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24

«Debería habérmelo imaginado», pensó Marie. Estaba avergonzada por haberse metido ella sola en la boca del lobo. ¿Qué debió de pensar la gente de ella cuando apareció aquella mañana en San Maximiliano para la misa de primera hora? No se sentó en el banco de los Melzer, situado delante a la derecha, en la segunda fila. No se sentía con derecho a hacerlo, así que buscó sitio en uno de los bancos traseros a la izquierda de la nave. Desde su escondrijo escudriñó entre los pasillos quiénes estaban; solo había tres personas: Alicia, Paul y Serafina von Dobern.

¿Por qué le había afectado tanto esa disposición? La institutriz ya iba antes con ellos a misa, y se sentaba con Dodo y Leo en el banco de los Melzer. Sin embargo, hoy los gemelos no estaban, Hanna los había llevado a San Ulrico y Santa Afra, había sido idea de Kitty para evitar complicaciones. Serafina había ascendido a ama de llaves y estaba al lado de Paul. Había ocupado el sitio de Marie.

Mientras el órgano tocaba un preludio y el sacristán cerraba las puertas de la iglesia, Marie reprimió el impulso de salir corriendo. ¿Por qué había ido? No por devoción, sin duda, en el orfanato se habían encargado de eliminarla del todo. No, se le había ocurrido la locura de hablar un momento con Paul después de misa. Aclarar los malentendidos. Explicarse, intentar que Paul la comprendiera. O simplemente verlo, mirarlo a los ojos. Hacerle saber que su amor no había muerto. Al contrario.

No obstante, ni el lugar ni el momento eran los adecuados. Mientras el cura y los monaguillos se vestían y la misa daba comienzo, notó las miradas curiosas de sus conocidos de Augsburgo clavadas en ella desde todas partes. Ahí estaba, Marie Melzer. La ayudante de cocina que había ascendido a señora. Su felicidad había durado unos años y había terminado. Era una lástima, pero así tenía que ser. Paul Melzer merecía una esposa mejor que una chica sacada de un orfanato.

«Sí», pensó llena de amargura. «Serafina ha empobrecido, pero es de familia noble. El coronel Von Sontheim, su padre, cayó en la guerra por su país. Una noble venida a menos y un fabricante acaudalado encajan mejor».

Miró de nuevo hacia delante y vio que Paul se inclinaba hacia Serafina y le susurraba algo con una sonrisa. Ella se sonrojó al contestarle en voz baja.

Marie sintió que los celos y la impotencia la invadían como un veneno paralizador. «A rey muerto, rey puesto», pensó. «Es culpa tuya, lo has abandonado, lo has dejado en libertad. ¿Creías que a alguien como Paul Melzer le costaría encontrar a otra? Es rico, guapo, puede ser de lo más encantador. Las señoritas casaderas empezarán a acorralarlo en cuanto se divorcie».

¿Estaba pensando Paul en el divorcio? ¿Había llegado tan lejos?

Hizo de tripas de corazón y se quedó hasta el final de la misa. Los tradicionales textos latinos la ayudaron, tuvieron un efecto calmante en su ánimo, la protegieron del tumulto sentimental. Se levantó en cuanto sonó la música de órgano, se abrió paso entre la gente que estaba sentada al lado y llegó a la salida de las primeras. Tenía la esperanza de que ni Paul ni sus acompañantes hubieran advertido su presencia. Le daba demasiada vergüenza.

Entró en un coche de plaza para desaparecer de San Maximiliano lo antes posible. En Frauentorstrasse subió la escalera sin que la viera Gertrude, que trabajaba en la cocina, se quitó el abrigo y los botines y se sentó delante del escritorio.

