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Octubre de 1924

—¡Qué asco, hay gusanos en el repollo!

Gustav caminaba a duras penas por la huerta con una cesta llena de repollos en cada mano. Eran pequeños porque había tenido que cortar unas cuantas hojas para salvar por lo menos el centro. No había quedado nada de esos prometedores brotes gruesos, solo hojas comidas y tronchos podridos. Encima había empezado a llover. Demasiado tarde: unas semanas antes la humedad se habría cargado las malditas moscas, pero así habían puesto sus huevos en los repollos con total tranquilidad.

—Lo que no vendamos lo prepararemos en conserva —se consoló Auguste—. Voy a buscar un rallador y unas cuantas cazuelas grandes de loza a la villa.

Gustav asintió. No les quedaba más remedio. Llamó a Liese y Maxl, que estaban en el pequeño cobertizo atando verdura para la sopa en pequeños haces.

—Amontonadlos en el carro, pero con cuidado. Y poned la lona encima para que no se mojen.

—Sí, papá.

Caía una lluvia fina que calaba la ropa hasta la piel. Había refrescado, el amanecer dejó un matiz blanco sobre el campo. Era principios de octubre y el invierno aún quedaba lejos.

—¿Cómo tienes el pie? —preguntó Auguste, que había visto cómo Gustav cojeaba por la huerta.

—Bien —afirmó él—. Aún está un poco perjudicado, pero ya se está curando. Dame esa cesta de ahí. Quiero recoger zanahorias y apio. Las coles de Bruselas las cosecharemos cuando haya pasado la primera helada.

Auguste asintió y se dirigió al cobertizo, donde podría trabajar sin mojarse. Hansl, de tres años, estaba agachado en el suelo y chapoteaba con las manitas en el lodo gris: tendría que lavar los pantalones, pero por lo menos los dejaba tranquilos. Fritz, en cambio, con nueve meses estaba regordete y fuerte, y se empeñaba en subirse allí donde pudiera. Una o dos semanas más y daría sus primeros pasos. Auguste formaba haces de verdura para la sopa mientras observaba los ásteres y las dalias de colores que Liese había cortado para colocarlos en latas llenas de agua. También se las llevarían enseguida al mercado. Qué lástima no saber hacer ramos tan bonitos como las floristas, que por las mismas flores ganaban como poco el doble de dinero.

Miró parpadeando hacia la gran zona de aparcamiento que pertenecía a los Melzer. «Qué despilfarro», pensó. Era un buen terreno, se podrían cultivar patatas y nabos, crear bancales de hierbas y plantar coliflores. Pero los Melzer eran ricos y no necesitaban nada de eso. Sacaban mucho provecho de su fábrica y se rodeaban de un parque: árboles, césped y flores, solo para los ojos. Había que poder permitírselo.

Por supuesto, no tenía motivos para criticar a los Melzer, pues seguía viviendo con su familia en la casita del jardinero. Era pequeña, y en invierno no conseguían calentar los dos cuartitos que quedaban debajo del tejado, pero a cambio era gratis. Si encima hubiera tenido que pagar alquiler, hacía tiempo que habrían muerto de hambre.

Se inclinó hacia delante para ver qué hacían Gustav y los dos niños mayores en el campo. ¿Aún no habían acabado con las zanahorias y el apio? Tenían que irse ya, montar el puesto del mercado antes de que otro les disputara el sitio. Una vez hecho esto, lavaría a Liese y a Hansl con un trapo húmedo para que en el colegio no los riñeran por llevar los dedos sucios. No sabía en qué pensaba el señor profesor: solo los ricos podían permitirse llevar las manos limpias. En su familia, los niños mayores tenían que trabajar, de lo contrario no tendrían para vivir los seis. Así era, señor profesor. Y si no se lo creía, podía acompañarlos a recoger unas cuantas zanahorias. ¡Luego veríamos cómo se le quedaban los dedos!

—¡Gustav! ¡Date prisa! ¡Tenemos que irnos! —gritó, y luego agarró rápido las hierbas para colocarlas en cestitas. El perejil, el eneldo y el cebollino estaban en casi todos los puestos del mercado, pero ellos tenían también mejorana y estragón, romero y tomillo. Las cocineras de las casas ricas las compraban para ponerlas en los asados y las salsas. Siempre se ganaba algo con ellas.

