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Querido:

Hace cinco largas semanas que no recibo correo tuyo, pero ya hemos pasado por períodos difíciles, por eso quiero creer que tú sí has leído todas mis cartas y que en pocos días encontraré un fajo de correo en la mesa del desayuno.

Los dos nos equivocamos, porque este año que recibimos con tanto optimismo no se ha convertido en el año de la paz. Al contrario, parece el año de las desgracias: los estadounidenses refuerzan desde abril las filas de nuestros enemigos, y en Rusia el pueblo ha tomado el poder. No les tengo mucha simpatía a los zares rusos, pero me parece un mal presagio para toda Europa que los hayan obligado a abdicar. Por todas partes se fortalecen los socialdemócratas. Animan a los obreros de las fábricas a causar disturbios y organizar huelgas que, en la situación de apuro en que nos hallamos, no son de gran ayuda.

Marie releyó el último párrafo con mirada crítica y negó con la cabeza, descontenta. ¿Para qué importunaba a Paul con esos problemas? Se quejaba de las huelgas en las fábricas. ¿De verdad quería que se preocupara por ella? Ni hablar.

Arrugó el papel con un suspiro. Al lado, en la habitación de los niños, se oían los gritos de Henni, un objeto contundente chocó contra la pared y su chillido se volvió estridente y rabioso. Era la menor de los tres niños, pero se hacía respetar de manera extraordinaria gracias a su energía y al volumen de sus gritos. Dodo, ese cielito, era buena y casi siempre se dejaba hacer, pero Leo se resistía y no dudaba en usar su superioridad física. Con todo, de momento no le había servido de mucho, pues Rosa defendía a Henni.

Marie esperó a que se calmaran los gritos, luego cogió otra hoja y empezó de nuevo.

… por aquí no hay muchas noticias. Los niños están sanos y siguen creciendo, hace poco que Dodo superó un resfriado, y Leo se dio un golpe en la rodilla, pero por suerte ambos se han curado bien. Mamá está contenta, te envía muchos saludos. Papá también está bien, aunque el trabajo en la fábrica le exige mucho y lo he convencido para que vaya solo en días alternos. La producción de tela de papel va a toda máquina, no podemos producir lo suficiente para cubrir todos los encargos. Se me han ocurrido algunos patrones nuevos y también he animado a Kitty a poner sobre el papel sus ideas. De momento sin éxito, por desgracia.

Se reclinó en la silla y pensó si debía escribirle unas palabras sobre su hermana pequeña. No había mucho bueno que contar. Tras el aborto, Kitty se pasó semanas en su habitación, a oscuras, sin querer ver a nadie. Finalmente Marie entró en su reino y le echó una buena reprimenda. No tenía derecho a sumirse de ese modo en su pena. Tenía una niña pequeña, ¿o es que ya le daba igual? Desde entonces, Kitty aparecía en la mesa del desayuno, participaba de la vida familiar y se ocupaba de Henni. Sin embargo, no quedaba nada de su carácter vivaracho y arrollador. Deambulaba por la villa como una sombra de sí misma, pálida, parca en palabras y casi siempre con los ojos llorosos.

Kitty se esfuerza por salir adelante pese a la terrible pérdida. La semana pasada estuvimos las dos en una reunión de la sociedad benéfica, donde participó en las actividades planeadas.

Seguro que eso sería causa de alegría para Paul, aunque era una exageración. Marie había empleado todas sus artes de persuasión para evitar que se rapara el pelo y lo diera en la recaudación. Recogían pelo de mujer por todas partes para fabricar juntas y correas. También recogían todo tipo de «donativos» para los soldados, desde monederos para colgar al cuello, pasando por mitones de lana, tirantes, calzones y jarras de cerveza, hasta licores, tabaco y chocolate, todo lo daban y lo llevaban al frente.