«Qué más da», se dijo, testaruda, al tiempo que se frotaba las manos frías. «Tengo mi trabajo, eso no me lo puede quitar. Y a los niños. Además está Kitty. Y Gertrude. Puedo vivir en esta casita preciosa y trabajar. Aunque haya perdido a Paul, aún me quedan muchas cosas. Que sea feliz con otra. Se lo deseo. Sí, de verdad deseo que sea feliz. Pero lo quiero. Lo quiero».

Miró por la ventana y observó que el viento otoñal arrancaba las últimas hojas de las ramas del haya. «Tengo que trabajar», pensó. Eso la ayudaría a olvidar. Se puso a dibujar el primer esbozo de un abrigo ancho con ribete de piel para una clienta. El cuello sencillo, y el ribete de las mangas y el dobladillo un poco más suntuosos. De conjunto, un sombrerito de terciopelo. ¿Tal vez con forma de tubo, como marcaba la última moda? No, no le gustaban esos gusanos cortados. ¿Mejor una creación con ala ancha y borde de piel como protagonista? Hizo varias pruebas, las descartó, las modificó, reflexionó y se puso a elaborar otras ideas.

—Pero, mamá, ese tema ya está más que hablado.

Marie se paró a escuchar. Tilly había llegado la víspera desde Múnich para pasar unos días en Frauentorstrasse. Estaba muy cansada, comió poco y se retiró enseguida a su habitación del ático. Pobre Tilly. No tenía buen aspecto, y encima ahora Gertrude la atacaba.

—Querida hija, no hay que cansarse de repetir las verdades. Tenía la esperanza de que por fin entraras en razón.

Parecía que madre e hija estaban en el salón. En aquella casa se oía todo, en concreto la potente voz de Gertrude traspasaba sin esfuerzo todas las plantas.

—Por favor, mamá, no quiero hablar de ello.

—¡Soy tu madre, Tilly! Y tengo que decírtelo. ¿Tú te has visto en el espejo? Parece que estés medio muerta. Tienes ojeras, la nariz puntiaguda, las mejillas hundidas. Me duele con solo mirarte.

—Pues no mires.

Marie imaginó que Gertrude tomaba aire muy indignada y ponía los brazos en jarras. Ay, Tilly debería conocer a su madre. No iba a despacharla con esa respuesta.

—¿Que no mire? ¿Que no mire cuando la única hija que me queda se echa a perder delante de mis narices? ¡Estudiar! ¡Ser médico! Eso son bobadas. Más vale que encuentres un marido que te mantenga antes de que sea demasiado tarde. Pero para eso tienes que cuidarte más, niña. Nadie quiere quedarse con un espantajo.

Marie dejó el lápiz con resolución y se levantó para apoyar a Tilly, aunque no dudaba de que Gertrude estaba preocupada y pensaba en el bien de Tilly. A su manera.

—Lo digo por enésima vez: no me voy a casar nunca. ¡Entérate de una vez, mamá!

Marie se dirigió presurosa a la escalera. Ahora estaba alarmada, la voz de Tilly sonaba temblorosa, parecía a punto de romper a llorar.

—¡Gertrude! —gritó Marie al tiempo que abría la puerta del salón—. Creo que Hanna está llegando de la iglesia con los niños.

Fue una jugada inteligente, pues Gertrude miró hacia el reloj de pie y se acercó corriendo a la ventana.

—Dios santo, ¿lo has visto desde arriba? Entonces llegan pronto. Voy a preparar chocolate caliente. En la calle sopla un viento muy frío, y seguro que en la iglesia no estaban calentitos.

—¡Buena idea! —exclamó Marie—. El chocolate caliente es perfecto para este tiempo otoñal.

Animada, Gertrude se fue a toda prisa a la cocina. Hizo una papilla espesa con cacao negro amargo, azúcar y un poco de nata, a la que luego añadió leche caliente. Su entusiasmo por la cocina y la repostería se mantenía intacto, y Hanna se había convertido en una ayudante lista y trabajadora.