Gustav y los dos mayores subieron al carro, protegido de la lluvia con una lona. Ojalá tuvieran un caballo. O mejor, un automóvil. Sin duda, ya podía enterrar todos esos sueños. En unas semanas el sueldo habría quedado reducido a un importe que apenas cubría el pago del puesto en el mercado. A finales de noviembre se terminarían las flores y luego solo habría coles de Bruselas, cebollas y zanahorias. Las zanahorias se almacenaban en el sótano de la casa del jardinero, las metían en jarras llenas de arena y así se conservaban jugosas y frescas durante todo el invierno. Un invernadero, esa era la clave. Un gran invernadero con mucha luz y que se pudiera calentar en invierno. Así podrían cultivar flores y hierbas todo el año.

—Bien hecho, vosotros dos —oyó que les decía Gustav a los niños—. Habéis sido muy aplicados. Corred con mamá a buscar vuestro desayuno.

Le dio una palmadita a Liese en el gorro y a Maxl un cachete cariñoso en el trasero. Auguste sacó las rebanadas de pan y sirvió leche en los vasos. No había mantequilla, solo un poco de mermelada que había quedado demasiado líquida y por tanto no se podía vender.

—Mamá, me duelen los pies —se quejó Liese—. Es porque siempre tengo que encoger los dedos.

Hacía tiempo que los zapatos se le habían quedado pequeños, y Maxl tenía los pies tan grandes que no le entraba el calzado usado de Liese. Tendría que comprarles zapatos a los dos, pues Maxl también tocaba con los dedos la parte delantera. Antes los Melzer les regalaban ropa y calzado de vez en cuando, pero desde que Marie Melzer ya no estaba en la villa no se podían pedir semejantes favores. La señora Alicia rompía a llorar en cuanto le mencionaban a sus nietos.

Fritz berreaba furioso en el cobertizo porque Auguste lo había atado a la puerta con una cinta por precaución. De lo contrario, en libertad, emprendía a gatas un viaje de descubrimiento y ella acababa sacándolo del campo embarrado como un nabo.

—¿Listos? —preguntó Gustav al tiempo que dejaba en el carro las cestitas con las hierbas y las verduras para la sopa.

—Cómetela. Hasta esta tarde no habrá más.

Le tendió la rebanada de pan con mermelada y él dio unos cuantos mordiscos con desgana. Luego partió el resto en pedacitos y se los dio a Hansl, que ya los pedía, hambriento. Por mucho que dijeran, esos tres niños no parecían pasar hambre, al contrario. Solo Liese estaba delgada, ya tenía once años y crecía a lo largo.

Auguste metió a los más pequeños en el viejo carricoche que le habían regalado los Melzer y en el que habían paseado Paul, Kitty y Lisa. Hansl tenía que sentarse delante de Fritz, en el borde, y así iban muy bien. Gustav se colocó delante del carro de la verdura para tirar de él, Liese y Maxl empujaban por detrás, y la caravana se puso en movimiento poco a poco. Era un trabajo muy pesado, sobre todo después de haber estado lloviendo toda la noche, pues se hundían en el suelo fangoso del camino que llevaba a la carretera.

«Así no podemos seguir», pensó Auguste. «Gustav es un hombre valiente y trabajador. Un tipo decente al que no le gusta engañar a nadie. Y por eso nunca llegará a nada. Así es la vida, la gente modesta se hunde. Solo sube quien abre la boca del todo y se atreve a algo».

Pasaron por Jakoberstrasse y junto a la torre Perlach en Karolinenstrasse, donde se encontraba el mercado de verduras. Fue un viaje interminable sobre el adoquinado irregular y las aceras mojadas; el viejo carricoche chirriaba y se lamentaba, parecía que se fuera a desmontar. Por supuesto, su lugar preferido ya estaba ocupado, tuvieron que conformarse con un rinconcito junto a la lechería. Por lo menos quedaban al resguardo de la lluvia, pues Gustav pudo fijar la lona en un gancho en la pared del edificio.

—Hoy no habrá muchos clientes —dijo el del puesto vecino, que vendía patatas, ciruelas y manzanas—. Cuando llueve así, la gente se queda en casa.

—Esta tarde despejará —afirmó Auguste.

No tenía ni idea de por qué estaba tan segura, pero algo había que hacer contra tanta melancolía. Vendió dos ramitos de hierbas para sopa a una ayudante de cocina calada hasta los huesos, luego algunas mujeres se pararon a mirar los repollos pero al final prefirieron comprar en otro sitio. Auguste se estaba congelando, los niños también tiritaban, Maxl ya tenía los labios azules.

—Lavaos los dedos.

