassian empujó la puerta y entró, adentrándose en la penumbra del lugar. La casa de baños era poco más que una serie de habitaciones conectadas por un pasillo angosto y mal ventilado, donde el vapor de agua caliente flotaba en el aire, mezclándose con el olor penetrante a humedad y moho que se filtraba desde las paredes. La iluminación era escasa, con unas pocas velas colocadas en soportes de metal oxidados, parpadeando y proyectando sombras en las paredes de piedra cubiertas de manchas oscuras y moho. 

Las habitaciones de baño parecían más una parodia de limpieza que un verdadero santuario de reposo. Las bañeras, construidas con madera gastada y maltratada, tenían más grietas que partes enteras, y el agua turbia parecía emanar un hedor agrio que ni el escaso vapor lograba disimular. Alrededor de las bañeras, unos braseros apenas mantenían el agua tibia, y los cubos de madera estaban oscuros, llenos de marcas y astillas; algunos incluso tenían manchas oscuras de dudoso origen. Al sumergirse, no era difícil imaginar la cantidad de cuerpos que habían pasado por ese mismo agua. El suelo, de tablas viejas y flojas, crujía bajo cada paso, emitiendo un chirrido agudo y constante, como si se quejara por cada persona que osaba caminar sobre él. El aire estaba impregnado de un olor penetrante a moho y a sudor añejo, y el tenue parpadeo de las velas lanzaba sombras desiguales que danzaban en las paredes cubiertas de manchas de humedad.

Cassian se acercó a una bañera vacía y se detuvo un instante, observando el agua estancada. Aquella mezcla sucia y grisácea apenas reflejaba su propia imagen, pero no tenía alternativa. Se despojó de su ropa con movimientos torpes y lentos, sintiendo cómo cada prenda cargada de polvo y sangre le arrancaba un poco del peso acumulado en sus músculos tensos y adoloridos. Su piel, al contacto con el aire, sintió el escalofrío de la desnudez en ese espacio tan crudo. Se detuvo antes de quitarse los pantalones, suspirando al ver la acumulación de tierra y ceniza sobre sus piernas. Cada centímetro de su cuerpo parecía llevar las huellas de una vida llena de maltratos.

De pronto, un chirrido agudo rompió el silencio. La puerta se abrió, y Cassian giró la cabeza, alertado por el ruido. La mujer de la entrada había aparecido de nuevo, observándolo con una expresión de evidente desagrado en sus facciones endurecidas. Él apenas pudo contener un gesto de fastidio.

—No te tardes mucho —dijo, en un tono áspero y sin amabilidad alguna. Ni un destello de cortesía en su voz, como si hablara con un animal al que se le concede un miserable momento de alivio.

Cassian simplemente asintió en silencio, su mirada fija en el suelo. Cerró los ojos y, por un breve instante, intentó concentrarse en el sonido de su propia respiración. Aquel espacio estaba lejos de ofrecer algo parecido a la paz, pero aun así, él trataba de hallar algún resquicio de calma en medio de ese caos. Se despojó finalmente de sus pantalones con lentitud, liberando los últimos retazos de telas sucias y manchadas que apenas cumplían su función. Se preparaba para usar los cubos de agua cuando el chirrido de la puerta interrumpió sus pensamientos otra vez.

Esta vez, una figura diferente entró. Era joven y bonita, aunque no en el sentido delicado que algunos considerarían belleza refinada; su atractivo era más crudo, casi vulgar. Llevaba el cabello oscuro y rizado, recogido en un moño bajo, pero algunos mechones escapaban y enmarcaban su rostro de piel tersa y ojos oscuros, llenos de picardía. Los labios, gruesos y bien definidos, se curvaron en una sonrisa amable, aunque su mirada sugería una actitud desenfadada, acostumbrada a tratar con todo tipo de personajes que pasaban por ese lugar.

—Buenas noches, señor —dijo, con una voz suave que resonaba cálida, pero también segura. Cassian, apenas consciente del mundo a su alrededor, la miró sin decir palabra, sin molestarse siquiera en cubrirse. En aquel momento, el cansancio superaba cualquier preocupación por la desnudez o la presencia de la mujer.

Ella pareció notar su estado, y su sonrisa se tornó más comprensiva mientras caminaba hacia él. Lanzó una mirada de disculpa hacia los cubos de agua sucia que él estaba a punto de usar, y con una ligera reverencia, continuó.

—Perdone a mi abuela… —comentó con un tono entre divertido y apenado, mientras recogía los cubos uno por uno—. Ella es… —se detuvo un segundo, como si buscara la palabra adecuada— particular.

Cassian notó cómo la joven reemplazaba los cubos con movimientos rápidos y decididos, sin parecer molesta por la tarea. La suavidad de sus gestos parecía convertir aquel gesto en algo casi ceremonial. 

—Por favor, permita que le traiga agua limpia —agregó, haciendo una ligera inclinación con la cabeza. 

Él la miró por un instante, aún algo aturdido, pero asintió lentamente, agradecido en silencio por la inesperada amabilidad en medio de su jornada de miseria. La mujer salió de la habitación y él la vio desaparecer por el pasillo oscuro, sus pasos resonando suavemente sobre el suelo de madera.

Momentos después, ella regresó, esta vez con dos cubos de agua limpia que traía con esfuerzo evidente. Sus brazos parecían acostumbrados a cargar peso, pero el esfuerzo era palpable. Cassian la observó verter el agua en la bañera, creando ondas claras en contraste con el agua sucia que había visto antes. Una vez que el último cubo estuvo vacío, ella lo miró de nuevo, con un destello de calidez en sus ojos cansados.

—Es raro ver a alguien así aquí. —La voz de la mujer interrumpió el silencio, suave pero cargada de curiosidad, sus palabras arrastradas como si sopesara cada una antes de dejarlas salir—. Parece que ha tenido días duros. No es común que los clientes… lleguen en esas condiciones.

Cassian dejó escapar una risa amarga, breve y rota, apenas un murmullo que no alcanzó a ser una verdadera respuesta. Su pecho se alzó y descendió en un suspiro hondo, la exhalación pesada como si con ella pretendiera expulsar la suciedad no solo de su piel, sino de su mente. Sentía el peso del agua fresca cubriéndolo; cada pequeña herida latía y ardía bajo el contacto con el líquido tibio, despertando un dolor que, de algún modo, lo hacía sentir más vivo. Pero esa leve picazón también traía alivio, un recordatorio de que aún le quedaba algo de fuerza para resistir. La mujer probablemente había visto a otros hombres en situaciones igual de miserables, aunque tal vez ninguno llegaba al nivel de abandono que él llevaba encima, como una carga. 

—Me ha ido de la mierda desde hace semanas —contestó, su voz baja, casi para sí mismo, con un tono que mostraba la fatiga de su espíritu más que la de su cuerpo—. Ya no me queda nada ni a nadie.

Ella lo miró en silencio, sus ojos reflejaban una especie de comprensión que no necesitaba palabras. Tras una breve pausa, asintió, y sin decir nada más, se alejó por el pasillo, sus pasos desvaneciéndose hasta que el leve crujir de la madera se perdió.

Cassian suspiró, su cuerpo aún sumido en la bañera, y dejó que el calor se impregnara en sus músculos, como si el agua pudiera lavar algo más que la suciedad en su piel. Poco a poco, fue reclinándose hasta que el agua cubrió su torso, sus hombros y su cuello, envolviéndolo en una tibia paz que no sentía desde hacía mucho tiempo. Apenas se sumergió, dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El cansancio le pesaba en cada fibra, y el dolor persistente en sus músculos se fue disipando, sustituido por una fatiga distinta, como si su mente quisiera desconectarse de la realidad, aunque solo fuera por unos momentos.

Intentó que los pensamientos se apagaran, pero estos se arremolinaban en su cabeza, oscuros e insistentes. Huir… ¿a dónde? Apenas si recordaba cómo había llegado allí, y Fenrik… ese hijo de puta con su hedor a cerveza y su risa burlona. Escapar significaba tener que enfrentarse a él o a otros de los suyos. No importaba cuánto lo despreciara, ahora era su propiedad, y si había algo que había aprendido de este mundo, era que no se podía esperar misericordia de hombres como Fenrik. Intentó no pensar en el futuro, aunque el peso de la incertidumbre se cernía sobre él como una sombra aplastante.

Con los ojos cerrados, sintió cómo el peso de todo lo vivido lo empujaba hacia el fondo de la bañera, su cuerpo deseando entregarse a ese agotamiento completo. Pensó en sus padres, en su vida antes de todo, y en lo que había sido arrojado cuando llegó a ese mundo brutal. Solo quedaba este nuevo Cassian, uno que apenas sobrevivía, demasiado derrotado para escapar, demasiado cansado para siquiera pensar en resistir. Inhaló profundamente, tratando de encontrar algo de claridad en el olor a madera húmeda y lejía barata que impregnaba la habitación. Sumergió su cabeza bajo el agua, tratando de acallar sus pensamientos, dejando que la inmersión temporal le ofreciera una especie de paz momentánea. Pero al emerger, la realidad lo golpeó nuevamente. Las paredes angostas, el techo mohoso, el silencio roto apenas por los ruidos lejanos de los pasos sobre las tablas del piso; todo formaba una prisión sin rejas visibles. Podía sentir cómo la desesperación amenazaba con transformarse en una sensación de vacío que comenzaba a consumirlo.

Tras unos minutos de silencio, el cansancio empezó a hacer mella en su cuerpo, y los pensamientos se desvanecieron lentamente. La calidez del agua turbia, a pesar de su aspecto desagradable, envolvía sus músculos tensos, y por un breve instante se sintió flotando, como si el peso de sus experiencias y el horror de las últimas semanas fueran solo una pesadilla lejana. Pero, antes de que su mente se entregara por completo a ese vacío, el crujido de la puerta rompió la calma, regresándolo a la realidad de un solo golpe.