Tilly se colocó la larga melena a un lado y miró agradecida a Marie. Bajo la luz de la mañana, Tilly le pareció aún más delgada que la víspera. Llevaba un vestido bastante raído, y la manga derecha estaba incluso desgastada del roce.

—Has llegado en el momento justo, Marie. Una frase más y le habría saltado al cuello.

—Ya lo sé.

—¿Ha sido intencionado?

Marie se rio en voz baja y asintió, y Tilly no pudo evitar sonreír. Desde la cocina llegó el ruido de una olla de hierro que había caído al suelo de baldosas. A veces Gertrude era un poco torpe.

—¡Jesús bendito! —gruñó Kitty en el pasillo—. ¿Por qué haces tanto ruido a estas horas, Gertrude? ¡En esta casa ya no se puede pegar ojo!

—¡Es casi mediodía, jovencita! —replicó Gertrude con mucha calma—. Pero la gente que lleva una intensa vida nocturna necesita dormir durante el día.

La respuesta fue un gruñido malhumorado, luego abrió la puerta del salón. Kitty iba en camisón, tenía el pelo alborotado y los ojos somnolientos.

—Me vuelve loca. Tanto trasiego con las ollas. Ay, Tilly, ¿has dormido bien, cariño? Pareces un tulipán marchito. Tenemos que mimarte y alimentarte, ¿verdad, Marie? Lo haremos. Confía en nosotras, Tilly. Madre mía, aún estoy dormida. Es domingo, ¿no?

Se tocó el pelo y se echó a reír. Se pasó el dorso de la mano por la frente, hizo una mueca y soltó otra carcajada.

—Domingo, correcto. Siéntate, Kitty. Creo que aún queda café en la cafetera.

Marie conocía la costumbre de Gertrude de reservar una taza de café para Kitty porque rara vez se levantaba antes de las diez.

—¡Sí! Un café caliente es justo lo que necesito —bromeó Kitty, desagradecida.

Interpretó el número de siempre. Se hundió en el sofá con un leve gemido, aceptó la taza con gesto altanero y la sostuvo mientras seguía hablando.

—Puaj, huele fatal, pero reanima. Ya me tenéis aquí. ¡Qué fiesta tan estupenda la de ayer en el club de arte! Imagínate, Tilly, se emocionó muchísimo cuando le conté que ya estabas en Augsburgo. Quiere venir esta noche. Sí. Marc y Roberto también se pasarán. Y Nele, creo. Aún tengo que decírselo a Gertrude y a Hanna, a Roberto le encanta su pastel de almendra.

A Marie le estaba costando un poco ordenar la verborrea de Kitty, y al ver la cara de desconcierto de Tilly decidió intervenir.

—¿De quién hablas, Kitty?

—De Roberto, claro, querida Marie. Roberto Kroll, un joven muy guapo que por desgracia insiste en llevar barba porque se considera un artista.

—¿Roberto se emocionó al saber que Tilly estaba en la ciudad?

Kitty la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué estás diciendo, Marie? Roberto, no, fue Klippi, el bueno y fiel Klippi.

Tilly se puso roja y, sin querer, desvió la mirada a un lado. Kitty se bebió el café, se deslizó hacia un extremo del sofá y levantó los pies.

—Todos sabemos que el pobre Klippi está perdidamente enamorado de nuestra Marie —bromeó—. Pero como Marie no lo quiere en absoluto, lo cual me alegra mucho porque Marie es de mi querido Paul, Klippi tendrá que cambiar de rumbo. Es una joya, Tilly, créeme.

Tilly soltó un gemido y se tapó los oídos.

—¡Por favor, Kitty! No empieces con eso. Mamá me acaba de echar el sermón habitual.

Kitty no se dejó amedrentar.

—Solo digo que el señor Von Klippstein será nuestro invitado esta noche y que se alegrará de verte aquí. Nada más. Es una persona encantadora y muy generosa, como tú misma sabes. Jamás se le ocurriría dar instrucciones a su esposa. Podrías estudiar y ser médico, Klippi te ayudaría y estaría de tu parte.