La semana pasada nos llegó una carta de Brandeburgo de Ernst von Klippstein. Ha podido arreglar sus asuntos para satisfacción de todas las partes, es decir, pronto se notificará la separación para que Adele pueda casarse de nuevo. Dado que Ernst, por razones de salud, no se encuentra en situación de llevar una finca con cría de caballos, han acordado que deje la finca, y su hijo es el heredero. Klippstein no dice qué planes de futuro tiene, pero me temo que volverá a presentarse voluntario para el servicio militar. Por eso lo he invitado de nuevo a la villa, de corazón.

Tenía mala conciencia porque, en el fondo, sintió alivio cuando Klippstein no aceptó la propuesta de Paul. Por supuesto, el pobre tipo le daba lástima; además de sufrir graves heridas había perdido su felicidad personal. Sin embargo, su entusiasta adoración la sacaba de quicio. Al final, ella le había demostrado su buena voluntad y lo había invitado de nuevo. No dependía de ella si aceptaba o no.

Nos hemos llevado una gran alegría con la vuelta de Gustav. Una bonita tarde se plantó en la puerta sin previo aviso. El pobre ha perdido el pie izquierdo por una granada, pero le han puesto una prótesis de madera y se las apaña bien. La buena de Auguste estaba loca de alegría, le he dado tres días libres para que puedan celebrar el reencuentro como es debido. Gustav, junto con su padre, ya se ha ocupado de la parte trasera del parque, que quiere convertir en un gran huerto. Han tenido que cavar mucho, Humbert también ha participado, y a finales de verano dará frutos, salvo el huerto de hierbas. Cosecharemos patatas, nabos, repollo y rabanitos en grandes cantidades y viviremos mejor que nunca.

Marie sonrió. A Paul le agradaría saber que Gustav había vuelto lleno de energía. Por un momento se planteó si debía mencionar algo sobre Humbert, pero lo descartó. En realidad no había cambiado nada, Humbert prestaba sus servicios con celo y, aunque los tres dedos del medio de la mano derecha se le habían quedado rígidos, se las arreglaba sorprendentemente bien. Sin embargo, seguía teniendo esos extraños «ataques», una especie de alucinaciones que lo asaltaban en cualquier momento del día y de la noche. Luego empezaba a temblarle todo el cuerpo, se quedaba hecho un ovillo y se escondía. Gustav lo había sacado en varias ocasiones de debajo de la cama, en su cuarto, pero la mayoría de las veces se escondía en la cocina, bajo la mesa grande.

Marie había hablado con el doctor Stromberger, que se había hecho cargo del hospital junto con el doctor Greiner. Stromberger ya tenía más de cincuenta años, se había mudado a Augsburgo con su esposa y había alquilado un piso donde también atendía a otros pacientes. Le recetó bromo a Humbert para que se calmase, pero no sirvió de mucho.

Así que en casa todo sigue su curso, y solo deseamos una cosa: que nuestro país, que ha pasado una prueba tan dura, por fin pueda firmar una paz honrosa. Esta guerra ya dura tres largos años, y eso que todos creíamos que iba a terminar pasados unos meses. Mi querido Paul, ni siquiera sé cuándo y dónde te llegarán estas líneas, pero aun así estoy convencida de que pronto volveremos a vernos. Mi amor por ti es más fuerte que toda la miseria de esta guerra, eres mío, no voy a renunciar a ti, te encontraré allí donde vayas. De noche estás a mi lado, como si nunca te hubieras ido. Noto tus brazos que me rodean, y veo tu boca sonriente.

MARIE

Leyó de nuevo las últimas líneas y se preguntó si sonaban absurdas o incluso pomposas. No obstante, estaba segura de que Paul sabría entenderlas; simplemente era lo que sentía, no podía expresarlo de otra manera, tampoco era poetisa. Dobló la carta y la metió en un sobre donde se leía en mayúsculas «correo militar», escribió el nombre de Paul y su unidad y cerró el sobre. Estuviera donde estuviese, en algún momento aquella carta acabaría en sus manos. Eso quería creer.

Se levantó y miró el pequeño reloj de péndulo de jade verde que le había regalado Alicia. Ya eran casi las dos, hora de ir a la fábrica.