Al levantar la vista, encontró a la misma mujer del umbral, quien había entrado en silencio, con una expresión serena, casi indiferente. Su rostro seguía mostrando una dureza enmarcada por la edad y la aspereza del ambiente, pero en sus ojos oscuros brillaba una chispa de algo más, algo que no había visto en mucho tiempo: un toque de humanidad en medio de la frialdad general. Esta vez, llevaba una toalla raída y algo de ropa entre los brazos. Las prendas eran sencillas, teñidas en tonos oscuros que parecían haberse apagado con el tiempo: una camisa de tela gruesa y un par de pantalones de lana algo deshilachados, pero aún resistentes, junto a unas botas de cuero desgastado, que si bien no parecían nuevas, sin duda eran mejor que andar descalzo. 

La mujer se acercó despacio, extendiéndole la toalla. Él la tomó con manos temblorosas, el temblor no solo debido al frío que ahora sentía al estar expuesto, sino también a la incredulidad de un simple gesto de amabilidad. Colocó la ropa sobre un pequeño banco de madera carcomida que había junto a él, y se quedó observándolo, como si estudiara cada detalle de la miseria grabada en su rostro y cuerpo. 

—No parece que vayas a encontrar paz aquí —murmuró, con una voz baja y ronca que, sin embargo, contenía una extraña calidez, un intento de confort que parecía ajeno en aquel ambiente tan opaco. Hizo una pausa, sus ojos recorrieron las heridas y el agotamiento de Cassian con una mezcla de pena y resignación, como si ya conociera las historias trágicas de quienes llegaban allí en condiciones similares—. Supongo que eres de esos pobres diablos que trajeron después de la guerra… Esos prisioneros y esclavos raramente tienen un final feliz. Pero si de algo te sirve, espero que estés bien, al menos mientras estés aquí. Además, traje un poco de ropa —añadió, señalando el banco—. No es mucho, pero es de algunos clientes que no la necesitaban. 

Él la miró, un destello de agradecimiento apenas vislumbrado en sus ojos. La dureza de su voz no ocultaba la compasión con la que lo observaba, y por un segundo, Cassian sintió que las palabras de aquella desconocida eran lo más cercano a la piedad que alguien le había mostrado desde su captura. La mujer mantuvo la mirada unos segundos, dejando que el mensaje de sus palabras se asentara, y al final, asintió una sola vez antes de girarse, encaminándose hacia la puerta para dejarlo de nuevo a solas en aquella pequeña prisión de vapor y paredes desgastadas.

—Gracias… —murmuró Cassian, apenas en un susurro, sin saber realmente cómo expresar lo que sentía. La palabra salió torpe, casi sin fuerza, y se perdió entre el sonido amortiguado del agua que todavía ondulaba en la bañera.

Ella no contestó. Simplemente desapareció tras la puerta, dejando que el eco de sus pasos se apagara y el silencio retomara su lugar en la habitación. Cassian se quedó en la bañera, contemplando su reflejo en el agua ya enturbiada, donde su rostro se veía distorsionado, como una sombra rota. Pasó una mano por su piel, intentando limpiar no solo la mugre y la sangre, sino también la sensación de desesperanza que se aferraba a él como una segunda piel.

Mientras terminaba de secarse, el áspero roce de la toalla sobre sus heridas le hizo apretar los dientes. El dolor le recordaba que aún estaba vivo, aunque apenas. Cada raspón y golpe dolían como brasas ardientes sobre su piel. Finalmente, Cassian se puso la camisa gruesa y los pantalones de lana dejados por la mujer. La ropa era simple y estaba gastada, pero al menos le cubría, alejándolo de la sensación de vulnerabilidad que lo había acechado desde su captura.

Las botas eran grandes y rígidas, sintiendo el cuero duro y frío contra sus pies maltratados. Dio algunos pasos, y el cuero comenzó a adaptarse a la forma de sus pies, aunque no de forma cómoda. Sin embargo, la sensación de no estar pisando el suelo helado directamente era una suerte de alivio, casi una pequeña victoria en medio de tanta desgracia. Con un último suspiro, empujó la puerta del baño, dejando atrás aquel pequeño espacio que, por unos minutos, había sido un refugio temporal. Afuera, el aire de la noche estaba cargado de un frío que calaba los huesos, y el cielo oscuro parecía observarlo, indiferente.

El camino de regreso a la posada era sombrío. Las pocas lámparas encendidas proyectaban sombras extrañas en las paredes de piedra y madera mal tratada, como si el mismo pueblo quisiera rechazar a los que caminaban bajo su amparo. Las calles estaban vacías, a excepción de un par de figuras encorvadas bajo capas oscuras que se apresuraban a desaparecer en callejones oscuros, evitando cruzarse con Cassian.

Al llegar a la posada, el ruido estridente y el murmullo de voces ebrias llenaban el aire. Cassian podía escuchar las risotadas de los mercenarios y sus voces gruesas, llenas de palabras entrecortadas y groserías. La mayoría estaba ya notablemente ebria, con las miradas vidriosas y los rostros rojos por el alcohol. Algunos tambaleaban al intentar mantener el equilibrio, mientras otros se reclinaban pesadamente sobre las mesas, golpeando los jarros de madera y salpicando cerveza en cada movimiento. Había un caos ruidoso y despreocupado que, de alguna manera, lo hacía sentir aún más solo y apartado.

Miró alrededor buscando a Fenrik, pero no lo vio entre las figuras que llenaban el lugar. Un alivio tenue recorrió su cuerpo; la presencia de aquel hombre siempre lo mantenía en tensión, como si cualquier paso en falso pudiera costarle una paliza o algo peor. Sin más interés en quedarse cerca de ellos, Cassian salió por la puerta trasera y se dirigió a las caballerizas.

El olor a heno y a tierra húmeda llenaba el pequeño establo, y aunque el ambiente era frío, se sentía casi reconfortante comparado con la atmósfera sofocante de la posada. Los caballos estaban tranquilos, algunos dormitando en sus compartimentos, mientras otros lo observaban de reojo, curiosos, con las orejas en alerta. Cassian eligió un rincón apartado, donde un montón de paja y un par de mantas viejas prometían al menos algo de comodidad. Se dejó caer en el improvisado lecho y suspiró, sintiendo cómo sus músculos comenzaban a aflojarse, liberando la tensión que lo había mantenido alerta durante tanto tiempo.

A medida que el sueño empezaba a arrastrarlo, pensamientos oscuros volvieron a cruzar su mente. Recordó la brutalidad de los Ojos del Cuervo, los golpes, las heridas, el constante estado de vigilancia. Pensó en Fenrik, en su mirada despiadada y en esa promesa velada de sufrimiento que siempre parecía acompañarlo. Sentía que no había escapatoria posible, pero en lo más profundo de su ser se negaba a aceptar esa realidad. Al menos, no sin luchar primero.

Una bocanada de aire frío lo hizo temblar y arrimarse más a la paja. Cerró los ojos, y por un instante, el bullicio de la posada se convirtió en un ruido lejano. Imágenes de su antiguo hogar y de su vida anterior aparecieron en su mente, recuerdos tan borrosos como la esperanza que alguna vez había sentido. Por primera vez en mucho tiempo, dejó que las imágenes lo consumieran, permitiéndose recordar.

El amanecer apenas había coloreado el cielo con un gris desvaído cuando sintió una patada seca en las costillas. Cassian se despertó de golpe, sobresaltado, y sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra. Frente a él, uno de los mercenarios lo observaba con desdén, cruzado de brazos y con una mueca burlona en el rostro.

—Levántate, novato. Hora de trabajar —gruñó el hombre, volviendo a propinarle otra patada, esta vez en la pierna.

Cassian, sin perder tiempo, se incorporó, limpiando un poco de paja de sus ropas. Los músculos le dolían de haber dormido sobre el suelo duro, y un sabor amargo se extendía por su boca mientras sus pensamientos aún revoloteaban entre el sueño y la realidad. Sin embargo, no tenía otra opción: al menos por ahora, era uno de ellos.

Afuera, el campamento bullía de actividad. La banda de los Ojos del Cuervo, aunque no muy numerosa, se movía como una maquinaria bien aceitada, cada hombre cumpliendo su tarea específica con eficiencia. Cassian notó que había alrededor de cien hombres en total, y entre ellos solo cinco jinetes, hombres toscos y curtidos, montados en caballos que parecían casi tan maltratados y flacos como sus dueños. Cuatro caballos de carga se encontraban atados cerca de un par de carromatos que, aunque descuidados, llevaban el peso de las posesiones más valiosas de la banda.

Uno de los carromatos estaba cargado de armas: espadas envueltas en cuero, lanzas con las puntas oxidadas, y algunas ballestas viejas apiladas de manera descuidada. En el otro carromato, cajas de madera rechinaban con el movimiento, y Cassian adivinó que contenían todo tipo de objetos de valor robados, desde vasijas y pequeñas estatuillas de plata, hasta joyas sueltas y monedas de diferentes reinos. Alrededor del segundo carromato, algunos de los hombres guardaban bolsas de cuero más pequeñas, seguramente conteniendo objetos personales o cosas de uso cotidiano, cuchillos, botellas de licor y prendas adicionales. El olor a vino añejo y cuero húmedo impregnaba el ambiente, y la vista de las pertenencias ajenas le recordaba cuán poco poseía él mismo.