—Te esfuerzas en vano, Kitty —la interrumpió Tilly—. Jamás me casaré. Y tú deberías ser quien mejor me entendiera.

Kitty calló por una vez, se abrazó las rodillas levantadas y pidió ayuda a Marie con la mirada.

—Por… ¿Por el doctor Moebius? —preguntó Marie en voz baja.

Tilly se limitó a asentir. Tragó saliva y se recolocó la melena detrás de la oreja. Era raro que ella, que tantos esfuerzos hacía por aprender una profesión de hombres, llevara un peinado tan anticuado.

—¿Sigues esperando que vuelva de su cautiverio?

Tilly negó con la cabeza. Por un momento se impuso el silencio en el salón, se oyó el tictac constante del reloj de pared y el ruido de la vajilla en la cocina. Luego Tilly se puso a hablar, a trompicones y en voz muy baja.

—Sé que Ulrich está muerto. Murió en algún poblacho de Ucrania. Levantaron el hospital de campaña justo detrás de la línea del frente, como siempre. Para poder atender a los heridos lo antes posible. En el pueblo había guerrilleros escondidos y dispararon a todo lo que se movía. Ulrich murió intentando salvarle la vida a un joven soldado.

Marie no sabía qué decir. Kitty, acurrucada, parecía una niña asustada.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, acongojada.

—Uno de sus compañeros se lo dijo a sus padres. Me escribieron. Ulrich pidió a sus compañeros que me lo comunicaran si caía.

«Un destino como el de tantos otros», pensó Marie. «Aun así, es muy triste cuando se vive en carne propia. Lo raro es que ahora se evite recordar la guerra. Que todos nos entreguemos a una vida nueva y moderna y nos neguemos a ver a los lisiados que piden en la calle. A todos nos gustaría olvidar nuestras propias cicatrices y heridas».

—Es verdad —dijo Tilly con la voz cambiada—. No estábamos prometidos. No tuvimos tiempo para eso. No paro de reprocharme haber sido tan reservada. Debería haberle animado, pero a las mujeres nos educan para que no tomemos nunca la iniciativa. Y por eso Ulrich y yo solo tuvimos unos minutos juntos, nada más. Un beso, un abrazo, una promesa.

Se interrumpió, asolada por el recuerdo. Kitty se levantó de un salto del sofá y le dio un abrazo.

—Te entiendo —dijo afligida—. Te entiendo muy bien, pero por lo menos sabes que falleció. Yo nunca sabré qué le pasó a mi Alfons. Ay, Tilly, no paro de tener sueños horribles en los que lo veo tirado y desangrándose. Muy lejos de mí, solo. La guerra. ¿Quién quería esto? ¿Conoces a alguien que quisiera esta guerra? ¡Tráemelo y lo haré pedazos!

Marie calló. Se sentía desagradecida y egoísta. Su marido había vuelto, ¡cuántas mujeres la envidiaban por eso! Y aun así había abandonado a Paul, no era capaz de perdonarle lo que le había hecho. La suerte de reencontrarse y la convivencia diaria eran dos cosas distintas.

—Aprecio a Ernst von Klippstein —continuó Tilly—. Tienes toda la razón, Kitty. Es una persona maravillosa, y ha sufrido mucho. Estuvo al borde de la muerte.

—Correcto —dijo Kitty, que seguía acariciando el hombro de Tilly—. Tú lo cuidaste en el hospital. Dime, pequeña Tilly. Nunca se habla de ello, pero esto queda entre nosotras, ¿verdad? En confianza: ¿Klippi puede, bueno, ya sabes, formar una familia?

Tilly miró hacia la ventana, donde aparecieron los rostros sonrientes de los niños. Saltaron para ver el interior del salón y saludaron a las tres mujeres, luego volvieron corriendo y riendo a la puerta, donde los esperaba Hanna.