—¿Auguste? Por favor, dale esta carta a Humbert, que la lleve a correos con las demás.

Auguste estaba exuberante, se le habían ensanchado las caderas y Marie sospechaba que volvía a estar en estado de buena esperanza. No sería un milagro: Gustav era un marido enamorado y cumplidor.

—Claro, señora.

—Humbert ya se ha recuperado, ¿verdad?

El pobre había tenido uno de sus ataques hacía dos noches, y a la cocinera le costó mucho convencerlo para que saliera de debajo de la mesa de la cocina.

—Está estupendo, señora. Pero su suegra sigue teniendo migrañas.

Ya era el tercer día. Pobre Alicia: sin duda la carta de su cuñada Elvira desde Pomerania la había afectado. Rudolf von Maydorn, el único hermano vivo que le quedaba, estaba gravemente enfermo, y Alicia quería ir a verlo, quizá por última vez. Sin embargo, en la actual situación de guerra y con las malas conexiones de tren, no se recomendaba viajar a Pomerania.

—Dile a mi suegra que volveré hacia las seis.

Se puso una chaqueta y un sombrero, el negro con el ala recta que parecía de caballero. Las faldas, para disgusto de las generaciones mayores, se habían acortado, se consideraba moderno enseñar el tobillo y parte de la pantorrilla. Con todo, salir de casa sin sombrero sería más que inapropiado.

Marie pasaba mañanas alternas en el despacho y también iba por las tardes con regularidad. Unos meses antes tuvo la gran alegría de proyectar nuevos patrones de telas, pero ahora le preocupaba más que la empresa mantuviese el ritmo. La fábrica de paños Melzer seguía funcionando, se hacían hilos de papel y se fabricaban telas. Pero ¿qué ocurriría cuando los trabajadores se contagiaran de las huelgas que surgían por todas partes? Marie había visto los números por la mañana, y, aunque no comprendía del todo la doble contabilidad, tenía claro que su suegro mantenía los sueldos lo más bajos posibles.

Cuando el portero le abrió la puerta de la fábrica, Hanna estaba cruzando el patio con la carretilla. El almuerzo de los prisioneros de guerra se preparaba en la cocina de la villa pero lo pagaba el Ministerio de Guerra.

—¡Hola, Hanna! ¿Estás bien? Estás un poco pálida, niña.

—Gracias, señora, estoy bien.

La respuesta de Hanna fue escueta, no le dedicó ni una mirada y se dirigió directamente a la puerta. Marie se enfadó. Entendía que estuviera molesta con ella por haber dispuesto que el prisionero de guerra Grigorij Shukov fuera trasladado a la fábrica de máquinas. Aunque, en realidad, Hanna debería estarle agradecida, quién sabía cómo habría acabado aquello.

Marie se dirigió a la hilandería a comprobar si el trabajo seguía su curso habitual, luego se aseguró de que todo fuera bien en la tejeduría y se alegró al ver las balas de tela impresas con los patrones creados por ella. La calidad de la tela de papel aún dejaba mucho que desear, era rígida, se arrugaba mucho y los colores no salían luminosos, pero el mayor problema era lavarla, pues la tela se disolvía. Por eso se recomendaba colgar las prendas al aire y limpiarlas con un cepillo blando.

Saludó con un gesto amistoso al capataz Gundermann; en la sala había demasiado ruido para mantener una conversación, pero Gundermann estaba ansioso por hablar con «la joven esposa del director». Como todos los trabajadores, consideraba a Marie una visita y, cuando la llamaba «la joven esposa del director», el título hacía referencia a su marido, Paul Melzer, no a ella. Las obreras tampoco mostraban el mismo respeto sumiso que profesaban al director Melzer. Solo algunas habían entendido que había sido Marie, con su obstinación, la que había salvado la empresa.

Arriba, en la antesala, era muy distinto. Tanto Lüders como Hoffmann se habían percatado de que soplaban vientos nuevos. Si Marie las solicitaba para dictar algo, aparecían presurosas; también le dejaban las cartas terminadas y por la mañana no dudaban en llevarle el correo.