Mientras caminaba por el campamento, algunos de los mercenarios lo observaban de reojo, murmurando entre dientes y lanzándole miradas burlonas. Un par de ellos incluso rieron en voz alta cuando lo vieron cargar con algunas mantas viejas y ayudando a amarrar las cajas en los carromatos. Cassian se mordió la lengua y soportó las risas, demasiado consciente de que aún estaba a merced de Fenrik y sus hombres.

Una vez que todo estuvo listo, la banda se puso en marcha. Dejaron atrás la ciudad, una maraña de calles estrechas y casas de piedra desmoronada, y comenzaron a recorrer un camino de tierra que serpenteaba hacia el horizonte. No le dijeron a Cassian a dónde iban, y él tampoco se atrevió a preguntar. Durante los siguientes ocho días, caminaron sin descanso, con paradas breves en aldeas olvidadas y asentamientos casi desiertos. La comida, escasa y racionada, consistía en sobras: trozos de pan duro, carne salada y fría, y de vez en cuando, alguna pieza de fruta demasiado madura. Los mas nuevos, eran relegados a buscar su propio sustento, cazando lo que podían o aceptando las migajas que les dejaban los demás.

Las noches eran largas y frías. Cassian dormía donde podía, con el suelo y una delgada manta como única compañía, mientras vigilaba con recelo a los otros mercenarios. En esos momentos, bajo el cielo estrellado, pensaba en los tiempos en que aún tenía algo parecido a un hogar, antes de ser arrastrado a esta vida.

Al cabo de ocho días de marcha interminable, la silueta de una fortaleza comenzó a asomar en el horizonte, recortada contra el cielo gris. A medida que se acercaban, Cassian se dio cuenta de la magnitud de la construcción. El castillo era imponente y severo, sus murallas de piedra gris oscurecidas por el musgo y el paso del tiempo, pero firmes, como si desafiaran al propio viento a derribarlas. Las torres se alzaban como garras en el aire, apuntando al cielo nublado, y los parapetos estaban ocupados por arqueros que miraban desde lo alto con ojos agudos y rostros duros. Las puertas principales eran enormes, de madera oscura reforzada con bandas de hierro que mostraban las marcas de múltiples ataques fallidos.

Cassian observó las filas de hombres que se extendían más allá de las murallas. Eran soldados en formación, hombres alineados en filas y columnas bajo las órdenes de oficiales de rostros severos. A diferencia de los mercenarios que lo rodeaban, estos hombres llevaban armaduras completas, algunas adornadas con los colores de la casa a la que servían. Las banderas ondeaban al viento, mostrando el escudo de un león dorado sobre un fondo carmesí.

Fenrik, montado en su caballo negro, flaco y huesudo, escupió al suelo y lanzó una sonrisa cínica a sus hombres.

—Bien, bastardos, parece que tenemos trabajo —gritó, su voz ronca resonando sobre el murmullo de la banda—. Procuren no lucir como los inútiles que son, o será nuestra cabeza la que ruede.

Con una sonrisa burlona y la mirada altanera, espoleó a su caballo y avanzó hacia las puertas del castillo. Sus hombres lo siguieron, dejando a Cassian en la retaguardia. Mientras se acercaban, Cassian sintió una mezcla de ansiedad y resignación. Cada paso lo acercaba a un destino incierto, y aunque su mente le gritaba que huyera, que intentara encontrar alguna forma de escapar, su cuerpo lo traicionaba, obedeciendo la rutina de caminar, seguir y cargar.

Atravesaron las puertas pesadas del castillo y el eco de los pasos de los hombres llenó el espacio abierto, mientras el portón crujía detrás de ellos, cerrándose con un sonido final y rotundo, como si cada uno quedara atrapado entre esas paredes de piedra gris. Cruzaron hacia un vasto patio de armas, un espacio que parecía desbordarse de actividad y resonaba con el bullicio de voces graves y ásperas. Mercenarios y soldados de todo tipo llenaban el lugar, hombres curtidos y de aspecto cansado, con cicatrices en las manos y miradas vacías o llenas de furia contenida. Entre el gentío, había hileras de mesas de madera desgastada dispuestas en el centro, sobre las cuales algunos escribas de aspecto hastiado y aspecto sucio mantenían la orden en medio de aquella multitud, registrando a cada compañía que llegaba con una precisión que parecía casi mecánica.

Cassian observó las filas de mercenarios que avanzaban hacia estos puestos de registro, donde cada grupo de hombres aguardaba su turno para dejar constancia de su existencia ante aquellos escribas indiferentes. Al acercarse, pudo ver más detalles de los hombres que llenaban aquellas hileras. Había grupos de toda índole: bandas grandes y bien armadas, otras pequeñas y mal equipadas, y otras aún peor, donde los hombres parecían estar al borde de la extenuación. Algunos llevaban sus emblemas con orgullo, como si aquel estandarte significara algo más que el próximo encargo que los llevaría a sus muertes, mientras otros se mantenían en silencio, observando el suelo o las armas a su lado, como si la mera visión de la realidad les resultara intolerable. 

Fenrik, quien encabezaba a los Ojos del Cuervo, desmontó de su caballo flaco con un salto ágil, y les hizo señas a sus hombres para que lo siguieran. Avanzaron en fila, y Cassian se mantuvo en la retaguardia, con la mirada baja pero alerta. Cuando por fin les tocó el turno de registrarse, un escriba de cabello grasiento y piel pálida los miró por encima de unos anteojos torcidos.

—Nombre de la compañía —dijo en tono seco, sin levantar la mirada de la hoja de pergamino que sostenía.

—Ojos del Cuervo —respondió Fenrik, con una voz grave y un tono de desafío evidente, como si el mero acto de decir el nombre de su grupo lo llenara de un cierto orgullo burlón.

El escriba asintió sin entusiasmo alguno y comenzó a escribir en la lista, dejando el rastro de su pluma como una serie de garabatos precisos y metódicos. Luego alzó la vista, sus ojos grises y cansados posándose en Fenrik.

—Número de hombres, jinetes, y carga.

Fenrik miró al hombre con una sonrisa torcida antes de responder, pero su tono fue rápido y claro:

—Cien hombres, cinco jinetes, dos carromatos llenos de provisiones y equipo —el escriba solo asintió, volviendo a escribir en su pergamino.

Cassian, que observaba desde el fondo del grupo, sintió un asco profundo y antiguo brotar en su estómago. Cada inscripción, cada número en aquel pergamino solo significaba más hombres entregados a la causa de otro, vendidos a una guerra en la que la mayoría no tenía interés alguno, con sus vidas y nombres reducidos a números y registros que serían olvidados en cuanto se produjera el siguiente derramamiento de sangre.

A medida que avanzaban más hacia el centro del patio, algunos de los soldados del castillo miraban a los mercenarios con una mezcla de desprecio y desconfianza, sus ojos ardiendo con una hostilidad apenas contenida. No era sorpresa; los soldados de un castillo, con su vida más ordenada y una lealtad claramente definida, despreciaban a aquellos que deambulaban por los caminos, vendiendo sus habilidades al mejor postor, aunque Cassian estaba seguro de que en el fondo, la misma brutalidad los unía a todos, incluso si uno se cubría con emblemas y estandartes.

—¿Qué casa es esta? —murmuró Cassian, casi en un susurro, mientras observaba las banderas carmesíes ondeando sobre las torres.

Uno de los mercenarios a su lado, un hombre de rostro curtido y voz ronca, respondió en voz baja:

—La casa Valakar… sus tierras se extienden por toda esta región y gobiernan con puño de hierro. Si estan contratando mercenarios es porque necesitan peones desechables, muchacho.

Cassian asintió, observando las torres y el aspecto imponente del castillo. El aire aquí era más pesado, cargado de un silencio latente que solo era roto por el sonido de las armas chocando en las prácticas de los soldados. Los muros de piedra, altos y ennegrecidos por el tiempo, tenían un aspecto ominoso, como si cada roca contuviera el peso de generaciones de violencia. Los parapetos estaban patrullados por guardias con arcos, sus ojos recorriendo el patio con un celo indiferente, como si buscaran una razón para disparar y romper el tenso orden que mantenían.

Fenrik, aparentemente satisfecho con el registro, montó de nuevo en su caballo y, sin mirar a nadie en particular, dio una señal de avance. La compañía siguió el movimiento, atravesando el patio y avanzando hacia una puerta lateral del castillo, una puerta más pequeña y discreta, destinada a quienes no tenían el privilegio de cruzar el portón principal. Cassian notó que mientras atravesaban esta nueva sección del castillo, los guardias parecían menos atentos, como si ya no los consideraran una amenaza, sino apenas una presencia más entre las tantas que iban y venían en nombre de la guerra.

Mientras avanzaban, la opresión del lugar se hacía más intensa, y una idea empezó a gestarse en su mente. Aquel castillo, por grande que fuera, no podía retenerlo si lograba escapar al amparo de la noche. No sería fácil, claro, y la vigilancia en las murallas lo hacía casi imposible, pero la desesperación a veces otorgaba una clase de fuerza inesperada. Aun así, Fenrik y sus hombres parecían preparados para cualquier intento de huida; con ellos, cualquier error sería castigado.

Las palabras de su compañero mercenario se le quedaron grabadas en la mente, como una sentencia sombría. Peones desechables. Esa noche, el castillo les ofreció una comida sorprendentemente decente, lo que dejaba ver la riqueza y el poderío de la Casa Valakar. El sabor cálido de la sopa, aunque simplona, y el pan aún tibio le recordaron a Cassian un mundo al que apenas había tenido acceso en aquella vida; todo parecía una pausa irónica en medio de una desesperación mucho más amplia. 

