Me quedo quieta en aquella silla incomoda que no se ajusta al suelo, pensando en todo lo que me ha dicho y lo ha hecho de una forma en serio descabellada, sin un poquito de tacto como para hacerme sentir bien. Entonces, quiero darle en la herida donde él también me ha dado.
—¿Cómo te va a ti en el fútbol? —me toco un poco la cabeza, rascándome para intentar fingir calma al hablar aunque debo parecer paranoica—. No te he visto o escuchado de ti, por eso pregunto.
Aspira muy fuerte, como si el aire le cortara las entrañas. Aquellas palabras que use muy finas han cortado el suficiente orgullo que se carga.
Me observa por un momento, pide otra ronda de café como si se tratara de alguna bebida fuerte o de un trago de algún bar. Creo que está acostumbrado a llamar a los meseros con su mano, porque en el momento en que lo hace, el mesero va de inmediato. Debe de salir mucho de fiesta con sus amigos. Me preocuparía mucho si me entero que abusa del alcohol.
—Los entrenamientos son cansados —se restriega la palma de su mano sobre su frente y luego se toca la nariz—. Estoy en la serie B de fútbol del país, es por eso que no debes de haberme visto. Tal vez si hubiera salido más joven a los campos de fútbol ya estaría en algún club de la serie A —sus ojos se muestran tristes, como si la decepción fuera un sinónimo de su nombre. Mis complejos me atacan de nuevo, intento bajo todos mis medios intentar superar esa sensación de querer salir pegando gritos de aquí y realmente no puedo. Realmente a pesar de que fuimos novios por vario tiempo y convivientes por otro tanto más, jamás asimilé ese deseo y esa pasión tan fuerte por el deporte del balón. Supongo que ese deseo tan grande que tiene por estar en aquel césped de un estadio de noventa por ciento veinte, corriendo de un lado a otro mientras demuestra sus dotes con el esférico es de la misma relación a mi fascinación por la escritura.
De inmediato percibo un sucio silencio de inconformismo que al parecer nos aplaca a ambos.
Debo confesar que Romel jamás demostró mucha inteligencia, a pesar de que la educación fue un plato servido de una mesa muy pobre que sus padres le dieron, jamás Romel mejoró mucho en sus estudios, no era un estudiante promedio ni el mejor, al contrario, mostraba muchas falencias, más por los números. En todo caso, un hombre de color y pobre tuvo la suerte de ser educado, por una mujer trabajadora y un padre de carácter fuerte, de pocos modales y de lengua demasiado suelta, eso no le quitaba por nada los modales cordiales que siempre demostraba Romel. En su casa, siempre se miraban los partidos de fútbol del fin de semana, donde los gritos pegados al televisor nunca fueron entendidos por mí. Romel jamás tuvo un respeto cordial hacia la alta alcurnia; la aborrecía.
—¿Y cómo está ella? —cuestiono, cruzando mi pierna y tomando la taza de la oreja para llevarme el filo a mis labios.
Sus ojos se agigantan demasiado y viendo su iris como ahora, siento que sus pupilas se dilatan. Le he picado donde más pudo haber ardido. Se remueve sobre dónde está y carraspea.
—¿Quién? —contra pregunta tocándose el mentón.
—La chica que salió de tu departamento —menciono, tratando de disimular los celos que me cargo encima—. Es hermosa, ¿no?
Él parece por si poner los pies sobre la tierra, como si alguien le hubiese quebrado las alas. Ese hombre tan sonriente que se alejó de mi vida parece disperso. Tan solo asiente con la cabeza como si no hubiera forma de responder.
Entonces, doy un paso más allá…
—¿Le has dicho que yo existo?
Suelta la taza de su mano, trato de entender que ha sido por lo caliente que está el café, pero es por la sorpresiva pregunta. Trata de hablar, pero se traga sus palabras, tanto que lo escucho tragar.
—¿Por qué debería saber ella de ti?
Es verdad, tal vez él me guarda en un recóndito lugar donde solo los malos pensamientos se reciclan. Eso no quita que no quiera saber de ella, de lo que ha vivido con ella, de lo que lo hace sentir feliz ahora…, de lo que me he perdido al no estar con él.
—Solo quería saber de ella… —musito despacio.
Mirando la tabla de esta mesa, rascando por encima de esta, divagando en lo imprudente que he sido al soltar algo como eso. Debí haberme cerrado la boca en el momento indicado y no dejar que esto se salga de control.
—Ella es linda, es suave y delicada cuando estab-, estamos en la intimidad. Es insegura cuando está triste o solitaria, es de caída libre cuando se enoja… Es ambiciosa cuando lo ha necesitado y me hiere las veces que ha podido —sus ojos se quedan pegados a los míos, tan fríos y expuestos como si de un amor verdadero se tratara.