—Nos alegramos de que esté aquí, señora directora —dijo Lüders de nuevo—. Todo ha tomado un nuevo empuje, no sé si me entiende.

A Marie le contentó a medias el cumplido, pues era un indicio de lo que ella venía notando desde hacía un tiempo: Johann Melzer cada vez se desentendía más de las tareas diarias, delegaba la compra en Marie y apenas se ocupaba de la venta de las telas de papel. Marie había resultado ser una mujer de negocios precavida y lista, y con eso le bastaba. No obstante, solo valía su firma, había que presentarle todo el papeleo para que diera el visto bueno.

Aquel día, excepcionalmente, estaba sentado al escritorio de Paul, con varias carpetas y libros delante.

—Hoy has vuelto a saltarte el almuerzo, papá —dijo ella en tono de reproche—. ¿De qué te alimentas? ¿Del aire y los números?

Él cerró el libro y se quitó las gafas. Cómo se le había arrugado la cara. Y parecía que su cuerpo, hasta entonces fuerte, se hubiera encogido, de repente la chaqueta también le iba grande.

—¿Para qué has traído estos libros, Marie? ¿Tiene que ver con tu obsesión por iniciarte en el arte de la doble contabilidad?

De hecho, podía estar orgulloso de que su nuera se dedicara a algo tan árido como la contabilidad. Muy de vez en cuando la elogiaba delante de sus conocidos y decía que era una «astuta mujer de negocios», pero cuando se trataba de explicarle algo se hacía de rogar.

—Le he pedido al señor Bruckmann que me preste algunos libros de contabilidad.

Él soltó una risa breve y brusca, y luego se puso a toser. El viejo Bruckmann era la persona adecuada, a él sí lo podía mangonear.

—¿Y? ¿Te ha explicado su profesión? ¿El debe y el haber? ¿Cómo hacer transferencias con una letra minúscula? Ese tipo escribe con unos deditos finos. Como un monje que copia la Biblia.

El viejo contable le había explicado muchas cosas, pero luego entró en detalles y Marie tenía la sensación de no haberlo entendido todo. Por eso se había llevado esos libros.

—Sí, es un empleado diligente y leal.

Sus miradas se encontraron en el vaso medio vacío que había junto al montón de libros, sobre el escritorio. Melzer se aclaró la garganta, luego cogió el vaso con un movimiento casi obstinado y se lo bebió.

—¿Esperabas que te dejara la silla libre? —dijo, no sin ironía.

—Quédate ahí sentado, papá. De todos modos quería comentar algo contigo.

Se quitó el sombrero y la chaqueta, luego se sentó en una de las butacas de piel. Estuvo a punto de cruzar las piernas y mover la punta del pie, pero se reprimió porque sabía que él no lo soportaba.

—¿Tiene que ver con tus diseños? O sea, si me lo preguntas: no me gusta que las mujeres se vistan como los hombres.

Ella había creado trajes y abrigos que fueran fáciles de coser con telas de papel. Eran formas rectas, lisas y sin adornos, y aun así, a su juicio, no carecían de cierta elegancia femenina.

—No, no se trata de eso, papá. Me gustaría hablar contigo de los sueldos.

Melzer puso una cara rara, como si le hablara en ruso. Marie comprendió que no iba a ser fácil.

—No hace falta que te devanes los sesos con eso, Marie. Desde que existe esta fábrica, siempre he pagado un sueldo decente a mis trabajadores.

Ella no era de la misma opinión, pero no le convenía discutir sobre cosas del pasado precisamente ahora, pues enseguida tocarían temas que emponzoñarían la conversación.

—Si la vara de medir es la fábrica de máquinas o de papel, es cierto —empezó ella, con cautela—. Sin embargo, soy de la opinión de que ahí se despacha a los trabajadores con un sueldo de miseria.