Al amanecer, las trompetas rasgaron el aire frío y neblinoso de la madrugada. La quietud fue sustituida por un torrente de actividad frenética, los sonidos de armaduras que chocaban y pasos apresurados por el patio se mezclaban en una cacofonía organizada. La banda de los Ojos del Cuervo comenzó a vestirse y a armarse con lo mejor de su equipo, aunque el panorama de sus armas y protecciones estaba muy lejos de la majestuosidad del castillo. Armaduras de placas incompletas, cotas de malla con eslabones rotos y piezas abolladas y oxidadas que apenas lograban cubrir las partes más vulnerables de sus cuerpos. Algunos intentaban encajar las piezas como podían, ajustando correas deshilachadas o parcheando agujeros con cualquier tela que tuvieran a mano. A su alrededor, lanzas de diferentes largos, hachas de guerra, mandobles, espadas largas y bastardas, sables curvados y martillos de guerra pasaban de mano en mano, en un despliegue de armas que parecían haber sido recuperadas de incontables batallas.

Cassian recibió una hacha de doble filo con el mango ligeramente astillado y un gambesón raído, que apenas le cubría el torso. La tela, endurecida por el sudor y la sangre de otros, era gruesa pero ofrecía poca protección frente a las armas pesadas que probablemente encontraría en el campo de batalla. Al menos, pensó, era mejor que nada.

Al salir al exterior, el sol de la mañana bañaba el patio y las colinas circundantes en un brillo tenue, revelando una impresionante fuerza militar que se organizaba en filas disciplinadas. Los soldados de la Casa Valakar se formaban de manera impecable, destacando tanto por su equipamiento como por su disposición. Eran una masa de cuerpos firmes y erguidos, todos envueltos en un conjunto de armaduras de acero bruñido y adornadas con detalles en rojo escarlata y oro, un recordatorio constante del poder y la autoridad de los Valakar. 

Había varias formaciones de soldados, cada una de ellas una maquinaria de guerra perfectamente calibrada. Los soldados de infantería pesada portaban grandes escudos, cubiertos con los emblemas dorados de leones coronados, y alabardas que brillaban bajo el sol matutino. Sus armaduras completas, de metal oscuro, incluían yelmos cerrados, lo que hacía que se vieran como estatuas de acero avanzando en perfecta sincronía. La infantería regular, aunque menos ornamentada, mantenía un porte firme y portaba escudos triangulares y lanzas de acero pulido, moviéndose en una masa compacta y organizada, listos para formar una pared impenetrable de lanzas y escudos al primer comando.

La caballería era otro espectáculo impresionante. Los caballeros, ataviados con armaduras que parecían obras de arte, montaban caballos imponentes cubiertos con bardas que llevaban los colores rojo y dorado. Cada caballero portaba una lanza de caballería y un escudo decorado con los colores de la casa, mientras otros llevaban espadas de buen filo y mazas de cabezas grandes y dentadas. Los jinetes ligeros, por otro lado, iban vestidos con armaduras menos pesadas y portaban arcos y ballestas, preparados para avanzar y retroceder con rapidez, lo que les daba un aire de agilidad en contraste con la imponente formación de los caballeros. 

Entre la infantería, también se distinguían los arqueros y ballesteros, quienes vestían armaduras de malla con capas escarlata y se alineaban en grupos de a diez, sus arcos y ballestas descansando sobre sus hombros. Las flechas y los virotes parecían brillar con un brillo metálico, lo cual demostraba que cada pieza del equipo había sido cuidadosamente preparada. Los yelmos que llevaban, con viseras en forma de pico y detalles dorados, mostraban el emblema de los Valakar en las crestas, que asemejaban leones en posición de ataque.

Cassian observó a las levas campesinas, que en cualquier otro lugar habrían sido una turba desorganizada y mal armada, pero aquí parecían casi iguales a los soldados de élite, con cotas de malla, corazas de hierro pulido y cascos completos. Los colores de sus capas escarlata flameaban al viento, y en sus rostros podía leerse una mezcla de resignación y disciplina forzada. La mayoría de ellos portaba lanzas y espadas cortas, y en sus filas había arqueros y ballesteros que parecían igual de bien equipados que los profesionales, lo cual sorprendió a Cassian. Las levas, aunque menos entrenadas, aún daban la impresión de ser una fuerza formidable cuando se alineaban en bloques compactos.

En total, si Cassian debía hacer una estimación, los soldados profesionales sumaban más de doscientos mil hombres, y las levas campesinas, con sus números superiores, probablemente alcanzaban los setecientos mil. Era un ejército colosal, una máquina de guerra en la que cada individuo parecía haber sido reducido a un engranaje, sin rostro y sin nombre, en pos de una causa que solo unos pocos en la cima comprenderían.

Miró en torno y, más allá de las tropas de la Casa Valakar, las compañías mercenarias y otros soldados a sueldo comenzaban a unirse al orden. La variedad entre ellos era amplia: algunos portaban armaduras de cuero endurecido, otros cotas de malla desgastadas, y unos pocos con piezas de placas metálicas que parecían haber sido robadas o recuperadas de cadáveres. Sus estandartes, cuando los había, ondeaban al viento como banderas sin orgullo, apenas recordatorios de su identidad. En total, calculó que las fuerzas mercenarias podrían llegar a sumar trescientos mil miembros, una masa compacta de guerreros dispares.

Fenrik, sobre su caballo negro, se paseaba entre sus hombres, lanzándoles miradas de aprobación y ajustando algunos detalles en sus armaduras y armas cuando veía algo que no le gustaba. Su presencia era imponente, aunque su caballo flaco y su armadura gastada contrastaban con la opulencia de las tropas a su alrededor. Con una mirada fija hacia el castillo, levantó la mano en un gesto decidido.

—Bien, bastardos —gruñó Fenrik, su voz áspera y ronca flotando sobre el clamor de la multitud en el campo, rompiendo el aire frío de la mañana como un cuchillo—. Ya saben cómo trabajamos: yo me quedo con la mitad del oro, y ustedes pueden saquear lo que quieran. Lo que roben o tomen es suyo, pero al que se le ocurra robar dentro de esta banda, tienen mi permiso de matarlo en el acto. No sean estúpidos y no actúen como idiotas.

Un murmullo de asentimiento recorrió a los Ojos del Cuervo. Aquellos hombres no eran amigos, ni siquiera camaradas; eran un grupo de fieras dispuestas a arrancarse los restos entre sí si eso significaba una mejor ganancia. Y Fenrik lo sabía; era un líder, sí, pero también era uno de ellos, un lobo entre lobos, calculador y despiadado. Cassian tragó saliva, sintiendo el peso creciente de la situación en cada fibra de su ser. No había vuelta atrás; estaba atrapado en esa maraña de hombres ansiosos por desangrarse unos a otros o, peor aún, desangrar a cualquier pobre diablo que cruzara su camino.

El castillo a su lado se alzaba oscuro y monumental, una estructura imponente que parecía desbordarse en piedras antiguas y silenciosas. La luz de la mañana revelaba los detalles de las murallas, cicatrices de antiguas batallas que mostraban cuán fuerte había resistido el tiempo y la guerra. Los muros, altos y cubiertos de musgo oscuro, parecían tan antiguos como las montañas mismas, recubiertos por miles de pequeñas marcas y grietas donde el sol y la sombra se entremezclaban. Las almenas estaban coronadas por una línea de soldados que observaban a los mercenarios desde arriba, evaluándolos con frialdad. Para Cassian, el castillo era una representación física de la fuerza inmensa y despiadada que los gobernaba, un peso aplastante que no dejaba espacio para la esperanza ni para el consuelo.

De repente, un movimiento en lo alto de los muros captó la atención de todos. Un hombre vestido con una armadura de un rojo brillante y ornamentada con intrincados grabados dorados subió al borde de la muralla, destacando entre el gris de la piedra como una chispa de fuego en medio de un día gris y sombrío. Era evidente que no era un soldado más; cada gesto, cada detalle de su postura transmitía una autoridad que casi podía sentirse en el aire. La armadura, bruñida y reluciente, tenía detalles que parecían más obras de arte que piezas de guerra: motivos de leones con cabezas coronadas, adornos florales alrededor de los bordes y una capa escarlata que se agitaba en el viento, larga y majestuosa. El yelmo de este hombre tenía una cresta dorada que representaba la melena de un león, y sus guanteletes, pesados y finamente trabajados, atrapaban la luz de la mañana como joyas.

Sin quitarse el yelmo, el hombre extendió una mano hacia el ejército reunido y habló con voz firme y resonante, capaz de atravesar la distancia y la multitud de voces que cuchicheaban nerviosas.

—Hombres de hierro, guerreros, mercenarios y todo aquel que haya decidido ofrecer su vida por la gloria de la Casa Valakar —su voz era como el trueno contenido en una tormenta lejana, profunda, casi hipnótica—. Les aseguro que cada uno de ustedes verá recompensas dignas de su valentía y de sus habilidades, siempre y cuando cumplan con su parte.

Su mirada se movió lentamente entre las filas de mercenarios, deteniéndose un instante en cada grupo, como si los estuviera pesando y juzgando desde lo alto. Nadie osaba moverse; la presencia de aquel hombre parecía demandar una atención completa e inmóvil. Cassian, quien había aprendido a esconder su miedo, apenas pudo contener el escalofrío que le recorrió la espalda. La amenaza y la promesa en esas palabras eran claras: la lealtad era la única moneda aceptable, y aquellos que fallaran serían tratados como traidores.

—Invadir las tierras de la Casa Kravonn —tronó el noble desde lo alto de la muralla, su voz arrastrándose por el aire como el eco de una tormenta lejana—. Que la gloria de la Casa Valakar se extienda como un manto eterno sobre estas tierras.