El colegio aún no había empezado, pero por lo menos ahí estarían a cubierto. Si el conserje se mostraba comprensivo, los dejaría pasar. Auguste dejó a Maxl con Gustav y metió hierbas y flores en el cochecito con Fritz.

—Voy a ver a Maria Jordan —le dijo a Gustav—. Que ella escoja lo que quiere quedarse.

Gustav se sentó en una caja y se puso al pequeño en el regazo.

—Ve. Tampoco hay mucho movimiento.

Gustav siempre parecía satisfecho. Rara vez se quejaba, nunca echaba pestes. La única pega era que por la noche tenía que beberse su cerveza. Para ahuyentar las preocupaciones, decía. A veces Auguste preferiría que Gustav tuviera su propia opinión, que diera un puñetazo en la mesa y dejara claro quién estaba al mando. Sin embargo, no era su estilo. Él esperaba con paciencia a que ella decidiera, y obraba en consecuencia.

La lluvia cedió un poco, la bruma que se había posado sobre los tejados se disipó y la ciudad adquirió un aspecto más amable. Las calles se animaron, pasaron carruajes de caballos cargados con todo tipo de barriles y cajas, aquí y allá se veían los primeros automóviles, y un coche de tiro también pasó como un rayo. En el tranvía se amontonaban los empleados que se dirigían a sus despachos y negocios. Algunos solían ir a pie al trabajo para ahorrar dinero, pero con esas lluvias preferían llegar secos. Auguste miraba con envidia a las mujeres bien vestidas que se apeaban en las paradas, se apresuraban a abrir los paraguas y se dirigían a sus puestos de trabajo. No tenían necesidad de ir por ahí con repollos mugrientos y cuatro niños pequeños. Se sentaban en un despacho precioso bien secas, tecleaban en su máquina de escribir, trabajaban de secretarias en correos o eran dependientas en una tienda bonita. En el otro lado de la calle vio el atelier de la señora Melzer. Hacía unas tres semanas que había abierto de nuevo, las clientas pudientes entraban y salían, incluso se decía que la esposa o la hija del alcalde le hacía encargos. Auguste cogió en brazos a Fritz, que se puso a bramar, y aguzó la vista para ver mejor detrás del gran escaparate. ¿La que corría con un montón de telas en el brazo era Hanna? No, era esa mujer que fue una vez a la villa de las telas con su hijo. Un amigo del colegio de Leo, un judío. Aquel día la institutriz los echó a los dos. ¿Es que esa judía trabajaba para la señora Melzer? Vaya, a esa no le asustaba nada.

Auguste bromeó con Fritz para animarlo un poco, luego volvió a meterlo en el cochecito y apuró el paso. Desde Perlach salía la Maximilianstrasse hasta Milchberg, donde Maria Jordan tenía su negocio. No era la zona más elegante y quedaba bastante apartada, pero a ella le convenía. La gente que iba para conocer su futuro no siempre quería ser vista. Tuvo que parar porque el pequeño se puso a llorar y patalear, y le dio miedo que se le cayeran las hierbas del carricoche. Compró dos pretzel a una vendedora, le dio uno al niño y el otro se lo comió ella. Con eso se gastó lo que había ganado con la venta de las hierbas para la sopa.

