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Cuarta parte (32)

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Los árboles caducifolios, desprovistos de todas sus hojas, parecían oscuros esqueletos con muchos miembros. Los de hoja perenne (pinos, piceas, abetos, alerces) estaban cubiertos de nieve. Un fuerte viento corría por el dentado horizonte bajo un cielo bajo y amenazador, y arrojaba oleadas de helados copos de nieve contra el parabrisas del jeep.

Tina empezaba a tener miedo de aquel bosque, que cada vez se espesaba más a medida que trepaban hacia el norte, por la estrecha carretera comarcal. Habían dejado la Interestatal 80 un cuarto de hora antes; seguían la ruta marcada por Danny, la cual rodeaba el borde del páramo. Sobre el papel, aún avanzaban por el límite del mapa, con una gran extensión de azules y verdes a su izquierda. Muy pronto abandonarían aquella carretera de dos direcciones, para adentrarse en otra a la que el mapa calificaba de «sin pavimentar, sin polvo», significara aquello lo que fuese.

Tras dejar la casa de Billy Sandstone con su jeep, Tina y Elliot no regresaron al hotel. Ambos habían tenido la misma espantosa premonión de que alguien, decididamente poco amistoso, les aguardaba en su habitación.

En primer lugar, visitaron una tienda de artículos deportivos. Compraron prendas de abrigo, botas, raquetas para la nieve, comida preparada para excursionistas, un par de latas de «Sterno» y otros artículos selectos para expediciones de supervivencia. Si el intento de rescate discurría sin dificultades, tal y como el sueño de Tina había querido significar, no necesitarían muchas de las cosas que habían adquirido. Pero si el jeep se estropeaba en las montañas, o si ocurría algún otro percance, deseaban estar, por lo menos, mínimamente preparados para lo inesperado.

Elliot se proveyó también de un centenar de cargadores para la pistola. No se trataba de ninguna clase de seguro para lo imprevisible; era, simplemente, una prudente medida previsoria ante los problemas que se imaginaban con gran exactitud.

Desde el establecimiento de artículos deportivos salieron en el jeep de la ciudad, y luego se dirigieron al oeste, hacia las montañas.

Se detuvieron en un restaurante, a un lado de la carretera, y se cambiaron de ropa en los aseos. El traje térmico de Elliot era de color verde con franjas amarillas a cada lado; el de Tina, azul con franjas blancas. Parecían una pareja de esquiadores camino de las pistas.

Al entrar en las montañas, se volvieron conscientes de que la oscuridad se apoderaría muy pronto de aquellos fragosos valles y gargantas, y discutieron acerca de la prudencia de seguir adelante o detenerse. Tal vez hubieran debido ser más precavidos y decidir dar la vuelta, regresar a Reno y encontrar alguna habitación en un hotel, para luego, ya frescos, seguir por la mañana. Pero ninguno de los dos deseó hacer algo así. Tal vez lo tardío de la hora y la mortecina luz actuara en su contra, pero tampoco estaban seguros de eso. También, el acercarse por la noche pudiera resultar ser una ventaja considerable. En realidad, debían seguir sus impulsos. A ambos les parecía encontrarse en buena forma y no deseaban tentar al destino posponiendo el viaje.

Ahora, que se encontraban en una estrecha y cuidada pista de montaña, trepaban de manera incansable mientras el valle se abría hacia el extremo norte. Las máquinas quitanieves habían dejado despejada la ruta, excepto algunos trechos de nieve endurecida que llenaban los baches, y, a ambos lados, se veían montones de nieve de hasta dos metros de altura.

-Ya estamos cerca -dijo Tina, echando una ojeada al mapa que llevaba abierto encima de las rodillas.

-Es la parte más solitaria del mundo, ¿no te parece? -preguntó Elliot.

-Da la sensación de que la vida civilizada puede quedar destruida mientras uno permanece aquí, y que jamás llegaría uno a enterarse.

No habían visto casa alguna ni ningún otro tipo de construcción desde hacía casi tres kilómetros. Y en otros cinco kilómetros, no se cruzaron con ningún otro vehículo.

El crepúsculo se afianzaba ya por encima del bosque invernal y Elliot encendió los faros del jeep.

Por delante, a la izquierda, apareció un claro en el banco de nieve que las máquinas habían amontonado. Cuando el vehículo se acercó a la brecha, Elliot frenó, giró en el cruce y se detuvo. Una pista estrecha se adentraba en el bosque. No tenía una anchura superior a la de un callejón y los árboles formaban un túnel a su alrededor, por lo que, a los veinte o treinta metros, desaparecía en una noche prematura. El camino había sido despejado de nieve. Pero aún quedaban más manchas a trechos que en los últimos kilómetros del camino comarcal. No estaba pavimentado, pero presentaba una superficie relativamente sólida después de muchos años de haber depositado en él alquitrán y gravilla de forma generosa.

-Según el mapa, lo que vemos es una «carretera sin pavimentar y sin polvo» -dijo Tina.

-Supongo que se trata de eso.

-¿Una especie de camino forestal?

-Más bien parece la carretera que sale siempre en las viejas películas, y que conduce al castillo de Drácula.

-No es exactamente la clase de explicación que serviría para levantarme el espíritu -contraatacó ella.

-Lo siento.

-Y no sirve de ayuda el que tengas razón. En realidad, se parece a la carretera del castillo de Drácula.

Enfilaron el jeep por la senda, bajo el techo de pesadas ramas de los árboles de hoja perenne, adentrándose en el corazón del bosque.

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