La orden resonó en cada rincón del campamento, y una ola de tensión recorrió a los hombres como un escalofrío colectivo. Cassian sintió una opresión en el pecho; los ejércitos de la Casa Valakar no eran como las bandas de mercenarios que había visto antes. Aquí no había bromas crudas ni murmullos de desconfianza. Cada soldado sabía exactamente cuál era su posición y papel. Frente a ellos se extendía el vasto poderío del castillo y de las tropas, y Cassian, como un simple peón, no era más que una pieza insignificante atrapada en una maquinaria demasiado grande.

El noble, aún sobre las murallas, alzó una mano cubierta por un guantelete reluciente, y sus dedos, como garras de hierro, señalaron hacia el horizonte, en dirección a las tierras de la Casa Kravonn, cuyas fronteras apenas se vislumbraban en la distancia. La luz del amanecer, pálida y dorada, le daba un aspecto casi fantasmal a aquel gesto. Cassian entendió entonces que el odio y la ambición movían las piezas de este conflicto, pero también algo más oscuro, algo que se reflejaba en la mirada gélida del noble: una necesidad de dominación, de ver el mundo a sus pies sin oposición.

Alrededor de Cassian, los mercenarios de los Ojos del Cuervo se preparaban con una mezcla de expectación y resignación. Algunos ajustaban los cinturones de sus espadas, otros examinaban sus hachas y lanzas. Las armaduras de los hombres variaban en estado y procedencia: algunos lucían cotas de malla que alguna vez habrían pertenecido a soldados caídos, manchadas y remendadas, con manchas de óxido que se asemejaban a viejas cicatrices, mientras que otros llevaban petos y espaldar que apenas se sostenían por correas desgastadas, abolladuras en los metales y fragmentos de cuero deshilachado que los mantenían unidos como podían. La realidad de los mercenarios era tan cruda como sus armaduras, que parecían haber sido arrancadas de cadáveres en el campo de batalla, como trofeos de la muerte misma.

A Cassian le lanzaron un hacha de hoja ancha, apenas afilada, su peso era incómodo y el equilibrio desigual, pero el frío metal en sus manos le hizo comprender que sería todo lo que tendría para defenderse. La otra pieza que recibió fue un gambesón, más una broma que una armadura, cuyas capas de tela habían sido cosidas a mano con hilos desiguales, y con manchas de tierra y sangre que no lograban ocultar los remiendos. Se lo puso en silencio, sintiendo cómo las costuras se clavaban en su piel. Las manos le temblaban ligeramente, pero no por el frío de la mañana sino por el miedo disfrazado de tensión.

A su alrededor, el ejército de la Casa Valakar se desplegaba como un enjambre bien organizado. Los soldados de infantería pesada, con grandes escudos de metal bruñido y alabardas relucientes, avanzaban hacia sus posiciones con paso firme y disciplinado. Los escudos parecían reflejar el sol, y las alabardas apuntaban al cielo como los colmillos de una bestia preparada para atacar. Los hombres que formaban esta unidad no tenían dudas ni temor; marchaban con la precisión de una máquina, sus movimientos al unísono, como si fueran uno solo. Cada paso producía un ruido seco en el suelo, y el eco de sus botas resonaba como un tambor de guerra.

La caballería, ubicada a un lado del campo, era otra visión temible. Los caballeros llevaban lanzas de caballería adornadas con estandartes rojos y dorados, los colores de la Casa Valakar, ondeando en la brisa. Cada caballo estaba cubierto con una armadura que dejaba asomar solo los ojos, como bestias de guerra cegadas a cualquier otra cosa que no fuera la batalla. Los jinetes pesados, con sus armaduras completas, ajustaban las viseras de sus yelmos, cada movimiento calculado y meticuloso. Algunos llevaban mazas, otros espadas largas, y el sonido del acero contra el acero llenaba el aire cuando probaban el filo de sus armas o ajustaban las cinchas de los caballos.

Al lado opuesto, los jinetes ligeros y exploradores se mantenían en sus monturas con una destreza despreocupada. A diferencia de los caballeros, llevaban armaduras más ligeras, armados con arcos y aljabas llenas de flechas. Algunos llevaban ballestas, y sus manos se movían rápidas y precisas mientras preparaban sus armas. Eran los ojos del ejército, los que se adelantarían para asegurarse de que no hubiera sorpresas en el camino. Cassian observó cómo los exploradores hablaban entre ellos en voz baja, intercambiando gestos y miradas de complicidad.

A medida que el sol ascendía en el cielo, los estandartes escarlata y dorados se alzaron, ondeando en el viento y reflejando la luz de la mañana. El noble en la muralla seguía observando a sus tropas, su figura imponente contrastando contra el cielo, y en un gesto lento y casi ritual, levantó la mano y la bajó, una señal de que la marcha comenzaría. Cassian tragó con dificultad; el ruido de las armaduras y de las voces alrededor de él creció hasta convertirse en un estruendo ensordecedor, y sintió que su respiración se aceleraba.

Fenrik, al ver la reacción de Cassian, se acercó y le dio una palmada en el hombro que casi lo desequilibró. Su sonrisa torcida apenas logró tranquilizarlo.

—Respira, bastardo. Esto apenas empieza. Para cuando quieras darte cuenta, ya estaremos en medio del caos, y entonces ni siquiera recordarás por qué tenías miedo —le susurró con un tono burlón, pero en sus ojos había un destello de algo parecido a la compasión, o al menos a la comprensión.

Cassian asintió en silencio, apretando el mango de su hacha con fuerza hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Sabía que Fenrik tenía razón, que pronto el miedo se convertiría en una mezcla de instinto y adrenalina. Pero en ese instante, mientras observaba el inmenso ejército que lo rodeaba, sentía que cada paso que daba lo acercaba más a una oscuridad que tal vez nunca lograría escapar.

La orden de avance final había sido dada, y las tropas, una marea incontenible de hombres, armaduras y estandartes ondeantes, comenzaron su marcha con el retumbar de miles de botas sobre la tierra. Cassian, junto a los Ojos del Cuervo, avanzó con el peso creciente de la incertidumbre. A cada paso que daba, sentía el suelo temblar bajo sus pies, un eco distante de la batalla que los esperaba al final del camino. Durante varias semanas, el avance se convirtió en una rutina inmutable. Caminar, levantar tiendas, dormir apenas unas horas y continuar de nuevo al amanecer. La monotonía de la marcha estaba acompañada por el polvo que se levantaba en grandes nubes a su paso, cubriendo a los soldados y mercenarios como una segunda piel que impregnaba sus ropas y sus pulmones.

A lo largo de aquel trayecto, pequeñas escaramuzas se daban ocasionalmente en los bosques o en los caminos estrechos, cuando grupos de goblins o bandas de orcos decidían enfrentarse a las filas de mercenarios. Esas criaturas, aunque feroces, no representaban una amenaza real para la magnitud de las tropas de Valakar. Sin embargo, aquellas breves y violentas peleas servían para recordarles que en cada curva del camino, en cada bosque denso o colina apartada, el peligro acechaba. Cassian, en su puesto en la primera línea de la vanguardia, se vio obligado a blandir el hacha más de una vez contra aquellos enemigos menores. El filo desgastado de su arma desgarraba la carne y rompía huesos con un esfuerzo que a veces le hacía temblar los brazos.

Las noches en el campamento eran igualmente tensas. La organización del ejército era precisa, y cada soldado sabía su lugar. Cassian observaba con detenimiento a los oficiales de la Casa Valakar, con sus armaduras impecables, el color escarlata de sus capas reluciendo incluso bajo la tenue luz de las hogueras. Hombres que comían en silencio, analizando mapas, manteniendo una postura distante y severa, mientras los mercenarios yacían cerca, agrupados como animales en torno al fuego, sus miradas cansadas y vigilantes. Entre ellos, el murmullo de historias sobre viejas campañas y rumores sobre la crueldad de los nobles resonaba constantemente, dándole al ambiente un aire de desconfianza y resentimiento.

La marcha hacia el territorio de la Casa Kravonn se prolongó durante semanas interminables, una rutina monótona y agotadora de levantar campamentos, marchar sin descanso y, al caer la noche, colapsar en cualquier rincón que ofreciera un mínimo de comodidad. Los mercenarios, los "perros de la guerra" como los llamaban los soldados de élite de Valakar, constituían la vanguardia. Eran ellos quienes se estrellarían primero contra cualquier emboscada, ellos los que pagarían el precio más alto si había alguna trampa o peligro en el camino. De vez en cuando, pequeños grupos de goblins y orcos intentaban interrumpir el avance en las rutas de suministro. Las escaramuzas eran rápidas y sangrientas, pero no implicaban un verdadero desafío; solo eran interrupciones breves y molestas que servían de distracción del verdadero horror que se avecinaba.

Tras días de una marcha casi interminable, las primeras tierras de la Casa Kravonn aparecieron frente a ellos. Campos vastos y verdes se extendían en el horizonte, campos de cultivo bien cuidados que parecían moverse en un susurro bajo la brisa. Cassian observó aquella imagen, el verde extendiéndose como un manto de paz que contrastaba brutalmente con la violenta amenaza que avanzaba hacia él. Entonces, la orden se dio sin más preámbulo: los oficiales de Valakar dirigieron a las bandas mercenarias a dispersarse, a devastar aldeas y sembrar el terror en aquellas tierras fértiles. El mandato se dio con una frialdad escalofriante, casi como si ordenaran cosechar la tierra en lugar de arrasarla. La instrucción fue recibida con entusiasmo entre los mercenarios; algunos ya reían con regocijo, previendo las riquezas y placeres que se apropiarán. Para Cassian, sin embargo, fue como recibir un golpe directo al estómago. La idea de atacar a aldeanos indefensos, de incendiar casas y matar a inocentes, le provocaba un asco profundo, una especie de indignación silenciada, un nudo de ira e impotencia que le quemaba por dentro.