—Por favor —dijo Tilly, presurosa—. Bajo ningún concepto quiero que se entere nadie. Yo tampoco lo he sabido hasta ahora. Hemos tenido un caso parecido en la facultad. Cuando estaba en el hospital ni siquiera conocía esas funciones físicas.

—Entonces no puede —afirmó Kitty con brusquedad—. ¡Pobre!

Marie lo suponía, pero ahora era una certeza. Qué tragedia. Tenía un hijo, pero este vivía con su esposa. No podía tener más niños. Qué absurdos eran los celos de Paul. ¿Cómo había llamado a Von Klippstein? «Tu amante y caballero de las flores». ¡Qué injusto y ruin!

La algarabía de los niños en el pasillo rompió el ambiente de tristeza. Kitty cruzó las manos en la nuca y se estiró.

—¿Y qué? La vida sigue. Ha llegado una nueva época y las tres estamos inmersas en ella. Yo con mis cuadros. Marie con su atelier. Y tú, Tilly, serás una médico maravillosa.

Se puso de puntillas, con los brazos aún cruzados en la nuca, y les lanzó una mirada desafiante. Era obvio que esperaba su aprobación. Marie esbozó una sonrisa contenida. Tilly también intentó poner cara de contenta, pero no le salió muy bien.

—Bueno, chicas —dijo Kitty con indulgencia—. Voy a cambiarme, o Henny volverá a contar en el colegio que su madre se pasa el día en camisón.

Tilly también fue a recogerse el pelo, ordenar la habitación y hacer la cama. La época en que tenía criada y doncella quedaba muy lejos, estaba acostumbrada a cuidar de sí misma. Hanna ya estaba bastante ocupada, no quería darle más trabajo.

—¡Tía Tilly! —Marie oyó la voz aguda de su hija en el pasillo—. ¡Tía Tilly! Espera. Quiero ir contigo arriba.

—Pues ven, Dodo. Pero tengo que poner orden.

—Yo te ayudo. Yo sé ordenar muy bien, la señora Von Dobern nos enseñó. ¿Podré peinarte? ¡Bien! Ya verás, lo hago con mucho cuidado.

Marie se preguntó qué hacía que la niña le tuviera tanto cariño a Tilly. A lo mejor Dodo también decidía estudiar medicina un día. En todo caso, mejor eso que ser piloto. Sonrió para sus adentros. Aún faltaba mucho tiempo, era absurdo pensar en eso. Sin embargo, decían que no había nada como empezar de jovencito.

Leo irrumpió en el salón, aún con la taza en la mano y un bigote de chocolate.

—¡Mamá, tengo que darte una noticia excelente!

No paraba de gesticular con la taza medio llena, así que faltó poco para que el chocolate acabara en la alfombra.

—Estupendo, cariño. Pero mejor deja la taza o habrá una inundación.

—¡Tengo oído absoluto, mamá!

La miró como si lo acabaran de armar caballero. Marie buscó en la memoria. ¿Qué era el «oído absoluto»?

—Qué bien. ¿Y quién lo ha confirmado?

—Después de misa, Walter y yo hemos subido al órgano porque teníamos muchas ganas de tocarlo. Y ahí el organista ha visto que yo siempre acierto el nombre de los tonos. También de los semitonos. Los reconozco todos. Hasta lo más agudo del tiple. Y abajo en los graves. Todos los registros del órgano. Lo oigo todo, mamá. Walter no puede. Se ha puesto muy triste porque no puede. El organista se llama señor Klingelbiel, y ha dicho que es muy raro. Un don divino, ha dicho.

—Es fantástico, Leo.

Como no había nadie más en el salón, pudo darle un abrazo y acariciarle el pelo. Cuando se abrió la puerta y Henny asomó la cabeza, Leo se separó enseguida de Marie y fue corriendo a la sala de música.

