—¡Imposible!
—¿Has perdido tu maldita mente, Langmore?
—¿No puede estar hablando en serio, verdad?
—¿Por qué diablos todavía está respirando?
Ignoré toda la indignación que ocurría frente a mí y en su lugar me concentré en el hombre frente a mí. Estaba de pie en el gran salón, mis ojos fijos en el Señor Langmore que se encontraba ante mí con una expresión engreída en su rostro. La arrogancia que irradiaba de él hacía hervir mi sangre, y me costó todo mi autocontrol no borrar esa expresión satisfecha de su cara con un golpe rápido. Su comportamiento irritaba mis nervios, su complejo de superioridad una fuente constante de irritación.
Detrás de él, los otros señores y miembros de la corte asentían con la cabeza en acuerdo, sus gestos aduladores solo añadían leña al fuego de mi frustración. La forma en que le rendían pleitesía, la manera en que se sometían a cada una de sus palabras, me hizo cerrar mis puños de rabia.
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