Cuando el grupo de los Ojos del Cuervo comenzó a bajar por la colina, Cassian se encontró en la primera fila, como carne de cañón, con el deber de cargar de frente en el ataque. Desde allí, en lo alto de la loma, podía ver cómo los aldeanos respondían con desesperación a la alarma. Las campanas resonaban en la distancia, su repicar frenético llenando el valle, una súplica desesperada por ayuda. Las calles de la aldea estaban en un caos absoluto: familias enteras corrían hacia una estructura de piedra en el centro, un edificio que parecía un almacén o quizá un pequeño santuario, el último refugio de aquellos pobres infelices. Los arqueros locales, llevando armaduras de cuero endurecido y el emblema de la Casa Kravonn en tonos de verde y negro, tomaron posición en las empalizadas de troncos que rodeaban la aldea. Las flechas ya comenzaban a volar en dirección a los atacantes.

—Vamos, mocoso, no te quedes ahí parado como un idiota —gruñó uno de los mercenarios, un hombre de rostro endurecido y marcado por cicatrices viejas, algunas ya casi borradas, y otras aún frescas. La sonrisa torcida en su cara le daba un aspecto aún más repugnante—. No la cagues y no te interpongas en el camino. Al final, lo que encuentres es tuyo, ya sean cosas o mujeres.

El mercenario le dio una palmada en el hombro, una palmada dura, cargada de burla y desprecio, y lo empujó hacia adelante con fuerza. Cassian asintió con rigidez, apretando los dientes, tragando la mezcla de ira y repulsión que le revolvía el estómago, forzándose a dar el siguiente paso. Junto a él, la multitud de hombres bajaba la colina como un torrente oscuro y voraz, y mientras avanzaban, los sonidos de los gritos de los aldeanos llenaban el aire. El horror y el caos se intensificaban con cada segundo. Los mercenarios, ansiosos de sangre, lanzaban gritos de batalla y soltaban carcajadas siniestras mientras se acercaban cada vez más a la aldea, anticipando el derramamiento de sangre y el saqueo.

Frente a la puerta de madera de la aldea, el asalto comenzó con una ferocidad brutal. Los mercenarios empuñaban grandes mazas, y sus golpes retumbaban en la madera de la puerta, que crujía bajo la fuerza de los impactos. Alrededor de Cassian, otros mercenarios lanzaban ganchos de hierro por encima de la empalizada, intentando escalar y abrir brechas en las defensas. Cassian, con el cuerpo tenso, se mantuvo detrás de los hombres más grandes que golpeaban la puerta, observando con detenimiento cada movimiento de aquellos a su alrededor, el hedor del sudor, del miedo y de la desesperación mezclándose en el aire. 

El olor a mierda y sangre lo invadía todo. La tierra bajo sus pies se había convertido en un lodazal donde el barro se mezclaba con fluidos de los caídos, y cada paso era un esfuerzo para no perder el equilibrio, para no caer en esa mezcla asquerosa. Las flechas que caían desde las murallas parecían un aguacero mortal, clavándose en el suelo y en las armaduras de los mercenarios; algunos caían a su alrededor, sus gritos ahogados por la agonía. La batalla se había convertido en una cacofonía de gritos, choques de metal y súplicas. Cassian observaba, su respiración cada vez más rápida y superficial. Un hombre junto a él cayó de rodillas, una flecha atravesada en su cuello; intentó gritar, pero solo salió un chorro de sangre que le cubrió el pecho y lo dejó retorciéndose en el suelo. Cassian apartó la mirada, su estómago revolviéndose, mientras trataba de bloquear aquella imagen de su mente.

Finalmente, tras interminables minutos de brutalidad y golpes ensordecedores, la puerta de la aldea cedió. La madera astillada dejó escapar un crujido sordo y prolongado mientras se abría de golpe, y lo que esperaba detrás era aún peor. La milicia local estaba allí, apiñada y con una resolución desesperada, dispuesta a hacer frente a la marea de mercenarios que se abalanzaba sobre ellos. Pero la diferencia en fuerza era abrumadora. Los mercenarios más corpulentos, aquellos con mazas que parecían capaces de derribar hasta las murallas de un castillo, cargaron de frente, arrollando a los defensores y aplastándolos sin piedad. Cassian, sintiendo la presión de los hombres que lo rodeaban y los empujones que lo forzaban a avanzar, trató de mantenerse detrás de los más grandes, manteniéndose en las sombras de aquellos colosos, intentando no ser arrastrado hacia la locura de la batalla.

Avanzaba con el estómago revuelto, conteniendo la náusea que amenazaba con doblegarlo, mientras el caos se apoderaba de todo. La aldea se convirtió en un infierno desatado. Algunos mercenarios corrían hacia las casas, rompiendo puertas y ventanas con una violencia desenfrenada, y dentro, saqueaban y destrozaban todo a su paso. Los gritos desgarradores de las mujeres y niños resonaban en el aire, elevándose junto con el humo de las antorchas que comenzaban a prender fuego a las viviendas. Los aldeanos intentaban escapar, algunos corriendo con desesperación hacia los rincones oscuros, escondiéndose entre los edificios en un intento vano de evitar la tragedia. Sin embargo, aquellos que no lograban evadir a los mercenarios eran abatidos sin piedad; sus cuerpos caían al suelo, víctimas de una brutalidad salvaje. Algunos de los mercenarios más despiadados tomaban a las mujeres, las arrastraban fuera de sus casas, y lo peor sucedía en plena calle, sin remordimientos ni pudor, mientras sus gritos de auxilio se ahogaban en la indiferencia de los atacantes.

Empujado cada vez más hacia adelante, Cassian sentía la presión de la multitud aplastándolo. Su hacha temblaba en su mano, la sujetaba con fuerza, pero cada paso lo acercaba a un límite que no estaba seguro de poder soportar. Intentó separarse de la turba, buscando un rincón donde escapar de la escena. Tras un esfuerzo que sintió como una eternidad, logró adentrarse en un callejón estrecho entre dos casas de piedra, allí respiró profundamente, intentando calmarse. Su cuerpo temblaba incontrolablemente; el sonido de los gritos y la destrucción a su alrededor lo sumían en una especie de pesadilla viviente.

Pero antes de que pudiera tranquilizarse, un movimiento a su lado lo sobresaltó, alguien chocó contra el. Una figura apareció frente a él, una mujer joven, con el vestido desgarrado y el rostro manchado de lágrimas. Tenía una belleza sencilla, casi etérea; su piel clara y su cabello oscuro, enmarañado por el miedo y el pánico, resaltaban sus ojos grandes y asustados que parecían suplicar ayuda sin necesidad de palabras. Cassian solo se aparto y dejo que se fuera, pero apenas intentó correr hacia la salida del callejón cuando otro mercenario, uno de los más desagradables que Cassian había visto, se interpuso en su camino. Era un hombre fornido, su rostro estaba marcado por cicatrices que se entrecruzaban en su piel sucia y curtida. Su sonrisa retorcida revelaba dientes amarillentos y podridos, y sus ojos destilaban una crueldad nauseabunda mientras observaba a la mujer con un hambre animal.

La atrapó por detrás, sujetándola con una brutalidad que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones. La arrojó al suelo con un movimiento brusco y ella cayó de bruces, apenas logrando girarse para patearlo y arañarlo en un intento desesperado de defenderse. El mercenario soltó una risa gutural y la miró con esa expresión asquerosa que solo intensificaba la repulsión en Cassian.

—Ven aquí, muchacho, sujétala por los brazos, y al final te toca un turno —gruñó, desabrochándose la faja mientras presionaba a la mujer contra el suelo. Los gritos ahogados de la mujer se mezclaban con las suplicantes miradas que lanzaba a Cassian, con lágrimas que surcaban sus mejillas en silenciosa agonía. Cassian sintió un fuego arder en su interior, un calor oscuro y violento que surgía desde lo más profundo de su ser, como si cada célula de su cuerpo gritara en rechazo ante aquella barbarie.

Avanzó lentamente, fingiendo aceptar el acuerdo de manera sumiso, sintiendo cómo cada paso hacia ese hombre repulsivo incrementaba su furia. El mercenario, ajeno a sus verdaderas intenciones, apenas le prestó atención, demasiado concentrado en su presa. Justo cuando comenzaba a bajar los pantalones, Cassian apretó los dedos alrededor de su hacha, sintiendo el peso del arma, la frialdad del metal que parecía ansiar tanto como él aquella venganza. Sin pensarlo más, reunió todas sus fuerzas y lanzó el golpe hacia el hombre con una violencia desmedida.

El sonido fue brutal, un crujido espantoso que retumbó en el callejón, como el romper de una corteza gruesa y resistente que cedía ante la fuerza de una tormenta. El hacha se hundió en el cráneo del mercenario, partiendo hueso y piel, y el eco del impacto se prolongó en el aire mientras el hombre soltaba un último gemido agónico. La sangre comenzó a brotar en un chorro viscoso y oscuro, manchando las manos de Cassian y la cara de la mujer, que, paralizada, observaba aquella escena con un asombro indescriptible.