No he podido responder de inmediato, me he quedado callada y más que nada, me tomo aquella taza para cubrirme un poco. Es posible que la ame más de lo que me amó a mí, pero eso no quita que me siga amando tal vez.
Ahora más que nunca siento que no debí haber preguntado por ella, que no debí interesarme por aquella que ahora ocupa mi lugar y más que nada su corazón.
—¿La amas…? —quería someterme a una comparación, pero temo por la respuesta que me parta en dos.
—Más de lo que piensas…—me responde, quitándome todas las fuerzas que antes tenía.
No quiero verlo, no deseo hacerlo justo ahora, pero necesito hacerlo. Se suponía que vendríamos hoy aquí a arreglar el desastre que dejamos ambos hace años y ahora, ahora todo es un asco, parece que no hay nada que arreglar. Muevo mi cabeza reiteradas veces y tengo la intención de pararme e irme, pero él me detiene.
—No te pongas celosa, por favor.
Puedo sentir casi una bofetada en mi rostro con lo que ha soltado. ¿Cómo diantres va a decirme algo de ese estilo? Lo hace para provocarme o quizá para echarle más sal a la herida.
Trato de responder, pero enseguida me arreglo como puedo para escapar de aquí. Imaginé esto de otra forma, una muy dulce, aclaradora, donde recordaríamos nuestro pasado, donde intentaríamos rememorar todo lo que vivimos. Aunque la culpa es toda mía por preguntar por ella y sí, estoy celosa, pero no quiero admitírselo.
Se pone de pie enseguida él, niega con la cabeza y levanta sus brazos.
—Esto ha sido cosa tuya, no mía —aclara a su defensa—, la pregunta la hiciste tú.
Lo sé, lo sé y lo sé. Pero eso no quita que me siento más herida que de costumbre. No tiene caso que yo finja no haber escuchado eso o peor de los casos, que no haya dañado como lo ha hecho.
Me acerco a la caja de la cafetería mientras casi puedo escuchar los insultos que le debe de estar pegando al techo y como más de diez ojos ajenos a nuestra situación nos observan con morbo.
Saco mi tarjeta junto con mi identificación y se la paso para pagar todo, mientras él ha perdido el manejo de su carácter. Tengo miedo de terminar pagando por utensilios rotos.
Firmo el recibo, agradezco por el servicio a una cajera que intenta darme una sonrisa incomoda y que ha cada momento intenta estirar su cuello y escuchar todo lo que Romel lanza. Tomo mi bolsa y me dispongo a salir de aquí.
Su mano aprieta con fuerza mi antebrazo y observo sus ojos inyectados de sangre.
—¡Tú me citaste aquí! ¡Tú me buscaste! —intento por mis medios aflojar la presión y decirle que me deje en paz, pero él se niega—. Te recuerdo algo más, tú fuiste la que me dejaste cuando te pedí que no lo hicieras.
Tiro de su mano con la mayor fuerza que puedo y me acerco tanto, tanto que siento su respiración.
—La misma razón por la que te dejé, es la misma por la que ahora me marcho de aquí —Romel jamás ha podido controlar su carácter, siempre me ha parecido enojado, incontrolable y destructivo. Tomo la perilla de la puerta y la jalo hacia delante para abrir la puerta y él, él sale detrás de mí pegando gritos, cargando su bolso del brazo derecho.
Hubiera todo ido rayado en lo normal si no hubiera hecho preguntas tontas e hirientes, pero busqué la forma de arruinar esto. Soy un desastre, uno muy caótico y destructivo, no sé cuántas veces más desestabilizaré la normalidad del hombre al que digo amar.
—¡¿Eres buena en esto, no?! —escucho un grito atrás de mí y temo de volearme, de verlo furioso.
Por respeto lo hago, giro sobre mis talones, viendo el maldito piso como si realmente este fuera ayudarme, pero de otro alarido Romel me obliga a verlo.
—¿En qué soy buena? —cuestiono, pero sé que tengo la respuesta.
—En escapar —contesta frustrado—. En no tener ni un poco de cariño para dejarme con las malditas palabras en la boca. Pero te juro, que está es la última vez que lo haces.
No pude reaccionar, ni tampoco detenerlo, se acercó a mí con toda la fuerza que pudo y me carga, me alza con sus grandes brazos, mi abdomen lo siento sobre su hombro mientras solo miro el piso, el suelo moviéndose y varias voces de personas sorprendidas que han decidido decir unas cuantas palabras, pero yo no grité, no patalee, no hice nada para detenerlo.