—Tía Marie. —Henny dio un rodeo a la palabra «Marie», tenía una sonrisa como mínimo tan encantadora como su madre. Vaya, era un ataque planeado.

—¿Qué pasa, Henny?

La pequeña se había agarrado uno de los tirabuzones rubios y le daba vueltas entre los dedos mientras parpadeaba mirando a Marie.

—Podría ayudarte en el atelier. Por la tarde. Después de hacer los deberes.

El trabajo voluntario no era el fuerte de Henny, pero Marie aceptó la propuesta.

—Si tantas ganas tienes, ¿por qué no? Podrías venirme bien. Para clasificar botones, enrollar el hilo. Regar las flores.

Henny asintió, satisfecha.

—Entonces, ¿recibiré un sueldo?

Así que era eso. Marie debería haberlo pensado. Reprimió una sonrisa y le explicó que solo tenía ocho años y no podía trabajar por un sueldo.

—Pero… pero no trabajo. Solo ayudo un poquito. Y tú podrías regalarme diez peniques a cambio. Porque eres mi querida tía.

Qué espabilada. Ganar dinero de una manera elegante. Yo te hago un favor, y tú me haces otro.

—¿Y para qué necesitas diez peniques?

Henny se puso el tirabuzón sobre el hombro y frunció los labios. Llevaba escrito en la cara que le parecía una pregunta absurda.

—Ah, para nada. Para ahorrar. Porque pronto será Navidad.

«Qué niña más tierna», pensó Marie. «Quiere trabajar para comprar regalos de Navidad. Sin duda, ese sentido del dinero y el valor que le da lo ha heredado de su padre».

—Lo hablaremos con tu mamá, ¿de acuerdo?

A Henny se le ensombreció el semblante, pero asintió y se fue. «Algo trama», pensó Marie, indecisa. Tal vez sería más inteligente no concederle el deseo y hablar con Kitty.

Hacia el atardecer se puso a llover a cántaros, además de soplar un viento frío de otoño que sacudía los arbustos y los árboles. Las ramas golpeaban contra la casa, las hojas amarillas y marrones salían volando con el viento, y para colmo Hanna había dicho que arriba había dos ventanas que no cerraban bien.

—Pon unas toallas viejas en los alféizares —propuso Tilly—. De lo contrario, la madera empezará a enmohecerse.

—Esta casa es un pozo sin fondo —se lamentó Kitty—. En verano tuve que reparar el techo y por poco me arruino. Cuando vuelva a nacer, me dedicaré a arreglar techos.

Ernst von Klippstein se presentó con el abrigo empapado, el viento le había dado la vuelta al paraguas varias veces, así que al final renunció y se encajó el sombrero. En vez de flores, entregó a las damas unas cajitas de bombones mojadas, y se alegró mucho cuando Hanna le llevó unas zapatillas de invierno.

—Disculpe mi apariencia —comentó mientras saludaba a Tilly y se pasaba la mano por el pelo mojado.

—Pero ¿por qué? Está usted estupendo, querido Ernst. Tan rosado y sano. ¡Como recién lavado!

—Eso sí que es verdad —confirmó Kitty entre risas—. A partir de ahora lo pondremos bajo la lluvia antes de invitarlo, querido Klippi. Pero pase, estábamos a punto de empezar.

Marie comprobó aliviada que aquel día Ernst von Klippstein se dedicaba sobre todo a Tilly. Durante la primera época de su separación de Paul aparecía como invitado casi todos los días en Frauentorstrasse y se deshacía en atenciones para consolarla. La intención era buena, pero para ella era más una carga que una ayuda.

—¿Ves, Marie? —le susurró Kitty con picardía—. Esos dos ya están sentados juntos con toda confianza. Pronto estarán cogidos de la mano y abriéndose el corazón.