El mercenario cayó de rodillas, con los ojos desorbitados, buscando un significado en el dolor repentino y devastador que le atravesaba el cráneo. Sus manos intentaron aferrarse a algo, cualquier cosa, pero su fuerza se desvaneció tan rápidamente como su vida, y su cuerpo se desplomó sin remedio sobre la tierra fría del callejón. La sangre comenzaba a expandirse bajo su cabeza en un charco espeso y oscuro. Cassian respiraba con fuerza, el pecho subiendo y bajando mientras sentía cómo la furia aún burbujeaba en su interior, latente y voraz. La adrenalina parecía insuficiente para contener el temblor en sus manos, pero no por miedo; era algo más, una extraña combinación de repulsión y una satisfacción oscura que no sabía cómo procesar.

Levantó la vista y se encontró con la mirada de la mujer. Sus ojos, hinchados de lágrimas y enrojecidos por el terror, seguían posados en él, como si todavía dudara de que aquella salvación era real. Temblaba, su cuerpo aún marcado por el miedo y la desesperación, pero su mirada reflejaba una chispa de esperanza mezclada con agradecimiento. Sin decir palabra, Cassian extendió la mano y la ayudó a levantarse. La mujer se tambaleó, y él la sostuvo por un momento, sintiendo su respiración entrecortada, el temblor que recorría su cuerpo.

Cassian, sin pensarlo demasiado, se recargó en la pared de piedra del callejón, aún con la sensación de irrealidad que le carcomía por dentro. Cerró los ojos, intentando bloquear el caos que lo rodeaba y el peso de la sangre en sus manos. Sintió a la mujer sentarse a su lado, apoyando su cabeza en su hombro, buscando refugio en aquel acto simple pero profundamente humano. Era como si el contacto físico pudiera protegerla de la barbarie que acababa de presenciar, y Cassian, aunque sorprendido, no se apartó. Durante unos minutos, el mundo pareció reducirse a ese callejón y a ese instante de calma. Pero incluso allí, el eco de los gritos y el crepitar de las llamas les recordaba que estaban rodeados por el infierno.

—Sabes… —murmuró Cassian con voz ronca, rompiendo el silencio— puedes irte. Yo no quiero hacerte daño. No tienes que quedarte aquí. 

La mujer asintió, aunque sus ojos continuaban fijos en él, como si tuviera miedo de que al girarse él también desapareciera. Temblaba y su voz salió entrecortada, apenas un susurro.

—Gra-gracias —tartamudeó, intentando contener el miedo que aún la tenía presa—. Pero… ¿a dónde puedo ir? —Sus palabras salieron en una ráfaga, como si estuviera confesando sus peores miedos—. El pueblo está en llamas… y ellos siguen entrando. No importa a dónde vaya… —se estremeció—… volverán a intentar… volverán a intentarlo. Contigo estoy a salvo, ¿verdad? No quiero ser esclava… ni que me usen. Aquí estoy a salvo, ¿verdad?

Cassian sintió una punzada en el pecho. No tenía respuestas para ella, pero entendía su miedo de una manera tan cruda y cercana que le resultaba imposible fingir indiferencia. Bajó la mirada, sin saber bien qué responder. La verdad era que él mismo no estaba seguro de qué tan seguro podía considerarse.

—Ni tanto —respondió finalmente, su voz cargada de una amargura cansada—. No soy mucho mejor que ellos. Solo un esclavo obligado a trabajar con una banda de mercenarios. Ellos también devastaron mi aldea, obligándome a unirme a esta locura. No somos tan diferentes.

Ella lo miró, intentando encontrar una respuesta en sus ojos. El callejón oscuro se convertía en un lugar de confesiones. Cassian sintió el peso de su propia impotencia, el asco hacia lo que estaba sucediendo y hacia lo que él mismo había tenido que hacer para sobrevivir hasta ese punto. Miró las paredes de piedra, desgastadas y cubiertas de musgo, como si buscar en ellas una salida que sabía no existía.

La mujer, en un gesto instintivo, le apretó el brazo. 

—Pero… tú me salvaste. ¿O eso no cuenta? —le dijo, su voz apenas un susurro, llena de una especie de dulzura rota que lo conmovió. —Eso… eso es más de lo que cualquiera aquí hubiera hecho.

Cassian soltó un suspiro que llevaba atrapado en su pecho y la miró de reojo. En su interior, aquella rabia incontrolable comenzaba a calmarse, dando paso a una tristeza profunda que hacía tiempo había aprendido a ignorar. Sentía cómo, a pesar de todo, aquella mujer le brindaba una razón, aunque mínima, para resistirse a lo que se estaba convirtiendo. Alguien que lo viera no solo como otro mercenario, sino como alguien capaz de hacer algo distinto en aquel infierno.

De pronto, un ruido fuerte y pesado resonó en la entrada del callejón. Otro mercenario, con el torso desnudo cubierto de cicatrices, se asomó, con una expresión de furia y desconfianza en el rostro. Observó a la mujer y luego a Cassian, con una sonrisa maliciosa, como si ya hubiera entendido demasiado.

—Así que aquí estás, el nuevo, escondiéndote en lugar de unirte a la diversión —dijo el mercenario, escupiendo al suelo y apretando la empuñadura de su espada mientras los ojos se le llenaban de desprecio—. Esperaba que fueras menos inútil.

Cassian sintió cómo la rabia volvía a encenderse en su interior. Se levantó lentamente, tomando el hacha con una firmeza renovada, observando a aquel hombre que no era más que otro depredador en busca de víctimas. En su mente, no había duda de lo que haría si el mercenario avanzaba hacia la mujer. 

—Lárgate de aquí, ella no es para ti —gruñó Cassian, sintiendo que cada palabra salía como una amenaza cargada de odio.

El mercenario soltó una carcajada seca, moviéndose hacia ellos con pasos pesados y decididos.

—¿Vas a pelear por ella, bastardo? —espetó el mercenario, con una sonrisa torcida que retorcía su rostro en una expresión de absoluto desprecio. Sus ojos, oscuros y ávidos, se posaron en la mujer como un animal que se relame antes de devorar a su presa. La tensión en sus hombros y en la mano que aferraba su espada revelaban que estaba listo para abalanzarse en cualquier momento.

Cassian respiró hondo, sintiendo cómo el miedo y la furia se mezclaban en su pecho, apretándose como un nudo denso que lo mantenía firme en el suelo, pero que al mismo tiempo amenazaba con estallar en violencia. Miró al hombre sin apartarse, su mandíbula apretada y sus nudillos blancos sobre el mango del hacha. Sabía que no podía flaquear, no si quería que la mujer sobreviviera a aquel encuentro. Inspiró lentamente, dejando que el aire llenara sus pulmones, como si cada respiración fuera a fortalecerlo.

—¿No dijo el líder que lo que tomáramos era de uno? —Cassian habló despacio, sus palabras cayendo con una frialdad que lo sorprendió a él mismo—. Y que si otro intentaba quitarlo teníamos el derecho de matarlo. Ella es mía. Yo la tomé primero. Es mi propiedad —gruñó, permitiendo que cada palabra se volviera una amenaza más tangible y mordaz, sin quitarle los ojos de encima—. Así que mejor lárgate y busca otra mujer antes de que tenga que ensuciar este callejón con tus tripas.

El mercenario soltó una risa áspera, como si aquellas palabras hubieran encendido algo en él, y dio un paso adelante, desenvainando su espada con un movimiento brusco que dejó un destello de acero a la luz intermitente de las llamas del pueblo en llamas. Era un hombre corpulento, de piel endurecida y marcada por cicatrices. Su rostro, cubierto de una barba descuidada y con los ojos inyectados de sangre, se volvía más grotesco bajo la luz rojiza que los envolvía.

—Valiente para la mascota del jefe, ¿verdad, perrito? —replicó, golpeando la espada contra el suelo, como si buscara intimidarlo. Los ojos del mercenario brillaban con malicia mientras avanzaba lentamente, jugando con el miedo y la tensión en el aire—. Voy a matarte, y después la voy a disfrutar a ella. Lo último que oirás será el sonido de sus gritos.

Cassian sintió cómo un odio irracional se apoderaba de él, un impulso que lo empujaba hacia el hombre con la misma intensidad que el instinto de sobrevivir. Sin apartarse, se plantó firmemente, mirando al mercenario directo a los ojos. El acero de su hacha, desgastado por el uso y el tiempo, parecía vibrar entre sus dedos, esperando la oportunidad de probar su filo en el cuerpo del hombre.

De repente, el mercenario cargó contra él, levantando su espada en un arco amplio, amenazante, que cortaba el aire con un silbido mortal. Cassian reaccionó por instinto, inclinándose hacia un lado, sintiendo el filo de la espada pasar cerca de su hombro, tan cerca que casi podía sentir el frío del acero rozando su piel. Sin darle tiempo a su oponente, lanzó un golpe rápido con el hacha, apuntando a su abdomen, pero el mercenario retrocedió, esquivando el ataque con agilidad y soltando una risa burlona.

—¿Eso es todo lo que tienes, mocoso? —se burló el mercenario, alzando la espada para otro ataque, esta vez directo a la cabeza.

Cassian levantó el hacha en una defensa apresurada, y el choque de las armas resonó en el callejón, el sonido metálico rebotando en las paredes de piedra, como una campana que anunciaba la violencia de la batalla. Sentía cada vibración recorrer sus brazos, cada impacto haciéndolo retroceder un paso, pero su mirada nunca flaqueaba. Sabía que no podía dejar que aquel hombre ganara terreno, porque eso significaría el fin de ambos: el suyo y el de la mujer que temblaba detrás de él, mirando aterrada.

—¿Qué pasa, estás temblando? —el mercenario volvió a atacar, moviéndose con la brutalidad de un animal. 