Lo estudió con la mirada: permanecía inmóvil, sujetando las gafas por una patilla como si esperara algo, con gesto burlón.

—Seguro que has leído las noticias sobre disturbios y huelgas —continuó ella—. Yo creo que muchos trabajadores salen a la calle por pura necesidad.

—¿De verdad? —intervino él con sarcasmo—. Mira qué bien. Mi nuera habla por boca de los comunistas. ¿Has asistido a sus reuniones? ¿Has alzado el puño y has congeniado con los espartaquistas? En Rusia, por desgracia, han tumbado a los zares y han declarado una república soviética. ¡Una república donde el pueblo tiene el poder! Es el fin de esa cultura. Han profanado iglesias, asesinado a gente. Las mujeres se han convertido en hienas.

—¿Y por qué? —dijo ella levantando la voz—. Seguro que no es porque la gente viva demasiado bien. Esos disturbios nacen del hambre y la necesidad. ¿Te has paseado últimamente por los barrios pobres de nuestra ciudad?

Johann Melzer tenía la cara muy roja, y Marie temió haberlo alterado demasiado. Dio un puñetazo en la mesa con furia. Si de verdad sus trabajadores pasaban necesidades, él sería el último en negarles un aumento de sueldo. Había financiado un barrio de viviendas para ellos. Una guardería. Se ocupaba de sus empleados como si fueran su propia familia.

—Entonces convendría darles un aumento antes de que se les ocurra exigirlo. Los precios de la comida no paran de subir.

—Eso es una tontería. Los precios los fijan las autoridades.

Marie tuvo que respirar hondo para dominar la ira. ¿De verdad no sabía que la mayoría de los alimentos se vendían «bajo mano»? No, no podía ser tan ingenuo.

—Por lo que he visto en la contabilidad, estamos en situación de pagar a obreros y empleados un aumento de sueldo.

—¡Así que es eso! —se burló él—. ¡Por eso estudias mi contabilidad! Mi querida niña, tus ideas románticas de una clase obrera feliz gracias a un buen sueldo están muy alejadas de la realidad. Los trabajadores no están más contentos con más dinero. Solo se consigue despertar más codicia, es una espiral sin fin. Luego lo querrán todo, la fábrica entera, la villa, nuestros bienes, ¡todo!

Jesús bendito, qué testarudo era. Si Paul estuviera ahí, Marie tenía la certeza de que compartiría su opinión. Sin embargo, Paul estaba lejos, y ella tenía que arreglárselas sola.

—¿Qué ocurre con los beneficios a final de mes? —insistió.

—Necesitamos una reserva —refunfuñó él—. Nadie sabe qué nos deparará el futuro.

—Para que la fábrica sobreviva, necesitamos imaginación, habilidad para los negocios y trabajadores entregados. ¡Que estén dispuestos a apoyarnos a las duras y a las maduras!

—Exacto —repuso él con malicia—. Y precisamente por eso no podemos contentar a nuestra gente. De lo contrario, exigirían más de lo que podemos pagar.

Ahí se le acabó la paciencia. Marie se levantó furiosa, agarró los libros y se los llevó a la antesala. Le pidió a Hoffmann que se los devolviera al señor Bruckmann, de contabilidad. La cara de susto de Hoffmann la enfadó aún más, era evidente que las dos habían estado escuchando tras la puerta y habían oído su derrota.

Cuando volvió al despacho de Paul se encontró a Johann Melzer con una vaga sonrisa en el rostro. ¿Se estaba riendo de ella?

—Como ahora quieres dictar cartas, te dejo el sitio despejado —dijo—. Lüders, ¿está preparada la carpeta de firmas?

—No, señor director —exclamó Lüders, demasiado solícita—. Primero quería escribir las cartas que su nuera… Pero, por supuesto, también puedo…

Johann Melzer se dirigió hacia la puerta de su despacho con un andar extraño, de pasos cortos. Marie se fijó en la rigidez de su postura, el leve bulto en el lado izquierdo del pecho: claro, llevaba escondida una botella en el bolsillo interior.

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