Se consoló pensando que en la villa de las telas la situación de los Melzer tampoco era la mejor, pese a todo su dinero. La joven señora Melzer seguía viviendo con sus hijos en Frauentorstrasse, se hablaba de divorcio y de una resolución judicial para que los niños volvieran a la villa, pero entretanto parecía que el señor Melzer no hacía nada. Su madre, en cambio, se sentía muy desgraciada porque añoraba mucho a sus nietos. Con todo, lo peor era esa bruja, la nueva ama de llaves, Serafina von Dobern. Era la encarnación del mal. No, en la villa nunca había vivido nadie tan malo, superaba con creces a Maria Jordan. Se había apropiado del despacho de la señorita Schmalzler y se había instalado ahí. Gertie debía llevarle el desayuno todas las mañanas, pues con los demás empleados solo compartía la cena. Después del desayuno aparecía en la cocina y repartía órdenes, refunfuñaba, reprendía, exigía e insultaba, hasta que todos se alegraban cuando por fin se iba. Se excedía sobre todo con Gertie porque esta le contestaba. Una vez incluso desacreditó a la pobre chica delante de la señora Alicia, de manera que luego la convocaron en el comedor y le cantaron las cuarenta. Por supuesto, todo eran mentiras que contaba Von Dobern sobre ella: que había roto copas e incluso que había robado un plato de la vajilla buena. En realidad, esos platos estaban en el despacho del ama de llaves, que con frecuencia se servía sin preguntar de la lata de galletas de la señora Brunnenmayer. Else siempre se ponía del lado de la más fuerte, claro, y por desgracia era la señora Von Dobern. Julius ya estaba buscando otro puesto, pero por el momento no había encontrado nada. Procuraba hacer caso al ama de llaves y no dejar que sus comentarios maliciosos lo afectaran, pero se notaba que le suponía un esfuerzo. Con frecuencia al pobre chico se le ponía la cara amarilla de rabia. La única que hacía frente al ama de llaves era la señora Brunnenmayer. Con ella llevaba las de perder. Cuando le daba órdenes, la cocinera no le hacía caso. Seguía con su trabajo como siempre y no le prestaba más atención que a una mosca en la pared. Como mucho se permitía bromear con ella. Cuando la señora Von Dobern exigió tomar el té de la mañana con azúcar perlado, la señora Brunnenmayer le puso canicas de cristal en el azucarero. Las había cogido Gertie de la habitación de los niños. Jesús bendito, cómo se enfadó el ama de llaves. Como si fuera un atentado contra su persona. Quiso llamar a la policía y amenazó a la cocinera con enviarla a la cárcel hasta el fin de sus días. Afirmó incluso que antes, con el emperador, la señora Brunnenmayer habría acabado en la horca.

Auguste se paró con brusquedad, y una cestita de estragón estuvo a punto de caerse del carricoche. ¿La que estaba delante de la columna de anuncios no era Gertie? Sí, claro. Llevaba una cesta colgada del brazo y un pañuelo atado en la cabeza para protegerse de la lluvia, pero Auguste la reconoció por la falda granate estampada. Antes era de la señorita Elisabeth, que se casó con el teniente Von Hagemann y ahora vivía con él en la finca de Pomerania. Pobre tipo, Von Hagemann. Había sido un hombre apuesto, elegante de verdad. Auguste se obligó a no seguir pensando en el pasado y se acercó a la desprevenida Gertie.

—Mírate, Gertie. Andas ensimismada.

Se llevó una decepción al ver que la chica no se asustaba en absoluto. Se limitó a girar despacio la cabeza y sonrió con alegría a Auguste.

—¡Hola, Auguste! Os he oído desde lejos. El cochecito chirría como una granja de gorrinos. ¿Vais al mercado de verduras con vuestras hierbas?

—No, estas son para Maria Jordan.

—Ah.

Auguste lanzó una mirada al cartel que Gertie tenía delante de las narices, pero solo descifró «asociación de señoras cristianas», lo demás estaba en una letra demasiado pequeña.

—¿Es que quieres irte a un convento?

Gertie soltó una carcajada. Todos los días se las tenía que ver con la nueva ama de llaves, pero no por eso iba a decir adiós al mundo.

—Ofrecen cursos, mira. Los cursos para criadas domésticas duran dos meses y medio. Los de doncella, tres meses. Y no cuestan nada.

Mira tú por dónde, Gertie quería ascender. Directa a doncella. Bueno, si no era un esfuerzo excesivo.

—¿Y qué se aprende ahí? ¿También lo dice?

Gertie siguió la línea con el dedo mientras leía en voz alta.

—Aquí: «Formación en buenos modales y educación. Adquisición de buenas maneras. Servicio y preparación de mesas. Peinado. Planchado. Costura. Cuidado de la colada y limpieza de lámparas».

—Casi todo eso ya lo sabes.

La chica retrocedió un paso y se encogió de hombros.

—Claro que ya lo sé, pero me faltan la educación y los buenos modales. Además, si haces uno de estos cursos te dan un diploma, y lo puedes presentar cuando solicitas un puesto. ¿Me entiendes?

Auguste asintió. Gertie no iba a durar mucho como ayudante de cocina. Quería avanzar, y tenía madera para ello. ¿Por qué ella no había llegado más que a segunda criada? Ay, los amoríos. Con el sirviente Robert. El teniente Von Hagemann. Luego vino el niño para el que necesitaba un hombre. El matrimonio con Gustav. Y después tuvo un crío tras otro. Gertie, en cambio, era demasiado lista para enredarse con un tipo.

—Sería una pena que te fueras de la villa de las telas, Gertie —dijo, y era sincera.