Kitty llevaba uno de sus elegantes vestidos de seda clara que apenas le cubrían las rodillas y resaltaban su figura, que ya volvía a ser la de una chiquilla. Con un cuerpo a medio camino entre niña y mujer, resplandecía, provocaba, coqueteaba, no pasaba desapercibida a ningún hombre. Quien veía esos ojos de color azul oscuro entraba en un intenso caos de sentimientos. Marie había comprobado que en el fondo Kitty hacía tiempo que estaba harta de ese juego y solo lo seguía para demostrarse su poder una y otra vez. Entre sus seguidores estaban Roberto, el pintor de barba negra, y Marc, el galerista. Marie no sabía hasta qué punto los señores se ganaban las simpatías de Kitty. Si su guapa cuñada practicaba el amor físico, nunca lo hacía en Frauentorstrasse.

—¡Nele, cariño! Haber tenido que salir de casa con este tiempo…

Nele Bromberg recibió profusos abrazos de todo el mundo. Ya tenía más de setenta años, estaba flaca como un cabritillo y llevaba el pelo corto y teñido de negro azabache, impecable. Antes de la guerra causó furor como pintora y vendió muchos cuadros.

Más tarde la fama se fue desvaneciendo, pero eso no le impidió dedicar su vida al arte. A Marie le gustaba esa vieja dama extravagante, a menudo pensaba que su madre se parecería mucho a ella si siguiera con vida.

—Bah, a las brujas nos sientan bien la lluvia y la tormenta —exclamó Nele—. Ha sido un placer venir a verte en mi escoba, mi querida duendecilla.

Casi siempre hablaba demasiado alto, pues con los años se había vuelto dura de oído. Sin embargo, no molestaba a nadie. Incluso los niños, que podían estar un ratito presentes, encontraban a «la tía Brummberg» simpática y con frecuencia se peleaban por quién se sentaba a su lado.

¡Ay, esas comidas bulliciosas en la casa de Frauentorstrasse! Qué alegría transmitían. Nada de estrictas normas de conducta como en la villa de las telas, nadie obligaba a los niños a sentarse erguidos ni a no mancharse. Tampoco había señores ni servicio, pues Gertrude repartía las tareas entre los huéspedes, que las asumían de buen grado. Poner la mesa. Preparar un ramillete. Llevar los platos. Ocuparse de las bebidas. Von Klippstein era quien más dispuesto estuvo a ayudar, pero Marc también se mostró encantado de llevar los cuencos de pasta, y el pintor Roberto puso los cubiertos exactamente a la misma distancia junto a los platos. Más tarde, cuando todo estaba preparado, se sentaron juntos a la mesa, tan apretados que debían tener cuidado de no pinchar al vecino con el tenedor sin querer. También Hanna, que al principio se hacía de rogar, se sentó con ellos y sintió mucha vergüenza cuando los amigos de Kitty se dirigieron a ella como «señorita Johanna».

Comieron, elogiaron a la cocinera, bromearon con los niños, contaron chistes, brindaron. Las conversaciones casi siempre giraban en torno al arte. Marc Boettger, el galerista, era el que más intervenía, condenaba a uno y elevaba al cielo a otro, hablaba de artistas que se hacían famosos de la noche a la mañana y de genios que siempre serían menospreciados. Nele reclamó que hablara más alto, pues no le entendía, y Dodo asumió la tarea de repetir a la anciana los retazos más importantes de las conversaciones.

—Has traído al mundo a una chica lista, Marie. Algo muy especial. Un día dejará a todos perplejos.

Nele tuteaba a todos sus amigos, y desde el principio cogió mucho cariño a Marie. Sobre todo elogiaba los cuadros de su madre, aunque no la hubiera conocido en persona, muy a su pesar.

Cuando estuvieron saciados y las conversaciones languidecieron un poco, llegó la hora de Leo. Se dirigió a la sala de música para tocar unas cuantas piezas al piano, algo que lo apasionaba. A una señal de Marie, el músico recibió intensos aplausos; así terminó el concierto nocturno, y Hanna se fue con los niños enfurruñados para acostarlos.