Cassian se apartó a un lado, y en un instante que pareció durar eternamente, vio una apertura en la defensa del mercenario, justo al costado del cuello, donde la piel quedaba expuesta por un breve segundo. Sin pensarlo, lanzó el hacha con todas sus fuerzas, apuntando a esa zona descubierta. El filo se hundió en la carne con un sonido húmedo y sordo, y la expresión del mercenario se congeló en una mezcla de sorpresa y furia.

El hombre retrocedió tambaleándose, su mano buscando el hacha clavada en su cuello, tratando de arrancarla mientras la sangre comenzaba a fluir en gruesos hilos rojos que se extendían por su pecho. Con cada intento desesperado de aferrarse a la vida, los ojos del mercenario parecían volverse cada vez más vidriosos, hasta que finalmente su cuerpo cedió y cayó al suelo con un estruendo sordo. El eco de su caída resonó en el callejón, como el último suspiro de un hombre que había perdido la batalla.

Cassian permaneció inmóvil por un momento, respirando agitadamente mientras observaba el cuerpo del mercenario. La sangre manchaba sus manos y el hacha, y un sabor metálico parecía llenar el aire. Dio un paso hacia atrás, soltando un suspiro que parecía haber estado conteniendo desde hacía mucho, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a disiparse, dejando en su lugar un cansancio profundo y amargo.

La mujer, que había estado observando todo desde el rincón del callejón, se acercó lentamente, su mirada llena de una mezcla de horror y agradecimiento. Estaba temblando, y aunque su cuerpo reflejaba el miedo que aún no lograba superar, dio un paso hacia él, como si encontrara en su figura una seguridad que no había conocido en mucho tiempo.

—No… no sé cómo agradecerte —dijo con voz temblorosa, sus palabras apenas un susurro—. Nunca había visto a alguien arriesgarse así… por alguien como yo.

Cassian la miró, sin saber qué decir. Su mente era un campo de escombros, una maraña de pensamientos fragmentados y emociones crudas que apenas lograba ordenar. Sabía que ella esperaba algo de él, quizás una promesa, alguna palabra de aliento que le devolviera la esperanza. Pero Cassian estaba agotado, desgarrado por dentro, sin nada que ofrecer más que su propia supervivencia. Lo único que podía asegurarle era su presencia momentánea, allí en ese callejón sombrío, rodeado de los ecos de la muerte.

—No lo hice por agradecimiento ni porque te quiera llevar conmigo —murmuró finalmente, sin mirarla directamente. Sus ojos estaban fijos en el cadáver del mercenario, como si en ese cuerpo sin vida encontrara algo que lo mantuviera anclado en la realidad—. Lo hice porque… —se interrumpió, buscando las palabras adecuadas en su mente nublada—, porque estoy harto. Harto de esta mierda. Y porque... bueno, tal vez sea lo correcto, aunque ni eso tenga mucho sentido aquí.

La mujer lo miró, su respiración todavía agitada y temblorosa. Parecía aferrarse a su figura, buscando en él una seguridad que hacía apenas unos momentos le había sido arrebatada sin piedad. Los ojos se le llenaron de lágrimas que intentaba contener, y su voz se quebró mientras murmuraba, casi en un susurro.

—Por Favor, no me dejes, no... no quiero estar sola, no quiero enfrentar esto sola otra vez —dijo entre sollozos, sus palabras impregnadas de una mezcla de miedo y desesperación—. Tal vez me odies por decirlo, pero… contigo me siento… —dudó, buscando la palabra adecuada, su voz un reflejo de la fragilidad que la embargaba— segura. No tengo a nadie más. No puedo ir a ningún lugar sin que… —su voz se apagó y sus manos temblorosas buscaron el borde de su vestido rasgado.

Cassian suspiró, pasándose una mano por el rostro para despejarse. Sabía que había algo en ella que le recordaba su propia vulnerabilidad, una carga que él mismo había soportado de manera silenciosa y amarga. Sin embargo, se obligó a ignorar ese impulso de compasión y se inclinó sobre los cadáveres que yacían en el suelo. Los cuerpos aún estaban calientes, la sangre manchando el suelo y empapando sus ropas. Él necesitaba algo que le asegurara una mejor oportunidad de sobrevivir en aquella pesadilla.

Examinó primero al mercenario parte de los ojos del cuervo. Encontró algunas monedas de plata dispersas en el bolsillo interno de su pantalón, un puñado de anillos de hierro de diversos tamaños y un colgante de hueso, tallado con símbolos que Cassian no reconocía. Al inspeccionar más a fondo, dio con una pequeña bolsa de cuero, pesada y bien atada. Al abrirla, descubrió una colección de gemas pulidas, pequeñas y de colores oscuros, que destellaban bajo la luz tenue.

Por desgracia, el cuervo no llevaba nada de armadura útil, sabia que el hombre si tenia una armadura, pero seguramente se la había quitado para abusar de alguien y al verlo solo salio con su pantalón, desprotegido. Maldijo por lo bajo, continuando hacia el otro mercenario, el que había intentado abusar de la mujer. Este hombre tenía una armadura de cuero endurecido, tachonada con placas de metal en el pecho y los antebrazos. Aunque estaba desgastada y marcada por el tiempo, le parecía lo suficientemente resistente y, lo mejor de todo, ajustable. Se colocó la armadura encima de el gambeson, y para su fortuna, parecía encajarle bien.

Mientras terminaba de asegurarse la armadura, notó que aquel hombre tenía algo más: una espada bastarda, envainada en una funda de cuero negro que colgaba del cinturón. Cassian sacó la espada lentamente, observando cómo el acero brillaba bajo la luz. Era una hoja imponente, con un filo pulido y letal que parecía casi recién forjado. La empuñadura estaba ornamentada con grabados finos en plata y detalles en un rojo oscuro, como sangre seca. Los grabados en la hoja, entre líneas finas y curvas, le daban un aire ceremonial, una pieza creada para intimidar tanto como para matar. Era una espada muy superior a su hacha desgastada así que la tomo.

Suspiró, ajustándose la funda al cinturón, sintiendo el peso de la espada contra su cadera. Se volvió hacia la mujer, quien lo miraba con una mezcla de agradecimiento y angustia, sus ojos todavía brillando con el miedo de momentos antes.

—Si quieres acompañarme, hazlo —dijo Cassian, en un tono más áspero de lo que pretendía—, pero no puedo prometer que siempre estaré para protegerte. Ni siquiera sé si saldré vivo de esto, y mucho menos si puedo asegurarme de que tú salgas también. Tengo una deuda que pagar y para lograrlo debo llevar algo de valor a… al bastardo que me ha esclavizado, y si te llevo conmigo y no le doy algo de valor nos mandará a ambos al infierno sin pensarlo. Si sabes de algún escondite en este lugar, o algo que podamos saquear y llevarnos, más te vale decírmelo.

Ella asintió lentamente, los ojos fijos en él como si tratara de encontrar algo sólido en su figura. Parecía frágil, aún temblando y con la mirada apagada, pero había en su expresión una chispa recién encendida, un brillo de determinación que asomaba, como un reflejo de su propia voluntad de sobrevivir en medio de aquel caos. Cassian no podía saber si era una esperanza ingenua o una simple necesidad desesperada de aferrarse a alguien, a lo que fuera, que le diera una mínima sensación de seguridad.

—Hay… hay una casa en el extremo norte del pueblo —dijo, con la voz todavía trémula, pero más clara, mientras alzaba una mano temblorosa para señalar en esa dirección—. Parece sencilla, casi miserable… pero era de un comerciante, uno que era muy rico, o eso decía él. Lo recuerdo… siempre presumiendo en voz baja, como si fuera un secreto. Dicen que tiene una habitación oculta… llena de cosas de valor, joyas, monedas de plata, cobre, hasta oro. Pero no llama la atención; parece una choza cualquiera, porque… bueno, era un tacaño miserable. La última vez que lo vi estaba vivo, pero con lo que pasó… —se interrumpió, tragando saliva y desviando la mirada.

Cassian se quedó mirándola en silencio, notando la mezcla de miedo y esperanza en su expresión. Había algo extraño en ella, algo que no lograba descifrar, como si detrás de su rostro angustiado hubiera algo más que la simple necesidad de salvarse. Pero no tenía el lujo de pensar en eso ahora. El caos que los rodeaba era una amenaza constante, y si aquella casa existía y tenía realmente algo de valor, podría ser la única oportunidad de ambos para salir de aquella noche con vida, o al menos con algo con lo que negociar.

Sentía el peso de la espada nueva colgando de su costado, como si aquel frío acero fuera una presencia tranquilizadora, una extensión de su voluntad de seguir adelante. La armadura de cuero y metal le daba una sensación de seguridad renovada, aunque mínima, y la mano se le cerraba con firmeza en torno al mango de la espada bastarda.

—Entonces, muéstrame el camino —dijo finalmente, señalando con la cabeza hacia la salida del callejón, sin quitarle la mirada—. Y mantente cerca. No quiero cargar con más de lo necesario, pero… tampoco te dejaré atrás. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo soy Cassian.

La mujer lo miró, sus ojos aún nublados por el dolor, pero al escuchar su nombre, asintió y, con un gesto casi tímido, le tendió la mano. Un gesto frágil y tenue, pero cargado de una extraña calidez, como si, en medio del caos, intentara aferrarse a la única cosa que le daba una pizca de estabilidad. Ella dudo un minuto, miró sus propias manos, sucias y temblorosas, antes de levantar la vista hacia él, en silencio, como si cada palabra que estuviera a punto de pronunciar le costara arrancarla de su garganta.

—Soy… Lyana —dijo al fin, en un murmullo—. Gracias, Cassian.

Sin decir nada más, ella extendió una mano, temblorosa al principio, pero Cassian la tomó con fuerza pero sin ser brusco, guiándola hacia la salida del callejón.

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