Gertie suspiró y luego confesó que para ella tampoco era fácil, pero desde que esa falsa extendía sus redes por todas partes, muchas cosas habían ido a peor en la villa.

—Tú tienes la huerta y a tu familia —comentó Gertie—. Pero nosotros tenemos que lidiar día y noche con esa arpía. Es duro.

Auguste asintió. Esa muchacha no tenía ni idea. Pensaba que tener una familia y una huerta era una delicia y las preocupaciones por el pan diario una diversión. Recogió la mitad del pretzel que Fritz había tirado desde el carricoche, lo limpió en la falda y lo metió en la bolsa.

—Tenemos que ponernos en marcha —dijo al tiempo que lanzaba una mirada hacia la torre del ayuntamiento, bañada por el sol. Había acertado, estaba despejando.

—Sí, yo también tengo que seguir. La señora Brunnenmayer me ha hecho una larga lista de la compra. Adiós, Auguste.

Las dos casas de Maria Jordan se veían de lejos, pues eran las únicas que lucían un revoque nuevo y pintura clara. Eran pequeñas y bajas, pero estaban bien. Mucho mejor que una casa de jardinero donde solo se padecían sufrimientos. El joven empleado colocó una mesa en la acera y empezó a poner encima todo tipo de productos: botecitos con ungüento milagroso y pequeños frascos con especias de Oriente, preciosas coronas de flores, marquitos de plata, una bufanda de seda, una bailarina desnuda de bronce.

—Hola, Christian. ¿Está dentro la señorita Jordan?

Se puso muy rojo cuando le dirigió la palabra, seguramente porque estaba siguiendo con el dedo el contorno de la bailarina. Era buen chico. Y tenía unos ojos grandes y azules. Esperaba que no se enamorara de Maria Jordan, ese mal bicho.

—Sí, sí. Espere, que la ayudo con el cochecito.

Dejó los artículos de exposición y agarró el carrito por delante para que pasara mejor por la puerta.

Luego se alegró cuando Fritz le sonrió y le agarró la bata gris.

—Yo tenía un hermano pequeño —le contó a Auguste—. Murió de escarlatina, hace ya cinco años.

—Vaya —dijo Auguste—. Pobrecito.

En realidad, ella podía estar contenta de que sus cuatro hijos de momento apenas hubieran enfermado. Morían muchos niños, sobre todo en los barrios donde vivían los pobres. Era horrible tener que enterrar a un ser tan pequeño e inocente, pero ella no lo iba a permitir. Como Gertie, ella también quería progresar.

La puerta del cuarto trasero estaba abierta, y Maria Jordan apareció en la tienda. Iba muy guapa, podía permitírselo. Llevaba un vestido oscuro con el cuello bordado, de lejos parecía una chica joven. Era delgada, eso la favorecía. De cerca se le veían las arrugas en el rostro, claro, ya debía de acercarse a la cincuentena.

—Hola, Auguste. ¿Qué preciosidades me traes?

Observó las hierbas y las flores, arqueó las cejas y luego dijo que solo necesitaría un poco de estragón y mejorana. Y también tomillo. ¿Tenía romero?

La señorita Jordan era una lista. La mayoría de las hierbas las secaba y las mezclaba para hacer unos pequeños cojines aromáticos. O las metía en vasitos como sales de baño. Con efectos curativos, por supuesto. Sin esas promesas, nadie compraría esos engendros apestosos por tanto dinero.

—¿Y las flores?

Maria Jordan negó con la cabeza. En ese momento no tenía clientes que pidieran flores.

—¿Lo has pensado? —preguntó luego a media voz.

—Sí, pero no por el treinta por ciento. ¡Eso es casi una tercera parte!

—Muy bien —repuso la señorita Jordan—. Pasa. Llegaremos a un acuerdo.

Le ordenó a su empleado que se ocupara de la tienda y vigilara el cochecito, y le indicó con un gesto a Auguste que pasara atrás.

Era la primera vez que entraba en la habitación que tantos cuchicheos y especulaciones provocaba. No había para tanto. Las paredes eran muy normales, cubiertas con tapices; había una cómoda, un diván y una mesita con una lámpara verde en forma de paraguas que arrojaba una luz suave. Por supuesto, en el suelo había una alfombra con motivos orientales, y en el diván varios cojines de seda. Pero nada de eso era inquietante. Como mucho, las imágenes de las paredes en el cuarto sin ventanas eran un tanto peculiares. Había un sultán con un turbante verde que miraba boquiabierto a un montón de mujeres que se bañaban desnudas. También se veía el dibujo de la cabeza de una chica con el rostro oculto tras un velo negro. Y un paisaje de rocas puntiagudas bajo la luz de la luna. Eso sí resultaba un poco terrorífico.