Los adultos se repartieron en grupitos por el salón: se pusieron cómodos en el sofá, ocuparon las butacas, a Roberto le encantaba sentarse en la alfombra con las piernas cruzadas. Era un gimnasta entregado, una vez mostró su arte con las volteretas y salieron mal parados un jarrón de cristal y la gran butaca de mimbre, así que Kitty le pidió que parara.

—¡Me encanta esta butaca! ¡Aquí di a luz a mi hija!

—¿En esta butaca? —preguntó Marc, angustiado.

—No, en realidad en el sofá. Justo donde estás sentado, amigo mío.

Marie se unió a las risas. Estaba un poco cansada y le costaba concentrarse en la conversación. Probablemente fuera por el vino, uno fuerte del Rin; no debería haber bebido la segunda copa.

Escuchó con educación lo que contaba el joven galerista, sonreía en los momentos adecuados y se alegró cuando Hanna volvió al salón para avisar de que los niños estaban en la cama tan felices. Cuando Marc se volvió hacia la «señorita Johanna» para invitarla a su galería por enésima vez, Marie tuvo la oportunidad de oír otra conversación.

Tilly estaba sentada de nuevo con Ernst von Klippstein, y por lo visto le había abierto su corazón, en eso Kitty había acertado. Al menos Marie vio en la expresión de Von Klippstein un gran interés.

—Cuánta maldad. Por pura envidia, supongo.

—Puede ser —dijo Tilly, deprimida—. Soy muy aplicada en los estudios y siempre estoy entre los mejores. Una alumna debe tener buenos resultados para gozar del reconocimiento de los profesores. Pero algunos compañeros eso lo llevan muy mal, por desgracia.

—¿Y por eso aparecieron esos muchachos borrachos como cubas en la puerta de su casa y exigieron entrar?

—Sí. Y para colmo dijeron que ya habían pasado varias noches conmigo. Así que la casera me echó.

Von Klippstein se compadeció de ella con un profundo suspiro. A buen seguro le entraron ganas de agarrar la mano de Tilly, pero no se atrevió.

—¿Y ahora? ¿Ha encontrado otro alojamiento?

—Todavía no. He dejado mis cosas en casa de un conocido, solo tengo una maleta y la bolsa con mis libros.

—Si puedo ayudarla de alguna manera, señorita Bräuer, tengo amigos en Múnich.

Marie no oyó si Tilly aceptaba la oferta porque entonces la abordó Nele.

—Mi querida Marie, tienes dos hijos maravillosos y me das una envidia tremenda. Ese niño es un pequeño Mozart. Y está guapísimo con su tupé rubio. Como un ángel. Un arcángel.

—Sí, estoy muy orgullosa de los dos.

Marie estuvo charlando, escuchaba y daba respuestas. Era agradable estar en aquella sala, tan cálida y protegida, rodeada de personas alegres, mientras afuera el viento arrancaba las ramas y la lluvia azotaba los cristales de las ventanas. Pero ¿por qué se sentía tan terriblemente sola?

«¿Por qué nos peleamos?», pensó. «¿No serán nimiedades todo lo que le reprocho? ¿Puras imaginaciones mías? ¿Un egoísmo imperdonable?»

¿Por qué no iba a verlo a la fábrica al día siguiente y le decía que lo quería? Que lo demás carecía de importancia. Que solo contaba su amor.

En ese momento recordó el banco de la iglesia. El banco familiar de los Melzer en San Maximiliano. Paul entre su madre y Serafina von Dobern. El rostro sonriente de Paul, de perfil, y Serafina inclinada hacia él para entender mejor los susurros.

No. El amor no podía sustituir a todo lo demás en la vida. Y mucho menos un amor basado en mentiras.

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