—Siéntate.

Tomó asiento en una silla enfrente de Maria Jordan y comprobó que la mesita era una bonita pieza de marquetería. En la villa había una parecida, en la habitación de los señores. La señorita Jordan debía de ganar dinero de verdad para permitirse muebles tan caros.

—Bueno, porque eres tú, Auguste. Y porque hace mucho que nos conocemos. Veintiocho…

—Sigue siendo demasiado. No ganaremos dinero en cuanto construyamos el invernadero. Primero tenemos que plantar. Eso nos llevará hasta marzo.

Maria Jordan asintió, también lo sabía.

—Por eso no os reclamo el dinero enseguida. Pagas un importe todos los meses. Al principio poco, y cuando ganéis dinero pagáis más. Te lo escribo todo al detalle, y tú firmas debajo.

—Veinticinco.

—¡Para eso ya te lo regalo!

—Veinticinco por ciento. Y, como mucho, al cabo de un año tienes tu dinero. Con intereses.

—Veintiséis por ciento. Es mi última oferta. Y estoy siendo generosa. Piensa en la inflación.

—Vamos, eso ya pasó. Ahora tenemos el marco imperial y ya no hay inflación.

Con un profundo suspiro, Maria Jordan accedió al negocio. Veinticinco por ciento de intereses, a un año. Cinco mil marcos en mano.

—De acuerdo —dijo Auguste; tenía el corazón tan acelerado que notaba la vibración en la garganta.

Vio que sacaba una carpeta de piel del cajón de la cómoda, ponía un tintero encima de la mesita y sumergía la pluma. El utensilio para escribir se deslizó con un rasguño sobre el papel, anotó plazos, fechas, pagos. No hacía falta que pagara nada hasta enero, luego empezarían las cuotas mensuales. Si se retrasaba más de dos meses, Maria Jordan tenía derecho a reclamar de inmediato el importe total pendiente y, si era necesario, confiscar sus bienes.

—Léetelo con calma. Y luego firma ahí debajo.

Le dio el papel y Auguste se esforzó en descifrarlo. La lectura nunca había sido su fuerte, y la letra minúscula de Maria Jordan no lo facilitaba. En la tienda había clientes, oyó lloriquear a Fritz y le preocupó que se cayera del carrito.

—Está bien. Que la Virgen María se apiade de mí.

Escribió «Auguste Bliefert» con una letra torpe y rígida y le devolvió la hoja.

—Ya ves, no ha sido tan difícil. Y ahora te doy el dinero.

Maria Jordan se levantó y descolgó el cuadro de la cabeza de la chica. Auguste no podía creer lo que veían sus ojos. Detrás del cuadro había una puertecita de hierro con una cerradura y encima algo redondo, como una tuerca grande. Maria Jordan se metió la mano debajo de la blusa y sacó una llavecita que llevaba colgada al cuello de una cadena de plata. Auguste vio cómo metía la llave en la cerradura y luego giraba la tuerca. La puerta metálica se abrió, pero la señorita Jordan se colocó de manera que Auguste no viera, por mucho que quisiera, lo que ocultaba tras la puerta.

—Cuéntalo —dijo, y dejó delante de Auguste, en la mesita, un paquetito envuelto en papel marrón.

La muy astuta lo tenía todo preparado. A Auguste le temblaban las manos cuando desató el cordel y abrió el papel. En su vida había visto tanto dinero, apenas se atrevía a tocarlo.

—Son todo billetes nuevos. Marcos imperiales, buenos y fiables —dijo Maria Jordan, que la miraba por encima del hombro—. Los he ido a buscar al banco a primera hora.

Eran billetes de diez, veinte y cincuenta marcos. También había algunos de cien. Auguste hizo de tripas corazón y se puso a contar, ordenó los billetes según su valor, los sumó, los volvió a contar dos veces más y comprobó que todo era correcto.

—Ten cuidado al cruzar la ciudad. Hay ladrones por todas partes, no les asusta nada.

Auguste envolvió con cuidado su tesoro y ató el cordel.

—No sufras, lo pondré en el cochecito, debajo del colchón.

A Maria Jordan le pareció una idea fantástica.

—¡Pero vigila que no se mojen los billetes, Auguste!

—Y qué más da. El dinero no huele mal.

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